Tropiquillos/III
Sí; no podía dudar que era un hombre lo que vi delante de mí, aunque su redondez ventruda tenía algo de la vanidad del tonel, lleno de licor generoso. Vi una pipa de fumar que aparecía entre enmarañada selva de bigotes amarillentos. Cuando se disipaban las espesas nubes de humo que de la tal pipa salían, presentábanseme dos carrillos redondos, teñidos de un rosicler que envidiaría cualquier doncella, los cuales colindaban con unos ojuelos movedizos y extraordinariamente vivaces, fijos en mí, y que me examinaban con presteza desde la cara a los pies, y desde el capisayo raído a las manos trémulas. La descubierta cabeza de mi observador era redonda, con pelo tieso y duro, ligeramente salpicado de canas.
Llevaba esa magnífica toga pretexta del trabajo, a quien llamamos delantal, y por debajo de la curva que formaba éste sobre el vientre, salían dos patas poderosas, digno cimiento de tan admirable arquitectura, y más arriba, junto a los tirantes, dos brazos enfundados en mangas de camisa, los cuales se abrieron en cruz, acompañando con un gesto de asombro y cordialidad estas palabras:
«No, no me engaño; es Tropiquillos... Tropiquillos, ¿no es verdad que eres tú?... sí, el hijo mayor del señor Lázaro Tropiquillos que pasó a mejor vida en esta misma casa la víspera del incendio y antevíspera de la inundación, o lo que es lo mismo, el día después de la batalla de Zarapicos, en que perecieron sus hijos y sus hermanos, Baltasar y Cosme Tropiquillos.
Es pasmoso cómo la desgracia refresca memorias de la niñez, y cómo reconocemos, en horas de angustias, cosas y fisonomías que parecían borradas para siempre de nuestra mente. Aquel era el maestro Cubas, tonelero, amigo y protegido de mi padre en días mejores, hombre excelente, trabajador, cariñosísimo, a quien en el pueblo llamábamos mestre Cubas.
«Yo soy el que usted supone -dije-, y usted es mestre Cubas a cuyo taller iba yo a jugar. ¿Viven Ramoncilla y Belisarión? ¡Oh, mestre Cubas, cuántos recuerdos vienen a mi memoria! Todo perdido, todo en ruinas, todo acabado! Yo que parezco vivo no soy más que un cadáver que se mueve y habla todavía.
-Todo sea por Dios -exclamó el bonachón mestre Cubas, que usaba esta frase como estribillo-. Yo creí que no quedaba ya ningún Tropiquillos. Cuando estaba ya para cerrar el ojo el señor Lázaro, me dijo: «Yo soy el último, querido Cubillas, porque mi hijo Zacarías debe de estar allá en lo hondo, con todo el mar por losa.
-No -repliqué sintiendo que mis ojos se llenaban de lágrimas-, aquí está enfermo el que ha sido sano y robusto, miserable el que ha sido rico. Yo, que he mirado los colmillos del elefante como podrías tú mirar las piedras de la cerca, he venido a Europa de limosna.
-Todo sea por Dios... ¡Cómo cambian las cosas! Pues yo que era pobre, soy rico. Lo debo a mi trabajo, a la ayuda de Dios y a tu padre que me protegió grandemente. ¿Ves eso?
Señaló con su mano atlética las lomas cercanas, llenas de viñas, cuyos pámpanos, dorados ya, dejaban ver el fruto negro.
«Pues todo eso es mío».
-¿Ve usted eso? -le respondí con amargura señalando mi capisayo-, pues ni siquiera esto es mío. Me lo prestaron al desembarcar para que no me muriera de frío. Tengo el fuego del trópico en mis entrañas, el tifón en mi cerebro, y mi piel se hiela y se abrasa alternativamente en el temple benigno de la madre Europa...