Un cuento de amores/Capítulo I
Próximo el sol a su ocaso,
y entre cárdenos celajes
y nubes de oro y de púrpura
amagando ya ocultarse,
vestía en rayos oblicuos
la tibia luz de la tarde
por los cerros que aprisionan
de Villaldemiro el valle.
La sombra del montecillo
a cuyo pie el pueblo yace,
se iba haciendo, aunque no apriesa,
cada momento más grande.
Y ya del astro del día
los postrimeros raudales
de luz, doraban apenas
las puntas de algunos árboles,
desde cuyo alto y espeso
y ameno y fresco follaje,
le despedían con trinos
y con gorjeos las aves.
El aura que mansamente
oreaba sus ramajes,
mecía las verdes hojas
con armonía agradable.
Del pastor que recogía
su ganado, encaminándose
a su aprisco, se escuchaban
a los lejos los cantares.
Y el cencerro de los mansos
con su son ronco y salvaje;
el ladrido de los perros
de los rebaños guardianes;
la voz de los labradores
que tornan de sus afanes
platicando, o con sus voces
alarmando sus hogares,
y avisando a sus hijuelos,
que al confín del pueblo salen;
el son de los esquilones
que a las oraciones tañen,
con el agudo repique
que lento propaga el aire;
el humo que en él se pierde
escapando en espirales
por los huecos que en las chozas
vez de chimeneas hacen,
cuyos vapores azules,
con el sol trasparentándose,
formas fantásticas toman
cuando en su luz se deshacen;
y el color cárdeno y rosa
que de ocaso derramándose
al empezar el crepúsculo,
refleja por todas partes
de la tierra que abandona,
a este campestre paisaje
dan armonía tranquila
y tono halagüeño y suave.
Sumióse completamente
el sol, y el fanal errante
de la luna en su creciente
fué poco a poco animándose,
y el aun incompleto círculo
de su misteriosa imagen
se reflejó poco a poco
en las aguas del estanque.
Se alzó la nocturna brisa,
y el aura purificándose,
con su soplo hizo a las flores
abrir un punto los cálices.
Brotó su escondido aroma,
y en el aura derramándose,
con campesino perfume
llenó el pintoresco valle.
De esta manera, una noche
del mes de mayo empezándose,
y la cual es el principio
de la acción de mi romance,
por el estrecho sendero
que del palacio adelante
pasa, y cruzando el sotillo
de melancólicos sauces
que le cerca, baja a espacio
forastero caminante,
jinete en un potro negro
y hacia el lugar acercándose.
A la puerta del palacio
que sobre la senda cae,
una mujer en silencio
le contempla aproximarse.
Bajó el viajero la cuesta,
y el bruto, en lo llano hallándose,
alzó relinchando el trote
mostrando su noble sangre,
y entró por bajo los olmos
con tan poderoso arranque,
que el prudente caballero
tuvo al fin que refrenarle.
Llegó en esto del palacio
ante la puerta, y mirándose
frente a la mujer, que en ella
seguía inmoble mirándole,
le dijo en tono cortés
ligeramente inclinándose:
«¿Podéis hacerme merced,
buena mujer, de indicarme
alguna casa en que quieran
por esta noche hospedarme?»
La mujer, que continuaba
a sombra de los umbrales
casi oculta, y sus facciones
sin que percibir dejase,
le respondió, con atenta
voz: «No será eso muy fácil,
señor caballero: el pueblo
no tiene para hospedaje
posada alguna, no siendo
jornada a ninguna parte.
«Flor», dijo adentro una voz;
y ella dijo: «Aquí estoy, padre.
–¿Quién es?, preguntó el de adentro.
–Un forastero.
–¿Qué trae?
–Mucha fatiga, y un poco
de plata que acaso alcance
para pagar de esta noche,
si le encuentra, el hospedaje.»
Esto dijo el caballero
sobre las crines echándose
de su caballo, al de adentro
dirigiéndose, y no en balde:
pues a los pocos momentos,
con un candil alumbrándose,
salió al umbral de la puerta
un anciano venerable
que le dijo, de hito en hito
sin dejar de examinarle:
«Caballero, pues por tal
os da vuestro porte y traje;
aquí no hay posada alguna
do os admitan; mas si os place
recuperar vuestras fuerzas
para seguir vuestro viaje,
en esta mansión humilde,
de cuanto en ella se hallare
sirviéndoos, echad pie a tierra
y entrad: mas dejando aparte
el dinero, que con oro
no se pagan voluntades.
–Quien quier que seáis, anciano,
el cielo la vuestra os pague;
que es generosa y la aprecio
en todo cuanto ella vale.»
Y así diciendo el viajero,
de su caballo apeándose,
entró en la casa, el anciano
hacia las cuadras guiándole.
Mostróle un pesebre y heno
con que poder establarle,
colgó el candil en un clavo,
y al forastero acercándose,
a desensillar el potro
comenzó atento a ayudarle;
mas no era el recién llegado
extraño a quehaceres tales,
pues lo hizo tan fácilmente
y en tan rápidos instantes,
que hizo que cortés el viejo
su destreza celebrase.
Agradecióselo el mozo,
mas sin dejar de ocuparse
del potro, que le era objeto
de minuciosos afanes.
Le echó una traba a las manos
porque no se maltratase;
su noble capa en los lomos
el sudor para guardarle,
y una palmada en el cuello
cariñosamente dándole,
volvióse al anciano huésped
diciendo: «Cuando gustáreis.»
Echó adelante el anciano
con el candil alumbrándole,
y el viajero, de la cuadra
dió media vuelta a la llave.
Relinchó el caballo: el dueño
dijo alto: «¡Quieto, Brillante!»
Y tomó la ancha escalera,
en el palacio internándose.