Tropiquillos/II
Dominaba estas tristes cosas el esqueleto de la casa derrumbada, hendida por el rayo como por un lanzazo, renegrida por el incendio, con el techo en los cimientos, los cimientos hechos lodo por la humedad, las paredes trocándose lentamente en polvo.
Al ver tanta cosa muerta, me pregunté si no estaría yo también desbaratado y descompuesto como las ruinas de aquellos objetos queridos, hallándome en tal sitio al modo de espectro, que a visitar venía la escena de los días reales y de la existencia extinguida. Esta consideración evocó mil recuerdos; representome el semblante de todos los de casa, mis juegos infantiles en aquel mismo sitio, luego mi temprana ausencia de la casa paterna para correr en busca de locas aventuras, enardecido por la fiebre del lucro. Vi mis primeros pasos en el lejano continente donde el sol irrita el cerebro y envenena la sangre, mis luchas gigantescas, mis caídas y mis victorias, mi sed insaciable de dinero; sentí renovada la quemadura interna de las pasiones que habían consumido mi salud; me vi persiguiendo la fortuna y atrapándola casi siempre; recordé la ceguera a que me llevó mi vanidad y el valor que di a mis fabulosas riquezas, allegadas en los bosques de pimienta y canela, o bien sacadas del mar y de los ríos, así como de las quijadas de los paquidermos muertos; extraídas también del zumo que adormece a los orientales y de la hierba verdinegra que aguza el ingenio de los ingleses.
Después de verme enaltecido por el respeto y la envidia, amado por quien yo amaba, rico, poderoso, vime herido súbitamente por la desgracia. Mi decadencia brusca pasó ante mis ojos envuelta en humo de incendios, en olas de naufragios, en aliento de traidores, en miradas esquivas de mujer culpable, en alaridos de salvajes sediciosos, en estruendo de calderas de vapor que estallaban, en fragancia mortífera de flores tropicales, en atmósfera espesa de epidemias asiáticas, en horribles garabatos de escritura chinesca, en una confusión espantosa de injurias dichas en inglés, en portugués, en español, en tagalo, en cipayo, en japonés, por bocas blancas, negras, rojas, amarillas, cobrizas y bozales.
Ya no quedaba en mí sino el dejo nauseabundo de una navegación lenta y triste en buque de vapor cuya hélice había golpeado mi cerebro sin cesar día tras día; solo quedaban en mí la conciencia de mi ignominia y los dolores físicos precursores de un fin desgraciado. Enfermo, consumido, ya no era más que un pábilo sediento, a cuyo tizón negro se agarraba una llama vacilante, que se extinguiría al primer soplo de las auras de Otoño. Y me encontraba en lo que fue principio del camino de mi vida, en mi casa natal, montón de ruinas, habitadas sólo por el alma ideal de los recuerdos. Mis padres habían muerto; mis hermanos también; apenas quedaba memoria de aquella honrada familia. Todo era polvo esparcido, lo mismo que el de la casa. Y yo, que existía aún como una estela ya distante que a cada minuto se borra más, perecía también de tristeza y de tisis, las dos formas características del acabamiento humano. El polvo, los lagartos, las arañas, la humedad, las alimañas diminutas que alimentaban su vida de un día con los despojos de la vida grande, me cercaban aguardándome con expectación famélica.
«Ya voy, ya voy... -exclamé apoyando mi cabeza en una piedra a punto que la interposición de un cuerpo opaco entre la luz y mis ojos, hízome conocer la presencia de un... ¿Era un hombre?