Un cuento de amores/Capítulo III

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Capítulo III de Un cuento de amores
escrito en colaboración de D. José Heriberto García de Quevedo

de José Zorrilla
Capítulo III

Insomnio[editar]

I[editar]


«Nací de hidalga familia,
mas no de tan noble origen
que deba hoy llorar el verme
en condición tan humilde.
Marino en mi juventud,
perdí sus buenos abriles
errando sobre los mares
que a la culta Europa ciñen.
Serví con honra a mis reyes
en los lejanos países
donde me arrojó mi estrella
o la fuerza irresistible
de los vientos, que me echaron
a muy remotos confines.
Una horrorosa borrasca
estrelló contra las Sirtes
una noche nuestra nave.
¡Qué noche! A un mástil asíme,
y con las ondas luchando,
defendí la vida triste
que creí que me restaba
con esfuerzos increíbles.
Recogióme una fragata
de ingleses, y que avenirme
tuve a navegar con ellos
hasta las playas de Chile.
Un rico español prendóse
de mí, y me empleó en servirle
en negocios de comercio;
y tan bien sin duda lo hice,
que quiso en haciendas suyas
colono constituirme.
Conocí allí una mujer
de las que en aquellos límites
del mundo crían los cielos
para que el sol las admire.
Me enamoró su hermosura,
me correspondió, y uníme
con ella en sagrado nudo:
y henos aquí ya felices.
Vivimos así dos años,
y, al fin de ellos, fué indecible
mi placer al verme padre
de esa muchacha que visteis
a vuestro lado esta noche.
Nació cuando imperceptibles
los rayos del sol naciente,
con purpurinos matices
teñían las verdes puntas
de las palmeras flexibles.
Nació en un día de abril,
cuando empezaba a cubrirse
el prado fértil de flores
y las lagunas de cisnes:
y en memoria de aquella alba,
que haga Dios que nunca olvide,
Flor-del-Alba la llamaron;
y el Dios que el fruto bendice
de un amor casto, ha querido
que su nombre justifique
su hermosura y su virtud,
que con su beldad compite;
mas como al fin en la tierra
dicha completa no existe,
su madre murió cuando ella
cumplía los cinco abriles.
Sin ella aquel paraíso
me fué destierro insufrible,
mi hacienda carga enojosa,
árido desierto Chile.
Devolví, pues, sus terrenos
a aquel español insigne
a quien los debí; con oro
quiso en vano seducirme:
en abandonar a América
vió mi voluntad tan firme,
que al fin me abrazó diciéndome:
«Ve en paz, y que Dios te guíe.»
En oro me dió el valor
de mis bienes: conducirme
quiso hasta uno de sus buques
que me esperaba, y me hice
a la vela en él, trayendo
mi hija y mis memorias tristes
a España, donde con mi oro
en la corte establecíme.
Mas viendo que las delicias
de sus ruidosos festines
y tumulto me aburrían
en lugar de divertirme,
y que mi hija Flor crecía
en belleza, y que sutiles
los ejemplos de la corte
es fuerza al cabo que minen
la virtud de las mujeres,
que no pueden eximirse
de las torpes seducciones
de juventud algo libre:
compré a un marqués arruinado
estos terrones, y vine
a gozar entre sus muros
la renta escasa que rinden
cuatro tierras que he comprado
de estos valles en los lindes.
Aquí, olvidado del mundo
y en soledad apacible,
habito con Flor-de-Alba
las estancias que permite
habitar este palacio,
que amaga bien pronto hundirse;
aunque no será tan presto
que nuestros ojos lo miren.
Esta es mi historia completa,
que a mi vez contaros quise
la vuestra para pagaros:
y ahora, buen joven, que oísteis
lo que soy y lo que tengo,
que os ofrezca permitidme
lo que puedo y lo que valgo,
si de algo todo ello os sirve.
Cama os mandé prevenir
y aposento: si a él seguirme
gustáis, venid, que ya es tarde
y acaso el cansancio os rinde.»

Y así diciendo el anciano
con halagüeño semblante,
echó del joven delante
con una luz en la mano.
Y como el mozo veía
que la franca explicación
de tan clara insinuación
oposición no admitía,
dejó su cómodo asiento
y se dispuso a seguir
al viejo, hasta el aposento
que le mandó prevenir.
Salieron, pues, de la estancia
el uno del otro en pos,
perdiéndose así lo dos
en la sombra y la distancia

II[editar]

Estaba el aposento destinado
para el joven viajero,
en un ángulo aislado
de aquel viejo edificio colocado.
Para llevar a él al caballero
cruzar el viejo le hizo
uno tras otro cuarto abandonado,
y uno tras otro oscuro pasadizo;
por los cuales al ir notó el mancebo
el estado ruinoso en que se hallaba
la mansión que su huésped habitaba.
Las rotas o gastadas escaleras,
las empolvadas bóvedas sombrías,
entre cuyas maderas
se filtraban aún en gotas frías
de las pasadas lluvias las goteras;
las doradas molduras,
por la humedad y el polvo carcomidas;
las puertas de mohosas cerraduras
no usadas largo tiempo, y derruídas
de su marco y dintel las esculturas:
todo lo reparó; mientras callado
su hospedador por ella le condujo,
y aquella soledad y aislamiento
mala impresión en su ánimo produjo,
y aun en su corazón por un momento
misteriosos recelos introdujo.
Dejóle en fin en su aposento solo
el venerable anciano,
y toda idea de traición o dolo
desechó al contemplar de su semblante
la candidez, y al estrechar la mano
que le alargó al salir, dulce reposo
deseándole atento y cariñoso.
El joven, sin embargo,
con precavido examen, cauteloso,
su cuarto registró por donde quiera
que el pie pudo fijar, tender la mano
y dar campo a los ojos: todo era
limpio allí, si no rico: blando lecho
con mullido vellón y lienzos hecho,
que grato olor a limpios exhalaban,
a dormir convidaban;
y descendiendo en pliegues desde el techo,
las ventanas y puertas adornaban
blanquísimas cortinas,
con gusto puestas, aunque no muy finas;
toscos sitiales, perchas necesarias
a uso de quien se viste y se desnuda;
encendida y templada lamparilla,
todas, en fin, las fruslerías varias
con que a un huésped ayuda
una fina atención, del buen anciano
allí previno la oficiosa mano.
Abrió, pues, si maleta el caballero,
y echando a un lado su empolvado traje
y las botas de viaje,
cómoda bata se ciñó; su espada
dejó a su lado diestro colocada,
y en la cama metiéndose,
largo sueño a gozar tranquilo y blando
se dispuso en las ropas envolviéndose,
Pronto vagos delirios e ilusiones
fantásticas se alzaron en su mente:
vaporosas visiones
que cerniéndose en alas invisibles,
bajan continuamente,
del pacífico sueño precursoras,
a derramar benéfico beleño
sobre el mortal que siente en altas horas
con silencioso pie venir al sueño.
Todos entonces en tropel callado
los objetos que vimos en el día
toman cuerpo en la loca fantasía,
y en confuso montón desordenado,
llenas de ligereza y poesía,
revestidas de formas celestiales,
nos excitan ideas que adoramos
el sueño a conciliar, mas de las cuales
jamás al despertar nos acordamos.
Mas entre estos delirios del insomnio
que aduermen al cansado caballero,
entre esta multitud de sombras leves
precursoras del sueño verdadero,
hay un bello fantasma más visible,
mucho más vaporoso, más ligero,
que le acuerda amorosa y vagamente
la encantadora imagen apacible
de otro viviente ser visto primero.
Y esta imagen purísima, alba y bella,
que entre las pardas sombras del insomnio
como lirio entre céspedes descuella,
como entre zarzas purpurina rosa,
como entre nubes rutilante estrella,
como entre toscas y comunes aves
de real pavón la pintoresca pluma,
cual regio buque entre pequeñas naves,
como rayo de sol entre la bruma
de nebuloso lago, es la amorosa
sombra de una mujer cándida, hermosa,
a quien logró mirar tan sólo un punto,
cuya presencia saboreó un momento;
mas cuyo bello y celestial trasunto
indeleble conserva el pensamiento.
Y esa mujer con quien despierto sueña,
ese delirio que al dormirse adora
y cuya aparición encantadora
el sueño dél en alejar empeña;
esa mujer cuya ilusión divina
por rechazar de su memoria lucha,
pero cuyo recuerdo le fascina,
y a quien a su pesar mira y escucha,
es Flor-del-Alba, a quien a amar empieza,
ángel en su beldad, flor en pureza.

Así el amor callando se desliza
en nuestro corazón libre y tranquilo,
y con el filtro del amor se hechiza
a una ilusión así prestando asilo.
Como ilusión la admite: ella, traidora,
la hoguera oculta del amor atiza,
su belleza ideal la patentiza,
y al verla el corazón tan seductora
con la ilusión falaz le fanatiza,
y al fin ciego de amor la diviniza,
y en el altar de la pasión la adora.

Y así como un recuerdo vagaroso,
por la puerta no más de un pensamiento
disfrazado, traidor, mudo, alevoso,
del viajero en el alma en tal momento
entra amor a robarle su reposo.