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Un cuento de amores/Capítulo VII

De Wikisource, la biblioteca libre.
Capítulo VII de Un cuento de amores
escrito en colaboración de D. José Heriberto García de Quevedo

de José Zorrilla
Capítulo VII


Flor-del-Alba

Pasaron los ardientes
calores del verano:
del álamo las hojas
amarillean ya.
Las eras están limpias
y recogido el grano:
la fruta sazonada
para cogerse está.

De la fecunda viña
entre las anchas hojas,
crecidos los racimos
empiezan a pintar:
las uvas de los negros
empiezan a ser rojas:
los blancos, trasparencia
comienzan a tomar.

Se acerca la vendimia:
de todos los lugares
anuncian los peritos
que llegan a sazón.
Los cuévanos se aprestan,
se limpian los lagares,
se ajustan los obreros
que llegan en montón.

Que al suelo castellano
para vendimia y siega
en bandas numerosas,
buscándose jornal,
de Asturias y Galicia
la muchedumbre llega,
dejando de sus riscos
el áspero erial.

El ruido y movimiento
su turba forastera
con danzas y cantares
aumenta por doquier;
y en tanto que los días
de su trabajo espera,
se apresta a las de afanes
con horas de placer.

¡Oh cuán alegre tiempo!
No hay época más grata
al corazón sencillo
del franco labrador:
ni oyeron cortesanos
tan dulce serenata
como el lejano acento
del buen vendimiador.

¡Qué hermoso el campo entonces!
¡Cuál brilla en armonía
el verde de los campos
con el celeste azul!
Las noches son serenas,
y el resplandor del día
parece que se templa
con trasparente tul.

El aire, atravesando
por la feraz campiña
cubierta de verdura,
a los sentidos trae
el fresco y deleitoso
perfume de la viña,
y la hoja que temprana
del álamo se cae.

No tiene aura más pura,
vivífica y salubre,
de las primeras flores
la mágica estación,
que la que trae septiembre
y expira con octubre
de sus airados vientos
entre el rugiente son.

Este es el tiempo bello
fecundo en poesía
y pródigo en deleites,
del genio inspirador.
Sus auras son, cargadas
de aromas y armonía,
el soplo con que al mundo
anima el Criador.

Sí, sí; la brisa fresca,
fugaz, murmuradora,
que arranca en el septiembre
la postrimera flor,
la ráfaga es que anima
la llama creadora
que en nuestras almas puso
la mano del Señor.

Sí, siempre fué el otoño
mi dulce primavera,
de poesía y flores
mi pródiga estación:
y aspiro yo con ansia
su ráfaga postrera,
y en ella es donde bebo
mi nueva inspiración.

Sí ven, brisa de otoño,
y aunque tus roncas alas
el arboleda yermen
que cobijó un edén,
aunque en zarzales tornes
de mi vergel las galas,
¡oh brisa de septiembre
consoladora, ven!

Ven a templar el fuego
del abrasado estío,
ven a mi lira muda
cantares a inspirar.
Ven a rasgar las nieblas
do al pensamiento mío,
el perezoso agosto
sepulta a mi pesar.

Ven, ven: pues si tu soplo
los árboles despeja
de su opulento y verde
y ameno pabellón,
también es cierto, ¡oh brisa!
que en pos de cada hoja,
arrancas un instante
de pena al corazón.

Yo siempre te he querido;
constante y confiado
hete aguardado siempre
con invariable fe:
mil veces por tu vuelta
con ansia he suspirado:
¡oh brisa de septiembre!
jamás te olvidaré.

Ven; ya para gozarte
se explayan mis sentidos;
mis labios entreabiertos
para aspirarte están:
atentos se preparan
a oírte mis oídos,
y aguarda que le orees
mi rostro con afán.

¡Oh cuánto me embelesa
tu desigual murmullo,
y cuánto me enamora
tu vagabunda voz!
¡Cuán dulces pensamientos
halagan con tu arrullo
mi mente, cual tú vaga
y como tú veloz!

Mis ojos te imaginan
en medio el remolino
que de agostadas hojas
y polvo desigual,
elevas revoltosa
en medio del camino
en tosca y momentánea
y rápida espiral.

Y juzgo que te veo
entre la blanca tropa
de fadas y de silfos
que van en tu redor;
las orlas arrastrando
de tu flotante ropa,
y aun percibir sospecho
tu cuerpo sin color.

Ya pienso que graciosa,
versátil, hechicera,
vestida de una nube
como tu ser sutil,
cabalgas en el viento,
emanación ligera
de la frescura antigua
del bosque y del pensil.

¡Oh cuánto me embelesa
de los torcidos troncos
mirar de una alameda
que a desnudarse va;
huir una tras otra
entre suspiros roncos
las resonantes hojas
descoloridas ya!

El río que susurra
bajo las verdes cañas,
el aura que se aduerme
entre una y otra flor,
el sonoroso arroyo
que corre entre espadañas,
no igualan tus rumores
con su gentil rumor.

En ese incomparable
monótono lamento
con que despide el árbol
sus hojas que se van;
con que llorando implora
la compasión del viento
que al paso le deshoja
sin comprender su afán:

acaso no halla el vulgo
más que el rumor penoso
del aire y de las hojas
que arrastra en pos de sí:
mas sus compases vanos,
lenguaje misterioso,
palabras escondidas
contienen para mí.

Sí, brisa, en tus murmullos
y en tus errantes giros,
entre las secas ramas
alcanzo a comprender
de espíritus ocultos
la voz y los suspiros,
con que a mi ser responde
su misterioso ser.

No son las mentirosas
efímeras visiones
que en ti la fantasía
poética fingió:
no son las ilusorias
sublimes creaciones
en que inspirada aborta
la poesía, no.

Espíritus son esos
con pensamiento y vida,
¡oh brisa! porque siento
sobre tus alas ir
los plácidos recuerdos
de la niñez perdida,
las bellas esperanzas
del tardo porvenir.

Tú tiendes a mis ojos,
cual vasto panorama,
cuanto mi ser espera,
cuanto en mi ser pasó:
delante de mis ojos
tu aliento desparrama
los íntimos deleites
en que me embriago yo.

Las auras olorosas
del lujurioso mayo,
mi espíritu adormecen,
enervan mi valor.
Mi pensamiento embarga
letárgico desmayo,
y ¡ay necio del que entonces
recuerde al trovador!

Del sol de julio el fuego
inspira solamente
al moro que dormita
tendido en el harén:
y acaso allá de América
la perezosa gente,
tranquila en sus hamacas
le gozará también.

Mas yo no cuento nunca
por horas de mi vida
las horas del estéril
estío asolador:
a mí comienza el año
con mi estación querida:
yo vivo cuando mueren
el árbol y la flor.

Yo cuento solamente
por horas de mi vida
las en que siento ¡oh brisa!
sobre tus alas ir
los plácidos recuerdos
de la niñez perdida,
las bellas esperanzas
del tardo porvenir.

Tú solo eres, otoño,
mi tiempo verdadero,
mi edad, mi primavera,
mi inspiración, mi Edén:
envidia tengo entonces
de Píndaro y de Homero…
¡ven, brisa de septiembre,
para mi gloria, ven!

¿Mas dónde me arrebata
mi loca fantasía?
¿Adónde va buscando
belleza y poesía
perdida de los vientos
sobre la azul región,
cuando la misma brisa
me llevará delante
del dulce y melancólico
poético semblante
de Flor, que la respira
con vaga distracción?

Del muro solitario,
abierta la ventana,
de amor y de hermosura
como ilusión ufana,
su suave y expresivo
contorno deja ver:
y allí desde la altura
la distraída niña,
aspira el aromado
vapor de la campiña,
que con las brisas viene
sus rizos a mecer.

La sien sobre su diestra
reclina, que doblada
mantiene su cabeza
bellísima inclinada,
con expresión tranquila
de dulce languidez:
y embebecida en vagos
o tristes pensamientos,
está en uno de aquellos
pacíficos momentos
en que reposa el cuerpo
y el ánimo a la vez;

en una de esas horas
de indefinible calma,
en que tristeza dulce
nos adormece el alma,
y plácidos recuerdos
fermenta el corazón:
en una de esas horas
de insomnio y poesía,
cuyo beleño blando
en su aura nos envía
tan sólo del otoño
la mágica estación.

Sonrisa melancólica
sus labios hermosea;
con sus flotantes rizos
el aura juguetea,
lasciva acariciando
su rostro juvenil.
Mas nubla la tristeza
sus ojos de paloma
y a sus mejillas puras
la palidez asoma,
sus rosas marchitando
con tintas de marfil.

Tal vez pesar secreto
su corazón abrume:
tal vez alimentada
sin tiempo la consume
efímera esperanza,
recuerdo engañador.
Mas niña que en sus bellos
abriles apetece
la soledad, y llora,
medita y palidece,
el mal que la atormenta
no es más que mal de amor.

La tez de Flor-del-Alba
amor es quien marchita,
amor es el impulso
que a contemplar la incita
el campo ilimitado
del hondo porvenir:
medita, y ambos ojos
por la erial campiña,
llorando sus enojos,
tiende la pobre niña;
vese acuitada y huérfana
y ansía por morir.