Un cuento de amores/Capítulo VI

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Capítulo VI de Un cuento de amores
escrito en colaboración de D. José Heriberto García de Quevedo

de José Zorrilla
Capítulo VI

I[editar]

Partió el forastero
por siempre quizás,
y un día tras otro
pasándose va.
Tornó en el palacio
cual siempre a reinar
sombrío silencio,
monótona paz.
Tornó Flor-del-Alba
el curso a empezar
que los mil quehaceres
domésticos dan,
los días enteros
volviendo a pasar
cual flor conservada
en fuerza de afán,
cerrada en el viejo
doméstico hogar.
Tornóse al misterio
que dos años ha
rodea el palacio
do ocultos están
el viejo y su hija
sin que hagan jamás
más viaje que a misa
el día al rayar.
La niña en las fiestas
al prado no va,
del baile campestre
ni un punto a gozar.
Y el viejo atraviesa
tan sólo el lugar
los días de fiesta
cuando al templo va.
Doquiera, y con todos
eterna e igual,
conserva severa
reserva tenaz.
Con él en el pueblo
tener amistad
ninguno ha logrado:
mas nunca en azar
arduo, ni en peligro,
ni en enfermedad,
llegó uno a su puerta
consejo a tomar
o a pedir remedio,
que en urgencia tal
sin ser socorrido
volviera pie atrás.
El viejo con todos
atento y cordial,
los males ajenos
diestro en aliviar,
siempre era él el árbitro
juicioso y capaz
de hacer las discordias
a todos cesar.
Y pobres y tristes
de su caridad
van en sus desdichas
consuelo a buscar.
Acaso no hay uno
que a solas y allá
en su alma no piense
de aquel hombre mal;
o envidie su suerte,
su tranquilidad,
o le odie porque hace
su suerte ignorar;
pues siempre la humana
condición fué tal.
Mas todos le acatan,
y todos a par
su ciencia aprovechan,
y todos están
en que hay de aquel hombre
en la gravedad
de su faz tranquila
y noble ademán
un sello de oculta
superioridad.
El mozo más rico,
o altivo, o audaz,
no supo a su hija
amante llegar.
Aquella belleza
que cubre el sayal
de moza villana
como a las demás
zagalas que habitan
el mismo lugar:
aquella muchacha
que puede a lo más
a pobre heredera
de un pueblo igualar,
de quien a las otras
diferencia no hay
sino en que posee
un campo erial
y un viejo palacio
a medio arruinar;
tiene en la expresión
de su bella faz,
en su aire de cándido
pudor virginal,
y todo en su porte,
cierta majestad
que asaz la distingue
del tono vulgar,
de la gracia tosca
que en lo general
de las más apuestas
mozas de lugar,
salvajes contornos
presta a la beldad.
Y acaso no hay una
que a solas, y allá
en su alma, de aquella
belleza ideal,
no halle alguna falta
de que murmurar.
Mas no habrá ninguna
que a rivalizar
se atreva con ella;
ni alguna osará
de la Flor-del-Alba
suponerse igual.
No hay una que honrada
no se crea asaz,
si de deferencia
alguna señal
de la hermosa niña
consigue alcanzar,
por mucho que de ella
murmure detrás.
Por más que la quieran
defectos buscar,
y altiva la juzguen,
y de vanidad
la culpen, no hay una
que si ante el umbral
del viejo palacio
acierta a pasar,
y allí Flor-del-Alba
por acaso está,
no cambie con ella
saludo cordial,
y amable sonrisa
que quiera indicar:
que tiene la niña
con ella amistad.
Y así en el aldea
pasándose van
los días de mayo:
y así en soledad
el padre y la hija,
el débil torzal
de la vida humana
hilan sin cesar;
dichosos gozando
la felicidad
de aldeanos que viven
sin oro ni afán.
¿Mas qué humana vista
puede penetrar
por un muro espeso
cual por un cristal?
¿Quién ver lo que dentro
se puede encerrar
de aquel edificio,
de cuyo portal
ninguno del pueblo
podido ha pasar,
ni más que de fuera
lo ha visto jamás?

II[editar]

Desque el forastero
de allí se partió,
apenas semanas
pasáronse dos.
Ni a oírse en aquellos
contornos volvió
noticia del joven;
ni tardo pastor
que el hato de noche
al pueblo tornó,
ni el guarda del campo
más madrugador,
volvió a oír el paso
del potro veloz,
que al irse de todos
fué la admiración.
Del soto le vieron
salir: con vigor
increíble vieron
que a escape subió
la cuesta postrera
de las que en redor
circundan el valle
do yace hasta hoy
la aldea escondida:
y desde el peñón
donde el arquitecto
la iglesia fundó,
le vió el campanero
como exhalación
tomar el camino
de Burgos; en pos
de sí nube densa
dejando el bridón
de polvo, entre cuyas
sombras se perdió;
como una evocada
lejana visión
que se hunde en las ondas
de espeso vapor.
La luna entre nubes
velada, alumbró
la tierra a intervalos
con tibio fulgor,
en noche cargada
que a un día siguió
de esos que nublados
amasa el calor.
Pesado está el aire;
todo a su impresión
perezosa en lento
letargo cayó.
La brisa no mece
ni rama ni flor.
no suena en los sauces
ni arrullo ni voz,
tórtola acuitada,
pardo ruiseñor.
Todo en torno calla,
y sólo su son
monótono lleva
un murmurador
arroyo, que cruza
por la población,
y baja desde ella
por cauce que abrió,
a dar del palacio
en frente al portón,
en un ancho estanque
que allí se cavó.
Éste vuelve a darle
su curso y su son
por el lado opuesto
a aquel por do entró:
y el arroyo, hinchando
de verde frescor
el soto, se pierde
libre y juguetón,
de los altos olmos
en el espesor.
Al sueño, cansado,
en paz se entregó
el pueblo: no brilla
de luz resplandor
por entre los vidrios
de reza o balcón,
más que la del mustio
perenne farol
que alumbra devoto
la iglesia de Dios.
De su torre gótica
con ronco clamor
dió once campanadas
moderno reloj;
cuando al pie del pardo
fuerte murallón
que el viejo palacio
cerca enderredor,
y bajo la reza
por donde cayó
el ramo de flores
delante el trotón
del joven viajero,
cuando se partió;
alzó repentino
deleitable son
vihuela punteada
con diestro primor;
y a poco a sus tonos
concertada voz
así entre la sombra
nocturna cantó:

«Flor-del-Alba, que con ella
compites en resplandor,
y a la lumbre que destella,
como tú tan pura y bella
no halla en la tierra otra flor;
tu lecho de flores deja,
mira que el alba refleja:
desvélate ¡oh Flor!
que llama a tu reja
la voz del amor.

Tus hojas abre y da al viento
su perfume embriagador,
para que en él tome aliento
quien no tiene otro alimento
ni otro ambiente que tu amor.
Mira que el alba refleja;
tu lecho de flores deja:
desvélate ¡oh Flor!
que llama a tu reja
la voz del amor.»

Con estas palabras
callando la voz,
el aire a lo lejos
sus ecos ahogó,
quedando en silencio
y en sombra en redor
el campo, como antes
de aquella canción.
A poco en el muro
confuso rumor
de hierro y vidrieras
movidas se oyó:
y hallando la luna
un roto girón
que en medio una nube
el viento rasgó,
vertió repentino
fugaz resplandor.
Su tibio reflejo
el muro alumbró
a par alumbrando
la escena de amor,
que arriba en la reja
patente se vió
el rostro de un ángel,
y abajo al cantor
contemplando inmóvil
la blanca visión.
Allí Flor-del-Alba
que su reja abrió:
aquí Téllez, ciego
por ella de amor.
Aquí él, a quien trajo
su ardiente pasión:
allí ella, que amante
su vuelta esperó.
Tal vez uno a otro
tendían los dos
los brazos amantes:
y acaso la voz
de entrambos buscaba
la frase mejor
que a ser alcanzara
del alma expresión,
cuando vaga sombra
la esquina dobló,
viniendo hacia Téllez
con paso veloz.
La reja al sentirle
la niña cerró:
la luna a embozarse
con nubes volvió,
sombreando del campo
la muda extensión:
y el mozo, mostrando
un noble valor,
el paso al que viene
sereno atajó,
los dos entablando
tal conversación:
«¿Quién va? –dijo el mozo.
Y el otro: –Yo voy.
–¿Quién sois?
            –Os pregunto
lo mismo yo a vos.
–Soy… un caballero.
–Yo también lo soy.
–Yo don Pedro Téllez.
–Y yo don León
de Alba.
        –¡Vos!
             –Sin duda.
–¡Un Alba! ¡Gran Dios!
¿Qué es esto?
            –Un misterio
cuya explicación
pronto en este punto
a daros estoy.
–Hablad.
        –De mis pasos
veníos en pos,
que siempre estaremos
a solas mejor.»
Y echando hacia un lado
el muro dejó.
Siguióle don Pedro,
en su corazón
sintiendo a aquel hombre
secreto pavor.
Debajo de un ancho
frondoso llorón,
del soto en lo oscuro
aquél se sentó.
Don Pedro imitóle,
y el otro con voz
severa, le dijo:
«Prestadme atención».

–«Murió nuestro buen rey Carlos segundo
dejando de sus reinos la opulencia
a Felipe de Anjou, a quien esta herencia
le costó guerrear con medio mundo.
Los nobles españoles
en bandos se partieron,
según que los derechos concibieron
de pretendientes varios
que, de la Francia amigos o contrarios,
el trono hispano a disputar salieron.
Pues entre estas familias divididas
dieron al fin por su opinión sus vidas.
Dos hubo nobles que partiendo tierra,
el feudo y amistad que los unía
cambiaron con furor en saña impía.
Más bien que por defensa de sus reyes,
más que por sus derechos,
y por salir por las antiguas leyes
del suelo patrio, su bandera alzaron
por ir a hincar en los contrarios pechos
las aguzadas lanzas que empuñaron.
La que por don Felipe alzó banderas,
siempre amparada por mejor fortuna,
de la contraria raza por doquiera
las vidas fué segando una por una.
De la otra en recompensa,
de sus servicios derramó la inmensa
riqueza reunida
del último heredero que restaba
en la por ellos siempre perseguida
persona errante y misteriosa vida.
El deudo y parentesco que ligaba
a ambas a dos familias comprobaron,
y de aquesta manera
de enemiga fortuna venidera
la hacienda en una de las dos juntaron.
Reinó por fin en paz Felipe quinto,
y la familia aquella, vencedora
que fuera en esta malhadada lucha,
siempre fué noble por su honor e instinto:
con el rey alcanzó privanza mucha,
y todavía la conserva ahora.
Pero de la otra raza que vencida
fué por la suya, un individuo solo,
un mancebo no más quedó con vida.
Mas proscrito, sin resto de esperanza,
de cuanto hubo en la tierra despojado,
fuése a América huyendo despechado
cual de la proscripción, de la venganza
del enemigo bando encarnizado.
Allí arrastró su mísera existencia
con inconstante y desigual fortuna,
ya en triste medianía o indigencia:
hasta que en fin tranquilizada España,
de los bandos distintos
licenciada por fin la inútil tropa,
y aplacada por fin la antigua saña,
a España dió la vuelta, y viento en popa
ancló en el mar que a Barcelona baña.
Ahora bien, entended, don Pedro Téllez:
las familias rivales
son las nuestras: entonces y hasta el día
los destinos fatales
fueron, y sin piedad para la mía.
Conozco bien que vos, mancebo apenas
de cinco lustros, de la guerra impía
parte no fuisteis; pero todavía
vuestro padre, que es causa de mis penas,
de la contienda instigador primero,
vive, y no puede la de su heredero
mezclarse con la sangre de mis venas.
Mi casa os di: su hospitalario techo
buena ofreció ocasión a mi venganza:
os condujo el infierno: mas no avanza
a tan baja traición mi noble pecho:
mas que nunca, don Pedro, se os olvide
que un mar de hirviente sangre nos divide.
He aquí todo el misterio de mi casa;
he aquí mi historia entera.
Y ahora que conocéis mi verdadera
posición, a estas rondas poned tasa,
y a la honra de ambos con mejor manera
arreglad la conducta venidera.

Y así concluyendo
con tal relación,
el viejo, el camino
que trajo tomó,
cual sombra movible
de una aparición,
que en humo al tornarse,
con hondo terror
nos hiela el medroso
mortal corazón:
así la del viejo
desapareció
en la que trazaba
su vieja mansión.
Con ojos absortos,
con mudo dolor,
partir y perderse
don Pedro le vió.
Y en vano quisiera
con resolución
el paso atajarle,
correr de él en pos
y exigir completa
nueva explicación:
negaban sus fauces
el paso a la voz:
inerte, embargada,
sentía la acción.
Y así, bajo el peso
del secreto atroz
que el viejo en su historia
le patentizó
quedó anonadado,
sin ira y valor,
y a solas el triste
con su corazón.

III[editar]

En círculo eterno
con giro infernal,
su pecho colmando
de angustia y afán,
formando en su mente
eterna espiral,
que acaba do empieza,
y vuelve a empezar,
y turba y marea
y rueda tenaz
en mágico círculo
que vértigos da
del mozo en la mente
comienzan a dar
las negras ideas
que crea su mal,
mil vueltas que al cabo
confúndenle más.
La historia es del viejo
terrible verdad:
de sangre fermenta
entre ambos un mar.
Lejos tantos años
del suelo natal,
lo supo él tan sólo
de oírlo contar.
Él, rico de ciencia,
campen de la paz,
que ve de la vida
en el campo erial
tan sólo una flor
fecunda no más,
la flor que produce
la fe conyugal,
la paz del tranquilo
doméstico hogar;
él, que por doquiera
buscándola va,
que deja por solo
su aroma gozar
riquezas, honores,
privanza real,
y cuanto en el mundo
se puede envidiar:
él, que huye dejando
princesa imperial,
por no ver en ella
la felicidad:
que ve de su dicha
la flor ideal
fragante a sus plantas
su tallo elevar,
y a asirla se mira
tan próximo ya,
¡ay! ve que es sólo ésta
la flor celestial
que al campo en que arraiga
no puede arrancar.
Del viejo ofendido
calcula además
la altiva y heroica
generosidad.
Sí; él triste a una aldea
se vino a llorar,
su sangre vertida,
su hurtado caudal;
su dicha con que otros
gozándose están.
Y cuando podía
venganza tomar,
pues a él a sus manos
le trajo Satán
(como él se lo dijo
con harta verdad,
contar esperando,
con un crimen más),
le ofrece en su lecho
la seguridad;
le sienta a su mesa,
le sirve leal,
y en paz recibiéndole,
le deja ir en paz,
y él ¿cómo le paga
tan gran lealtad?
De amor insensato
se deja arrastrar
por Flor, con quien nunca
unirse podrá.
¡Oh! ¡Hallar en tal caso
gentileza tal
en tal enemigo,
y ciego atentar
a la honra de su hija
en su alma beldad,
es ser de una infame
vileza capaz!

IV[editar]

Y con tales pensamientos
batallando sin cesar,
midiendo las consecuencias
que aquella casualidad
para el venidero tiempo
a su provenir traerá,
no ve que vuelan las horas
el apenado galán.
Pegado se está en un tronco
del soto en el valladar:
y distraídos sus ojos
como por oculto imán,
atraídos a los muros
del palacio sin variar
de dirección, enclavados
en el edificio están.
La lobreguez de la noche
que en cerrada oscuridad
envuelve toda la tierra,
ver no le permite ya
más que una masa de sombra.
Porque rauda tempestad
por el espacio avanzando
ahogó el nocturno fanal
de la luna, que camina
de los nublados detrás.
Con ráfagas desiguales
empieza el aire a agitar
las ramas, que pronto el raudo
torbellino arrancará.

Ya está encima, la veleta
de la torre casi va
desde el monte en que se eleva
con las nubes a tocar.
Brilla un relámpago enorme,
y a su roja claridad
se ilumina todo el valle
por un instante fugaz,
y en este mismo momento
el reloj que empieza a dar
las tres de la madrugada,
con sus ecos de metal,
atrayendo de las nubes
la inmensa electricidad,
hizo la tormenta horrible
sobre el valle reventar,
rasgóse el preñado vientre
del nublado: el vendaval
lanzóse fuera, amagando
las campiñas arrasar:
brotó la lluvia a torrentes,
fué la tierra un cenagal,
los arroyos en un punto
hizo en torrentes cambiar:
y cada valle fué un lago,
cada cuesta un manantial,
cuyos raudales inmensos
no osa la tierra tragar,
porque no pueden sus poros
con tan gigante caudal.
Y sus pesares don Pedro
dándose prisa a apartar,
olvidando el mal del alma
con la aflicción corporal,
lanzóse sobre los lomos
de su potro, y con afán
ambos a dos acicates
aplicándole a la par,
arrancó a escape tendido
con tanta velocidad
que en su ímpetu parecía
arrastrarle el vendaval.

El día siguiente
purísimo el sol
cual siempre con lumbre
serena radió.
Tormenta de estío;
temprano calor
formóla, y en furia
ligera pasó.
El cierzo deshizo
su pronto turbión,
con soplo pujante
llevándola en pos:
y seca la tierra
sus lluvias sorbió
después de pasado
su inmenso aluvión.
Del sol a los rayos
tornóse en vapor
gran parte, que al punto
el aire llevó.
Tornaron los campos
con nuevo vigor
a alzar las espigas
que el viento abatió;
tornó a embellecerse
con nuevo verdor
la yerba y el césped
que el agua embarró.
Tornaron los olmos
el grato rumor
a alzar de sus hojas
que el aura enjugó:
y oyendo en sus nidos
su lánguido son,
las aves, que el fiero
nublado espantó,
la luz saludaron
con dulce clamor
lanzándose al viento
con vuelo veloz.
La atmósfera entonces
más pura quedó,
sin mancha de nubes
su azul extensión.
El pueblo a sentirse
con vida tornó.
Cediendo al instinto
su buen corazón,
a ver los sembrados
salió el labrador:
de fieles podencos
seguido, el zurrón
repleto, a los sotos
volvió el cazador.
Y abriendo el aprisco
do se guareció,
tornó su rebaños
al monte el pastor.

Y así de la vida
al ruido y acción
por campos y pueblos
la tierra tornó.
Tan sólo el palacio
del viejo mansión,
gozar de aquel nuevo
placer no mostró.
En todo aquel día
ninguna se abrió
de las anchas rejas
del muro exterior,
ni nadie pasando
vió abierto el pontón,
ni nadie a sus dueños
asomarse vió.
Y así pasó un día,
y corrieron dos,
y así la semana
completa pasó.
Tan sólo el domingo,
cuando el esquilón
del templo a la misa
del alba tocó,
acudió a la iglesia
con su padre Flor,
y luego a cerrarse
la casa tornó.

Tildóse en el pueblo
de extraña aprensión
del viejo un retiro
tan nuevo: y echó
por muchos caminos
la murmuración,
mas de ellos la causa
ninguno explicó.

Y así pasó en tal misterio
del verano la estación,
y un templo alza do al Silencio
el palacio semejó:
de toda amistad antigua
y de toda relación
con las gentes del lugar
el viejo se retiró.
Sólo salían al templo
con la aurora el viejo y Flor,
y según al encontrarlos
algún curioso notó,
iba el viejo como nunca
con torva faz, e iba Flor
tan pálida y melancólica
como si en su corazón
llevara un grande pesar,
o la mano del Señor
de una enfermedad la hubiera
cargado con la aflicción.