Tierras de la memoria
Tengo ganas de creer que empecé a conocer la vida a las nueve de la
mañana en un vagón de ferrocarril. Yo ya tenía veintitrés años. Mi
padre me había acompañado a la estación y en el momento de subir al
tren nos venía a recibir un desconocido que me preguntó:
—¿Ud. es el pianista?
—Es verdad.
—Lo saqué por la pinta. Yo soy el “Mandolión”.
Mientras íbamos entreverando las explicaciones, mi padre –que era un poco más lento que yo– lo miraba fijo a través de sus lentes que le agrandaban los ojos; y también tenía abierta la boca porque le iba a decir algo; pero tocaron el pito y no tuvo tiempo más que para abrazarme.
El Mandolión sentó lentamente su cuerpo, que había engordado dentro de una piel amarillenta y dura: parecía hinchado como un animal muerto. En la cintura, donde terminaba el pantalón y empezaba el chaleco, tenía desbordada la camisa blanca como si se hubiera puesto un salvavidas.
Me empezó a hablar del “Violín”. El Violín vivía en la ciudad a donde nos dirigíamos y allí nos había conseguido el trabajo.
Yo pensaba en lo que mi padre le hubiera querido decir al Mandolión: lo habría envuelto en el compromiso de una protección hacia mí. Pero yo no podía imaginarme ningún entendimiento con este animal joven, que no dejaría salir ninguna idea sin la condición de dar una vuelta corta y volver a él, trayendo algo para engordar. Tal vez hubiera conformado a mi padre diciéndole “sí, pierda cuidado” –arrugaría un labio, lo apenas indispensable para dar entrada a un pucho–; y enseguida hubiera vuelto a hablar del Violín. Esta idea suya –que parecía estar sentada en la córnea de sus ojos grandes y tan tranquilos como los de un buey– estaría esperando el momento de encontrarse con el violinista; entonces la idea se sentaría cerca de éste y esperaría que el Violín hablara con el dueño del café donde íbamos a tocar. Y allí, cerca del dueño, la idea se sentaría tres meses –el plazo del contrato–y durante este tiempo trataría de convencer al patrón de que alargara el contrato y aumentara el sueldo.
Al principio de la conversación yo había tenido cuidado de que él no viera los alargados y débiles filamentos de la melaza que yo sentía al irme despegando de Montevideo. Me mareaba la angustia, el ruido del ferrocarril, los grises de las casas rayados por la velocidad en la placa de la ventanilla y el pensamiento de lo que dejaba en Montevideo: mi mujer, que estaba en la mitad de una pesada espera.
Un pie del Mandolión había reventado el cordón de un pobre botín amarillo que estaba con la lengua afuera. El pie descansaba colocado encima de la caja del “mandolión” (instrumento). De pronto el pie salió de la caja. Después el Mandolión (hombre) sacó de la caja el “mandolión” (instrumento) y se puso a tocar.
Íbamos en primera. Yo no quería mirar la cara de los pasajeros. El Mandolión lamentaba que el dueño del café no hubiera mandado a la “Asociación de Pianistas” –donde se había contratado el trabajo– el importe del pasaje en vez de los boletos. Él habría sacado boleto de segunda y se hubiera guardado la diferencia. Yo también lo habría deseado, porque así él no estaría tocando el bandoneón en primera.
Al rato me preguntó si yo sabía algo de “mandolión”. Entonces quiso enseñarme: “cerrando, eran unas notas; y abriendo, otras”. Tuve que decirle que estaba mareado. Por suerte aquellas manos empezaron a guardar todo de nuevo. Parecían guantes hechos de piel humana y rellenos con carne que hubieran apretado mucho hasta que los dedos quedaran separados. Eran muy pobres en movimientos: hacían los más indispensables, por el camino corto y empleando el mayor tiempo posible. Mientras preparaban el “mandolión” para guardarlo, los dedos pasaban duros, lentos y rechonchos por encima de las pequeñas flores y dibujos nacarados que estaban incrustados en la madera negra de aquel instrumento. Después, antes de cerrar la tapa del estuche, las manos cubrían el “mandolión” con un paño, también negro y también acribillado de flores y dibujos hechos con hilo de crochet. Tal vez aquel instrumento fuera el lujo de su vida y mirara con agrado las flores que lo cubrían. Tal vez, enseguida de entregarse a ese agrado, reaccionaría con el pudor que sienten esa especie de brutos ante cosas delicadas; tal vez en su cabeza se formaría la palabra “fantasías”; y si estaba con algún otro compinche pensaría “cosas para las mujeres”; tal vez, poniéndose irónico y con un pedazo de sonrisa en que el labio rodearía el pucho como un festón, intentara hacer un movimiento con aquellos dedos para indicar algo superfluo. Él pensaría que sus dedos habrían hecho algunas ondulaciones; pero apenas se moverían con una oscilación torpe y como si fueran enterizos; tal vez, si aquellos dedos tomaran un lápiz transpirarían en el esfuerzo de apretarlo y harían números y letras repugnantes.
Aunque yo no quisiera, aquel ser que tenía frente a mí y a medio metro de distancia, seguiría existiendo durante las ocho horas que duraría el viaje. Yo tenía la mala condición o la debilidad de no poder aislarme del todo de las personas que me rodeaban. Al tenerlas cerca no podía evitar el trabajo de imaginar lo que ellas pensarían. Ellas, con su manera de sentir sus vidas, entraban un poco en la mía y según fuera la calidad de esas personas, así sería el sentido que tomarían los instantes que yo viviría junto a ellas. Entonces no me podía entregar, delante del Mandolión, a pensar en lo que deseaba. Y además sentía dos fastidios: uno, porque hubiera preferido la muerte antes que él descubriera mis pensamientos en mi cara entregada; y otro por tener que defender mi cara, como si ella fuera una mujer dormida y desnuda. Y todavía –pensando con la condición de aquel bruto– mi pudor parecería femenino y su brutalidad masculina.
Cuando el ferrocarril cruzó la calle Capurro, levantó un recuerdo de mi infancia. Pero como en ese momento me habló el Mandolión, el recuerdo se apagó. Al rato sentí la desconformidad de algo que no había cumplido; y enseguida me di cuenta de que me tiraba del saco para que lo atendiera de nuevo, el recuerdo infantil de la calle Capurro. Las agujas blancas que había visto ahora, eran distintas; y ya no estaba la pequeña casilla de madera cubierta de enredaderas, donde vivía, como una familia de arañas, el negro guarda-agujas con todos los suyos. (Una vez el negro bajó las agujas cuando el tranvía no había terminado de cruzar. El tranvía quedó encerrado en la bocacalle en el momento que venía el ferrocarril. El conductor dio toda la marcha, rompió la aguja que tenía adelante y algunos pasajeros, con la emoción de haberse salvado, abrazaban al conductor y le daban dinero.)
Cuando yo tenía doce años pasaba todos los días por aquel lugar; y a pocos metros de la vía entraba en la casa de dos maestras francesas. Pero antes de cruzar la vía me gustaba pararme a mirar los rieles; los cuatro rieles de las dos vías hacían una curva muy suave antes de perderse detrás de un cerco. Y mientras tanto los rieles esperaban, con su lomo al sol, que les pasaran por encima los monstruos egoístas del ferrocarril, que siempre iban pensando en la dirección que llevaban. Después los rieles volvían a brillar ante la admiración de todas las gramillas que tan apaciblemente vivían rodeándolos.
Las dos maestras francesas eran hermanas y huérfanas; habían llegado
a Montevideo jóvenes. Además de tener una escuela del Estado, daban clases particulares. Yo me encontraba en la casa de ellas con muchachas que estudiaban para maestras. La menor de las hermanas
tenía una manera muy querida de llevar para todos lados su cuerpo alto; y un descuido lleno de ternura en su manera de ser gorda. Cuando
los pies le habían traído el cuerpo cerca de mi silla y ella me obligaba a mirarla levantándome la cabeza con un dedo que enganchaba
suavemente en mi barbilla, mis ojos la miraban como a una catedral, y
cuando ella dejaba caer mi cabeza para que yo pensara en los deberes
que no había hecho, mis ojos veían muy de cerca el tejido de la tela de
su pollera gris en la disimulada montaña de su abdomen. La Menor
era casi joven. Yo había oído decir que no podía tener novio porque
entonces la hermana mayor se tiraría a un pozo. La Mayor hablaba siempre muy bajo; pero los demás tenían que hablarle muy fuerte;
además ella ponía la mano detrás de la oreja, se inclinaba muy hacia
adelante y arrugaba toda la cara de una manera muy angustiosa: parecía
que sintiera dolor de oír. Su poca voz tardaba en llegar a la superficie como si tuviera que sacarla de un pozo con una bomba. El que
oía también hacía fuerza y sentía atragantarse la poca voz antes de
salir. Entonces, mientras hablaba, uno le podía perdonar que se le escaparan pequeños globitos de saliva.
Si alguna vez, al entrar en aquella casa yo encontraba en el primer patio a la Mayor, pensaba que un pedazo del fondo de la casa había venido hacia el frente. Si cuando estaba hablando con la Menor llegaba la Mayor y empezaba a bombear su poca voz, yo pensaba en el fondo del pasado de aquella familia. Si la Mayor cruzaba por algún lugar donde había sol, yo sentía que un rincón sombrío de la casa y del pasado, había cruzado sin querer por la luz.
Aquella casa era de doble fondo. El zaguán desembocaba en su primer patio. Siguiendo por un corredor se desembocaba en un segundo patio, que era el primer fondo y estaba rodeado por otro corredor. Allí vivían muchas plantas calladas y ciegas; pero en verano, cuando se movían un poco yo las veía tantear el aire y me hacían sonreír. Desde aquel segundo patio se veía el segundo fondo, que estaba lleno de yuyos altos y árboles bajos. Los dos fondos estaban separados por un alambre de tejido y un portoncito desvencijado. Para abrirlo había que darle muchos empujones; entonces parecía que él daba pasos cortos y los arrastraba muy pegados a la tierra. Un día lo rompió una chiquilina que tendría mi edad. Había tenido que abrirlo apresuradamente porque yo la venía corriendo. La chiquilina había sido criada por las maestras. Esa tarde las maestras no estaban y yo debía esperarlas. Ellas no vinieron. Yo tuve mucho tiempo para perseguir a mi compañera en aquella casa solitaria. Pero cuando corríamos entre los yuyos altos y los árboles bajos yo me caí y me ensucié de verde una pierna del pantalón, que era blanco. Lavé la mancha con jabón; era difícil frotarla con el pantalón puesto. Después mi compañera, para disimular la mancha y el lavado, me puso almidón y albayalde. En casa vieron aquella plasta y se rieron; pero no dijeron nada.
En la parte izquierda del primer fondo, había una puerta por donde
aparecía casi siempre la Mayor. Cuando la puerta estaba cerrada y yo sabía que no había nadie detrás de ella –como la tarde que corría a
mi compañera– la puerta no tenía mucha importancia; pero cuando estaba cerrada y yo sabía que en la habitación estaba la Mayor, con
seguridad que la puerta tenía otra expresión. Era como la cara inmóvil
de una cabeza que adentro tiene pensamientos que se están haciendo y
uno no sabe cómo serán. A veces sentía rezongar sus pasos dentro de la
habitación; tal vez se estaría vistiendo; y si por la puerta entreabierta veía pasar algún trapo blanco o un pedazo de hombro desnudo, me acordaba de su boca entreabierta en el instante en que le brillaban los dientes y las gotitas de saliva.
Una pequeña pieza que había al frente y que daba al primer patio, era el escritorio. Esa pieza la habían llenado con dos escritorios y dos bibliotecas. A mí no me gustaba que la Menor fuera dueña de aquellos escritorios, que eran cosas de hombres serios. Le perdonaba que mandara; pero no que tuviera esos escritorios. Nunca he encontrado una persona que mandara con más encanto. Enseguida que se enojaba o decía una cosa con alguna agitación, se ponía colorada, retenía sus palabras y quedaba llena de la más responsable prudencia; y para que su persona no tuviera ninguna incorrección, se llevaba la mano derecha a una abertura que siempre tenía su pollera gris en el costado. Sus dedos eran los únicos broches, de manera que si los sacaba, volvía a insistir la espiga blanca que hacía la enagua, cuando se abría la pollera gris.
En la pieza de los escritorios la Menor daba clase a una señorita rubia que usaba la cabeza inclinada hacia adelante; fue ella la primera persona que me llamó la atención por la forma de sus córneas. Éstas eran muy distintas a las del Mandolión; las del Mandolión parecían sucias de nicotina y de hilillos de tabaco. También aparecían sucios sus ojos, como si en ellos hubieran revuelto unos cuantos colores oscuros. Las córneas de la señorita rubia eran como globos terráqueos recién comprados; y daba gusto mirar el país azul del iris, con su capital en el centro, que era una niña muy grande. Una vez que yo estaba muy cerca de sus niñas vi reflejarse en ellas una lámpara portátil –la bombita era sostenida, dicho sea de paso, por una mujer de bronce bastante desnuda. Yo no sabía si aquella señorita era delicada por afectación o era delicada por enfermedad. Tenía uñas muy largas y movía las manos como si temiera que le dolieran. Los abultamientos sensibles de las yemas sabían que serían los primeros en tocar la superficie; y parecían tan delicados como córneas. Los dedos aterrizaban sobre el verde de un papel secante que había en el escritorio; se posaban inclinados y las yemas quedaban mucho rato ocultas bajo las uñas.
Una vez esa señorita daba una lección en que explicaba cómo se debía acomodar una habitación, dijo que al costado de la cama de matrimonio debía haber un par de zapatillas. Ella y la maestra se miraron, sonrieron y yo me quedé mucho tiempo intrigado.
En una parte del segundo patio (primer fondo) había una mesa redonda que se llenaba de discípulas. Todas eran muchachas mayores que yo. La Menor se sentaba en un sillón y daba clase. Había una muchacha de luto que no usaba polvo y era muy atrevida: daba la lección apoyando un codo en la mesa y la mano en la cara. En los momentos de no recordar la lección se ponía la mano en la frente, como si tuviera dolor de cabeza y bajaba los ojos porque la mirada le caía sobre la falda, donde nosotros sabíamos que tenía un libro abierto. Una tarde la maestra le dijo que no mirara el libro. Yo me asusté. La muchacha negó. La maestra le dijo que se parara. La muchacha obedeció instantáneamente y separó los brazos del cuerpo para demostrar que no tenía ningún libro. Tampoco se sintió caer nada en el suelo. Todos nos quedamos extrañados. La chiquilina que tendría mi edad apareció en la puerta de la cocina pinchándose la nariz con un tenedor. En un momento en que la maestra tuvo que salir de allí, otra muchacha (esa sí que se empolvaba en grande, y los pelos del bigotito aparecían entre los polvos como pinchos de pinos entre la arena de los médanos; era del cerro; una vez la corrió un toro y ella para poder disparar tuvo que levantarse su angosta pollera hasta la cintura), esa muchacha le preguntó a la del libro cómo lo había hecho y la otra nos explicó. En el momento de pararse, cerró y apretó el libro entre los muslos; la maestra no podía verlo porque estaba del otro lado de la mesa. La chiquilina que tendría mi edad, todavía estaba pinchándose, como si nos hiciera una cuarta de nariz con los deditos del tenedor.
Un día, cuando recién empezaba la tarde yo iba cruzando la vía y me salió al paso un negrito hijo del guarda-agujas. Él peleaba a menudo, tenía el instinto de la calle y se había dado cuenta de que yo le tenía miedo. Aquella tarde se me vino encima; yo no tuve más tiempo que ponerle mi cartera de los útiles como escudo y disparar hasta la casa de las maestras.
En la lección empecé a penar con ejercicios de aritmética, cosa que nunca sabía. La Menor me tomaba la lección y sus brazos desnudos descansaban en los del sillón. Yo explicaba: “Después de un décimo se dice: un onceavo, un doceavo, un treceavo” –como sabía poco, alargaba los ejemplos–, “un catorceavo...”. Y recién cuando la maestra me dijo: “¿Hasta cuándo?”, yo agregué: “Y así sucesivamente”.
Llamaron a la puerta. Salió la maestra con los dedos abrochándose el costado de la pollera. Hablaba con la puerta de la calle entreabierta y con alguna agitación. Yo alcancé a ver el casco de un guardia civil y pensé en el negrito de la vía; pero como yo había disparado tuve la única tranquilidad de conciencia que puede tener un cobarde: la de no haber hecho nada a su agresor. Oí que la maestra decía en voz alta: "Qué esperanzas, yo no permito, es de muy buena familia”. Vino muy colorada y no traía los dedos en la pollera.
—¿Qué pasó con el negrito?
—Él quiso pegarme... mi mamá siempre me encarga que no pelee... y entonces yo me vine corriendo.
Sufría. De buena gana hubiera deseado tener valor.
—¡Cómo te atreves a mentirme!
—Es verdad, señorita.
—Pero si vino el guardia civil a buscarte con el padre del negrito porque tú le ensangrentaste las narices al hijo.
—Señorita, yo disparé.
—Dice que le pegaste con la cartera.
Junto con el asombro me empezó a brotar un extraño coraje, como si se me repartiera por todo el cuerpo el efecto de un licor fuerte que me cambiara el sentido de las cosas. Me venía la idea de apoderarme de algo, con un sentimiento de posible dominio. Miraba las plantas y el brazo blanco de la maestra como de paso, con poca precisión del detalle; pero las cosas abultaban en un aire espeso y jugoso. Los colores de los objetos se calzaban muy justos dentro de los contornos. Sentía una voracidad dispuesta a manotear las cosas en un desorden dichoso. Me hubiera animado hasta a dejar de lado la honestidad si era necesario; y no sabía si yo llegaría a ser hidalgo o pirata. Es cierto que aquel éxito no me correspondía; pero ensayaría, por todos los medios, de pegar con mis propios puños.
Aquella borrachera se me pasó pronto. Tardé mucho tiempo en realizar el ensayo de pelear. El negrito no se metió más conmigo; aunque un día vino a alcanzarme y me pidió un vintén.
Yo quería a mi maestra y le estaba agradecido porque me había librado de la comisaría; pero en el instante en que ella daba vuelta la cabeza, yo no podía dejar de pasarle mis ojos por sus brazos desnudos.
Una noche, después de haber hecho los deberes, leí un libro en que un Bandolero iba por un camino de abedules. Yo no sabía qué eran abedules pero suponía que fueran plantas. Había dejado de leer porque tenía mucho sueño, pero iba para la cama con la palabra abedules en los labios. Después de acostado pensaba en cómo habrían hecho para ponerles nombres a las cosas. No sabía si les habrían buscado nombres para después poder acordarse de ellas cuando no estuvieran presentes, o si les habrían tenido que adivinar los nombres que ellas tendrían antes que las conocieran. También pudiera haber sido que las gentes de antes ya tuvieran nombres pensados y después los repartieran entre las cosas. Si fuera así yo le hubiera puesto el nombre de abedules a las caricias que hicieran a un brazo blanco: abe sería la parte abultada del brazo blanco y los dules serían los dedos que lo acariciaban. Entonces prendí la luz, saqué de la cartera el cuaderno y el lápiz y escribí: “Yo quiero hacerle abedules a mi maestra”. Después saqué la goma, borré y apagué la luz. Al otro día la maestra arrugaba las cejas sobre algo que yo había escrito; y era porque la frase que yo había compuesto la noche anterior no estaba bien borrada; entonces ella leía al mismo tiempo que preguntaba: “¿Yo quiero hacerle qué a mi maestra?”. Luchó un rato para sacarme la palabra abedules; pero cuando quiso saber por qué la había puesto me empaqué y ella tuvo que desistir. Entonces dijo: “¡Qué niño más raro éste!”.
Una tarde empecé a imaginar lo que ocurriría si yo le acariciara un brazo a mi maestra y estuve muy cerca de hacerlo; pero después pensé que hubiera sido más fácil ensayar una pelea con los puños que acariciar a la maestra con los dedos.
La última vez que la vi ella estaba muy linda. Fue en la Universidad, cuando yo iba a dar examen de ingreso. Ella sufrió mucho, pobre, porque antes del examen me preguntó: “¿Cuántos gramos tiene un kilo?”, y yo, con mucha mala suerte, elegí para contestarle el número seis. (Después ella se lo dijo a mi madre, en una carta muy apenada.)
No tuve necesidad de dar el examen oral. Casualmente fui el primero cuando nombraron los eliminados del escrito. Mi padre me había comprado unas cuantas corbatas para regalármelas si salvaba; pero tuvo que dármelas para consolarme de la vergüenza. Recuerdo el momento en que me las entregó: yo lloraba montado en un baúl que estaba detrás de una cortina.
En el momento que yo despertaba de mis recuerdos, el Mandolión dormía. Cuando llegamos a una estación, dio unos ronquidos más y es posible que haya sido el silencio quien lo despertó. Mientras él dormía no me inspiraba pensamientos desagradables; él tenía la actitud de pertenecer, todavía, a su madre; a cada instante ella diría: “¡Pobre fulanito, cómo se quedó dormido!”.
Apenas despierto se empezó a desperezar cerrando los puños, que se le quedaron pálidos; al estirarse, el salvavidas se le había agrandado; esta vez se dio cuenta y empezó a meterse la camisa en el pantalón. Después conversamos de cosas sueltas. Me daba trabajo seguirlo porque sus ideas se movían como si estuvieran borrachas: cuando parecía que iba a ir para un lado doblaba para otro; pero enseguida daban vuelta, volvían a un mismo sitio y yo no sabía dónde se iban a reunir. Por fin llegué a comprender bien estos conceptos: “Buenos Aires es más importante que Montevideo; Buenos Aires viene a ser la capital de Montevideo”.
Al mediodía compró bananas. Después de comerse una, quiso abrir la ventanilla para tirar las cáscaras, pero como para abrir la ventanilla necesitaba las dos manos y tenía ocupada una con las cáscaras, resolvió tirarlas al suelo. La ventanilla quedó cerrada; el botín amarillo empujó con el talón las cáscaras hacia atrás para esconderlas debajo del asiento.
Ahora yo tenía que estar quieto ante el gran vacío del viaje y rechazar todas las cosas que pretendían llenar ese vacío. Apenas me descuidaba el Mandolión me ocupaba los ojos. Y si para sacarme el Mandolión ponía los ojos en la ventanilla, me cansaba el paisaje, que tanto tiempo había girado dentro de ellos. Además ya había meditado bastante tiempo sobre la situación en que había caído. Hacía pocos días, al llegar al café donde tocaba –uno de los principales de Montevideo– me encontré con todos los espejos llenos de grandes letras blancas que anunciaban otra orquesta para el día siguiente. El dueño estaba muy contento con nosotros y nos había prometido trabajo para tres años; pero a los tres meses –ya adelantada la estación– había contratado una orquesta de señoritas y nosotros nos quedamos en la calle. Se produjo el desbande de nuestra orquesta y yo acepté este nuevo trabajo. Con él seguiría pagando deudas a los bancos; y si conseguía las clases que había dejado un maestro recién venido a Montevideo, podría llevar a mi señora. Pero lo que ahora pensara sería demasiado abstracto, ya que no sabía bien dónde nos dejaría el ferrocarril. Cuando era niño había estado en esa ciudad. Apenas recordaba que había ido con otros niños –pertenecíamos a una institución– y como allí había poca agua teníamos que lavarnos unos cuantos en la misma y a mí me tocó ser de los últimos antes que cambiaran el agua de la palangana; y también recordaba las calles de tierra o balastro rojizo, como de ladrillos mojados. Con esa misma institución de niños –similar a los “boy scouts” de Inglaterra– había ido a Chile cruzando a pie la provincia de Mendoza y la cordillera de los Andes. Era en la época que estudiábamos historia y sabíamos cuándo sería el centenario de la batalla de Chacabuco ganada por San Martín. Para esa fecha habíamos sido invitados todos los “scouts” de América y se haría una gran concentración en los campos de Chacabuco. Íbamos cuatro uruguayos: tres muchachos y el jefe, un hombre que luchó desesperadamente por conservar esa institución y que la llamó Vanguardia de la Patria. Yo tenía catorce años y era la primera vez que me separaba tan lejos y por tanto tiempo de mi familia: la excursión duró poco más de un mes. Habíamos caminado cerca de quinientos kilómetros y habíamos subido a más de cuatro mil metros de altura.
Ahora pienso que en aquella época yo viajaba sin recuerdos: más bien los hacía; y para hacerlos intervenía en las cosas; pero mi acción era escasa comparada con la de mis compañeros; atendía la vida como quien come distraído. Yo era el último en comprender; y a menudo fingía haber entendido. En el viaje en ferrocarril que hicimos desde Buenos Aires a Mendoza hice muy pocos recuerdos: había algunos más bien físicos, como el desasosiego en que buscaba posturas distintas en los asientos de segunda, hechos de tablillas barnizadas que llegaban hasta la mitad de la espalda; y en la noche no se sabía dónde dejar caer la cabeza, que se bamboleaba como un farol casi apagado. Los recuerdos hechos en la luz del día no me dejaban angustia: aunque estuviera cansado, las cosas ocurrían como si me entretuviera en hacer solitarios o mirar láminas. Recuerdo la forma de los panes –más parecidos a tortas– que algunas mujeres vendían en las estaciones; cuando empezaban a conversar, la voz hacía un pequeño canto que subía y bajaba graciosas montañas. Aquella región de la Pampa era llana. Pasamos por otra donde se levantaba un polvo tan fino que a pesar de haber cerrado las ventanillas, quedábamos con las cejas y el pelo canosos. Y el último recuerdo que guardo de esa etapa está lleno de viñedos que llegaban hasta el horizonte.
Hay recuerdos que viven en pedazos de espacio poco iluminados; reaparecen haciéndome sentir momentos en que nos acercamos y entramos en la franja oscura de la noche; es la franja que separó los dos días de ese viaje.
Un poco antes de la noche y cerca de la estación, cuando el ferrocarril disminuía la velocidad, el cielo que daba a mi ventanilla fue sorpresivamente tapado y destapado varias veces por unos grandes y oscuros vagones-tanques que estaban parados en la vía contigua a la nuestra. Era la primera vez que veía semejantes monstruos; pero ya tenía preparada el alma como para no asombrarme demasiado de cosas que hicieran los hombres. No sabía considerar lo que era el mundo antes que hubiera uno de esos tanques o cualquier otra cosa grande y el esfuerzo que significó haberla hecho; no creía mucho en lo verdaderamente grande y fantástico; si cuando era niño me decían que en un teatro daban una obra maravillosa, siempre salía desilusionado, como si antes hubiera esperado que los hombres hicieran volar el techo del teatro y aparecieran desde el cielo cosas más fantásticas que las que salían por los costados del pobre escenario.
Aquella noche tuve una repentina antipatía por los tanques y una apasionada simpatía por el cielo. Y cuando el ferrocarril dejó atrás todos los tanques y volví a mirar el cielo no me parecía que él perteneciera a las tierras que tenía debajo, sino que era el cielo de otros lugares que había más adelante y que todavía no conocía.
A medida que se iba apagando el cielo los ojos preferían ir tomando las cosas que había dentro del vagón. Era una luz amarillenta que además de empobrecer todas las cosas las hacía desconfiadas. Los bultos que pertenecían a un mismo pasajero se habían juntado en un mismo lugar y se estrechaban entre sí; aunque las partes abultadas, donde la poca luz daba de lleno, parecieran párpados cerrados por el sueño, lo mismo ellos seguían vigilando desde sus resquicios de sombra y uno no sabía dónde tenían su pupila. Durante el día habían estado indiferentes; cuando uno no los miraba se habían ido deslizando despacio y de pronto los encontrábamos en otro lugar; mirándolos, ellos nos ayudaban a recordar los distintos lugares donde habíamos pasado; pero ahora éramos pocos bajo la luz amarillenta y nos mirábamos con desconfianza. Yo tenía un poco de hambre, porque aquella noche había lengua en conserva pero no había pan para comer con ella. A dos de nosotros nos repugnó a los pocos bocados y le dimos nuestra parte al tercero, que no sólo se comió toda la lengua sino también la gelatina.
Recién en este instante me doy cuenta de que el tema del hambre empezó en el ferrocarril, de que los hechos felices que ocurrieron en Mendoza y en gran parte del viaje, se echaron a perder con el hambre; que el desarrollo de este gran tema, trajo consecuencias que no sólo subieron el cielo que más adelante tuvimos encima, sino que se formaron nubes que empezaron a deslizarse en sentido contrario a nuestro camino, que pasaron por lugares que ya habíamos dejado y cambiaron la luz a los recuerdos felices. Yo no sólo aparecí como autor de una gran traición sino que mi imaginación de adolescente me llevó a pensar que por mi culpa habría conflicto entre los dos países: Argentina y Uruguay.
En Mendoza nos hospedaron en la casa del jefe de los “scouts”. Al rato de haber llegado yo disfrutaba de una soledad agradablemente sumergida en un baño de agua tibia. El agua me llegaba hasta el cuello y las baldosas blancas de aquel cuarto de baño llegaban casi hasta el techo. Miraba los objetos que habían dejado encerrados conmigo y pensaba en las personas que un momento antes habían estado en la sala; yo había tocado el piano y conversaba con las muchachas de la casa–que también pertenecían a la institución de “scouts” y también cruzarían a pie, con nosotros, la cordillera. Aquellas personas siempre tenían pronta, para nosotros, una simpatía generosa; nos miraban como si hubieran tenido la dicha, mediante un procedimiento mágico, de tenernos cerca; pero pensaban en nosotros como a través de la distancia que separaba nuestros países. Deseaban sin duda sacar conclusiones de nuestra manera de ser para tener una idea de los uruguayos. Pero nosotros éramos muy distintos; y si podían encontrar algo común en la manera de pronunciar o de hacer uso de algunas palabras, en otras cosas los despistábamos a cada instante y les hacíamos mover la cabeza para todos lados. Yo mismo no tenía ideas definidas sobre mis compañeros; cada uno de ellos me producía un sentimiento diferente y este sentimiento aparecía cuando me encontraba con sus cuerpos, que siempre estaban moviéndose, diciendo cosas con sus voces tan distintas, y modelando dentro de la boca palabras apuradas. Sin embargo, el mayor de los tres tenía más cuidado en las palabras y antes ya había tenido cuidado de vestirse correctamente. Su cuerpo más bien alto y la espalda apenas un poco cargada, tenían la actitud de iniciar una inclinación de cortesía. Con eso y una sonrisa podía mantenerse flotando en cualquier superficie social. Además parecía haber abandonado desde muy niño la tierra de su secreto; había vadeado un río y estaba del otro lado, con el mundo, cambiando sonrisas y pasos de baile. Y como era rubio y tenía la piel blanca, en sociedad parecía un artículo más fino que nosotros dos, con nuestro pelo negro y nuestra piel cetrina. Cuando él adelantaba sus pasos en el terreno del cumplimiento –donde siempre parecía que otro lo había estado esperando o que en el mismo instante había tenido la misma idea que él– nosotros nos quedábamos plantados en este lado de acá. Mi segundo compañero –el que se había comido la lengua y la gelatina sin pan, el otro cetrino– estaba en su cuerpo como dentro de una muralla dormida al borde de un río; cuando alguna persona estaba del otro lado lo llamaba y él tenía que lanzarse fuera de sí, no se podía mantener a flote como el rubio; contestaba muy ligero; tartamudeaba y parecía que tragaba agua; la piel al arrugarse, parecía hecha de una materia difícil de doblar y en ese lugar el color cetrino se cambiaba por blanco. Después de pasar el instante en que había sido solicitado, aflojaba la tensión que hacía la sonrisa; sus ojos negros quedaban entre la gente, donde el rubio se inclinaba; y mirando a todos con instinto elemental, volvía para este otro lado, donde estaba yo. Detrás de la mirada que había dejado en la gente, trabajaban a escondidas pensamientos astutos, y a pesar de que su cuerpo macizo estuviera cerca del mío, de que no participara en la acción y de estar trabajando en sus tierras íntimas, sus pensamientos estaban más próximos a los del rubio y después comentaría con él la vida de los otros. Y aquí era donde yo abría mi asombro. Ellos hablaban de los demás como si yo no estuviera. Es cierto que ellos eran mayores –el cetrino me llevaba dos años y el rubio cuatro– pero lo mismo me ocurría con otros menores que yo. Casi diría que desde chicos ya se veía que iban a ser personas mayores. En cambio yo me quedaría menor para toda la vida. Cuando uno de ellos se encontraba con otro –sobre todo si era por primera vez–por más espontánea simpatía que se provocaran, ya uno empezaba a probar al otro–con un disimulo que parecía natural– uno de estos dos trajes: el de vivo o el de bobo. Apenas el otro calzara una manga o una pierna del pantalón que éste le arrimara, ya éste pensaría en el otro y lo vería siempre en el traje que primero hubiera calzado. Esta lucha de los trajes podía ser amistosa por mucho tiempo: cada uno luchaba con el otro detrás de las palabras que pronunciaba y muchas veces la paz era mantenida con la ilusión que cada uno tenía de estar él vestido de vivo y ver al otro con el traje de bobo; también había amistades en las que uno reconocía su traje de bobo y admiraba en el otro el traje de vivo. Yo me encontraba en un caso más raro: apenas el otro venía hacia mí lleno de simpatía, pero trayendo en los ojos la duda del traje que me pondría, yo ya levantaba un brazo o una pierna para calzar el traje de bobo. Al principio el otro se desconcertaba ante la facilidad con que ocurrían las cosas: tal vez él hubiera puesto un traje de bobo encima de uno de vivo. Pero no tardaba mucho en confirmar que yo tenía un solo traje; y cuando descubría que yo tocaba el piano, pensaría: “Con razón: éste está pensando en la música. A lo mejor éste era bobo y lo pusieron a estudiar el piano”. En el mejor de los casos me mirarían como a un instrumento que utilizarían cuando tuvieran que cantar el himno nacional, cuando necesitaran bailar o para tocar “una pieza clásica” entre los números de una velada.
Aquella tarde de Mendoza en la casa del jefe, era oportuno que yo tocara “una pieza clásica”. Así llamaban a las piezas que no eran bailables: y las personas de poca cultura hacían entrar en esta clasificación al lado de “La Patética” de Beethoven, “El llanto de una viuda” y un “Nocturno” que yo había compuesto en aquellos tiempos. Aquella tarde yo toqué primero la “Serenata” de Schubert en un arreglo donde la serenata aparecía despedazada y uno reconocía los trozos tirados al descuido entre yuyos y flores artificiales. Al principio tenía unos arpegios como para que la musa preparara su arpa. Creo que los arpegios corrían de arriba para abajo: en ese caso los oyentes pensarían en una cascada. Había una parte en que la melodía aparecía en octavas repetidas, titilantes; y ahí, sin darse cuenta, muchas personas suspiraban.
Después toqué mi nocturno: al principio tenía acordes grandes, de sonidos graves, que yo hacía con las manos abiertas y con la lentitud de un espiritista al ponerlas sobre la mesa y mientras espera que lleguen los espíritus, y aquellos acordes provocaban un silencio expectante; el ambiente se cubría de gruesos nubarrones sonoros y yo tenía la emoción del dibujante que aprieta el lápiz y pone mucho negro. Me aplaudían y me elogiaban. Pero de pronto todos se detuvieron, una señorita se había parado, había llenado de aire los pulmones, levantado los hombros, había abierto la boca y las hornallas de la nariz, había entornado los ojos sobre una mirada lejana y como al principio yo no estaba seguro si iría a recitar, su actitud hacía oscilar mis pensamientos entre el infinito y el estornudo.
El gran piano negro de cola, como un viejo animal somnoliento apoyado sobre sus gruesas patas, recibía mansamente las manos que golpeaban su dentadura amarillenta y le llenaban el lomo de barullo. Así desfilamos unos cuantos. Al final pedí tres o cuatro notas en forma de tema para hacer una improvisación. Yo estaba preparado para esto, como una dama para ser sorprendida por el fotógrafo. El tema que me dieran lo ubicaría en formas o estructuras ya muy ensayadas, pues el juego de improvisar lo había practicado mucho tiempo: primero se lo oí a Clemente Colling –un organista francés– y después le había copiado el procedimiento. (Lo imitaba como un niño de dos años imita a una persona cuando escribe o cuando lee el diario.) Al principio nadie parecía darse cuenta de lo que yo me proponía: me decían que no sabían dar temas, o cosas por el estilo; entonces yo les decía que aun sin saber música, apretaran tres teclas distintas, una después de otra, como quien saca bolillas de una bolsa; por fin se decidía alguna que sabía y casi siempre me daba las tres notas de un arpegio común; esto era muy fácil; pero si me daba las notas alguien que no sabía, el tema se prestaba para algo más raro, podían poner más atención en el desarrollo y la prueba resultaba más interesante. Encontraban interés, las personas que aún no se habían dado cuenta de que un tema era un modelo que se repetía; y les daba placer reconocerlo a través de las distintas maneras en que se presentaba, en las deformaciones que sufría, en el cambio de matices que recibía al cambiar de tonalidad, y los azares a que estaba expuesto en el camino de la improvisación. Yo iba construyendo ese camino, con una ignorancia bastante inocente, aunque por momentos sospechara que mi audacia sería irrespetuosa para quien fuera capaz de comprender la clase de recursos que utilizaba. A pesar de tener algunas formas previstas, a veces los temas me obligaban a buscar otras nuevas; entonces echaba mano de cualquier relleno sonoro: cuanto más mal me veía, más hacía crecer la marea del ruido: después bastaba que empezaran a sobrenadar como ángulos de cacharros conocidos, las notas del tema. Entonces bajaba la marea; hacía acordes lentos: los oyentes esperaban algo; yo también; los acordes lentos me daban tiempo a pensar. Aquellos silencios quedaban, o bien ridículos, o históricos: había personas que pensaban en las biografías de músicos que habían leído en las revistas y bajo ese prestigio volcaban sus imaginaciones en la muestra que tenían por delante.
Mis compañeros dirían: “¡Con razón era bobo!”. Además tendrían el orgullo de los que ostentan formar parte de un plan que nadie habría previsto; los representantes de nuestra institución habían sido equipados con un pianista; y hasta es posible que dijeran que “allá” había muchos pianistas e improvisadores como “éste”. Claro que no dirían que yo era bobo; al contrario, lo disimularían y tratarían de explicar que yo era distraído y tenía mis rarezas, como las tienen los místicos. Pero para sus intimidades pensarían que ser bobo era una desgracia sin compensación y que ser vivo era el principio más importante del hombre, era más que tener salud, era ser capaz de no carecer de nada y hasta daba más orgullo que la valentía. Ser vivo era el más importante instinto de lucha y el orgullo de la inteligencia. Sin embargo ellos pensarían que en la apreciación de este principio solía haber algunas injusticias: especialmente por parte de las muchachas. Yo no sabía ir hacia ellas como el rubio, ni me lanzaba fuera de mí por haber sido llamado, como le ocurría al otro cetrino: yo estaba entre ellos como si al ir caminando por una selva, de pronto me encontrara con que había cruzado su borde, había entrado en una ciudad y su barullo me obligara a atenderla. Tal vez me hubieran llevado personas a quienes yo confiaba mis pasos. Nunca pedía cuentas a nadie de por qué me habían llevado: me conformaba, como ante la inexplicable transición de los sueños. Además nunca sentiría del todo que estaba en la ciudad: llevaría alrededor un poco de selva como si fuera un convencimiento íntimo; haría los mismos movimientos que haría entre los árboles; las muchachas serían en algunos instantes plantas alegres en un claro de la selva; yo ya estaba acostumbrado a recibir estas sorpresas y les haría señas desde mi lugar como si fuera otra planta; pero de pronto inventarían un aire que las movía, las acercaba y me rozaban con sus hojas. A veces yo miraría esos movimientos sin respirar pero con el corazón atento. No escucharía todas las palabras que ellas dijeran porque de pronto una caería en un lugar donde enseguida saldría un camino que se alejaría del claro. Pero no tardaría mucho en estar de vuelta. Las encontraría enojadas, habrían descubierto que yo era bobo y me retarían; entonces me iría hacia el corazón de la selva: pero pensando en ellas. Y ahora ocurría lo más extraño: ellas seguían pensando que yo era un bobo, pero miraban hacia mí como hacia una selva confusa: miraban más allá del bobo; al mismo tiempo sus miradas estarían perdidas y mirarían en sentido contrario, como para atrás de sus ojos, hacia un pasado secreto, porque ellas también tenían selva y no haría mucho tiempo que la habrían abandonado. Entonces alguna me volvía a rozar con sus hojas.
Había una muy gorda que tenía el pelo tan corto como nosotros. A mí no me gustaba –aunque reconocía que en ella tenían gracia dos grandes aros de oro enganchados en las orejas: eran recuerdos de mujer en una cabeza de varón– pero esa gorda parecía ser el ideal del otro cetrino. Él le hablaba con la sonrisa que hacía doblar y empalidecer la carne de sus mejillas: las mejillas se vengaban invadiéndole los ojos y achicándolos. Ella lo atendía con pocas palabras y daba vuelta la cabeza para decirme algo que sabía de unos músicos. Yo tomé fuerzas y me dirigí a la que me gustaba a mí: era la que antes de recitar parecía que estaba entre el infinito y el estornudo. Hubiera sido una indiscreción pasear la vista por todo lo alto y lo gordo de su cuerpo. Lo tenía apretado dentro de un vestido blanco cuadriculado de negro: hacía pensar en meridianos. Encima de la piel tan blanca que se veía a la altura de su cara y de sus ojos azules, tenía una corona dorada que había nacido de su propia cabeza: usaba trenzas enroscadas. Me doblaría la edad. Yo la miraba como a una diosa y desde muy abajo: entre las pocas palabras que me dijo, algunas eran para pedirme que me sentara, pues ella iba a recitar. Cuando se paró, una distancia muy grande se hizo entre nosotros. Después de terminada la reunión y cuando me tocó el turno de bañarme y me quedé solo en el cuarto de baño, todavía me duró un buen rato la inercia en que me había puesto la gente de la sala; me costó encontrarme a mí mismo y seguía en la excitación de responder a todas las preguntas y de embarcarme en todas las velocidades que traían las personas que se me acercaban. Ahora, en el cuarto de baño, seguía procediendo un poco como si estuviera rodeado de gente: yo mismo era otra persona a quien me observaba mientras llenaba la bañera y me desnudaba. Pero todo esto era lento en relación a la inercia que traía de la sala: entonces me puse a silbar. Apenas sentí la sensación del aire en los labios arrugados me di cuenta de que era yo el que silbaba y que aquello era falso, que yo no tenía ganas de silbar y que tenía dificultad para estar solo. Por fin el cansancio y la decepción o la distancia que se produjo entre la recitadora y yo me fue deprimiendo. Pero al poco rato ya estaba tranquilo dentro del agua tibia. Mientras hacía girar lentamente en mi mano entreabierta un jabón verdoso de un perfume nuevo para mí, y después de haber flotado un rato con mis recuerdos en el agua tibia y de haber esparcido la viscosidad del jabón por mis brazos, tuve como una voluntad inusitada de indagar ciertas cosas.
Yo nunca tuve mucha confianza con mi cuerpo; ni siquiera mucho
conocimiento de él. Mantenía con él algunas relaciones que tan pronto
eran claras u oscuras; pero siempre con intermitencias que se manifestaban en largos olvidos o en atenciones súbitas. Lo conocían más
los de mi familia. En casa lo habían criado como a un animalito, le
tenían cariño y lo trataban con solicitud. Y cuando yo emprendía un
viaje me encargaban que lo cuidara. Al principio yo iba con él como
con un inocente y me era desagradable tener que hacerme responsable
de su cuidado. Pero pronto me distraía y era feliz. En mi casa podía
estar distraído mucho tiempo: ellos me cuidaban el cuerpo y yo podía
enfrentarme a lo que me llegaba a los ojos: los ojos eran como una
pequeña pantalla movible que caprichosamente recibía cualquier proyección del mundo. Y también podía entregarme a lo que me venía a
la cabeza, que también eran recuerdos de los ojos o inventos de ellos.
Esto lo podía hacer hasta cuando caminaba, porque si me dirigía donde
no debía, en mi casa se ponían delante o abrían los brazos y mi
cuerpo se daba vuelta y se iba para otro lado. Estando lejos de mi casa
mi cuerpo podía tirarse a un abismo y yo irme con él: lo he sentido
siempre vivir bajo mis pensamientos. A veces mis pensamientos están
reunidos en algún lugar de mi cabeza y deliberan a puertas cerradas: es
entonces cuando se olvidan del cuerpo. A veces el cuerpo es prudente
con ellos y no los interrumpe: se limita a mandar noticias de su existencia cuando está cansado, cuando está triste o cuando le duele algo. Yo no sé quién lleva estas noticias ni qué caminos ha tomado para
llegar a la cabeza. El recién llegado llama suavemente, empuja la puerta donde los pensamientos están reunidos, e inmediatamente el que va se transforma en otro pensamiento: éste se entiende con los demás y
da la noticia: allá lejos, en un pie, una uña está encarnada. Al principio los otros pensamientos no hacen caso al recién llegado, le dicen que espere un momento y hasta se enojan con él; pero el recién llegado insiste, y los otros tienen que suspender la reunión de mala gana y hacer otra cosa: tienen que volverse otros pensamientos y preocuparse del cuerpo. El cuerpo, a su vez, tiene que molestar a todas las demás regiones; entonces todo el cuerpo se levanta, va rengueando a calentar agua, la pone en una palangana y por último mete adentro la uña encarnada. Después vuelven los pensamientos a ser otros, a ser los que estaban reunidos a puerta cerrada y se olvidan del cuerpo y de la uña que ha quedado dentro de la palangana.
Yo creo que en todo el cuerpo habitan pensamientos, aunque no todos vayan a la cabeza y se vistan de palabras. Yo sé que por el cuerpo andan pensamientos descalzos. Cuando los ojos parecen estar ausentes porque su mirada está perdida y porque la inteligencia se ha retirado de ellos por unos instantes y los ha dejado vacíos, y mientras los pensamientos de la cabeza deliberan a puerta cerrada, los pensamientos descalzos suben por el cuerpo y se instalan en los ojos. Desde allí buscan un objeto para clavarle la mirada y parecen víboras que hipnotizan pájaros. También hipnotizan a los pensamientos que están encerrados y éstos tienen que abandonar sus deliberaciones.
Aquella tarde–cuando recién me habían mostrado el cuarto de baño y estaba abierta la puerta que daba a un corredor–yo sonreía ante el encantamiento de que me ofrecieran un lugar y unos objetos que pertenecían a la intimidad de personas que había conocido recientemente y apenas podía explicarme este privilegio: aceptaba aquello como los niños aceptan algo que ha sido preparado por personas mayores. Pero después de haber cerrado la puerta y de haber ensayado, silbando, la manera de estar solo, sentí que me empezaban a subir del cuerpo pensamientos descalzos. Tal vez hayan sido provocados por los objetos después que ellos quedaron encerrados conmigo. Además parecía que los objetos tenían algo de la sonrisa o de la benevolencia de sus dueños y hasta podía pensarse que se ofrecían. Me refiero a otros que no eran los que tenían autorización de acercarse a mí o los que lealmente podía yo tomar en el bien entendido que debían participar en el acto del baño. Aunque aquellos objetos fueran ingenuos, yo ya había tenido oportunidad de sospechar de ciertas inocencias. Ya alguna vez me habían hecho dudar de si eran ingenuos o tenían picardía. Y aún algo peor: había pensado en la naturalidad con que vivían juntas, una gran inocencia y otras cosas terribles.
Fue un poco antes de entrar en el baño cuando descubrí que mis ojos se habían quedado fijos frente a una canasta de ropa usada y que me empezaron a subir del cuerpo pensamientos descalzos. Era verano y el cuerpo no tenía prisa por meterse en el agua tibia. Entonces dio unos pasos y me llevó junto a la canasta donde había ropa que yo no conocía: el cuerpo hizo sus pasos de carne sobre baldosas frescas, donde había pintadas flores verdes. Antes que las manos levantaran la tapa de la canasta, di vuelta la cabeza para mirar hacia la puerta que estaba cerrada, muda y los vidrios eran opacos y blancuzcos como las cataratas de los ciegos. En el viaje de ida y vuelta que la cabeza hizo hasta la puerta, los ojos vieron brillar distintas caras de las baldosas blancas de la pared. Apenas las manos empezaron a levantar la tapa de la canasta sentí carraspear –como si se tratara de una advertencia–las bisagras de paja; pero los ojos ya habían empezado a ver un pedazo de tela celeste entre otras blancas, con puntillas arrugadas en las axilas, y donde estaban desvanecidos otros colores que la transpiración había tomado a otras ropas que habían estado en el mismo cuerpo. Las pinzas que hacían los índices y pulgares tomaron la tela celeste y la iban extrayendo a pequeños tirones, como un prestidigitador saca de una chistera objetos unidos que antes habían estado separados. La pieza de ropa era íntima y bastante grande. Mi primer pensamiento fue para la recitadora; pero enseguida recordé que ella no era de la casa y pensé en la gorda del otro cetrino. Solté la ropa y cerré la canasta. Tuve que volverla a abrir para guardar un pedazo de tela celeste que había quedado fuera. Y por último se me ocurrió acomodarla y envolverla en la misma forma que la había encontrado. Sin embargo no dejó de preocuparme la idea de que ya me hubieran visto. ¿Qué pensarían al ver un hombre desnudo con una prenda femenina en las manos? ¿Acaso pretendía probársela? Pero cuando detuve la atención en este hecho –la idea me la repetí varias veces– pensé en cierto significado que podría haber en el acontecimiento. Se había producido el encuentro de dos cosas muy íntimas: mi desnudez y la ropa de ella. Por poca alma que los objetos tuvieran en sí –o que hubieran recibido de quienes los usaban– alcanzaría para que la violación de ellos fuera un acontecimiento extraño. ¿Qué se produciría si yo, delante de la dueña de aquella tela celeste le transmitiera este pensamiento: “Yo estuve desnudo con una prenda íntima de Ud. en las manos”? Tal vez si la persona que se hubiera encontrado en ese caso fuera la recitadora, otro pensamiento de ella hubiera contestado al mío: “Pedazo de idiota, ¿qué importa que tuvieras esa ropa en tus manos si en ese momento yo no la tenía puesta?”.
Fue entonces que sentí depresión. El cuerpo y yo estábamos decepcionados. Él me había arrastrado a una aventura pobre; y además de estar tristes teníamos la conciencia de haber hecho traición. Nos habían prestado el cuarto de baño, simplemente para que nos bañáramos –me lo habían prestado a mí para que lo bañara a él. Pero él estaba predispuesto a olvidarse de todo y a no hacerse responsable de nada. Se entregaba al agua tibia como si se dejara consentir por una novia. Ella le mantenía las carnes flotantes y hasta se permitía moverle por su cuenta los brazos y las piernas. Es cierto que también, al rodearle el pecho, se lo había oprimido un poco; él había tenido que respirar apresuradamente y le había venido cierta alegría forzada. Por último ella le había llegado hasta el cuello y le hacía cosquillas con su borde.
A pesar de verlo a él contento jugando con ella, yo estaba triste. Después, mientras él olfateaba el jabón y ella hacía ondas casi imperceptibles, yo había puesto encima de ella la mirada, que había quedado como una sombra fija; y en esa sombra flotaban algunos pensamientos.
Yo no sólo estaba decepcionado por el poco caso que me había hecho la recitadora y por la aventura pobre a que me había llevado el cuerpo, sino por lo que había ocurrido entre mi cuerpo y yo a causa de la ejecución de una pieza.
Yo no podía, en ningún instante, desmontarme de mi cuerpo. Esta obligada convivencia me exponía a toda clase de riesgos. Y no sólo no quería deshacerme de él, ni siquiera descuidarlo (si se me moría no tenía la menor esperanza de sobrevivirlo, y si se me enfermaba era demasiado impertinente), sino que además me proporcionaba todas las comodidades para penetrar los misterios hacia donde estaba proyectada mi imaginación. (Tengo la sospecha de que esta pasión me venía en gran parte de él, lo mismo que todas las violencias a que necesitaba entregarme cuando no estaba contemplativo.) Después que el cuerpo y yo habíamos cometido un acto de violencia –como era el descargarnos sobre el piano– nos quedábamos con la sensación de estar vacíos. Y ahí el cuerpo tenía una parte muy importante. Apenas veía un piano se ponía como una locomotora que empieza a juntar presión. Si había muchachas se quedaba inmóvil, pero le echaba más carbón a la caldera. Y si las muchachas tocaban primero, él parecía que iba a estallar; cuando le pedían que tocara yo ya no lo podía sujetar, ni siquiera para el cumplimiento de hacerse rogar un poco: él ya veía desprenderse de sí los nubarrones del “nocturno” y ya estaba en marcha. Se veía a sí mismo dar unos pasos y sentarse junto al piano. Así como improvisaba una pieza de música, también el cuerpo improvisaba movimientos cuando sabía que lo miraban; yo también lo miraba como si fuera otra persona que observaba y trataba de corregirle los movimientos: eran lentos como los de un tigre que se acerca a su presa; después llegaría el momento en que asombraría con su zarpazo; pero mientras tanto había que conservar la atención de los espectadores y sugerir la promesa de grandes cosas; él sentía las miradas sobre su lomo y se erizaba de emoción. Al principio, la pasión con que modelaba los acordes y el fraseo de una melodía ligera de ropa eran lentos. Pero no podía detenerse demasiado tiempo en valles de suspiros: la atención del que entiende poco, exige variedad. Yo observaba a los espectadores y apremiaba al ejecutante. Entonces empezaban los zarpazos. Y aquí también empezaba el desastre. La excitación de los zarpazos crecía demasiado pronto y también era impaciente el deseo de asombrar; pero exageraba las velocidades y a los pocos instantes empezaba a perder el control; echaba mano, demasiado pronto, a todos los recursos; y en la velocidad, esos recursos pasaban por la imaginación pero no llegaban a realizarse: la fiera, en la persecución de la presa que se le escapaba, iba destrozando todo lo que encontraba por el camino. Pero ya aquello no era un camino: era una corriente que nos llevaba al cuerpo y a mí; eran ridículos y sin esperanza los manotones que dábamos cuando tratábamos de alcanzar un asidero en las orillas, que cada vez estaban más lejanas; y terminábamos la ejecución en estado de inconsciencia. Los espectadores aplaudían rabiosamente, porque la angustia del desastre que con tanta sinceridad sentía yo, era para ellos la expresión artística de una incontenible pasión. Este accidente además de habernos dejado vacíos y decepcionados al cuerpo y a mí, fue al mismo tiempo la causa del distanciamiento que se produjo entre él y yo. Enseguida de los aplausos, yo salí del piano y fui hacia el zaguán; estaba muy disgustado, me avergonzaba de haber estado en el claro donde estaban las muchachas y de haber pensado en ellas, trataba de entrar en mi selva y estar solo para curarme la vergüenza; pero no me podía alejar del todo: rodeaba el claro donde ellas comentaban mi “éxito”, y desde allí las miraba escondiéndome entre árboles bajos y tapándome la cara detrás de grandes hojas. Pero ocurrió que las muchachas vinieron a buscarme para que tocara otra vez, y yo me negué bruscamente. Aquello era muy triste; ellas me elogiaban virtudes que yo sabía muy bien que no tenía. Lo único que yo poseía y ellas no, era la tristeza de haber tocado mal, de presenciar un éxito tan falso y de que lo sostuvieran personas tan serias y de tan conmovida ignorancia.
El cuerpo estaba consternado por el hecho de que yo hubiera permitido que las muchachas me rogaran tanto rato –a él le parecía mucho tiempo– para que volviera a tocar, que les permitiera durante todo ese tiempo dejar fijos los ojos sobre mí, mover tanto los labios sobre dientes tan blancos y después no conceder ningún pedido y ver que ellas se daban vuelta y se alejaban con sus cabezas, sus talles y sus piernas.
Mi cuerpo recibía todo el tiempo presente de aquella realidad y trataba de hacerme comprender que yo debía ser un poco como ellas, que se habían quedado tan frescas después de haber mostrado la monótona corriente de sus ejecuciones, donde parecía que la música escrita les pasaba por la parte de afuera de los ojos, después por la nariz, después por las manos, y por último llegaba al piano, donde la corriente parecía arrastrar hojas, pedazos de madera, papeles y donde esos residuos no hacían otra cosa que ir cambiando de posición en la monotonía barullenta de la corriente.
Después, la reunión se terminó sin que yo alcanzara a caer en la tentación de volver a tocar. Y aquella tarde, en aquel baño, pensé que no debía tocar más el piano. Recordaba cuánto había estudiado la obra que ahora había resultado tan mal, sabía que a ninguno de mis condiscípulos les hubiera costado tanto esfuerzo; que ellos eran despejados–menos bobos– y tenían más memoria. Hasta las mismas muchachas que tocaban con tanta indiferencia tenían más soltura que yo. Y pensar que cuando sentía por primera vez una de esas piezas que me enloquecerían de placer, me juraba que las estudiaría, noches, días y años, con tal de aprenderlas. Había algunas que tenían una angustia apasionada; pero esa angustia solamente se alcanzaba en algún pasaje; sin embargo, en la segunda vez que se oía esa pieza y mientras se esperaba ese pasaje, la angustia se extendía por toda la obra; era un jugo triste que sentía en una vuelta o en un movimiento hecho sin querer por el talle de un cuerpo de sonidos blandos; a pesar de ser un movimiento lento no se podía alcanzar con todos los sentidos ni con toda la conciencia del gozo: eran ondas que mostraban las partes de un cuerpo sin que se cumpliera el deseo de verlo todo. Pero la parte que se llegaba a sentir era de un dolor dulce y se descubría que a pesar de parecer nueva, había estado esperando que la despertaran; había estado escondida, llena de simpatía, en un lugar disimuladamente preferido de nuestro pasado. Y mientras uno la había estado oyendo, los ojos habían estado mirando repetidas veces las partes de un mismo objeto; podía ser un jarrón de vidrio y su color borra de vino extenderse y confundirse con otros objetos. A veces, sin recordar las notas de una melodía, recordaba la sensación que ella me había dejado y lo que mientras tanto había estado mirando. Una tarde que sentí una pieza brillante y miraba para afuera por la ventana el corazón se me había salido por los ojos y había absorbido una casa de muchos pisos que se veía enfrente. Otra noche en la penumbra de una sala de conciertos sentía una melodía flotando entre las marejadas que hacía una gran orquesta; enfrente tenía la calva de un gordo donde brillaba un pequeño reflejo; yo tenía fastidio y quería mirar para otro lado; pero como la posición de mis ojos venía a quedar cómoda cuando tenía la mirada en el reflejo de aquella calva, no tuve más remedio que dejarla entrar en la memoria junto con la melodía; y al final ocurría lo de siempre: olvidaba las notas de la melodía –como si ésta hubiera sido desplazada por la calva– y me quedaba en la memoria el placer de aquel instante apoyado únicamente en la calva. Entonces decidí mirar al suelo siempre que oyera música. Pero una vez que detrás mío había una señora con un niño de poca edad, vi aparecer agua entre mis propios pies; el agua iba cruzando como una víbora; de pronto empezó a agrandar su cabeza en una depresión del piso y ya venían corriendo por el cuerpo líquido, ojos de espuma que se iban a reunir en la cabeza.
Cuando yo oía en un concierto o en una reunión una de esas piezas que me entusiasmaban –siempre estaba dispuesto a entusiasmarme con cualquiera– y había decidido estudiarla, apretaba esta idea con toda el alma, pues sabía que podría escapárseme; más bien que escapárseme, diría que yo la abandonaría si a los pocos días oía otra pieza que me gustaba más. Y ahora me aferraba a ésta, no tanto por el propósito de ser fiel a la obra que me hacía tan feliz, sino porque al saber que podría serle infiel, me encaprichaba en no dejar escapar esta inmediata posibilidad de placer; además pensaba que antes que me entusiasmara con otra, debía aprovechar el tiempo y ya tener dominada la primera: de esta manera no se me escaparía ninguna de las dos. Sentía la angustiosa voracidad de tenerlas a todas entre mis dedos, de llevarlas siempre conmigo, y anticipadamente me imaginaba el goce muscular de apretar en mis manos sus cuerpos de sonidos y de dominar sus movimientos. Según fuera mi capricho así tocaría y apretaría a unas o a otras y haría sufrir sus voces melódicas.
Era muy importante no decir a nadie que aquella pieza me gustaba: desde el instante en que dejara ver mi pasión, contraía el compromiso de mostrar cómo me comportaba con ella y cómo llegaría después a tocar esa pieza. Con este compromiso no sólo la aventura perdía encanto: también dejaba de ser una aventura exclusivamente mía, era darle a los demás participación en ella. En cambio, cuando me echaba a la calle con el escondido propósito de ver lo que me ocurría si la encontraba y la estudiaba, cuando recordaba que los demás habían oído esa pieza en el concierto o en la reunión y ella había sido un poco de todos, yo pensaba que los demás la habrían olvidado y ahora sería exclusivamente mía; entonces apuraba los pasos hasta que me dolían las piernas; iba a su encuentro sin saber dónde la encontraría; como si fuera a buscar una mujer dormida en algún lugar de un bosque: y aunque ella no me conociera yo tendría el privilegio de poder tomarla e iniciar con ella toda clase de simpatías. Aunque muchos otros la hubieran tocado y ella los conociera a todos, ahora no tendría más remedio que permitirme una experiencia personal y en esa experiencia ella sería completamente otra y completamente mía. Si a pesar de que aquella pieza había sido oída por muchos, a nadie en Montevideo se le ocurriera estudiarla –me refiero a una pieza que hubiera hecho conocer un concertista de los que pasan– entonces yo tendría el privilegio de llevarla a mi casa y encerrarme con ella como si le hubiera detenido el paso a una mujer extranjera. Aunque en la casa de música hubiera varios ejemplares yo pensaba que ella era una sola; ver varios era como un defecto de la visión. Salía con ella en las manos sin dar tiempo a que me la envolvieran. Antes de llegar a mi piano había tropezado con mil cosas por el camino, había mirado y dejado de mirar la pieza mil veces y ya sabía de memoria el olor del papel y de la tinta.
Por fin cuando me había encerrado con ella en la sala de mi casa, la ponía en el atril del piano como quien coloca una imagen en un altar. Enseguida mis manos, con la torpeza de alguien que buscara un objeto mientras tenía la cabeza levantada –como si le hubieran puesto un pañuelo en los ojos– empezaban la ceremonia. Yo esperaba que llegaran aquellos sonidos que había oído en el concierto: tal vez mis manos los pudieran reunir de una manera parecida a la del concertista, en aquel instante en que todos reconocimos, silenciosos, que aquellos sonidos que sus dedos levantaban, iban siendo una presencia apasionada: ella se iba mostrado, acostada en un tiempo lentamente esparcido, como en un lecho que ella misma hubiera preparado para siempre. Ahora yo tendría que volver a encontrar la circunstancia en que aquellos sonidos combinaran su proximidad secreta y entonces aparecería el milagro.
La más dichosa sorpresa la encontraba en la casualidad de que la melodía, además de mostrar tan fácilmente la obra que deseamos reconocer, fuera también lo más fácil de ejecutar. En los lugares donde estaban escritas las melodías lentas se veía más campo blanco en el papel; las notas estaban sembradas en lugares caprichosos del camino –en el centro, en los bordes o fuera de él– pero casi siempre esparcidas a grandes distancias y en espacios abiertos. De pronto se llegaba a un sitio donde había un acorde y uno se detenía como a la sombra de un árbol extraño en un país nuevo; y después se volvían a seguir las huellas de las notas, ¡tan caprichosamente sembradas! Cuando ya reconocía aquella melodía del concierto –que ahora había vuelto a vivir en el hueco de mis manos mientras ellas trabajaban boca abajo– yo repetía esa melodía mil veces, hasta que quedaba exhausta y sin sentido. Recién entonces empezaba a preocuparme por las regiones de la obra, a intentar la penetración de los laberintos donde el papel estaba ennegrecido con el espeso ramaje enmarañado de signos; al principio pasaba la vista por encima de aquella selva como si cruzara con un avión y tratara de reconocer la flora de cada paraje; y después iniciaba la marcha a paso lento. Por cauteloso que fuera, siempre daba pasos en falso; después de tropezar empezaba de nuevo pensando entrar en otra forma y buscando la manera de vadear los pasos difíciles. En esos momentos yo trabajaba en silencio, y esperaba encontrar algo sorprendente; pero apenas podía comprender la intención de los sonidos, pues tenía que estar continuamente alerta a la posición que ellos tuvieran en el mapa; no podía descifrar los ruidos de aquella selva hasta después de algún tiempo, cuando estuviera familiarizado con su vida; pero me desesperaba tener que detenerme demasiado en un mismo lugar y hacía esfuerzos inútiles, repetía los mismos movimientos muchas veces con empecinamiento ciego, hacía contorsiones caprichosas y mis manos se volvían pequeños atados de esfuerzos trabados y terminaban en una inmovilidad tensa; sin embargo el apasionado propósito de seguir adelante me mantenía en esa tensión hasta que iba apretando poco a poco los dedos, las manos, las muñecas, las espaldas, las piernas y todo el cuerpo me quedaba endurecido. Recién entonces descansaba; pero mientras tanto me imaginaba cómo sería cuando tocara una pieza delante de algunas muchachas; yo era muy tímido; estando sentado en un piano ellas se acercarían a los lados del teclado y yo tiraría y recogería enseguida miradas fugaces, pues tendría que atender lo que estaba tocando. La pena era que los pasajes más difíciles fueran por lo general los menos interesantes: cualquier transición, una simple inquietud con que el autor hubiera manchado el fondo del tiempo que pasaba, daba un trabajo inmenso y desproporcionado con su importancia; pero había que aprender toda la obra y éste era el tributo que tenía que pagar si quería lucirme o pasearme con ella en público. Sacaba los cálculos de lo que aprendería en un día y del tiempo que tardaría en llegar al final. Pero todos los cálculos eran falsos: siempre tardaba mucho más o me saturaba mucho antes. Después de pasado algún tiempo y de haber tenido otras ilusiones y otros fracasos con otras piezas, un día volvía accidentalmente a ésta. Y así, después de muchos tropezones, lograba tocarla entera.
Aquella tarde de Mendoza había estrenado una pieza pensando que aunque todavía no la dominara del todo, podría, mediante grandes esfuerzos, realizar con ella una aventura extraordinaria; me imaginaba que llegaría a vivir instantes desconocidos de pasión, ya que no sólo no sabía la impresión que produciría en los demás, sino que tampoco sabía lo que me ocurriría a mí mismo con ella. Además necesitaba lucirme y sentía curiosidad por ver qué dirían los demás. Fue entonces cuando ocurrió el desastre y yo me enojé tanto con mi cuerpo; pero después no tuve más remedio que pensar que entre él y yo había, más bien, un entendimiento extraño. Por lo pronto, en el instante de tocar ante los demás, él no tenía miedo; al contrario, se inflaba de pretensiones que hubieran sido muy difíciles de cumplir, y llamaba a todos los sueños que yo había tenido antes para exigirles que volcaran en el presente todo aquel futuro que ellos habían soñado. El cuerpo miraba a sus diez dedos como desde la altura en que estaría colocado un director de orquesta que tuviera a sus pies el foso que está al borde del escenario, y donde diez músicos miserables se debatieran por servirlo. Su cabeza, erizada por el orgullo de sus sueños, se imaginaba que al final de aquel acto, él subiría al escenario y sus manos serían tomadas por otras, por las mujeres pálidas que lo llevarían al borde de la escena; él se inclinaría ante el público ensordecedor; y entonces, bajaría los párpados y no miraría a los diez músicos que estaban en el foso. Pero aquella tarde en Mendoza las cosas ocurrieron de otra manera. Al principio él esperaba que sus sueños se entenderían directamente con los sonidos. Pero después lo empezaron a traicionar aquellos diez miserables que estaban en el foso. Sin embargo, él había sido el gran culpable: por un lado, el orgullo de sus sueños le había hecho tender entre él y los del foso una distancia llena de olvidos (era como un puente lleno de agujeros) y por otra parte él había tiranizado con ciega pasión a aquellos pobres miserables; les había quitado la libertad que hubieran necesitado para servirlo mejor; además, si su pasión no le hubiera enceguecido desde el principio, cuando trabajaba y ensayaba junto a ellos, se hubiera preocupado por la vida y los intereses de cada uno y entonces ellos le hubieran respondido mejor. Pero ahora su orgullo y su pasión habían sufrido un gran castigo; cuando él vio que ellos no podían cumplir lo que él les ordenaba, recién en ese instante quiso preocuparse de cada uno de ellos: fue un recurso de desesperación. Cuando ellos empezaron a quedarse rígidos, a trabar cada uno sus propios músculos y a confundir el juego que debían realizar con sus compañeros, se empezó a producir el desequilibrio: ellos se iban estrechando entre sí como jugadores groseros. Y fue entonces cuando el director había ido bajando poco a poco su orgullosa cabeza, cuando había ido agachando poco a poco su cuerpo como si se fuera a poner de cuclillas; intentaba comunicarse con cada uno por separado, pero todos estaban hechos una masa informe que iba deteniendo el juego, y empezaban a mostrar los instantes de detención en angustiosos silencios que no correspondían a la obra; entonces, cuando el director quería moverlos de nuevo, cambiaba de lugar la masa entera, pero no lograba separarlos. Por fin, él mismo se adhería al pelotón, y la cosa terminaba sin saber cómo: todos yacían en el mismo foso.
Todo esto lo iba recordando en este otro viaje que hacía ahora en compañía del “Mandolión”. Estoy seguro que en los nueve años que transcurrieron entre los dos viajes, nunca los recuerdos de aquellos días de Mendoza habían tenido una vida tan amplia y desahogada como ahora. En este segundo viaje, todas las cosas, las personas y las angustias del primero, volvieron a vivir como si se hubiera producido una reencarnación de los recuerdos; era como si yo hubiera tenido el poder de hacer girar vertiginosamente el mundo en sentido contrario, hasta llegar de nuevo a los días de la adolescencia. Pero no siempre conseguía que el mundo se detuviera en un instante preferido: después de haber girado vertiginosamente, oscilaba y de pronto se volvía unos días hacia adelante; otras veces andaba demasiado despacio, como si se hubiera quedado enganchado en algún acontecimiento importante, o como si el tiempo hubiera sido de goma y el mundo lo fuera estirando con dificultad. También andaba despacio en los días que cruzábamos la cordillera; tal vez le costara dar vueltas con semejantes montañas; las volcaba lentamente en la noche y las volvía a levantar al otro día con la paciencia silenciosa de un viejo.
En alguno de los momentos en que recordaba lo que ocurría en Mendoza y tenía ansiedad por el trajín de los recuerdos cuando ellos estaban ocupados en recomponer el pasado; cuando mi conciencia no podía percibir todos los detalles que tan atropelladamente me invadían; cuando se presentaban recuerdos que yo no tenía por qué recordar, ya que pertenecían a los sentimientos y a los intereses de otras personas; cuando yo no comprendía la intención con que en esos recuerdos se habían suprimido algunas cosas y aparecían otras que no ocurrieron en aquel tiempo, era entonces que de pronto el mundo giraba unos días hacia adelante y se iba a detener, llamado por alguna fuerza desconocida, ante un simple recuerdo contemplativo: una mujer joven comía uvas bajo un parral; en el momento que yo la había encontrado había poca luz; pero yo había alcanzado a ver, primero, sus ojos cuando estaban cubiertos por los párpados; después, cuando los abría lentamente, parecía que fuera desnudando dos grandes uvas de sus hollejos. Entonces yo había tenido el placer de pensar que ella estaba muy necesitada de felicidad y que estuvo a punto de abandonar, silenciosamente, las uvas y todas las penas de su casa para irse conmigo. Después yo estaba cansado, buscaba lugares donde detenerme, y los ojos querían descansar en las montañas.
Apenas habían pasado unos instantes, este recuerdo era interrumpido porque me atacaba una fuerte voluntad de querer seguir con los recuerdos de Mendoza, y no sólo tenía que dar vuelta el mundo para atrás con todo el peso de sus montañas, a veces era interrumpido por el “Mandolión”, y esas interrupciones, por más insignificantes que fueran, me obligaban a pensar un rato en ellas y a dedicarles un poco de fastidio.
Pero yo estoy seguro que a pesar del Mandolión, recordé algunas cosas más de Mendoza. Ocurrieron en la noche que vino a juntarse a la tarde en que toqué tan mal el piano y que después, en el cuarto de baño, abrí la canasta.
En la noche, una cantidad de muchachos nos encontrábamos en el patio de la casa del jefe mendocino; todos estábamos alrededor de una mesa muy larga; una luz fuerte salía de una pared y daba sobre el blanco del mantel, donde estaba repartido el brillo de las copas, donde habían quedado parados los colores negros de las botellas de vino y donde descansaban amontonadas sobre grandes platos empanadas que parecían tortugas inmóviles. Es posible que antes del asalto a la mesa haya habido algún silencio. Pero después había mucho barullo, y el barullo iba siendo más uniforme a medida que íbamos tomando vino. ¡Yo había tomado una copa y ya estaba mareado! Me había quedado mirando a nuestro jefe mientras él hablaba con el jefe mendocino. Nuestro jefe era uno de los personajes más queridos de nuestra adolescencia. Constantemente –ya fuera cuando estaba severo o cuando la sonrisa le llenaba toda la cara– se frotaba las manos con fuerza y como si se las estuviera enjabonando en seco. De cuando en cuando hamacaba su cuerpo –más bien pequeño– hacia adelante y hacia atrás y en el momento de ir hacia atrás levantaba la punta de los pies. No había nada que interrumpiera la línea del óvalo de su cara, pues en la parte de arriba no había pelo, apenas la tenía un poco tiznada a los lados de las sienes. Pero dentro del óvalo estaban muy bien marcados de negro los bigotes y las cejas. Los bigotes estaban dados vuelta hacia arriba como dos picos de luz y las puntas venían a dar en medio de los pómulos abultados por la sonrisa. Las cejas acompañaban un buen trecho a los arcos de oro de los lentes, que eran otros dos pequeños óvalos acostados. Detrás del brillo del vidrio, estaba el brillo de los ojos, y éstos se veían empequeñecidos por el cristal y por la sonrisa. En aquel instante todas las partes de su cara estaban alegremente reunidas, y los lentes que parecían hijos adoptivos de la cara, eran tan queridos como los bigotes y las cejas; además habían ayudado a los ojos, desde que eran niños, a ver mejor. Yo miraba aquellos pequeños seres, como si los quisiera comprender de nuevo y como si esperara que ellos me dieran una idea que reuniera todo lo que yo había sabido de aquel hombre y que pudiera acomodarse en una sola palabra. Mientras ellos se entregaban al juego que provocaba la conversación, los pómulos, muy apurados, empezaban a hacer una sonrisa; no esperaban a saber si las palabras que la otra boca les echaba encima eran o no. Yo tenía los ojos muy abiertos, pues quería que estuvieran prontos para barajar el menor acto sospechoso que se escapara de la otra cara que vigilaban. Los muchachos habían hecho pequeños grupos alrededor de la mesa y a cada momento se veían entrar manos y brazos en el blanco del mantel. Yo me sentía escondido entre el barullo; la atención de cada muchacho estaba prendida a la conversación de su grupo; yo parecía estar en el grupo y en la conversación de dos jefes, pero en realidad atendía solamente el juego de la cara de nuestro jefe. Aquélla fue la primera noche en que recuerdo haber sentido algo que solamente se producía cuando había mucha gente reunida, cuando se tomaba alcohol, cuando el murmullo de las conversaciones era de una continuidad regular y, sobre todo, que por encima de todo estaba la noche. En esos instantes, mientras todos estaban un poco mareados por el alcohol, la luz fuerte, el humo, el barullo, por las cosas que andarían en las cabezas de cada uno y mientras estaban un poco olvidados de que afuera, en la oscuridad, parecía que sus destinos se ablandaran y salieran un poco más allá de los límites acostumbrados y se confundieran entre ellos. Aunque todo fuera confuso, es posible que lo poco que los seres humanos supieran unos de otros pudiera comprenderse mejor en esos instantes. Los caminos por donde se hubieran cansado los destinos de cada uno, los caminos por donde habrían venido y por donde seguirían después, convergerían de pronto, y todos harían una parada.
Mientras nuestro jefe se frotaba las manos, yo seguía esperando que en su cara ocurriera algo que me hiciera aparecer una idea nueva; era la idea de su persona, que yo esperaba tener; la esperaba, sobre todo, mi sentimiento. Desde el principio de la noche yo había tenido ganas de tener sospechas: aquélla era una noche a propósito para tener sospechas y conocer destinos. Pero mi cabeza no me ayudaba: ella se había entretenido, en los primeros momentos, en ir comprendiendo las cosas aisladas que los ojos miraban; mi cabeza dejaba que los ojos miraran todo, como una madre distraída dejaría que sus mellizos anduvieran por todas partes. Después los mellizos se habían quedado mirando lo que ocurría en la cara de enfrente –que resultó ser la de nuestro jefe– y fue entonces cuando mi sentimiento –que se había acomodado detrás de los ojos con todas las ganas de sospechar que le había provocado la noche– quiso saber cómo era el destino que se asomaba y se movía en esa misma cara. Aunque ella me era muy conocida, esa noche yo le encontraba algo desacostumbrado. Ya me había ocurrido lo mismo otras veces con otras personas: podría ser la luz, el lugar donde se hubieran colocado o alguna modificación que hubieran hecho en el arreglo de su cara, pero lo cierto era que de pronto tenían otra expresión, eran como retratos de ellas mismas que no alcanzaban a parecérseles del todo; además sugerían parecidos con otras personas a quienes nunca se nos hubiera ocurrido compararlas. La inestabilidad del parecido chocaba con el afecto y lo hacía tambalear unos instantes. Esas personas, al parecer otras, nos daban la angustia de suponer que apenas nos reconocerían o que podrían tener para nosotros sentimientos distintos o imprevisibles: tal vez nos habríamos equivocado en lo que siempre creímos comprender. Pero en esta cara de ahora las cosas no habían llegado a tanto; cerca de ella estaban las manos, que eran constantes y seguían restregándose con fuerza. Y enseguida no había más remedio que reconocer la reunión alegre de todas las partes de la cara. Si de pronto alguien lo hubiera llamado, él habría dado vuelta su cuerpo con un movimiento ciego, acudiría apagando su sonrisa por el camino, y mientras uno lo veía alejarse pensaría en su lealtad. Pero lo que en él nunca se apagaría del todo, sería una cierta inquietud –podría ser una inquietud de su temperamento, de su honradez o de ese destino suyo que yo quería conocer. Esa inquietud estaba encendida de tal manera que iluminaba toda su inocencia. Pero él quería emplear su inquietud en cuidar la inocencia de todas las cosas. Era un hombre bueno y siempre pensaba en el mal: usaba su inteligencia para preverlo. Tal vez, para estar alerta, o para poder tomar enseguida la inercia que necesitaba, es que se frotaba las manos: sería como dejar un motor en marcha.
Además de ser nuestro jefe, también era dentista: hacía pocos días,
antes de hacer ese gran viaje, él me había sacado una muela. Al principio, cuando yo recién me había sentado en el sillón, él hablaba de cualquier cosa; con preferencia se hacía preguntas y respuestas: “¿Cómo está esto? Un poco difícil. La muela está muy rota. Entonces vamos a ver”. Iba hacia una vitrina. Revolvía objetos ignorados por mí. La mayoría eran niquelados; tenían, sarcásticamente previstas, múltiples formas de agresividad, y su brillo y su inquietud eran como una sonrisa expectante hecha un momento antes de actuar. Mientras él los iba tomando y dejando –como si tanteara el pan para saber si era fresco–ellos me iban alarmando y tranquilizando. De pronto tomaba por
segunda vez el mismo: yo ya no tenía escapatoria; pero el mismo instrumento era abandonado por segunda vez. Al caer en el vidrio o en la cubeta de donde lo había tomado, cada instrumento hacía un chasquido
diferente; pero todos estos ruidos eran bruscos y hacían pensar
en escapes de rabia de bichos salvajes al ver frustrado su deseo de participación. Tal vez se quedaran juntando encono, y si los volvía a tomar estarían más rabiosos que nunca. Nuestro jefe –o nuestro dentista–parecía no estar seguro de tomar el objeto que buscaba. De pronto se metió bruscamente la mano en el bolsillo –como si el instrumento estuviera allí–, sacó una caja de fósforos y encendió la lamparilla de alcohol. Se había pasado un rato sin hablar y en el silencio yo tragaba saliva a cada momento, como si echara baldes de agua para apagar el corazón. Después él vino hacia mí, me hizo abrir la boca, se puso los lentes en la frente, achicó los ojos y se puso a mirar como si quisiera reconocer desde un avión un pueblito en ruinas. Se frotó un poco las manos, fue a una mesita, tomó una pinza, metió las puntas en una caja, tiró hacia arriba como quien levanta pasto con una horquilla y sacó una porción grande de algodón. Al darse vuelta para venir hacia mí, la poca luz que entraba por la ventana le hizo brillar los lentes como los faroles de un vehículo en un viraje; al acercarse la luz le dio de espaldas, su figura se oscureció y el vehículo avanzaba agrandándose. Sus dedos cortos, al levantarme los labios, eran como pinzas; después, la verdadera pinza metió el fardo de algodón entre los labios y los dientes: la boca me quedó trompuda y sentía como la hinchazón que queda después de una bofetada. Volvió a la mesita, se puso completamente de espaldas y empezó a hablar del gran viaje que haríamos a Chile. Iba soltando las palabras con dificultad: le salían algunas que le quedaban aisladas; y después unas cuantas juntas: parecían animalitos indecisos que de pronto se reunieran. Vino hacia mí con un algodón mucho más chico, me frotó la encía y yo aspiré un fuerte olor a alcohol. En otro rápido viaje de ida y vuelta trajo la inyección y me clavó, en distintos lugares de la encía, varias puñaladas muy finas. Dejó la jeringa y frotándose las manos vino a mirar el pueblito en ruinas. Se produjeron filtraciones entre los cimientos de la muela rota y empecé a sentir en la boca un líquido amargo. Él se dio cuenta y me dijo que salivara. Al hacerlo fui a juntar los dos labios y me faltaba uno: el de arriba, que estaba inmovilizado por el algodón; entonces escupí apoyando el labio inferior en los dientes de arriba como una maestra enseña a pronunciar una ve labiodental. Cuando terminé, él ya me esperaba con una pinza en la mano; los dientes de la pinza eran como las patas de un cangrejo. Yo me agarré de los brazos del sillón; él metió con cuidado la pinza en la boca y las patas del cangrejo agarraron la corona de la muela; después él hizo un movimiento con el brazo como alguien que retuerce un trapo mojado; pero como la corona estaba rota la pinza se escapó; después de hacer varias veces esta operación decidió cambiar de pinza; yo ya tenía miedo; tal vez porque no había sentido dolor. Me había acomodado a esa situación como el que hace un ejercicio violento y todavía no se ha cansado. Cuando él trajo la otra pinza, tenía una cara extraña; creí ver en ella la expresión preocupada de un niño al que por primera vez le mandaran retorcerle el pescuezo a una gallina. El cangrejo de esta otra pinza no soltaba la corona, pero a pesar de la fuerza que hacía, la muela no aflojaba. Al rato él se sacó los lentes de la frente y se secó el sudor con un pañuelo de medio luto. Entonces, con la honradez que yo le conocía, me dijo: “Aquí hay dos peligros: el desenganche, o la fractura de la mandíbula”. Yo le tenía mucha confianza; creía que en lo que decía hubiera un exceso de precaución y le dije que probara otro poco. Entonces fue hacia el fondo de la casa y entró en la cocina. A los pocos instantes lo vi
salir con un banquito; detrás de él venía la familia, a quien también
nosotros queríamos mucho. La familia no entró al consultorio. Él puso
el banquito al lado del sillón, volvió a tomar la pinza y se subió al
banquito (como era más bien bajo, así estaría más alto y se afirmaría
mejor). Al rato se dio por vencido y uno de la familia se llevó el banquito. Nunca, en su larga carrera, le había ocurrido aquello. Entonces tomó un punzón y me dividió la muela en cuatro: al romperse hacía un crujido como el de las astillas de leña cuando les entra el hacha. Volvió a tomar la pinza y me fue sacando la muela como si fueran cuatro.
Después entró la familia y me dijeron que yo era muy valiente.
Aquella noche en Mendoza yo debo haber abandonado la cara de nuestro jefe cuando llegaron las muchachas de la casa. También venía la recitadora; pero con un vestido de terciopelo color vino claro. Ya las
botellas de la mesa habían perdido su color oscuro y sus cuerpos de
vidrio –de un verde discreto– tenían cierta humillación de viudas desnudas. En el instante en que las muchachas entraron parecía que ellas trajeran un poco del fresco y de la oscuridad de la noche. En todos nosotros se produjo alguna agitación. La recitadora, al recibir de pronto la atención de tantos muchachos tomó una actitud majestuosa y preparó todo su cuerpo como para ser visto, según alguna idea que ella tendría de sí misma. Las muchachas se saludaron desde lejos y en su actitud cariñosa parecían estar sobreentendidos los acontecimientos
de la tarde, una me hizo adiós con la mano y aprovechó el movimiento
de los dedos para aludir al piano. La recitadora, viendo que las
demás saludaban miró hacia mí y me hizo un lento movimiento de cabeza, como si les hubiera concedido a las muchachas la gracia de adherirse
a sus espontaneidades. Algunos muchachos fueron hacia las recién
llegadas y todas las cosas se mezclaron de nuevo; las botellas volvieron a reunirse en grupos, pero ahora las caras de cada grupo habían quedado combinadas de manera tan distinta como los dados en otra
tirada de cubilete. De pronto vino hacia mí la gorda de pelo corto y
aros de oro en las orejas. En ese instante un “scout” chileno también se acercaba hacia mí y me ofrecía una copa de vino, yo inicié un movimiento con la mano para indicarle que no bebería y en ese momento
mis dedos tropezaron con la copa: él hizo un juego con las dos manos
para barajarla; la copa iba perdiendo el líquido pero parecía que se
salvaría. Sin embargo al fin se cayó. Mientras yo pedía disculpas, llamaban de otro lado a la gorda de los aros. Mi compañero –el otro
cetrino– se acercó a mi oído y me dijo: “La gorda se cortó el pelo
porque tenía piojos”.
Al rato empezó a cambiar de nuevo todo el juego de las caras: daban vuelta, mostraban la nuca y se amontonaban en un ángulo del patio. La recitadora estaba en actitud de esperar que se reunieran en su alma las palabras de un poema. Se hizo bastante silencio y el cuerpo de ella estaba inmóvil. Después empezaron a moverse solamente sus labios y le salía una voz tan tenue que me hizo pensar en la flauta de un encantador de serpientes. Ella tenía los ojos fijos en un lugar del espacio y allí vería desenroscarse el poema. Yo me di cuenta de que podía mirarla impunemente y me acerqué todo lo que pude. Su cara era muy distinta a la de nuestro jefe. Las partes de la cara de la recitadora no parecían haberse reunido espontáneamente: habían sido acomodadas con la voluntad de una persona que tranquilamente compra lo mejor en distintas casas y después reúne y acomoda todo con gusto y sin olvidarse de nada: allí estaba todo lo necesario para una cara. En la casa de los ojos había elegido un par grande, de color azul y se había fijado bien si su mecanismo estaba perfecto; con seguridad que los habría probado dándoles vuelta para todos lados; en la casa de las bocas se había elegido una de un tamaño regular, pero cómoda, y con labios de un rojo bastante abultado. Como era recitadora aquí habría puesto el máximo cuidado: debía emitir palabras claras a gran velocidad, palabras lentas en tonos velados, y debía tener gran facilidad de maniobra. Realmente, su arma más eficaz era la boca. En un instante en que yo observaba su estrategia combinada –que era cuando iba elevando los brazos, entornando los ojos y deteniendo las palabras en los labios– mis ojos se habían quedado en su boca. Al mismo tiempo que casi había cerrado del todo el escape de la voz, el labio superior había hecho una onda hacia un lado de la boca y expresaba la angustia de un escepticismo romántico. En los últimos estertores del poema, daba vuelta los ojos hacia el cielo y los párpados movían lentamente las pestañas como esclavos abanicando a un rajá. En las últimas palabras, el labio superior subía y bajaba con la lentitud de un telón final de un espectáculo. Al mismo tiempo que el borde de los labios rozaba los dientes, parecía que ella gustara caramelos amorosos y en todo aquello sentía la posibilidad de un placer más delicado que el de los vinos y las empanadas de la mesa. De pronto, en medio de uno de los poemas, ella empezó a dar largos pasos de un lado para otro. Como era muy alta y los pasos eran más bien largos, tuvimos que hacerle más espacio. Yo, en vez de correrme más atrás, aproveché la confusión para colocarme más adelante. Ella, para ir de un lado al otro, no siempre daba vuelta el cuerpo y caminaba de frente: algunos pasos de costado y sus piernas parecían un compás que se abría y se cerraba. Yo había dejado de atender su boca y sus palabras. Sus pasos eran un acontecimiento extraño, no sólo por el hecho de caminar así en medio de un poema, sino porque ponía en movimiento dimensiones y volúmenes desacostumbrados. En el paño encorpado de aquel vestido se veía ondular un oleaje color vino; y esas ondas eran lentas, aun en los instantes en que de pronto subía la marea y sorprendía la rotación de aquellos grandes volúmenes. En un lado de la pollera había una fila de botones; el oleaje los hacía aparecer y desaparecer como a los corchos de un aparejo. A mis ojos se les ocurrió ir hasta el otro extremo de ella y ver sus brazos, que eran muy blancos y se elevaban más allá de mi cabeza; mis ojos hicieron ese recorrido, como si hubieran ido desde el mar hasta las nubes.
Después todos estábamos de nuevo alrededor de la mesa, donde el vino era más oscuro que en el vestido de la recitadora y donde las empanadas abultaban sin provocarme apetito.
Hacía poco tiempo yo había tenido que estudiar historia antigua; y aunque aprendí poco –ni siquiera me alcanzó para salvar el examen–me habían quedado flotando lejanamente las figuras de algunas diosas y los ritos de algunas religiones. Ahora, mientras había estado mirando a la recitadora, aquellas nociones flotantes se habían acercado y habían traído recuerdos de formas y proporciones extrañas a mis ojos. Cuando los ojos se aburrían de estar inclinados ante las palabras y las fechas de la historia, trataban de evadirse hacia las páginas donde había figuras. Allí corrían por todo el blanco del papel, persiguiendo a las cándidas líneas que rodeaban el cuerpo de las diosas. Aunque en aquellos momentos yo hubiera olvidado las palabras y las fechas de la historia, es posible que ellas intervinieran en los sentimientos que yo debía formarme de aquella época. A pesar de todo, el sentimiento era claro y la imaginación trataba de hendir el aire de un cielo lejano. Las cosas y las personas eran de una humanidad extraña y demasiado alejada de esta tierra del presente. Hice todo lo que pude por acercarme a la vida de aquellas figuras y allí encontré por primera vez las raras proporciones y los pasos de costado. Ahora, mientras yo miraba a la recitadora, aquellas figuras me habían devuelto la visita. Primero ellas habrían cruzado alguna zona oscura del recuerdo; después habrían acercado al presente su nave sigilosa, y por último yo las había visto alejarse de nuevo llevándose aquel sentimiento mío que era claro y de una humanidad extraña. Ahora la recitadora había tomado esas mismas líneas y las había llevado con toda la realidad que encarnaba el presente: los espacios blancos que antes yacían en el cuerpo de las diosas, ahora habían sido cargados con este encorpado vestido color de vino, que formaba la resistencia y la elasticidad de los contornos. Y en los lentos movimientos que hacía la recitadora, no sólo se confundían las líneas y se forzaban sus límites: también se forzaba su inocencia. Era entonces cuando yo levantaba los ojos y de pronto ellos se encontraban en los brazos blancos de la recitadora.
Aquella noche en Mendoza yo reconocía la realidad presente por su angustia. Pero si ahora tengo ganas de decir que empecé a conocer la vida a las nueve de la mañana en un vagón de ferrocarril, es porque
aquel día que salía de Montevideo, acompañado por el Mandolión, no sólo volví a reconocer esa angustia, sino que me di cuenta que la
tendría conmigo para toda la vida. Ella estaría en mí aun cuando yo
pensara en las cosas más diversas: en las nubes que viajaban junto con
el ferrocarril; en la llave de mi casa, que la llevaba olvidada en mi
bolsillo sin saber cuándo la volvería a usar; en el Mandolión, y en
aquel botín amarillo que se había atragantado con el pie y tenía la
lengua afuera. Pero mi angustia no sólo cubría con su densidad las
cosas más diversas y se echaba caprichosamente, como una mujer impúdica
sobre un objeto cualquiera: cuando yo era niño y mi angustia era ingenua, ella también solía mezclarse en extraños placeres. Recuerdo
que entre todas las maestras de mi infancia tres habían sido grandes
y gordas. Éstas me inspiraban más respeto y curiosidad; pero también
me inspiraban más deseos de no respetarlas. Yo tenía mi manera secreta de faltarles al respeto, pero esta manera se cumplía nada más que en mi imaginación. La primera vez que me ocurrió esto, yo vivía en la falda de un cerro; y cruzando una plaza yo podía entrar en la casa de la maestra. Ésta era la segunda de las maestras grandes y gordas.
Una mañana ella iba hacia el fondo de su casa y yo la seguía a
pocos pasos. Yo tendría unos ocho años y ella me había prometido
mostrarme una gallina con pollos. Apenas llegamos la gallina empezó
a cloquear y debajo de su cuerpo lleno de pintas blancas y negras se
asomaban pollitos amarillos. Allí abajo debía estar muy calentito. La
maestra tenía una pollera de un color gris muy parecido al de la gallina. Y ese mismo día en mi casa, después del almuerzo y cuando me
obligaron a dormir la siesta, yo empecé a imaginarme lo lindo que
sería vivir bajo la pollera de la maestra. Allí también habría un calor
agradable; y sus piernas, después que terminaran las medias, serían
muy blancas. En mi ensueño yo suponía que a la maestra todo aquello
le parecería muy natural, que mientras yo estaba bajo su pollera ella
miraría distraída, para otro lado y que si yo le tocaba una pierna ella se quedaría tan quieta y tan tranquila como la gallina de los pollos.
En aquellos tiempos yo no pretendía que las personas mayores tomaran en cuenta todos mis deseos. Ya ellas me habían dado una idea de sus costumbres y cuando yo veía que un capricho mío iría más allá de lo permitido, me lo callaba; entonces trataba de realizarlo a escondidas; y en último caso me conformaba con imaginarme que lo cumplía; así, las personas mayores irían por un lado, yo por otro, y todos estaríamos en paz. Claro que antes ensayaba, por todos los medios posibles, la manera de realizar mi capricho; y para estas experiencias elegía la hora de la siesta porque la luz del día me daba miedo y porque a esa hora las personas mayores tenían los ojos cerrados. Pero para poder meterme debajo de las polleras de una mujer, necesitaba que ella estuviera parada; y en ese caso ya no dormiría la siesta. Entonces tuve que resignarme a hacer el ensayo con una mujer despierta. Una noche de verano toda mi familia tomaba el fresco en la vereda. Yo no sé cuándo fue que mi tía se levantó de su silla y la llevó para adentro. Pero recuerdo el momento en que me sorprendió su gran pollera blanca cruzando el patio oscuro. Ella hacía muchos viajes de allí a la cocina porque levantaba la mesa. Una gran lámpara colgada del techo del comedor echaba luz encima del mantel; pero fuera de la mesa –yo me había metido debajo– di vuelta la cabeza casi junto al piso y mirando hacia arriba me asomé al interior de su pollera. Todo estaba muy oscuro. Únicamente se aclaraba un poco cuando ella, para alcanzar algún plato que estaría del otro lado de la mesa, apoyaba un pie y levantaba el otro en el aire. Repetí la operación varias veces sin que mi cabeza tocara sus pies. Después de levantar la mesa, ella volvió por última vez; pero con pasos lentos; yo creí que me había visto. Se acercó de nuevo al borde de la mesa y se quedó quieta un rato: yo no sabía qué estaría haciendo. Un ruido de grillos me llenó por un momento la cabeza; ella se sentó al borde de la mesa levantando un pie y dejando el otro en el suelo. Me asomé con mucha precaución –esta vez fuera de la pollera–y descubrí, mirando hacia arriba, que ella tenía tapada la cara con un libro. Yo tenía mucha confianza con mi tía. El meterme debajo de sus polleras podía ser una broma. Me decidí a entrar lentamente: pero apenas ella me sintió soltó un grito tremendo; yo salí corriendo para mi cama; los que estaban en la vereda corrieron hacia el comedor. A mi tía le dio algo así como un ataque. Enfrente de mi casa había una comisaría; de allí mandaron preguntar con un guardia civil, qué había ocurrido. En casa se decía que el comisario tenía pretensiones por mi tía.
Este fracaso no me dejó angustia; porque después que el mundo había respondido a mi deseo con tanta violencia y yo me había asustado tanto, me alegré de pensar que las cosas no hubieran llegado a peores consecuencias y de que en casa no me dijeran nada esa noche ni al otro día. Aún más: aquella noche creí haber oído risas.
Pero en Mendoza –cuando yo tenía más de catorce años– había vuelto a encontrarme con la angustia que me dejaban las cosas imposibles. No es que entonces pretendiera realizar ensayos tan definitivos como cuando quería estar bajo las polleras con la naturalidad de un explorador que vive en una carpa. La noche de Mendoza me había propuesto realizar un ensayo disimulado; me acercaría a la rueda de admiradores que se movía alrededor de la recitadora; en el momento que ella pasara su mirada por la zona donde estaba yo, aprovecharía a poner a su alcance algunas palabras elogiosas. Ella podría tropezar con mis palabras y mezclar, por un momento, su alma con la mía. Yo estaría temblando; pero debía animarme a tantear su voluntad y a provocar algún sentimiento de simpatía. Estaba seguro de tener gran experiencia en el amor; no importaba que por ahora no conociera el instante en que los enamorados necesitan estar solos. Yo conocía los sentimientos que llevan al borde de la soledad; esto era lo principal; lo demás podría llegar en cualquier momento. Para los pocos días que nosotros estaríamos en Mendoza, hubiera podido ser oportuna una ofensiva violenta; pero esto no estaba de acuerdo con mi dignidad; y por otra parte hubiera quedado mal cualquier sugerencia de lucha entre dos personas de volúmenes tan diferentes –ella era tres veces más corpulenta que yo. Además yo no podría prescindir del placer de ir entrando lentamente en el alma de una mujer y acomodarme en ella con mi piano y mis libros. De cualquier manera, decidí acercarme a la órbita de la recitadora; esperaba el momento de estar bajo su mirada y repasaba las palabras que le diría. En el instante de verme bajó las cejas como para esconder la mirada detrás de ellas. No tuvo más remedio que escuchar mis palabras. Yo las iba acomodando con la lentitud que necesitaría para ir llevando piedras pesadas al lugar donde haría los cimientos de una casa que sería muy sólida y de muchos pisos. Ella se preparó para ir bajando los párpados; además había empezado un suspiro que la iba hinchando en una forma impresionante. En ese momento una muchacha me pidió disculpas y le dijo algo a un mendocino que estaba a mi lado. Ese muchacho era retacón, tenía los pelos parados y también se había preparado para oírme; su actitud era la de querer hacer fuerza y ayudarme a descargar las palabras. Enseguida de la interrupción empecé a decir todo de nuevo. A medida que iba hablando pensaba que los demás se darían cuenta de que empleaba las mismas palabras y que se trataba de un discurso aprendido de antemano; pero yo no podía detener las explicaciones sobre la historia antigua y los pasos de la recitadora. Ella tampoco se pudo contener y me interrumpió diciendo que daba los pasos porque ella tenía “escena” y que la mayoría de los recitadores no la tenían. Después habló del porvenir de la recitación y de lo que pagaban en los teatros de Buenos Aires. Cuando me desprendí de esa rueda, me sentí como un cuarto vacío, dentro de él ni siquiera estaba yo. Un momento antes la recitadora había pretendido cambiar mis ideas y acomodar a su manera las cosas de mi cuarto; pero los pasos de costado, según la interpretación de ella, me parecían un relleno sin sentido; y tener continuamente en la cabeza la idea de lo que pagarían en Buenos Aires, era como querer hacer de mi cuarto una casa de comercio. A pesar de que yo jamás toleraría que ella me acomodara el cuarto, sentí por unos instantes que había perdido la idea de mi propia intimidad; ahora mi cuarto no estaba acomodado ni por mí, ni por ella; y lo que menos podría acomodar en él, sería la idea del amor.
El fastidio que me había atacado al salir de la rueda de la recitadora me hizo vagar un rato entre los grupos que estaban alrededor de la mesa. Andaba con el cuarto revuelto y sin ganas de acomodarlo.
Después de pasado algún tiempo –el necesario para asentarse el polvo que hubieran sacudido en mi habitación– yo había sentido mis piernas pesadas. Aguantaba mi angustia como a una mujer que me hubiera elegido entre otros antes que yo naciera. Cuando más deprimido me veía ella, más se me echaba encima. Y lo peor de todo era que yo iba sintiendo en eso cierta complacencia. Yo necesitaba entregarme a pensar en mi propia angustia.
De pronto se me ocurrió ir a buscar una silla. Esta idea me la había provocado mi cuerpo, quien desde hacía rato me venía cargoseando con su cansancio. Al mismo tiempo pensé en el coloquio que yo tendría con mi angustia si me desentendiera del cuerpo; sentándolo en una silla, él se ocuparía de digerir las empanadas y el vino, y nos dejaría tranquilos a mi angustia y a mí. Pero a último momento, el cuerpo se me echó atrás. Claro que no me lo hizo saber abiertamente. Él empezó a hacer en mi pensamiento un trabajo desganado pero astuto; se valió de mi timidez y mi vergüenza; y al final me salió con que en aquella reunión todos estaban parados, quedaría mal que yo me sentara. En el mismo momento en que yo desistí de ir a buscar la silla, él dio un gran suspiro. Pero después hacía trabajar poco a los pulmones. Cada vez hacía más largos los intervalos de la respiración. Mi angustia se movía lentamente y llenaba un espacio desconocido de mí mismo. Yo ya no era un cuarto vacío; más bien era una cueva oscura en cuyo fondo de paja húmeda y en un ambiente de viscosidad cálida, se movía una boa que despertaba de su letargo. A la cabeza me llegaban efluvios que terminaban en palabras. Pero estas palabras, que parecían haber andado por muchas bocas, y haberme encontrado en voces muy distintas, que habrían cruzado lugares y tiempos ajenos, ahora se presentaban a reclamar un significado que yo nunca les había concedido. Un poco antes que ellas llegaran a mi cabeza yo había adivinado, a través de mi oscuridad, su inminencia. Desde hacía tiempo esas palabras me habían estado siguiendo de cerca; y ahora, en aquella reunión habían esperado el momento de encontrarme solo, habían aprovechado mi desilusión con la recitadora y en el instante en que yo me sentía más angustiado, se acercaron y empezaron a hacer sonar dentro de mí sus intenciones proféticas. Aunque sus voces eran tan desteñidas como vestidos obligados a soportar malos tiempos, el significado era expresado con tanta seguridad como el que nos transmitiría una boca que habla para este mundo mientras los ojos están puestos en otro.
Yo ya había escuchado en muchas oportunidades a estas y otras palabras. Pero no siempre ellas se dirigían a mí. A veces mi cabeza era como una taberna pobre en medio de una feria; y mientras yo miraba distraído a través de las ventanas, entraban toda clase de palabras. Y así fue como escuché a muchas que no se dirigían a mí. Al entrar pasaban cerca y yo les hacía poco caso. Algunas venían a pasar el rato o por su puro gusto de charlar. Otras, al mostrar sus fisonomías a través de humo de cigarrillos, parecía que no andaban en negocios muy limpios.
Fue a esta taberna a donde llegaron de pronto aquellas palabras que me habían estado siguiendo de cerca. Apenas empezaron a reunirse me di cuenta que formarían un juicio y me darían un consejo. Las primeras eran como recién llegados que se fueran sentando alrededor de una mesa grande. Después, cuando el círculo estaba cerrado, ponían encima de la mesa su conclusión. Ésta se refería, sin duda, a lo que me había ocurrido hacía unos momentos con la recitadora. Decía así: “Si deseas cruzar este mundo llevando a otra persona del brazo, tendrás que escucharla hasta el fin”. Yo atendía más a la conclusión que a la fisonomía de las palabras que la traían. Sin embargo, a causa de un accidente, dos de las palabras eran “del brazo”. Al principio, cuando ellas entraron en mi taberna, yo no les hice mucho caso. “Brazo” era la palabra importante y “del” parecía un perrito que la seguía. Mientras ocurría todo esto, mi cuerpo se había quedado en medio de aquel patio, respirando a largos intervalos y tal como yo lo había dejado. Y de pronto varios muchachos –que corrían a ver no sé qué–, se lo llevaron por delante. Y uno de ellos dijo: “Menos mal que llevaba dos muchachas del brazo”. Yo apenas tuve tiempo de reconocer, fuera de mi taberna, a la palabra importante seguida del perrito. Sentí el cambio brusco como si me hubiera caído y de pronto me encontrara con que mis manos están agarrando la tierra. Después resultó que aquellos muchachos que se llevaron mi cuerpo por delante corrían hacia un lugar del patio donde había una zanja de material que tendría medio metro de hondura. Allí, en un momento de distracción, nuestro jefe metió toda una pierna. Y fue entonces cuando los muchachos lo ayudaron a salir. Enseguida él hizo la sonrisa, se frotó las manos y yo reconocí su inocencia. Después ofreció de nuevo el brazo a las muchachas y siguió paseando con ellas. Él sentía un gran placer en aquel paseo. Yo me preguntaba si tendría el mismo placer paseando con dos muchachas o dos viejas. Tuve algo de complicación y de pereza en contestarme eso y dejé la pregunta para más adelante. De cualquier manera él tenía sentimientos más libres que la recitadora. Él podía dejar que sus sentimientos se desparramaran en cualquier cosa, en lo primero que tuviera delante de los ojos.
Cuando yo recién entré en los “Vanguardias” y él nos enseñaba los estatutos y códigos de la institución, se había detenido mucho en explicarnos cómo un vanguardia debía ser servicial y no esperar recompensa. Para esto puso muchos ejemplos; pero a mí me quedó en la memoria, sobre todo éste: si nosotros encontrábamos en la vereda una cáscara de banana, debíamos echarla a la calle para que otro que pasara no resbalara. Yo tenía curiosidad por saber qué ocurriría si echaban una cáscara de banana a la calle sin esperar recompensa. El primer encuentro con una cáscara lo tuve una noche que iba con mis padres y que también nos acompañaba un primo lejano, ya entrado en años y del cual hablaban oprobios. Yo vi la cáscara unos cuantos metros antes; me adelanté unos pasos y la tomé por el tronquito: era muy amarilla y el forro interior bastante blanco. Después que yo la tiré, el primo lejano dijo:
—¿Por qué la tiraste?
—Para que otro que pase no la pise y se resbale.
—Que se embrome. ¿Qué se te importa de los otros?
Mis padres y yo nos quedamos callados. Después ellos hablaron de otras cosas. Al principio a mí me había dado fastidio. Pero después fui llevado, como por una ola que me empujara suavemente, hacia el recuerdo de lugares y personas donde a cada momento oía decir cosas por el estilo. Esas personas cada vez se amontonaban más, en el recuerdo, y me traían como un sentimiento de realidad o de sentido común donde mi nueva conducta parecía algo extraña o artificiosa. Si ellos y el primo lejano hubieran sabido lo que decía nuestro jefe se hubieran burlado. Pero este sentimiento me duró pocos instantes, porque enseguida hice pie de nuevo y volví a sentir felicidad de pertenecer a esta especie de pandilla secreta cuya seña era tirar a la calle las cáscaras de banana. Otra vez que me encontré con una cáscara yo llevaba el uniforme de vanguardia. Había mucho sol y era la hora del silencio de la siesta. Yo iba por el único trecho de la calle Asencio que no había sido dividido en cuadras. Al borde de un gran campo de alfalfa había una vereda blanca; desde lejos yo vi la cáscara amarilla en medio de la vereda. Aquel día estaba muy lejos de pensar que la cáscara de banana era algo dañino; ella con su color amarillo era muy simpática y además se prestaba para el ritual de mi pandilla secreta. No sé por qué, en vez de tirarla a la calle se me ocurrió tirarla en el campo de alfalfa; preparé el brazo para que la cáscara fuera lejos; pero después, cuando vi caer y desaparecer tan bruscamente aquel pedacito amarillo en aquel inmenso verde me quedé un poco triste; miraba el oleaje que hacía un poco de viento en el verde de la alfalfa y tenía cierta pena de pensar que aquella pequeña cáscara que hacía un instante había estado en mis manos y había sido un poco mía, hubiera tenido el destino, impuesto por mí, de ser tragada por aquel inmenso campo; además, ahora hubiera sido muy difícil saltar el alambrado y buscarla entre tanta alfalfa.
Me sorprendí mucho cuando me encontré con estos recuerdos y pensé que tal vez podrían haber sido provocados por esta otra cáscara de banana que ahora tenía enfrente, cuando hacía el viaje en ferrocarril
acompañado por el Mandolión, y después que él mismo la había empujado con el botín amarillo debajo del asiento.
Pero allá, en aquella noche de Mendoza, todavía tuve otra sorpresa. Ocurrió cuando yo pensaba en el placer que sentiría nuestro jefe llevando a dos muchachas del brazo y mientras sentía hablar a mis espaldas de un gato al horno. Hacía unos instantes me había dado vuelta con disimulo, pero sin mucho deseo de saber quién era la que hacía exclamaciones de asombro porque se cocinara ese animalito. Resultó ser la señora del jefe mendocino. Según la conversación, la otra parecía ser hija de fiambrero. Hacía algún tiempo habían tomado como peón de la fiambrería un indio viejo; y él era el que les había enseñado a hacer el gato al horno. La hija del fiambrero explicaba el proceso que debía tener el sacrificio; y cuando llegó el momento en que el gato, cuereado y abierto, debía condimentarse y ponerse a la intemperie la noche antes de cocinarse, yo no podía dejar de imaginarme el cuerpo sin cuero pero la cabeza, no sólo forrada con su piel, sino también con sus bigotes y una mueca en que se veían las dos filas de dientes. Fue mientras me imaginaba esto que recibí la sorpresa: de pronto me di cuenta que la voz que sentía a mis espaldas me era conocida; entonces me di vuelta bruscamente y me encontré con la recitadora.
Al principio me pareció que mis ojos se habían quedado vacíos y que ella me los empezaba a llenar de nuevo. La idea que yo tenía de la recitadora había dado un gran tropezón, y por unos instantes yo había perdido el sentido de su persona y daba pasos en falso. Apenas sentía escapárseme un poco de ilusión que me había quedado escondida no sé dónde; pero no tuve tiempo de sentir tristeza; la sorpresa me había obligado a hacerme inmediatamente otra idea de ella. El simple dato de la fiambrería había descubierto a otros datos que estaban complicados con él. Ella pensaba en lo que pagaban en Buenos Aires, en el porvenir de la recitación y en la rivalidad de los que “no tenían escena”. Todo esto podía haber sido pensado en la fiambrería. Yo empezaba a enojarme como si me hubieran estafado, pues había descubierto que bajo la recitadora había una fiambrera. Ella no tenía derecho a provocar ilusiones de recitadora ni a llenarme los ojos, como quien llena embutidos, con su cuerpo tan grande y ahora tan próximo. Yo pensaba en la palabra “fiambrera” con escarnio y con la alegría ruin de vengarme por mi fracaso amoroso; pero esa misma noche, un poco antes de dormirme, ya había conciliado la idea de fiambrera con la de recitadora y me sentía mejor dispuesto a tener un poco de tristeza.
Me habían hecho la cama a mí solo, en una pieza pequeña donde había un maniquí. Yo había apagado la luz; pero la del patio entraba por las rendijas de los postigos y daba sobre el gran busto rosado del maniquí –arriba, en vez de cabeza, tenía una perilla negra. Di vuelta la cara contra la pared. A pesar del cansancio no podía dormir y empezaba a imaginarme a la recitadora en la fiambrería, envolviendo un pedazo grande de tocino blanco. Mientras hacía el paquete, conversaba; de pronto una mano tenía el papel y la otra hacía girar en el aire su blanca gordura, al mismo tiempo que la boca decía: “Después se lo mando”. Recordaba las piruetas que esa misma mano había hecho mientras recitaba. Cuando yo estaba a punto de pensar que esos movimientos eran ridículos, me interrumpía la idea de que la recitadora era hija de gentes extranjeras, tal vez llegadas de algún país que quedaba en el norte del mundo. Entonces pensaba que sería de allí de donde habrían traído, envueltos entre otras costumbres, esos movimientos de las manos. Pero todavía, un momento antes de entrar en el sueño, yo me imaginaba a la recitadora sentada en un balancín, y mientras una mano se agarraba de una cuerda, la otra hacía la misma pirueta que yo había visto cuando recitaba; pero esta vez esa voltereta era para indicar al público que la prueba había terminado.
Esa noche parecía que mi sueño hacía su trabajo tranquilamente. Pero de pronto me desperté con un grito de terror. Me encontré sentado en la cama. Y aun después de estar despierto seguía con la visión de tres puertas; estaban en un lugar en que había tres calles y cada puerta daba a cada una de las calles. Yo las veía por fuera, cerradas y con inexplicable simultaneidad. Al despertarme tuve inmediatamente el sentido de la casa donde me encontraba; pero no sabía la posición que tenía mi cama en relación al cuarto. Enseguida me acordé del maniquí; pero tampoco lo pude ubicar. Sentía un poco desgarrada la garganta por el grito que había dado y no me extrañó haber tenido terror a cosas tan inocentes como aquellas tres puertas pues ya otras veces, en otros sueños, me había ocurrido lo mismo. Pero antes de entregarme de nuevo a pensar en las puertas quise saber cómo estaba colocada mi cama y el maniquí. Siempre tuve dificultad de sacar una mano fuera de la cama estando en la oscuridad; porque pensaba que si mi mano llegara a encontrarse con otra que no fuera mía, yo me volvería loco. Sin embargo toqué la pared con la mano izquierda y pronto me di cuenta de que el maniquí estaba a mis pies y que en la misma dirección estaba la puerta. Yo ya tenía hecho cierto sentimiento a propósito de aquella cama; era como si hubiera pensado que ella era buena porque había dejado que yo me subiera encima; se había quedado quieta, había conservado algo de mi calor y había puesto un poco del suyo. Del maniquí tenía cierto sentimiento de desconfianza: apenas yo me distraía su busto me sugería la presencia de una persona; y su cabeza, del tamaño de una perilla, parecía que le produjera ideas mezquinas. Pero el sentimiento más fuerte que yo había tenido aquella noche me lo habían producido las tres puertas del sueño. Hundí de nuevo todo el cuerpo en la cama.
Los ojos, libres del esfuerzo de recordar la posición de las cosas de aquel cuarto, se fueron al lugar del sueño donde estaban las tres puertas y empecé a vivir otra vez –pero ahora despierto–, el sentimiento que había tenido cuando dormía. Era como si mi curiosidad de persona despierta hubiera quedado en la parte de afuera de una casa de vidrio. Yo le había encargado que cuando estuviera por dormirme o me fuera a ocurrir algo desagradable, ella rompiera el vidrio y me despertara del todo. Así fue como entré de nuevo al ámbito todavía caliente del sueño y encontré la extraña intención, el mismo significado lleno de terror; volví a sentir el gusto a ese jugo del alma, a ese aire cargado de silencio maléfico que se desprendía de las tres puertas. Sin embargo no volví a vivir mucho tiempo lo que había pasado en el sueño. La persona mía que esperaba despierta fuera de la casa de vidrio me llamó alarmada; yo me fui con ella y abandoné el ámbito del sueño. Y cuando supe lo que ella había descubierto se me volvió a erizar el pelo. Hasta ese momento yo había creído que había sido el sueño quien había echado una mala sombra sobre aquellas inocentes puertas. Pero mi persona que vigilaba despierta tuvo un recuerdo angustioso y en él reconoció a las tres puertas del sueño. Hacía tiempo me habían contado que en una fiambrería de Europa vendían productos porcinos que fueron famosos. Y el secreto del productor estaba en mezclar carne y sangre humanas con las de cerdo. Las víctimas eran reclutadas entre la clientela a la hora de mayor concurrencia. Algunas de las personas –que eran invitadas a pasar a lugares interiores de la casa con el pretexto de mostrarles algún producto– no salían más. Después, si preguntaban por ellas, hablaban del gran gentío, de posibles confusiones y de que no sabían por cuál de las tres puertas habrían salido. Pero una vez, el novio de una sirvienta esperaba que ella saliera colocado frente a una de las puertas; allí acostumbraban a encontrarse. Al pasar mucho tiempo sin que ella apareciera, el novio, alarmado, dio cuenta a la policía; y por ahí se llegó a la verdad. Cuando me hicieron ese cuento yo había tenido que suponer tres puertas que dieran a tres calles; y ahora ellas habían vuelto en el sueño. Pero aunque habían aparecido sin el cuento yo había sentido tanto terror como si él hubiera estado presente; él podría haber estado escondido detrás de las puertas mientras ellas estaban cerradas y se mostraban indiferentes. Tal vez si yo hubiera podido abrirlas y mirar detrás no habría encontrado el cuento; él podría haber quedado fundido en las caras de las puertas y haberlas saturado de una maldición que haría daño a quien las mirara; ellas mancharían el fondo de los ojos con un veneno imborrable.
A mí no me hubiera extrañado que el sueño me trajera una fiambrería después de lo que había ocurrido con la recitadora; yo ya sabía que a él le gustaba componer sus locuras tomando algún tema cercano. Pero el hecho de que la fiambrería hubiera estado escondida y yo la hubiera tenido que descubrir después de estar despierto y de haber excavado el recuerdo, me produjo escalofrío. Todavía me asusté más cuando recordé que en el momento de descubrir el cuento y su coincidencia con la fiambrería de la recitadora, el pelo se me hubiera erizado un instante antes de mi descubrimiento.
Después de haber dado el grito que hizo derrumbar las paredes del sueño y me dejó con los ojos abiertos en plena noche, seguí revolviendo los escombros para ver de dónde había salido el grito. Al pensar en quién habría sido se me volvió a erizar el pelo: podría haber sido el gato. La idea que yo había tenido de su muerte con su mueca y su grito, podría haber estado tan escondida y presente como los crímenes de la fiambrería. El alma del gato podría haber abandonado su cuerpo escapándose con el último grito; después habría seguido navegando en aquel sonido como alma en pena. Y aquella noche, encontrando en mi cuerpo un instrumento simpático, habría vibrado de nuevo.
De pronto me di cuenta que había arrojado todo el terror y me había quedado con el espíritu limpio. Dejaba que la cabeza hiciera pensamientos inútiles como un padre dejaría a un hijo revolver el agua con una varita. Después de mucho vagar, mis pensamientos habían vuelto a reunirse alrededor de la recitadora. Ahora, mi curiosidad por ella estaba muy desganada; sabía que me sería imposible comprenderla; pero me volvía a detener ante su recuerdo próximo como si hojeara por un instante el libro que tuviera más a mano. Mientras me había durado la influencia del sueño sentía hacia ella antipatía con miedo; pero ahora pensaba en ella como en una persona simplemente extraña. Por lo que había sabido, ella me parecía capaz de un sacrificio sincero; hubiera podido sacrificar un gato al dios que amara con toda su alma; pero también sería capaz de levantarse en medio de la noche, diciendo: “El sacrificio del gato a Dios fue sincero pero simbólico; en realidad Dios no tiene interés en comerse el gato”. Y entonces se lo comería ella.
Al otro día empecé a levantarme antes que me llamaran; de esa manera podría vestirme despacio y permitirles a los ojos que fueran mirando una cosa y después otra sin mayor apuro. A pesar de esto noté que mientras yo estaba distraído, los ojos habían tocado el busto del maniquí y habían retirado enseguida la mirada. Yo los tenía enseñados a no detenerse en ningún busto de mujer; y ahora, en el primer instante, ellos habían procedido como si hubieran visto un busto de verdad. Después, en otro momento de distracción y mientras me abrochaba la ropa, vine a quedar parado al lado del maniquí y me volvió a inquietar esa insistente alusión a una persona de carne y hueso. Entonces pensé que en cada pieza de aquella casa había un objeto que la defendía con su sola presencia y que me obligaba a mí a ser cauteloso.
De pronto yo dejé de recordar lo que ocurrió dentro de aquella casa y volví a sentir con algo de primera vez, la sorpresa de las calles y del aire y el cielo de Mendoza sobre los árboles y las casas. Pero antes de volver a dormirme en el recuerdo, como quien se despierta un instante mientras el cuerpo se da vuelta, vi –en el viaje que hacía un ferrocarril diez años después– que el asiento de enfrente estaba vacío, y, consultando la memoria de los ojos, deduje que el Mandolión faltaba desde hacía rato y que por eso yo había tenido un recuerdo tan largo. Me levanté para sacar de mi valija unos cuadernos que había escrito cuando hacía el viaje a Chile, pues no recordaba si algunas cosas habían ocurrido en Mendoza, a la ida o a la vuelta. Mientras revisaba mi valija alguien abrió la puerta del vagón y entonces vi al Mandolión tomando mate en el coche de segunda.
Decidí sumergirme en mis cuadernos; los revisaría con el escrúpulo con que un médico examinaría a un hombre que se va a casar. La noche anterior, cuando pensé que al salir de Montevideo tendría que cambiar de vida había decidido investigar primero mi vida anterior; y por eso cargué toda mi historia escrita en un rincón de la valija.
Del viaje a Chile tenía dos cuadernos; uno era chico y contenía el relato escueto y en forma de diario –así lo había ordenado nuestro jefe–; después del viaje alguien, en nuestra institución, lo había encuadernado con tapas de “un color serio”, creo que sepia. El otro cuaderno era grande, íntimo, escrito en días salteados, y lleno de inexplicables tonterías. Tenía tapas color tabaco muy grasientas.
En mi primera mañana en Mendoza muchas cosas se atrevían a ser distintas a las de mi país; pero la inocencia con que lo hacían me encantaba y yo iba corriendo a apuntarlas en el cuaderno íntimo. En él aparecía un camarada levantando una mano hasta casi la altura del hombro y diciendo: “Este invierno nevó de este porte”. Yo tuve que imaginarme apresuradamente un invierno con nieve; no tenía a mano en mi memoria ningún recuerdo que me ayudara; sin embargo enseguida se había aparecido un invierno nevado compuesto quién sabe con qué restos de figuras; lo que más me costaba era imaginármelo allí, en aquella calle clara de balastro con sol y árboles parecidos a los de mi país. Además, cuando yo había mirado figuras con nieve, el alma siempre se me había puesto seria y tan callada como en un cine mudo. Ahora, este muchachito que había vivido un invierno con nieve, se había quedado muy alegre y muy parecido a un chiquilín que no hubiera visto nevar. Entonces no había tenido más remedio que pensar otra cosa del invierno con nieves. Y para colmo el muchachito había dicho: “... nevó de este porte”.