Tragedia de Numancia/Jornada II/II

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Tragedia de Numancia
de Miguel de Cervantes
Jornada II, Escena II

Jornada II, Escena II

Salen primero dos soldados numantinos: MORANDRO y LEONCIO.

 

LEONCIO:

   Morandro, amigo, ¿a dó vas,
o hacia dó mueves el pie?

MORANDRO:

Si yo mismo no lo sé,
tampoco tú lo sabrás.

LEONCIO:

   ¡Cómo te saca de seso
tu amoroso pensamiento!

MORANDRO:

Antes, después que le siento
tengo más razón y peso.

LEONCIO:

   Eso ya está averiguado:
que el que sirviere al Amor
ha de ser, por su dolor,
con razón muy más pesado.

MORANDRO:

   De malicia o de agudeza
no escapa lo que dijiste.

LEONCIO:

Tú mi agudeza entendiste,
mas yo entiendo tu simpleza.

MORANDRO:

   ¿Que soy simple en querer bien?

LEONCIO:

Sí, si al querer no se mide,
como la razón lo pide,
con cuándo, cómo y a quién.

MORANDRO:

   ¿Reglas quiés poner a amor?

LEONCIO:

La razón puede ponellas.

MORANDRO:

Razonables serán ellas,
mas no de mucho primor.

LEONCIO:

   En la amorosa porfía,
a razón no hay conocella.

MORANDRO:

Amor no va contra ella,
aunque de ella se desvía.

LEONCIO:

   ¿No es ya contra la razón,
siendo tú tan buen soldado,
andar tan enamorado
en esta estrecha ocasión?
    ¿Al tiempo que del dios Marte
has de pedir el furor,
te entretienes con Amor,
que mil blanduras reparte?
    ¿Ves la patria consumida
y de enemigos cercada,
y tu memoria, turbada
por amor, de ella se olvida?

MORANDRO:

   En ira mi pecho se arde
por verte hablar sin cordura:
¿hizo el amor, por ventura,
a ningún pecho cobarde?
    ¿Dejo yo la centinela
por ir dónde está mi dama,
o estoy durmiendo en la cama
cuando mi capitán vela?
    ¿Hasme tú visto faltar
de lo que debo a mi oficio
por algún regalo o vicio,
ni menos por bien amar?
    Y si nada me has hallado
de que deba dar disculpa,
¿por qué me das tanta culpa
de que sea enamorado?


MORANDRO:

    Y si de conversación
me ves que ando siempre ajeno,
mete la mano en tu seno,
verás si tengo razón.
    ¿No sabes los muchos años
que tras Lira ando perdido?
¿No sabes que era venido
el fin de mis tristes daños,
    porque su padre ordenaba
de dármela por mujer,
y que Lira su querer
con el mío concertaba?
    También sabes que llegó
en tan dulce coyuntura
esta fuerte guerra dura,
por quien mi gloria cesó.


MORANDRO:

    Dilatóse el casamiento
hasta acabar esta guerra,
porque no está nuestra tierra
para fiestas y contento.
    Mira cuán poca esperanza
puedo tener de mi gloria,
pues está nuestra victoria
toda en la enemiga lanza.
    De la hambre fatigados,
sin medio de algún remedio,
tal muralla y foso en medio,
pocos, y esos encerrados.
    Pues, como veo llevar
mis esperanzas del viento,
ando triste y descontento,
ansí cual me ves andar.


LEONCIO:

   Sosiega, Morandro, el pecho;
vuelve al brío que tenías:
quizá por ocultas vías
se ordena nuestro provecho;
    que Júpiter soberano
nos descubrirá camino,
por do el pueblo numantino
quede libre del romano;
    y, en dulce paz y sosiego,
de tu esposa gozarás,
y las llamas templarás
deste tu amoroso fuego;
    que, para tener propicio
al gran Júpiter Tonante,
hoy Numancia, en este instante,
le quiere hacer sacrificio.


LEONCIO:

    Ya el pueblo viene y se muestra
con las víctimas e incienso.
¡Oh Júpiter, padre imenso,
mira la miseria nuestra!

[Apártanse a un lado.]
(Han de salir agora dos numantinos, vestidos como sacerdotes antiguos, y traen asido de los cuernos en medio de entrambos un carnero grande, coronado de oliva o yedra y otras flores, y un PAJE con una fuente de plata y una toalla al hombro; otro, con un jarro de plata lleno de agua; otro, con otro lleno de vino; otro, con otro plato de plata con un poco de incienso; otro, con fuego y leña; otro que ponga una mesa con un tapete, donde se ponga todo esto; y salgan en esta scena todos los que hubiere en la comedia, en hábito de numantinos, y luego los sacerdotes, y dejando el uno el carnero de la mano, diga:)
SACERDOTE PRIMERO:

   Señales ciertas de dolores ciertos
se me han representado en el camino,
y los canos cabellos tengo yertos.

SACERDOTE SEGUNDO:

   Si acaso yo no soy mal adevino,
nunca con bien saldremos desta impresa.
¡Ay, desdichado pueblo numantino!

PRIMERO:

   Hagamos nuestro oficio con la priesa
que nos incitan los agüeros tristes.

SEGUNDO:

Poned, amigos, hacia aquí esa mesa:
    el vino, encienso y agua que trujistes,
poneldo encima y apartaos afuera,
y arrepentíos de cuanto mal hicistes;
    que la oblación mejor y la primera
que se debe ofrecer al alto cielo,
es alma limpia y voluntad sincera.

PRIMERO:

   El fuego no le hagáis vos en el suelo,
que aquí viene brasero para ello;
que ansí lo pide el religioso celo.

SEGUNDO:

   Lavaos las manos y limpiaos el cuello.

PRIMERO:

Dad acá el agua... ¿El fuego no se enciende?

UNO:

¡No hay quien pueda, señores, encendello!

SEGUNDO:

   ¡Oh Júpiter! ¿Qué es esto que pretende
de hacer en nuestro daño el hado esquivo?
¿Cómo el fuego en la tea no se emprende?

UNO:

   Ya parece, señor, que está algo vivo.

PRIMERO:

¡Quítate afuera, oh flaca llama escura,
que dolor en mirarte ansí recibo!
    ¿No miras cómo el humo se apresura
a caminar al lado del poniente,
y la amarilla llama mal sigura
    sus puntas encamina hacia el oriente?
¡Desdichada señal! ¡Señal notoria
que nuestro mal y daño está presente!

SEGUNDO:

   Aunque lleven romanos la victoria
de nuestra muerte, en humo ha de tornarse
y en llamas vivas nuestra muerte y gloria.

PRIMERO:

   Pues debe con el vino rociarse
el sacro fuego, dad acá ese vino,
y el incienso también, que ha de quemarse.

(Rocían el fuego, y a la redonda, con el vino, y luego ponen el incienso en el fuego y dice el)
SEGUNDO:

   Al bien del triste pueblo numantino
endereza, ¡oh gran Júpiter!, la fuerza
propicia del contrario amargo signo.

PRIMERO:

   Ansí como este ardiente fuego fuerza
a que en humo se vaya el sacro incienso,
ansí se haga al enemigo fuerza,
    para que en humo eterno, padre inmenso,
todo su bien, toda su gloria vaya,
ansí como tú puedes y yo pienso.

SEGUNDO:

   Tengan los cielos su poder a raya,
ansí como esta víctima tenemos,
y lo que ella ha de haber, él también haya.

PRIMERO:

   ¡Mal responde el agüero: mal podremos
ofrecer esperanza al pueblo triste,
para salir del mal que poseemos!

(Hágase ruido debajo del tablado con un barril lleno de piedras, y dispárese un cohete volador.)
SEGUNDO:

   ¿No oyes un ruido, amigo? [Di, ¿no] viste
el rayo ardiente que pasó volando?
Présago verdadero desto fuiste.

PRIMERO:

   Turbado estoy; de miedo estoy temblando.
¡Oh, qué señales en el aire veo,
qué amargo fin nos van pronosticando!
    ¿No ves un escuadrón airado y feo
de unas águilas fieras, que pelean
con otras aves en marcial rodeo?

SEGUNDO:

   Sólo su esfuerzo y su rigor emplean
en encerrar las aves en un cabo,
y con astucia y arte las rodean.

PRIMERO:

   Tal señal vitupero, y no la alabo:
¡Águilas imperiales vencedoras!
¡Tú verás de Numancia presto el cabo!

SEGUNDO:

   ¡Águilas, de gran mal anunciadoras,
partíos, que ya el agüero vuestro entiendo;
ya el efecto: contadas son las horas!

PRIMERO:

   Con todo, el sacrificio hacer pretendo
desta inocente víctima, guardada
para aplacar el dios del rostro horrendo.
    ¡Oh gran Plutón, a quien por suerte dada
le fue la habitación del reino oscuro,
y el mando en la infernal triste morada,
    ansí vivas en paz, cierto y seguro
de que la hija de la sacra Ceres
corresponde a tu amor con amor puro,
    que todo aquello que en provecho vieres
venir del pueblo triste que te invoca,
lo allegues cual se espera de quien eres.
    Atapa la profunda escura boca
por do salen las tres fieras hermanas
a hacernos el daño que nos toca;
    y sean de dañarnos tan livianas
(Quite algunos pelos al carnero y échelos al aire.)
sus intenciones, que las lleve el viento,
como se lleva el pelo de estas lanas.

PRIMERO:

    Y, ansí como yo baño y ensangriento
este cuchillo en esta sangre pura,
con alma limpia y limpio pensamiento,
    ansí la tierra de Numancia dura
se bañe con la sangre de romanos,
y aun les sirva también de sepultura.
(Aquí ha de salir por los huecos del tablado un DEMONIO hasta el medio cuerpo, y ha de arrebatar el carnero, y meterle dentro, y tornar luego a salir, y derramar y esparcir el fuego y todos los sacrificios.)
    Mas, ¿quién me ha arrebatado de las manos
la víctima? ¿Qué es esto, dioses santos?
¿Qué prodigios son esos tan insanos?
    ¿No os han enternecido ya los llantos
deste pueblo lloroso y afligido,
ni la sagrada voz de nuestros cantos?


SEGUNDO:

   Antes creo que se han endurecido,
cual se puede inferir de las señales
tan fieras como aquí han acontecido.
    Nuestros vivos remedios son mortales:
toda es pereza nuestra diligencia,
y los bienes ajenos, nuestros males.

UNO DEL PUEBLO:

   En fin, dado han los cielos la sentencia
de nuestro fin amargo y miserable;
no nos quiere valer ya su clemencia.

OTRO:

   Lloremos, pues, en son tan lamentable
nuestra desdicha, que en la edad postrera
dél y de nuestro esfuerzo siempre se hable.
    Marquino haga la experiencia entera
de todo su saber, y sepa cuanto
nos promete de mal la lastimera
suerte, que ha vuelto nuestra risa en llanto.

(Sálense todos, y quedan solos MORANDRO y LEONCIO.)
MORANDRO:

   Leoncio, ¿qué te parece?
¿Tendrán remedio mis males
con estas buenas señales
que aquí el cielo nos ofrece?
    ¿Tendrá fin mi desventura
cuando se acabe la guerra,
que será cuando la tierra
me sirva de sepultura?


LEONCIO:

   Morandro, al que es buen soldado
agüeros no le dan pena,
que pone la suerte buena
en el ánimo esforzado;
    y esas vanas apariencias
nunca le turban el tino:
su brazo es su estrella y signo;
su valor, sus influencias.
    Pero si quieres creer
en este notorio engaño,
aún quedan, si no me engaño,
experiencias más que hacer;
    que Marquino las hará,
las mejores de su ciencia,
y el fin de nuestra dolencia
ser bueno o malo sabrá.
    Paréceme que le veo:
¡en qué estraño traje viene!


MORANDRO:

Quien con feos se entretiene,
no es mucho que venga feo.
    ¿Será acertado seguirle?

LEONCIO:

Acertado me parece,
por si acaso se le ofrece
algo en que poder servirle.

(Aquí sale MARQUINO con una ropa negra de bocací ancha, y una cabellera negra, y los pies descalzos; y en la cinta traerá, de modo que se le vean, tres redomillas llenas de agua: la una negra, la otra teñida con azafrán y la otra clara; y en la una mano, una lanza barnizada de negro, y en la otra, un libro; y viene MILVIO con él, y, así como entran, se ponen a un lado LEONCIO y MORANDRO.)
MARQUINO:

   ¿Dó dices, Milvio, que está el joven triste?

MILVIO:

En esta sepultura está enterrado.

MARQUINO:

No yerres el lugar do le pusiste.

MILVIO:

   No, que con esta piedra señalado
dejé el lugar adonde el mozo tierno
fue con lágrimas tiernas sepultado.

MARQUINO:

   ¿De qué murió?

MILVIO:

Murió de mal gobierno:
la flaca hambre le acabó la vida,
peste cruel salida del infierno.

MARQUINO:

   En fin, ¿que dices que ninguna herida
le cortó el hilo del vital aliento,
ni fue cáncer ni llaga su homicida?
    Esto te digo, porque hace al cuento
de mi saber que esté este cuerpo entero,
organizado todo y en su asiento.

MILVIO:

   Habrá tres horas que le di el postrero
reposo, y le entregué a la sepultura,
y de hambre murió, como refiero.

MARQUINO:

   Está muy bien, y es buena coyuntura
la que me ofrecen los propicios signos
para invocar de la región oscura
los feroces espíritus malignos.
    Presta atentos oídos a mis versos,
fiero Plutón, que en la región oscura,
entre ministros de ánimos perversos,
te cupo de reinar suerte y ventura;
haz, aunque sean de tu gusto adversos,
cumplidos mis deseos, y en la dura
ocasión que te invoco no te tardes,
ni a ser más oprimido de mí aguardes.
    Quiero que al cuerpo que aquí está enterrado
vuelvas el alma que le daba vida,
aunque el fiero Carón del otro lado
la tenga en la ribera denegrida;
y, aunque en las tres gargantas del airado
Cerbero esté penada y escondida,
salga, y torne a la luz del mundo nuestro;
que luego tornará al escuro vuestro.


MARQUINO:

    Y, pues ha de salir, salga informada
del fin que ha de tener guerra tan cruda,
y desto no me encubra o calle nada,
ni me deje confuso y con más duda:
la plática desta alma desdichada,
de toda ambigüidad libre y desnuda
tiene de ser. ¡Invíala...! ¿Qué esperas?
¿Esperas a que hable con más veras?
    ¿No revolvéis la piedra, desleales?
Decid, ministros falsos, ¿qué os detiene?
¿Cómo no me habéis dado ya señales
de que hacéis lo que digo y me conviene?
¿Buscáis, con deteneros, vuestros males,
o gustáis de que yo al momento ordene
de poner en efecto los conjuros
que ablandan vuestros fieros pechos duros?


MARQUINO:

    Ea, pues, vil canalla mentirosa,
aparejaos a duro sentimiento,
pues sabéis que mi voz es poderosa
de doblaros la rabia y el tormento.
Dime, traidor esposo de la esposa
que seis meses del año, a su contento,
está sin ti, haciéndote cornudo:
¿por qué a mis peticiones estás mudo?
    Este hierro, bañado en agua clara
que al suelo no tocó en el mes de mayo,
herirá en esta piedra y hará clara
y patente la fuerza deste ensayo.
(Con el agua de la redoma clara baña el hierro de la lanza, y luego hiere en la tabla; y debajo, o suéltense cohetes o hágase el rumor con el barril de piedras.)
Ya parece, canalla, que a la clara
dais muestras de que os toma cruel desmayo.
¿Qué rumores son estos? ¡Ea, malvados,
que al fin venís, aunque venís forzados!


MARQUINO:

    Levantad esta piedra, fementidos,
y descubridme el cuerpo que aquí yace.
¿Qué es esto? ¿Qué tardáis? ¿A dó sois idos?
¿Cómo mi mandado al punto no se hace?
¿No os curáis de amenazas, descreídos?
Pues no esperéis que más os amenace:
esta agua negra del Estigio lago
dará a vuestra tardanza presto el pago.
    Agua de la fatal negra laguna,
cogida en triste noche, escura y negra,
por el poder que en ti junto se aúna,
a quien otro poder ninguno quiebra,
a la banda diabólica importuna,
y a quien la primer forma de culebra
tomó, conjuro, apremio, pido y mando
que venga a obedecerme aquí volando.


MARQUINO:

(Rocía con el agua la sepultura y ábrese.)
    ¡Oh mal logrado mozo!, sal ya fuera
y vuelve a ver el sol claro y sereno;
deja aquella región do no se espera
en ella un día sosegado y bueno.
Dame, pues puedes, relación entera
de lo que has visto en el profundo seno;
digo, de aquello a que mandado eres,
y más, si al caso toca y tú pudieres.
(Sale EL CUERPO amortajado, con un rostro de máscara descolorido, como de muerto, y va saliendo poco a poco, y, en saliendo, déjase caer en el teatro, sin mover pie ni mano hasta su tiempo.)
    ¿Qué es esto? ¿No respondes? ¿No revives?
¿Otra vez has gustado de la muerte?
Pues yo haré que con tu pena avives
y tengas el hablarme a buena suerte.
Pues eres de los nuestros, no te esquives
de hablarme y responderme: mira, advierte
que si callas, haré que, con tu mengua,
sueltes la atada y encogida lengua.


MARQUINO:

(Rocía EL CUERPO con el agua amarilla, y luego le azota con un azote.)
    Espíritus malignos, ¿no aprovecha?
Pues esperad: saldrá el agua encantada,
que hará mi voluntad tan satisfecha
cuanto es la vuestra pérfida y dañada;
y, aunque esta carne fuera polvos hecha,
siendo con este azote castigada,
cobrará nueva, aunque ligera vida,
del áspero rigor suyo oprimida.
(Menéase y estremécese EL CUERPO a este punto.)
    Alma rebelde, vuelve al aposento
que pocas horas ha desocupaste.
Ya vuelves, ya lo muestras, ya te siento;
que, al fin, a tu pesar, en él te entraste.


EL CUERPO:

Cese la furia del rigor violento
tuyo, Marquino; baste, triste, baste
la que yo paso en la región escura,
sin que tú crezcas más mi desventura.
   Engáñaste si piensas que recibo
contento de volver a esta penosa,
mísera y corta vida que ahora vivo,
que ya me va faltando presurosa;
antes me causas un dolor esquivo,
pues otra vez la muerte rigurosa
triunfará de mi vida y de mi alma;
mi enemigo tendrá doblada palma.
    El cual, con otros del escuro bando,
de los que son sujetos a aguardarte,
está con rabia en torno, aquí esperando
a que acabe, Marquino, de informarte
del lamentable fin, del mal nefando
que de Numancia puedo asegurarte;
la cual acabará a las mismas manos
de los que son a ella más cercanos.


EL CUERPO:

    No llevarán romanos la victoria
de la fuerte Numancia, ni ella menos
tendrá del enemigo triunfo o gloria,
amigos y enemigos siendo buenos;
no entiendas que de paz habrá memoria,
que rabia alberga en sus contrarios senos:
el amigo cuchillo, el homicida
de Numancia será, y será su vida.
(Arrójase en la sepultura y dice:)
    Y quédate, Marquino, que los hados
no me conceden más hablar contigo;
y, aunque mis dichos tengas por trocados,
al fin saldrá verdad lo que te digo.

MARQUINO:

¡Oh tristes signos; signos desdichados!
Si esto ha de suceder del pueblo amigo,
primero que mirar tal desventura,
mi vida acabe en esta sepultura.

(Arrójase MARQUINO en la sepultura.)
MORANDRO:

   Mira, Leoncio, si ves
por dó yo pueda decir
que no me haya de salir
todo mi gusto al revés.
    De toda nuestra ventura
cerrado está ya el camino;
si no, dígalo Marquino,
el muerto y la sepultura.

LEONCIO:

   Que todas son ilusiones,
quimeras y fantasías,
agüeros y hechicerías,
diabólicas invenciones.
    No muestres que tienes poca
ciencia en creer desconciertos;
que poco cuidan los muertos
de lo que a los vivos toca.

MILVIO:

   Nunca Marquino hiciera
desatino tan estraño,
si nuestro futuro daño
como presente no viera.
   Avisemos este caso
al pueblo, que está mortal;
mas, para dar nueva tal,
¿quién podrá mover el paso?