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Tropiquillos/IV

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«Gracias, mil gracias, un millón de gracias, mestre Cubas -dije aceptando los obsequios que en la mesa me hacía aquella honrada familia, pues el buen tonelero me obligó a aceptar en hospitalidad rumbosa.

Me había dicho: «el hijo del señor Lázaro es mi hijo. Si el pródigo no pudo llegar a la casa del padre, llega a la del amigo, y es lo mismo. Yo te acojo, Tropiquillos, y haz cuenta que estás en tu casa.

Mi alma se inundaba de una paz celestial, fruto de la gratitud, y no sabía cómo corresponder a tanta generosidad. No hallando mi emoción palabras a su gusto, no decía nada.

Mestra Cubas era una hermosa campesina, alta de pechos y ademán brioso, como Dulcinea.

Su esposo tenía cincuenta años, ella cuarenta, y conservaba su belleza y frescura. Eran de admirar sus blanquísimos dientes y su porte sereno que parecía el lecho nupcial de los buenos pensamientos casados con las buenas acciones.

Su hijo Belisarión estudiaba para Cura. Sus dos hijas Ramona y Paulina eran dos señoritas de pueblo muy bien educadas, muy discretas, muy guapas. Estaban suscritas a un periódico de modas, leían también obras serias y se vestían al uso de capital de provincia, mas con sencillez tan encantadora y tan libres de afectación, que, en ellas, por primera vez quizás, perdonó la tiesura urbana al donaire campesino. Hablaban recatadamente y no sin agudeza: tenían su habitación sobre la huerta, llena de fragancias de frutas diversas, de flores y de placentero murmullo de pájaros, y se sentaban a coser en el balcón protegido del sol por ancha cortina. Desde abajo, mientras Cubas me enseñaba sus frutales, las sentía riendo benévolamente de mi extraña facha, y cuando miraba hacia ellas para pedirles cuentas de sus burlas, decíanme:

«No, Tropiquillos; no es por usted... no es por usted.

Mi corazón palpitaba de gozo ante las atenciones de aquella honrada familia. Yo sentía mi pobre ser caduco y enfermo resurgir y como desentumecerse por la acción de manos blandas y finas empapadas en bálsamo consolador.

Mestre Cubas comía como un lobo y quería que yo lo imitase, cosa difícil, a pesar del renacimiento gradual de mi apetito.

«Mira, Tropiquillos -me decía-, es preciso que te convenzas de que no debe uno morirse. En este mundo, hijo, hay que hacer lo siguiente: El pensamiento en Dios, la tajada en la boca, y tirar todo lo que se pueda. Dejémonos de tristezas y de aprensiones. Tan tísico están tú como ese moral que nos sombrea y nos abanica con sus ramas. En ocho días has cambiado de color, has echado carnes, se te ha quitado aquel mirar siniestro ¿no es verdad, muchachas? Todavía hemos de hacer de ti un guapo mozo, y hemos de verte arrastrando una barriga como esta mía... Come más de este sabroso carnero. ¿Quieres que te eche un latín? Yo también sé mis latines. Oye este: Omnis saturatio bona; pecoris autem optima. ¿Qué te parece, amigo Tropiquillos? Echa un buen trago de este divino clarete, plantado, cogido, prensado, fermentado, envasado, clarificado y embotellado por mí, en este propio sitio, sí señor, en estas tierras de Miraculosis, que son lo mejorcito del mundo.

Yo dije que en efecto me sentía con más bríos, como si entrara progresivamente sangre nueva en mis venas; pero que no por eso dudaba de la gravedad de mi mal, y que tenía por segura mi muerte al caer de las hojas. Lo que, oído por mestre Cubas, fue como si quitaran la espita a un tonel dejando escapar a borbotones el vino: del mismo modo salía del cuerpo su reír franco, primero en carcajada ruidosa, después mezclado con alegres palabras en apacible chorro que salpicaba un poco a los circunstantes.

«¡El caer de las hojas!... ¡vaya una simpleza! Todo sea por Dios... Entramos ahora en la época mejor del año, en la más sana, en la más alegre, en la más útil, en la más santa. De mí sé decir que vivo aburridísimo en las otras tres estaciones. Poco que hacer, el taller casi parado... compostura, echar alguna duela, aflojar y apretar los aros... Pero se acerca el otoño, se ve que la cosecha es buena y... «Mestre Cubas, que me haga usted veinte pipas...» «y a mí doce». «Mestre Cubas, que no me olvide. Pienso envasar ochocientas arrobas...». Luego, no necesito desatender lo mío. Cien Cubas, doscientas, nada me basta, porque Octubre llueve vino... cada año más. Desde que empieza Setiembre, mi taller es la gloria, y el martillo, golpeando sobre las barrigas de roble, hace la música más alegre que se puede imaginar. Pam, pum, pim... dime tú si has oído jerigonza de violines y flautas que a esto se iguale... Pues yo te pregunto si conoces nada tan grato como estar en el taller dando zambombazos, deseando acabar para ir a ver las uvas, si cuajan bien, si pintan o no, si las ha engordado la lluvia, si las ha rechupado el sol, y atender al sarmiento que se cae por el suelo y al que está muy cargado de hoja... Y luego viene el gran día, el... el Corpus Christi del campo, la vendimia, Tropiquillos, que es la faena para la cual hizo Dios el mundo. Como la has de ver, nada más te digo. Para mí la vida toda está en esta deliciosa madurez del año, en esta tarde placentera que al darnos el fruto de los trabajos de la mañana nos anuncia una noche tranquila, límite de la vida mortal y principio de la eterna y gloriosa.