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Tragedia de Numancia (Sevilla Arroyo ed.)/Jornada III/II

De Wikisource, la biblioteca libre.
Tragedia de Numancia
de Miguel de Cervantes
Jornada III, Escena II

Jornada III, Escena II

Dos numantinos.
PRIMERO:

    ¡Derrama, oh dulce hermano, por los ojos
el alma en llanto amargo convertida!
Venga la muerte y lleve los despojos
de nuestra miserable y triste vida.

SEGUNDO:

Bien poco durarán estos enojos;
que ya la muerte viene apercebida
para llevar en presto y breve vuelo
a cuantos pisan de Numancia el suelo.
    Principios veo que prometen presto
amargo fin a nuestra dulce tierra,
sin que tengan cuidado de hacer esto
los contrarios ministros de la guerra
nosotros mismos, a quien ya es molesto
y enfadoso el vivir que nos atierra,
hemos dado sentencia inrevocable
de nuestra muerte, aunque cruel, loable.

SEGUNDO:

    En la plaza mayor ya levantada
queda una ardiente cudiciosa hoguera,
que, de nuestras riquezas ministrada,
sus llamas sube hasta la cuarta esfera.
Allí con triste priesa acelerada
y con mortal y tímida carrera
acuden todos, como a santa ofrenda,
a sustentar sus llamas con su hacienda.
    Allí la perla del rosado oriente,
y el oro en mil vasijas fabricado,
y el diamante y rubí más excelente,
y la extremada púrpura y brocado,
en medio del rigor fogoso ardiente
de la encendida llama es arrojado:
despojos do pudieran los romanos
henchir los senos y ocupar las manos.


SEGUNDO:

(Aquí salen algunos cargados de ropa, y entran por una puerta y salen por otra.)
    Vuelve al triste espectáculo la vista:
verás con cuánta priesa y cuánta gana
toda Numancia en numerosa lista
aguija a sustentar la llama insana;
y no con verde leño y seca arista,
no con materia al consumir liviana,
sino con sus haciendas mal gozadas,
pues se ganaron para ser quemadas.

PRIMERO:

    Si con esto acabara nuestro daño,
pudiéramos llevallo con paciencia;
mas, ¡ay!, que se ha de dar, si no me engaño,
de que muramos todos cruel sentencia.
Primero que el rigor bárbaro estraño
muestre en nuestras gargantas su inclemencia,
verdugos de nosotros nuestras manos
serán, y no los pérfidos romanos.

PRIMERO:

    Han acordado que no quede alguna
mujer, niño ni viejo con la vida,
pues, al fin, la cruel hambre importuna
con más fiero rigor es su homicida.
Mas ves allí do asoma, hermano, una
que, como sabes, fue de mí querida
un tiempo, con extremo tal de amores,
cual es el que ella tiene de dolores.

(Sale una mujer con una criatura en los brazos y otra de la mano.)
MADRE:

   ¡Oh duro vivir molesto,
terrible y triste agonía!

HIJO:

Madre, ¿por ventura, habría
quien nos diese pan por esto?

MADRE:

   ¿Pan, hijo? Ni aun otra cosa
que semeje de comer.

HIJO:

Pues, ¿tengo de perecer
de dura hambre rabiosa?
    Con poco pan que me deis,
madre, no os pediré más.

MADRE:

Hijo, ¡qué pena me das!

HIJO:

¿Pues qué, madre, no queréis?

MADRE:

   Sí quiero; mas, ¿qué haré,
que no sé dónde buscallo?

HIJO:

Bien podéis, madre, comprallo;
si no, yo lo compraré;
    mas, por quitarme de afán,
si alguno conmigo topa,
le daré toda esta ropa
por un mendrugo de pan.

MADRE:

   ¿Qué mamas, triste criatura?
¿No sientes que a mi despecho
sacas ya del flaco pecho,
por leche, la sangre pura?
    Lleva la carne a pedazos
y procura de hartarte,
que no pueden más llevarte
mis flojos, cansados brazos.
    Hijos del ánima mía,
¿con qué os podré sustentar,
si apenas tengo qué os dar
de la propia carne mía?
    ¡Oh hambre terrible y fuerte,
cómo me acabas la vida!
¡Oh guerra, sólo venida
para causarme la muerte!


HIJO:

   ¡Madre mía, que me fino!
Aguijemos a do vamos,
que parece que alargamos
la hambre con el camino.

MADRE:

   Hijo, cerca está la plaza
adonde echaremos luego
en mitad del vivo fuego
el peso que te embaraza.
(Éntranse.)