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Un cuento de amores/Conclusión

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Conclusión de Un cuento de amores
escrito en colaboración de D. José Heriberto García de Quevedo

de José Zorrilla
Conclusión


Serena, embalsamada, fresca y pura,
es del florido abril una mañana;
el padre Sol de la celeste altura
con majestad esplende soberana:
y el aura que se queja en la espesura,
y de avecillas mil turba galana
que pía blandamente entre las flores,
celebran la estación de los amores.

¡Salve, tres veces salve, primavera,
estación del amor, yo te saludo!
¡Cuánto, ¡ay!, por ti esperando desespera
el mendigo infelice que desnudo
juzga eterna del tiempo la carrera,
en los rigores del invierno crudo;
y a tu dulce calor vuelve a la vida,
y el duro padecer acaso olvida!

Tú vistes con tu manto de verdura
el monte y la llanura, el bosque y prado,
devuelves al arroyo su tersura,
al céfiro su aliento embalsamado;
tú en nuestro corazón de la ternura
vivificas el fuego ya apagado;
¡que al presentarse mi estación querida
vuelve el mundo al amor, vuelve a la vida!

Yo te saludo, sí; mi humilde acento
se pierde en la vastísima armonía
que alzan la tierra, el mar y el vago viento
cuando destierra el sol la noche umbría;
¡cuán grato es escuchar aquel concento
que al expirar del moribundo día,
alza a su Dios la creación entera,
grata por ti, mi gaya primavera!

Todo tiene una voz: el bruto, el ave,
las ramas y las flores y el capullo;
mugen del mar las olas en voz grave,
la fuente en placidísimo murmullo:
allá en las lonas de la inquieta nave
expira de la brisa el blando arrullo,
y al cielo azul en múltiple sonido
del canto universal sube el ruido.

Era de abril florido una mañana
serena, embalsamada, fresca y pura,
y entre fajas de azul y de oro y grana
brillaba el padre Sol en el altura:
la clara fuente que entre guijas mana
de una verde enramada en la espesura,
de guija en guija alegre va saltando
grato frescor a la campiña dando.

Y luego serpeando se extravía
por tortuosa y áspera vereda,
volviendo a aparecer so la sombría,
copuda y amenísima alameda
que hacia un palacio fastuoso guía
semioculto en la fértil arboleda,
y cuya planta el bosque así domina
como el roble a la frágil clavellina.

Y encerrado en un marco de esmeralda,
no lejos del espléndido castillo,
de un empinado cerro en la ancha falda,
se mira un pintoresco pueblecillo:
y en la cima del cerro, y a la espalda
del pueblo, contrastando en lo sencillo
con el solar altivo castellano,
pobre se mira alzar, templo cristiano.

Modesto, pero limpio: en la blancura
de sus tapias, imagen muy sencilla
de aquella religión sublime y pura
que predicó el Cordero sin mancilla:
en cambiantes vivísimos fulgura
el sol vivificante de Castilla,
proyectando en los árboles añosos
que le cercan, mil discos luminosos.

El cerro y la llanura, cuanto abarca
la vista en derredor, surge lozano
en la antes aridísima comarca
de aquel rincón del suelo castellano:
llano y monte y castillo la honda marca
llevan de alguna poderosa mano
que mostrárseles quiso protectora,
de su antiguo esplendor restauradora.

En torno del castillo, en mil cañadas
murmuran las corrientes cristalinas,
que corrían en túrbidas quebradas
ha poco: rubicundas clavellinas,
pálidas azucenas nacaradas,
renúnculos y rosas purpurinas,
cercan en derredor las mansas fuentes
mirándose en sus linfas trasparentes.

Por bajo los espesos emparrados,
y a la sombra de amenos bosquecillos
de mirtos olorosos y granados,
gorjean mil pintados pajarillos:
triscan sobre la yerba de los prados
balando los inquietos cabritillos,
mientras tendido en la esmaltada alfombra
los vigila el pastor allá en la sombra…

Y allá del cuadro en el fondo
el castillo se dibuja,
cerrando la perspectiva
con su imponente estructura.

De su puerta, cuyas hojas
hasta entonces estaban juntas,
enlazadas de las manos
salen hasta dos figuras.

Un galán son y una dama,
ésta, de rara hermosura;
de aquél la morena faz
benigna a un tiempo y adusta.

Revela un pecho animoso
y un alma toda ternura;
y en su talle compitiendo
van fuerza y gracia confusas.

¡Cuán hermosa es Flor-del-Alba!
¡Cuán extrema es la apostura
del enamorado esposo!
¡Cuánta de ambos la ventura!

Andando van, y ni miran
las flores, ni el canto escuchan
de las trinadoras aves,
que suena entre la espesura.

Uno al otro se contemplan
con atención tan profunda,
que al mirarlos se diría
que son dos almas en una.

Apoya Flor en el cuello
de Téllez la diminuta
mano, mientras él rodea
con el brazo su cintura.

Humedecidos los ojos,
no con lágrimas de angustia,
sino con el dulce llanto
del amor y la ternura.

Y sus labios se sonríen
y por besarse se buscan,
y ella se embriaga en su amor,
y él se embriaga en su hermosura.

Mientras que allá entre la sombra,
la faz del anciano oculta,
al contemplar tanta dicha
de gozo se desarruga.

Y en tanto el sol prosiguiendo
va en su carrera fecunda,
al través de una mañana
de abril, aromosa y pura.