Tierra de sol
TIERRA DE SOL
Frente a la mesita redonda de la sala de escribir, a bordo. A mi lado, sin levantar cabeza, un joven llena y llena cuartillas. Los colores que le han subido a la cara prueban de sobra a quien se dirige.
Mañana, a primera hora, si la niebla que amenaza lo permite, veremos dos hermosuras: El amanecer en el mar y la bahía de Río de Janeiro. ¡Lástima de tiempo! Ayer, como rogado, salió el sol. Y me pasé el día íntegro, menos la noche, que lloviznó, en el primer puente, sentada sobre la borda, frente a frente a la mar mansa y brillante como espejo que cambiara de colores. Recién supe lo que es el matiz "azul marino". Hay que verlo. Rompe ese azul contra el buque y una orla verde esmeralda, frangeada de blan co, con espuma irisada, bordea la nave incrustándola en un pedazo viviente de ónix de San Luis.
Eternamente uno en su constante cambio, el mar nos da esta gran lección de vida: Su fuerza se convierte en belleza al romper contra un obstáculo y, al ofrecerse, esa belleza abre en la ola cantando al más intenso, al más egoista de los placeres, al placer de darse.
Un día bastante bueno—es proverbial el clima de Río en estos meses—nos saludó de mañana. Desde las divisamos la entrada de la bahía. Todo lo que de ella se diga es nada. Su mar, de lejos, en fajas violáceas, verde—cerúleo, argentado. Al acercarse se quiebran, se funden, se superponen esos colores en la ola mansa, casi dormida, en el centro del puerto; ola que rompe en cresta de espuma, en surtidores, en lluvia finísima contra las costas, contra los 70 islotes que pueblan la bahía.
Las montañas de la orilla. las islas, la playa toda cubierta de vegetación tropical de un verde único que sacia los ojos de vida; las palmeras ondulando en cerros y lomas, en valles y quebradas, dibujando arcos y penachos que parecen suspendidos entre nubes plomizas y azules, agujereadas de trecho en trecho por la resplandeciente luz tropical. Y asidas a los cerros o recostadas en la playa. coquetonas casitas, magníficos palacios, regias residencias veraniegas.
Nos internamos en la bahía. Desfilan las fortificaciones de Río y allá, al fondo, entrevése, graciosa, bellísima la ciudad única.
Bajo repentino chubasco nos embarcamos en el vaporcito que nos dejará en el puerto. La bahía, tempestuosa. lo hace bailar y embarca a cada vaivén furiosos oleajes. Atracamos frente a amplia escalera de granito, siempre bajo la lluvia. Bajamos con peligro de ser deshechas entre piedra y bote a causa de la marejada. Ya en Río, pregunta aquí, pregunta allá, dimos con el tranvía hacia el Jardín Botánico, después de recibir y devolver colección de "excelencias" y "señorías".
Decir cuán bello es Río, me parece imposible. Su Avenida Central más uniformemente edificada que la nuestra de Mayo, con bonitos palacios rococó, con aceras artísticas; su Rua d'Ovidor hirviente de vida comercial; su Bulevar Marítimo soberanamente hermoso, dominado por el Pan de Azúcar, bordeado de jardines tropicales, cortado, al fondo, por los peño.
nes de Santa Teresa y de Tijuca de incomparable belleza.
Los cerros se suceden disputando terreno a la ciudad abrazada por el mar y cada cerro es típicamente hermoso. ¡Y qué vegetación! Helechos arborescentes, árboles gigantes, palmeras cuya copa hay que mirar levantando alto, bien alto la cabeza. Las casas, los palacios, entre ese verde vívido, luciente, semejan nidos. La roca pelada contrasta severa con lo femeninamente gracioso del panorama. Los pics altos, perdidos entre jirones de nubes el día sigue tormentoso—los cerros bajos, bañados de sol, un sol que llena, aviva, juega, lastima.
Pasamos una hora entre gritos de: "Mira aquél, ¡qué lindo!"; "¡ allá se ve el mar!"; "¡Oh!
el Pan de Azúcar!"; "¡qué olor delicioso!"; "¡qué flores, pero qué flores!".
Por fin, henos frente al Botánico. Allí, mientras hurtábamos azaleas, se nos acerca un guardián, sonriente, lleno de bondad, a decirnos que si a la salida nos ven llevar flores el castigado será él. Nos hicimos amigos ponderando la belleza de ese jardín feérico.
Y, con el guardián como guía, recorrimos las calles sombreadas por caña bambú o caña tacuara que, a cada lado del macizo, forman medio arco de altísima ojiva; refrescamos la vista ante la romántica cascada medio oculta entre negras peñas y enredaderas floridas; admiramos, asombrados, las yucas inmensas, los árboles tropicales, la calle de palmeras gigantes, soberbias.
Y siempre, al fondo, al costado, al frente, los cerros que brillan frescos y lucientes bajo el reciente chubasco, bañados de luz, semejando inmensas esmeraldas.
Regresamos al puerto entrecortando nuestro contemplativo mutismo con exclamaciones de asombro y de deleite. De nuevo, tras un recodo, se nos ofreció 156 el mar lamiendo los pilares de la magnífica avenida; de nuevo, cierra la bahía el no imaginado Pan de Azúcar; vuelven a aparecer y a esconderse las islas llenas de jardines, los palacios como de hadas, las casitas verdes y rojas, las palmas soberanas. ¡Y de nuevo esa fragancia de Río! Es algo así como el perfume de nuestro olivo del Plata, pero aun más suave, más delicadamente capitoso.
Ya en el buque, rumbo al océano, no se sacian mis ojos de contemplar la bahía; y, hay quien se atreve a compararla a Nápoles! Pregunto a quien conozca los Andes y las sierras de Córdoba, por ejemplo, se atrevería a compararlas? No cabe similitud entre lo hermoso y lo lindo, entre lo majestuosamente bello y lo graciosamente bonito. Río es único.
De noche. Estábamos anclados frente a Bahía.
Horas de horas contemplé, encantada, las colinas vestidas mágicamente de luz: la ciudad, el puerto, las alturas y los valles relucían como si en ellos se hubieran asentado millares de luciérnagas.
Hoy desembarcamos haciendo la travesía en bote. El mar, como aceite; el cielo, sin una nube; un sol abrasador, pero una brisa riquísima.
Arribados, que decepción produce la ciudad! Jamás imaginé nada igualmente pobre, sucio, extrañamente feo. Un hedor, que ni con algodones en las narices se cruzan sus callejas sin marearse.
La población toda negra. Ni en Africa. Los blancos hacen excepción y deshonran la raza por lo pálidos, flacos, entecos. Las mujeres ricas, pintadas, parecen pejerreyes enharinados. Ellas y ellos abusan de los brillantes con tan mal gusto que aquello sí merece el nombre de "piedras".
Del puerto, mísero y sucio, se llega a la ciudad alta por ascensor o por tranvía a cremallera que trepa por una calle empinada encerrada entre dos muros de piedra.
Arriba, desde las plazas y jardines que abren al mar, la vista es como de cuentos de hadas. Todo lo poetiza la distancia; el mar absorbe los miasmas.
La costa, cubierta de enormes palmeras, naranjos y bananeros, es cortada, escarpada, lindísima.
Una hora de eléctrico a gran velocidad y contemplamos la playa de Río Vermeilho. Resulta aquello no imaginado por lo idealmente hermoso. Soñaba, cuando niña, esas tierras tropicales como hoy sueño las estrellas: No creyendo en la posibilidad de llegar a verlas.
Es el Río Vermeilho precioso, verde como el mar, claro y liso como espejo, de curso irregular, lleno de entradas, de afluentes, de islas. Sus orillas altas, de tierra rojiza como el bronce en la que brotan súbita y erguidamente los árboles más altos que en mi vida soñé ver. Enredaderas, orquídeas, claveles del aire, lianas, enmarañada y vistosísima vegetación parásita cuelga, se ase, trepa, se extiende, se enrosca, avanza, acaricia, abraza, ahoga la selva.
A orillas del río, casitas pobres, como bohíos africanos, asilan la población negra casi desnuda: los chicos, como nacieron; las madres, en camisa amplia y enaguas; al aire piernas y brazos largos y flacos.
De pronto el río se encurva y penetra mansamente en el mar besando la orilla lisa y blanca. A un lado, colinas y montañas vestidas de palmeras y helechos; a otro, peñascos abruptos; en medio de la bahía, amplia playa donde mueren suavemente las olas que, mar afuera, amenazan sumergir las balsas pescadoras.
De Río Vermeilho llevé a bordo azaleas y flor de algodón: Preciosa, como de seda, amarilla con vetas negras.
¡Qué curioso es Dakar! En plena Africa. Apenas se aleja uno de la ciudad francesa—linda y cómoda—cuando topa con bohíos de salvajes y con verdaderos salvajes. Aldea adentro, las chozas pajizas de forma cónica muestran una entrada bajita y estrecha. Las autoridades francesas son ya reemplazadas por autoridades musulmanas. Un poco más lejos y el estado primitivo de la población hace innecesario el ostentar autoridad basada en Cristo o en la Media Luna. Antes de internarnos, los cuatro compañeros nos consultamos tácitamente, y a la voz de—¡ Quién dijo miedo! ¡Adelante!—seguimos viaje.
La gente parece curiosa, pero de buena índole. Se agrupan en torno nuestro, ríen, discuten, quieren tocar nuestras ropas; con gracioso ademán nos ofrecen sus chicuelos, accionan y gesticulan de lejos, nos miran embobados de cerca, pero se apartan, abren paso en cuanto nos ven decididos a seguir marcha. En las callejas, de acera blanca y luciente, bajo un sol que reverbera, pululan negros de hermoso y fornido cuerpo. Las mujeres, desnudas medio cuerpo o luciendo escote discontinuo, cerrado arriba con una banda y un seno al aire; bien hechitas, de caderas salientes y pronunciadísima curva en la cintura; carnes tersas, .lucientes, duras como ébano pulimentado; adornadas con oro y plata en las orejas, cuello, brazos y piernas, marchan esbeltas y armoniosas, el cántaro sobre la cabeza, los hijos colgados a la espalda, la cachimba humeante en la boca. Los negros dandys luciendo alguna prenda de vestir a la europea, aunque más no sea un chaleco sobre el cuerpo desnudo, y la infaltable varita o el paraguas cruzado a la espalda, sosteniendo cabo y contera con ambas manos en alto, el cuerpo echado hacia atrás, el pecho saliente, la cabeza erguida, como quien va a bailar el can—can. Los chicuelos desnuditos, con innúmeros amuletos—cri—cricolgados del cuello, el vientre hinchado, caído, de tanto comer tierra, las cabezas llenas de asquerosas pústulas.
De regreso, visité una escuela. ¡Qué impresión de pesadilla me prodlujo la filosófica lengua francesa al salir blandamente informe, viscosa, incognoscible de labios de un maestro negro envuelto en amplia túnica blanca! Llegamos a bordo con flores, fruta y la alegría de vivir que retoña en mí a cada nueva belleza admirada.
Si Dakar es medio salvaje, en cambio Francia se honra en Africa con Argel, la blanca: Hermosas avenidas, lujosos bulevares, calles amplias y aseadas, edificación europea, árboles comparables en tamaño y hermosura a los tilos parisinos, tranvías eléctricos en todas direcciones; automóviles, carruajes; excelentes hoteles; abundante población europea; jardines públicos con los que sólo Río de Janeiro o Lisboa compite; campiña circundante fertilísima; cerros idealmente bellos, cuya ascensión recuerda, a la vez, el viaje por el alto de Niza a Monte Carlo y el recorrido de la célebre corniche de Cava a Amalfi y a Sorrento en la costa itálica.
¡Qué linda es la bahía de Santos! Por el estilo de Río; una entrada ideal, bordeada de altos cerros, con bosques de café, helechos y palmeras. Arribamos al atardecer, y cuando se hizo noche iluminaron la ciudad y el cerro a la derecha que tiene en la cima una capilla. Parecía un castillo de fuegos artificiales.
Recuerdo que sentí tanto no recibir más que esa impresión en el viaje de ida. ¡No haber podido bajar a tierra! En cambio, hoy, a pesar del calor que abrasa y sofoca, me propuse recorrer la ciudad.
Un pintor italiano, de sensibilidad verdadera y hondamente artística, de profundo y personalísimo talento, nos acompañó. Jamás olvidaré la impresión dolorosa, el sufrimiento real e íntimo experimentado por nuestro amigo ante esa naturaleza virgen, hoscamente salvaje.
Mi solidaridad de americana antes de esa experiencia me creía por encima de sentimientos estrechamente regionales — mi susceptibilidad de criolla, me impulsaban a descubrir bellezas en la ciudad más chata, más sin vida, más sin asomos de apariencia europea en Santos.
Anchas y asoleadas calles; casas bajas; empedrado mortificante; población raquítica, mísera, enfermiza, enclenque, diría: casi más la europea que la africana si no recordara que negros y blancos deperecen en el Brasil hasta inspirar lástima.
—Así imagino nos decía el artista italiano una ciudad agotada por terrible peste. Estas calles desiertas bajo este sol abrasador que afiebra al reverberar; la poca y pobre gente que parece arrastrarse apenas; demacrados, amarillos, ojerosos hasta los niños de pecho; esa hierba que crece sin piedad; esos campos incultos... Hasta las flores que aquí abren más grandes y de colores metálicos, todo tiene algo de extraño, de profundamente morboso.
Y era así. La fértil, la feérica tierra brasileña es para soñada, no para habitada. Africanos y europeos deperecen bajo ese cielo que dardea rayos de fuego y deja caer repentinos chubascos.
Sin querer, surge la comparación obligada: Qué raza no mejora en nuestro suelo? Después de recorrido el viejo mundo, hagamos desfilar los distintos tipos de cruza europea y criolla que sirven ya de plantel en la Argentina para la futura raza americana y, con legítimo orgullo, reconoceremos que los nacidos en nuestra tierra, vengan de donde vinieren los padres, son más fuertes, más hermosos, más enérgicos, más emprendedores, más activos, más ambiciosos, más orgullosos; por decirlo así, más erguidos por dentro y por fuera que sus ascendientes, atados al pasado por prejuicios de milenaria y, a las veces, caduca civilización.