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Tres novelas ejemplares y un prólogo/El marqués de Lumbría

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EL MARQUÉS DE LUMBRÍA


La casona solariega de los marqueses de Lumbría, el palacio, que es como se le llamaba en la adusta ciudad de Lorenza, parecía un arca de silenciosos recuerdos de misterio. A pesar de hallarse habitada, casi siempre permanecía con las ventanas y los balcones que daban al mundo cerrados. Su fachada, en la que se destacaba el gran escudo de armas del linaje de Lumbría, daba al Mediodía, a la gran plaza de la Catedral, y frente a la ponderosa y barroca fábrica de esta; pero como el sol la bañaba casi todo el dia, y en Lorenza apenas hay días nublados, todos sus huecos permanecían cerrados. Y ello porque el excelentísimo senor marqués de Lumbría, don Rodrigo Suárez de Tejada, tenía horror a la luz del Sol y al aire libre. «El polvo de la calle y la luz del Sol—solía decir—no hacen más que desluştrar los muebles y echar a perder las habitaciones, y luego, las moscas...» El marqués tenía verdadero horror a las moscas, que podían venir de un andrajoso mendigo, acaso de un tiñoso. El marqués temblaba ante posibles contagios de enfermedades plebeyas. Eran tan sucios los de Lorenza y su comarca...

Por la trasera daba la casona al enorme tajo escarpado que dominaba al río. Una manta de yedra cubría por aquella parte grandes lienzos del palacio. Y aunque la yedra era abrigo de ratones y otras alimañas, el marqués la respetaba. Era una tradición de familia. Y en un balcón puesto allí, a la umbría, libre del sol y de sus moscas, solía el marqués ponerse a leer mientras le arrullaba el rumor del río, que gruñía en el congosto de su cauce, forcejando con espumarajos por abrirse paso entre las rocas del tajo.

El excelentísimo señor marqués de Lumbría vivía con dos hijas, Carolina, la mayor, y Lucía, y con su segunda mujer, doña Vicenta, señora de brumoso seso, que cuando no estaba durmiendo estaba quejándose de todo, y en especial del ruido. Porque así como el marqués temía al sol, la marquesa temia al ruido, y mientras aquél se iba en las tardes de estío a leer en el balcón en sombra, entre yedra, al son del canto secular del rio, la señora se quedaba en el salón delantero a echar la siesta sobre una vieja butaca de raso, a la que no había tocado el sol, y al arrullo del silencio de la plaza de la Catedral.

El marqués de Lumbría no tenía hijos varones, y ésta era la espina dolorosísima de su vida. Como que para tenerlos se había casado, a poco de enviudar con su mujer, con doña Vicenta, su señora, y la señora le había resultado estéril.

La vida del marqués transcurría tan monótona y cotidiana, tan consuetudinaria y ritual, como el grunir del río en lo hondo del tajo o como los oficios litúrgicos del cabildo de la catedral. Administraba sus fincas y dehesas, a las que iba en visita, siempre corta, de vez en cuando, y por la noche tenia su partido de tiesillo con el penitenciario, consejero íntimo de la fami ha, un beneficiado y el registrador de la Propiedad. Llegaban a la misma hora, cruzaban la gran puerta, sobre la que se ostentaba la placa del Sagrado Corazón de Jesús con su «Reinaré en España y con más veneración que en otras partes», sentábanse en derredor de la mesita—en invierno una camilla—dispuesta ya, y al dar las diez, como por máquina de reloj, se iban alejando, aunque hubiera puestas, para el siguiente día.

Entre tanto, la marquesa dormitaba y las hijas del marqués hacían labores, leían libros de edificación—acaso otros obtenidos a hurtadillas—o reñían una con otra.

Porque como para matar el tedio que se corría desde el salón cerrado al sol y a las moscas, hasta los muros vestidos de yedra, Carolina y Luisa tenían que reñir. mayor, Carolina, odiaba al sol, como su padre, y se mantenía rigida y observante de las tradiciones de la casa; mientras Luisa gustaba de cantar, de asomarse a las ventanas y los balcones y hasta de criar en éstos flores de tiesto, costumbre plebeya, según el marqués. «No tienes el jardín?», le decía éste a su hija, refiriéndose a un jardincillo anejo al palacio, pero al que rara vez bajaban sus habitantes. Pero ella, Luisa, quería tener tiestos en el balcón de su dormitorio, que daba a una calleja de la plaza de la Catedral, y regarlos, y con este pretexto, asomarse a ver quién pasaba.

«Qué mal gusto de atisbar lo que no nos importa...», decía el padre; y la hermana mayor, Carolina, añadía: «¡No, sino de andar a caza!» Y ya la tenían armada.

Y los asomos al balcón del dormitorio y el riego de las flores de tiestos dieron su fruto. Tristán Ibáñez del Gamonal, de una familia linajuda también y de las más tradicionales de la ciudad de Lorenza, se fijó en la hija segunda del marqués de Lumbría, a la que vió sonreír, con ojos como de violeta y boca como de geranio, por entre las flores del balcón de su dormitorio. Y ello fué que, al pasar un día Tristán por la calleja, se le vino encima el agua del riego que rebosaba de los tiestos, y al exclamar Luisa: «¡Oh, perdone, Tristán!», éste sintió como si la voz doliente de una princesa presa en un castillo encantado le llamara a su socorro.

—Esas cosas, hija—le dijo su padre—, se hacen en forma y seriamente. ¡Chiquilladas, no!

—Pero ¿a quê viene eso, padre?—exclamó Luisa.

—Carolina te lo dirá.

Luisa se quedó mirando a su hermana mayor, y ésta dijo:

—No me parece, hermana, que nosotras, las hijas de Fe 3 los marqueses de Lumbría, hemos de andar haciendo las osas en cortejeos y pelando la pava desde el balcón como las artesanas. ¿Para eso eran las flores?

—Que pida entrada ese joven—sentenció el padre—, y pues que por mi parte nada tengo que oponerle, todo se arreglará. ¿Y tú, Carolina?

—Yo—dijo ésta—tampoco me opongo.

Y se le hizo a Tristán entrar en la casa como pretendiente formal a la mano de Luisa. La señora tardó en enterarse de ello.

Y mientras transcurría la sesión de tresilio, la señora dormitaba en un rincón de la sala, y junto a ella Carolina y Luisa, haciendo labores de punto o de bolillos, cuchicheaban con Tristán, al cual procuraban no dejarle nunca solo con Luisa, sino siempre con las dos hermanas. En esto era vigilantísimo el padre. No le importaba, en cambio, que alguna vez recibiera a solas Carolina al que había de ser su cuñado, pues así le instruiría mejor en las tradiciones y costumbres de la casa.

***

Los contertulios tresillistas, la servidumbre de la casa y hasta los del pueblo, a quienes intrigaba el misterio de la casona, notaron que a poco de la admisión tw en ésta de Tristán como novio de la segundona del marqués, el ámbito espiritual de la hierática familia pareció espesarse y ensombrecerse. La taciturnidad del marqués se hizo mayor, la señora se quejaba más que nunca del ruido y el ruido era menor que nunca. Porque las riñas y querellas entre las dos hermanas eran mayores y más enconadas que antes, pero más silenciosas.

Cuando, al cruzarse en un pasillo, la una insultaba a la otra, o acaso la pellizcaba, hacíanlo como en susurro y ahogaban las quejas. Sólo una vez oyó Mariana, la vieja doncella, que Luisa gritaba: «Pues lo sabrá toda la ciudad, ¡sí, lo sabrá la ciudad toda! ¡Saldré al balcón de la plaza de la Catedral a gritárselo a todo el mundo!» «¡Calla!»»—gimió la voz del marqués, y luego una expresión tal, tan inaudita allí, que Mariana huyó despavorida de junto a la puerta donde escuchaba.

A los pocos días de esto, el marqués se fué de Lorenza, llevándose consigo a su hija mayor, Carolina. Y en los días que permaneció ausente, Tristán no pareció por la casa. Cuando regresó el marqués, sólo una noche se creyó obligado a dar alguna explicación a la tertulia del tresillo. «La pobre no está bien de salud» — dijo mirando fijamente al penitenciario; ello la lleva, ¡cosa de nervios!, a constantes disensiones, sin importancia, por supuesto, con su hermana, a quien, por lo demás, adora, y la he llevado a que se reponga.

Nadie le contestó nada.

Pocos días después, en familia, muy en familia, se celebraba el matrimonio entre Tristán Ibáñez del Gamonal y la hija segunda del excelentisimo señor marqués de Lumbría. De fuera no asistieron más que la madre del novio y los tresillistas.

Tristán fué a vivir con su suegro, y el ámbito de la casona se espesó y entenebreció más aún. Las flores del balcón del dormitorio de la recién casada se ajaron por falta de cuidado; la señora se dormía más que antes, y el señor vagaba como un espectro, taciturno y cabizbajo, por el salón cerrado a la luz del sol de la calle.

Sentía que se le iba la vida, y se agarraba a ella. Renunció al tresillo, lo que pareció su despedida del mundo, si es que en el mundo vivió. «No tengo ya la cabeza para el juego—le dijo a su confidente el penitenciario; me distraigo a cada momento y el tresillo no me distrae ya; sólo me queda prepararme a bien morir.» 89 Un día, amaneció con un ataque de perlesía. Apenas si recordaba nada. Mas en cuanto fué recobrándose, pareció agarrarse con más desesperado tesón a la vida.

«No, no puedo morir hasta ver cómo queda la cosa.» Y a su hija, que le llevaba la comida a la cama, le preguntaba ansioso: «¿Cómo va eso? ¿Tardará?» «Ya no mucho, padre.» «Pues no me voy, no debo irme, hasta recibir al nuevo marqués; porque tiene que ser varón, ¡un varón!; hace aquí falta un hombre, y si no es un Suárez de Tejada, será un Rodrigo y un marqués de Lumbría.» «Eso no depende de mí, padre...» «Pues eso más faltaba, hija—y le temblaba la voz al decirlo—, que después de habérsenos metido en casa ese... botarate, no nos diera un marqués... Era capaz de... La pobre Luisa lloraba. Y Tristán parecía un reo y a la vez. un sirviente.

La excitación del pobre señor llegó al colmo cuando supo que su hija estaba para librar. Temblaba todo él con fiebre de expectativa. «Necesita más cuidado que la parturiente»—dijo el médico.

—Cuando dé a luz Luisa—le dijo el marqués a su yerno—, si es hijo, si es marqués, tráemelo en seguida, que lo vea, para que pueda morir tranquilo; tráemelo tú mismo.

Al oír el marqués aquel grito, incorporóse en la camay quedó mirando hacia la puerta del cuarto, acechando. Poco después entraba Tristán, compungido, trayendo bien arropado al niño. «¡Marqués!»—gritó el anciano—. «¡Sí!» Echo un poco el cuerpo hacia adelante a examinar al recién nacido, le dió un balbuciente y tembloroso, un beso de muerte, y sin mirar siquiera a su yerno se dejó caer pesadamente sobre la almohada y sin sentido. Y sin haberlo recobrado murióse dos días después.

Vistieron de luto, con un lienzo negro, el escudo de la fachada de la casona, y el negro del lienzo empezó desde luego a ajarse con el sol, que le daba de lleno durante casi todo el día. Y un aire de luto pareció caer sobre la casa toda, a la que no llevó alegría ninguna el niño.

La pobre Luisa, la madre, salió extenuada del parto.

Empeñóse en un principio en criar a la criatura, pero tuvo que desistir de ello. «Pecho mercenario..., pecho mercenario...» Suspiraba. «¡Ahora, Tristán, a criar al marqués!»—le repetía a su marido.

Tristán había caído en una tristeza indefinible y se sentía envejecer. «Soy como una dependencia de la casa, casi un mueble»—se decia—. Y desde la calleja solía contemplar el balcón del que fué dormitorio de Luisa, balcón ya sin tiestos de flores.

—Si volviésemos a poner flores en tu balcón, Luisa... —se atrevió a decirle una vez a su mujer.

—Aquí no hay más flor que el marqués—le contestó ella.

El pobre sufría con que a su hijo no se le llamase sino el marqués. Y huyendo de casa, dió en refugiarse en la catedral. Otras veces salía, yéndose no se sabía adónde. Y lo que más le irritaba era que su mujer ni intentaba averiguarlo.

Luisa sentíase morir, que se le derretia gota a gota la vida. «Se mne va la vida como un hilito de aguadecía—; siento que se me adelgaza la sangre; me zumba la cabeza, y si aun vivo, es porque me voy muriendo muy despacio... Y si lo siento, es por él, por mi marquesito, sólo por él... ¡Qué triste vida la de esta casa sin sol...! Yo creí que tú, Tristán, me hubieses traído sol y libertad y alegría; pero no, tú no me has traído más que al marquesito... ¡Tráemelo!» Y le cubria de besos lentos, temblorosos y febriles. Y a pesar de que se hablaran, entre marido y mujer se interponía una cortina de helado silencio. Nada decían de lo que más les atormentaba las mentes y los pechos.

Cuando Luisa sintió que el hilito de su vida iba a romperse, poniendo su mano fría sobre la frente del niño, de Rodriguin, le dijo al padre: «Cuida del marqués. ¡Sacrifícate al marqués! 1Ah, y a ella dile que la perdono!» «¿Y a mit»—gimió Tristán—. «A ti?¡Tú no necesitas ser perdonado!» Palabras que cayeron como una terrible sentencia sobre el pobre hombre. Y poco después de oírlas se quedó viudo.

***

Viudo, joven, dueño de una considerable fortuna, la de su hijo el marqués, y preso en aquel lúgubre caserón cerrado al sol, con recuerdos que siendo de muy pocos años le parecían ya viejísimos. Pasábase las horas muertas en un balcón de la trasera de la casona, entre la yedra, oyendo el zumbido del río. Poco desEL MARQUÉS DE LUMBRIA pués reanudaba las sesiones del tresillo. Y se pasaba largos ratos encerrado con el penitenciario, revisando, se decía, los papeles del difunto marqués y arreglando su testamentaria.

Pero lo que dió un dia que hablar en toda la ciudad de Lorenza fué que, después de una ausencia de unos días, volvió Tristán a la casona con Carolina, su cuñada, y ahora su nueva mujer. ¿Pues no se decía que había entrado monja? ¿Dónde y cómo vivió durante aquellos cuatro años?

Carolina volvió arrogante y con un aire de insólito desafio en la mirada. Lo primero que hizo al volver fué mandar quitar el lienzo de luto que cubria el escudo de la casa. «Que le da el sol—exclamó—, que le da el sol, y soy capaz de mandar embadurnarlo de miel para que se llene de moscas.» Luego mandó quitar la yedra. «Pero Carolina—suplicaba Tristán—, ¡déjate de antiguallas!» El niño, el marquesito, sintió desde luego en su nueva madre al enemigo. No se avino a llamarla mamá, a pesar de los ruegos de su padre; la llamó siempre tía..

«¿Pero quién le ha dicho que soy su tíar—preguntó ella—, ¿Acaso Mariana?» «No lo sé, mujer, no lo sé—contestaba Tristán—; pero aquí, sin saber cómo, todose sabe.» «¿Todo?» «Si, todo; esta casa parece que lo dice todo...» «Pues callemos nosotros.» La vida pareció adquirir dentro de la casona una re—.

Turala tr cogida intensidad acerba. El matrimonio salía muy poco de su cuarto, en el que retenía Carolina a Tristán.

Y en tanto, el marquesito quedaba a merced de los criados y de un preceptor que iba a diario a enseñarle las primeras letras, y del penitenciario, que se cuidaba de educarle en religión.

Reanudóse la partida de tresillo; pero durante ella, Carolina, sentada junto a su marido, seguía las jugadas de éste y le guiaba en ellas. Y todos notaban que no hacía sino buscar ocasión de ponerle la mano sobre la mano, y que de continuo estaba apoyándose en su brazo. Y al ir a dar las diez, le decía: «¡Tristán, ya es hora!» Y de casa no salía él sino con ella, que se le dejaba casi colgar del brazo y que iba barriendo la calle con una mirada de desafio.

El embarazo de Carolina fué penosísimo. Y parecía no desear al que iba a venir. Cuando hubo nacido, ni quiso verlo. Y al decirle que era una niña, que nació desmedrada y enteca, se limitó a contestar secamente:

«¡Si, nuestro castigol» Y cuando poco después la pobre criatura empezó a morir, dijo la madre: «Para la vida que hubiese llevado...» —Tú estás así muy solo—le dijo años después un día Carolina a su sobrino, el marquesito—; necesitas compañía y quien te estimule a estudiar, y así, tu padre y yo hemos decidido traer a casa a un sobrino, a uno que se ha quedado solo...

El niño, que ya a la sazón tenía diez años, y que era de una precocidad enfermiza y triste, quedóse pensativo.

Cuando vino el otro, el intruso, el huérfano, el marquesito se puso en guardia, y la ciudad toda de Lorenza no hizo sino comentar el extraordinario suceso. Todos creyeron que como Carolina no había logrado tener hijos suyos, propios, traía el adoptivo, el intruso, para molestar y oprimir al otro, al de su hermana...

Los dos niños se miraron desde luego como enemigos, porque si imperioso era el uno, no lo era menos el otro. «Pues tú qué te crees—le decía Pedrito a Rodriguín—, que porque eres marqués vas a mandarme...? Y si me fastidias mucho, me voy, y te dejo solo.» «Déjame solo, que es como quiero estar, y tú vuélvete adonde los tuyos. Pero llegaba Carolina, y con un «niños!»» los hacia mirarse en silencio.

—Tio—(que así le llamaba), fué diciéndole una vez Pedrito a Tristán—, yo me voy, yo me quiero ir, yo quiero volverme con mis tías; no le puedo resistir a Rodriguín; siempre me está echando en cara que yo estoy aquí para servirle y como de limosna.

—Ten paciencia, Pedrín, ten paciencia, ¿no la tengo yo? Y cogiéndole al niño la cabecita se la apretó a la boca y lloró sobre ella, lloró copiosa, lenta y silenciosamente.

Aquellas lágrimas las sentía el niño como un riego de piedad. Y sintió una profunda pena por el pobre hombre, por el pobre padre del marquesito.

La que no lloraba era Carolina.

***

Y sucedió que un día, estando marido y mujer muy arrimados en un sofá, cogidos de las manos y mirando al vacío penumbroso de la estancia, sintieron ruido de pendencia, y al punto entraron los niños, sudorosos y agitados. «Yo me voy! ¡Yo me voy!»—gritaba Pedrito—. «¡Vete, vete y no vuelvas a mi casa!»—le contestaba Rodriguín. Pero cuando Carolina vió sangre en las narices de Pedrito, saltó como una leona hacia él, gritando: «¡Hijo mío! ¡Hijo mío!» Y luego, volviéndose al marquesito, le escupió esta palabra: «¡Caín!»

—¿Cain? ¿Es acaso mi hermano?—preguntó abriendo cuanto pudo los ojos el marquesito.

Carolina vaciló un momento. Y luego, como apuñándose el corazón, dijo con voz ronca: «¡Pero es mi hijo!»

—¡Carolina!—gimió su marido.

—Sí—prosiguió el marquesito—, ya presumía yo que era su hijo, y por ahí lo dicen... Pero lo que no sabemos es quién sea su padre, ni si lo tiene.

Carolina se irguió de pronto. Sus ojos centelleaban y le temblaban los labios. Cogió a Pedrillo, a su hijo, lo apretó entre sus rodillas y, mirando duramente a su marido, exclamó:

—Su padre? Dile tú, el padre del marquesito, dile tú al hijo de Luisa, de mi hermana, dile tú al nieto de don Rodrigo Suárez de Tejada, marqués de Lumbría dile quién es su padre. ¡Diselo! ¡Díselo, que si no, se lo diré yo! ¡Díselo!

—¡Carolina—suplicó llorando Tristán.

—¡Díselo! ¡Dile quién es el verdadero marqués de Lumbría!

—No hace falta que me lo diga—dijo el niño.

—Pues bien, si: el marqués es éste, éste y no tú; éste, que nació antes que tú, y de mí, que era la mayorazga, y de tu padre, sí, de tu padre. Y el mío, por eso del escudo... Pero yo haré quitar el escudo, y abriré tolos balcones al soi, y haré que se le reconozca a mi hijo como quien es: como el marqués.

Luego, empezó a dar voces llamando a la servidumbre, y a la señora, que dormitaba, ya casi en la imbecilidad de la segunda infancia. Y cuando tuvo a todos delante, mandó abrir los balcones de par en par, y a grandes voces se puso a decir con calma:

Este, éste es el marqués, éste es el verdadero marqués de Lumbria; éste es el mayorazgo. Este es el que yo tuve de Tristán, de este mismo Tristán que ahora se esconde y llora, cuando él acababa de casarse con mi hermana, al mes de haberse ellos casado. Mi padre, el excelentísimo señor marqués de Lumbría, me sacrificó a sus principios, y acaso también mi hermana estaba comprometida como yo...

—¡Carolina!—gimió el marido.

—Cállate, hombre, que hoy hay que revelarlo todo.

Tu hijo,vuestro hijo, ha arrancado sangre, jsangre azu!!

no, sino roja, y muy roja, de nuestro hijo, de mi hijo, del marqués...

—¡Qué ruido, por Diosl—se quejó la señora, acurrucándose en una butaca de un rincón.

—Y ahora—prosiguió Carolina dirigiéndose a los criados, id y propalad el caso por toda la ciudad; decid en las plazuelas y en los patios y en las fuentes lo que me habéis oído; que lo sepan todos, que conozcan todos la mancha del escudo.

—Pero si toda la ciudad lo sabía ya...susurró Mariana.

¿Cómo?—gritó Carolina.

—Sí, señorita, sí; lo decían todos...

—Y para guardar un secreto que lo era a voces, para ocultar un enigma que no lo era para nadie, para cubrir unas apariencias falsas, ¿hemos vivido así, Tristán? Miseria y nada más! Abrid esos balcones, que entre la luz, toda la luz y el polvo de la calle y las moscas, y mañana mismo se quitará el escudo. Y se pondrán tiestos de flores en todos los balcones, y se dará una fiesta invitando al pueblo de la ciudad, al verdadero pueblo. Pero no, la fiesta se dará el día en que éste, mi hijo, vuestro hijo, el que el penitenciario llama hijo del pecado, cuando el verdadero pecado es el que hizo hijo al otro, ei día en que éste sea reconocido como quien es y marqués de Lumbría.

Al pobre Rodriguín tuvieron que recogerle de un rincón de la sala. Estaba pálido y febril. Y negóse luego a ver ni a su padre ni a su hermano.

—Le meteremos en un colegio—sentenció Carolina.

***

En toda la ciudad de Lorenza no se hablaba luego sino de la entereza varonil con que Carolina llevaba adelante sus planes. Salía a diario, llevando del brazo y como a un prisionero a su marido, y de la mano al hijo de su mocedad. Mantenía abiertos de par en par los balcones todos de la casona, y el sol ajaba el raso de los sillones y hasta daba en los retratos de los antepasados. Recibía todas las noches a los tertulianos del tresillo, que no se atrevieron a negarse a sus invitaciones, y era ella misma la que, teniendo al lado a su Tristán, jugaba con las cartas de éste. Y le acariciaba delante de los tertulianos, y dándole golpecitos en la mejilla, le decía: «Pero qué pobre hombre eres, Tristán! » Y luego a los otros: «Mi pobre maridito no sabe jugar solol» Y cuando se habían ellos ido, le decía a él:

«¡La lástima es, Tristán, que no tengamos más hijos..después de aquella pobre niña..., aquélla sí que era hija del pecado, aquélla y no nuestro Pedrín...; pero ahora, a criar a éste, al marqués!

Hizo que su marido lo reconociera como suyo, engendrado antes de él, su padre, haberse casado, y empezó a gestionar para su hijo, para su Pedrín, la sucesión del título. El otro, en tanto, Rodriguin, se consumía de rabia y de tristeza en un colegio.

—Lo mejor sería—decía Carolina—que le entre la vocación religiosa; ¿no la has sentido tú nunca, Tristán? Porque me parece que más naciste tú para fraile que para otra cosa...

—Y que lo digas tú, Carolina... —se atrevió a insinuar suplicante su marido.

—¡Sí, yo; lo digo yo, Tristán! Y no quieras envanecerte por lo que pasó, y que el penitenciario llama nuestro pecado, y mi padre, el marqués, la mancha de nuestro escudo. Nuestro pecador ¡Ei tuyo, no, Tristán; el tuyo, no! ¡Fuí yo quien te seduje, yo! Ella, la de los geranios, la que te regó el sombrero, el sombrero, y no la cabeza, con el agua de sus tiestos, ella te trajo acá, a la casona; pero quien te ganó fuí yo. ¡Recuérdalo! Yo quise ser la madre del marqués. Sólo que no contaba con el otro. Y el otro era fuerte, más fuerte que yo. Quise que te rebelaras, y tú no supiste, no pudiste rebelarte...

—Pero Carolina...

—Sí, sí, sé bien todo lo que hubo; lo sé. Tu carne ha sido siempre muy flaca. Y tu pecado fué el dejarte casar con ella; ése fué tu pecado. ¡Y lo que me hicisteis sufrir! Pero yo sabía que mi hermana, que Luisa, no podría resistir a su traición y a tu ignominia. Y espere. Esperé pacientemente y criando a mi hijo. Y ¡lo que es criarlo cuando media entre los dos un terriblesecreto! ¡Le he criado para la venganza! Y a ti, a su padre...

—Sí, que me despreciará...

—¡No, despreciarte, no! ¿Te desprecio yo acaso?

—Pues qué otra cosa?

—¡Te compadezco! Tú despertaste mi carne y con ella mi orgullo de mayorazga. Como nadie se podía dirigir a mi sino en forma y por medio de mi padre...como yo no iba a asomarme como mi hermana al balcón, a sonreír a la calle..., como aquí no entraban más hombres que patanes de campo o esos del tresillo, patanes también de coro... Y cuando entrašte aquí te hice sentir que la mujer era yo, yo, y no ni hermana... ¿Quieres que te recuerde la caída?

—¡No, por Dios, Carolina, no!

—Sí, mejor es que no te la recuerde. Y eres el hombre caído. ¿Ves cómo te decía que naciste para fraile? Pero no, no, tú naciste para que yo fuese la madre del marqués de Lumbría, de don Pedro Ibáñez del Gamonal y Suárez de Tejada. De quien haré un hombre. Y le mandaré labrar un escudo nuevo, de bronce, y no de piedra. Porque he hecho quitar el de piedra para poner en su lugar otro de bronce. Y en él una mancha roja, de rojo de sangre, de sangre roja, de sangre roja como la que su hermano, su medio hermano, tu otro hijo, el hijo de la traición y del pecado, le arrancó de la cara, roja como mi sangre, como la sangre que también me hiciste sangrar tú... No te aflijas—y al decirle esto le puso la mano sobre la cabeza—, no te acongojes, Tristán, mi hombre... Y mira ahí, mira al retrato de mi padre, y dime tú, que le viste morir, qué diría si viese a su otro nieto, al marqués... ¡Con que te hizo que le llevaras a tu hijo, al hijo de Luisa! Pondré en el escudo de bronce un rubí, y el rubi chispeará al sol. ¿Pues qué creíais, que no había sangre, sangre roja, roja y no azul, en esta casa? Y ahora, Tristán, en cuanto dejemos dormido a nuestro hijo, el marqués de sangre roja, vamos a acostarnos.

Tristán inclinó la cabeza bajo un peso de siglos.