Un cuento de amores/Capítulo IX

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Capítulo IX de Un cuento de amores
escrito en colaboración de D. José Heriberto García de Quevedo

de José Zorrilla
Capítulo IX

I. Esperanzas[editar]

Como el cansado náufrago
que en tempestad bravía,
lucha en las olas túrbidas
cercano a la agonía;
y la impotente mano
esfuerza al triste en vano,
más que rendido, trémulo
de susto y de pavor;
mas si de pronto, fúlgida,
de próxima ribera
brilla una luz, el ánima
recobra que perdiera,
y el brazo ya rendido
al mar tiende atrevido,
nadando en curso rápido
al faro salvador.

Tan en el hondo piélago
del mar de nuestra vida,
cuando del mal la indómita
tormenta embravecida
ruge con furia insana
contra la raza humana,
fluctúa el hombre, férvido
ansiando por morir.
Mas si a deshora límpida
cual la naciente aurora,
surge de pronto al mero,
del bien anunciadora,
iris de eterna alianza,
la plácida esperanza;
¡con nuevo brío esfuérzase
el triste por vivir!

Sin ti, dulce esperanza, compañera
del hombre, en este mundo engañador,
¡cuán poca la virtud, cuán poco fuera
el genio, a sostener nuestro valor!

Tú eres el don más alto que del cielo
la mano del Criador hizo al mortal;
todo perece en nuestro triste suelo,
todo, menos tu influjo celestial.

Hija de Dios, de su bondad esencia,
eres blanda como Él, como Él divina;
del sumo manantial de su clemencia
brotaste pura fuente cristalina.

Bálsamo del dolor inconsolable,
brisa refrigerante en la agonía,
eres al poderoso y miserable
lo que a los campos es la luz del día.

La luz que alumbra, el fuego fecundante
en el cual la creación enardecida,
se ostenta fuerte, hermosa y rozagante,
llena de gracia y juventud y vida.

Contigo, alma esperanza, el mar del mundo
animosos surcamos los mortales,
que crudo no hay dolor, ni mal profundo
do viven tus consuelos celestiales.

Y en el abismo del dolor eterno,
mansión del torvo arcángel maldecido,
si penetraras tú, no hubiera infierno;
¡que sólo es infeliz quien te ha perdido!

II. Explicaciones[editar]

De la pequeña linterna
a la luz incierta y pálida,
van entrambos caballeros,
Téllez detrás, delante Alba.
Y atravesando el oscuro
corredor y la empinada
escalera, suben ambos
sin hablar una palabra;
que cuando los pensamientos
se enseñorean del alma,
como más se siente entonces,
menos entonces se habla.
Al fin el viejo una puerta
abrió, y en estrecha sala,
de muebles y colgaduras
bastante pobres ornada,
entraron; y en una silla
dejando el viejo la capa,
y ofreciendo a Téllez otra,
con dura y triste mirada:
«Ahora bien, don Pedro, dijo,
ya escucho vuestras palabras.»
El joven, con gran mesura,
aunque en voz robusta y clara,
empezó de esta manera:
«Cuando estuve en vuestra casa
de Villaldemiro, os dije,
según creo, por qué causa
iba huyendo decidido,
de amigos, familia y patria;
seis meses hará que aquella
dama de regia prosapia,
que mi padre, más amante
que cuerdo, me destinaba,
casó con un archiduque
de la corte de Alemania;
y el mismo tiempo ha que os busco
por los ámbitos de España.
Anteayer volví a la corte
llena de dolor el alma,
y al borde, por Dios os juro,
de una acción desesperada;
cuando esta tarde, por dicha,
descubrí en una ventana
de esta casa al bien que adoro,
a mi amor, ¡a Flor-del-Alba!
No queráis, pues, ser más duro
que la suerte: ¡a nuestras ansias
os rendid!
         –¿Quién?… ¿Yo, don Pedro,
cometer la acción bastarda,
de unir a sangre enemiga
la sangre de mis entrañas?
Mal me conocisteis, joven;
¡nunca perdonan los Albas!
Y antes prefiero ver muerta
a mi Flor idolatrada,
que consentir, ¡duro oprobio!,
en que se unan nuestras razas.»
–¡Pero, señor!
              –¡Nada escucho!
–Pensad…
        –Pienso que fué harta
mi bondad. ¿Queréis que olvide
tanta sangre derramada?…
–Se derramó en buena guerra.
–La fortuna hereditaria
de mi Flor, que vuestros deudos…
–Os la devuelven intacta.
–¿Cómo?
       –Mirad estas letras;
para vos fueron selladas,
y detrás de vos corrieron
conmigo, por toda España.
En ellas, el rey Felipe
Quinto os devuelve su gracia,
vuestros títulos y honores,
vuestras haciendas y casas:
mi padre y yo esto pedimos
para vos, al buen monarca;
ved si consentís ahora
en mi unión con…
                –¡Flor-del-Alba!,
gritó gozoso el anciano,
¡Flor, Flor!… Ven aquí, muchacha,
despierta y vístete presto,
¡que gran sorpresa te aguarda!
¡Sois todo un hombre, don Pedro!
¡Flor-del-Alba! ¡Flor-del-Alba!

III. Felicidad[editar]

Bello es el astro rey del claro día,
bellísima su luz fecundizante;
bella es la reina de la noche umbría
con su pálida luz, su brillo amante;
¡pero más bella aún, más seductora,
es la mujer que el corazón adora!

Bello es el césped del ameno prado,
bellas son del pensil las gayas flores,
y el campo de la nieve, nacarado,
y del iris los fúlgidos colores;
¡mas mil veces más bella, más querida,
es la mujer amor de nuestra vida!

Dulce es oír sonando en la espesura
del céfiro la voz, como un gemido,
y el arrullo en que pinta su ternura
la cariñosa tórtola en su nido,
y el murmurio apacible de las fuentes,
y el lejano mugir de los torrentes:

y el rumor de las olas que golpean
la embarcación, que en calma va indecisa,
cuando las lonas cándidas flamean
al blando soplo de expirante brisa;
mientras allá en la popa el marinero
alza al cielo su canto lastimero.

Y el canto de los tiernos ruiseñores,
y el confuso balar de los ganados,
y la voz de expertísimos cantores
al compás de instrumentos acordados;
y las primeras voces de cariño
que trémulo pronuncia el tierno niño:

y el cantar que compone mil cantares
confuso, inexplicable en su armonía,
que la tierra y los vientos y los mares,
alzan al Criador al fin del día…
Pero más dulce aún, más acordada,
nos es la voz de la mujer amada.

Grato al altivo corazón del hombre
es ganar por sí mismo fama y gloria;
muy grato es escribir su propio nombre
en el eterno libro de la historia;
grato es nacer en elevada cuna,
gratos son el poder y la fortuna:

gratísimo es salvar a un fiel amigo
que a nosotros clamó en su mal andanza;
y aún más grato humillar a un enemigo,
que inmenso es el placer de la venganza;
¡pero es más grata aún y apetecida
la posesión de la mujer querida!

¡Amor, amor del alma inmaculado,
raudal copioso, en la virtud fecundo,
don del Omnipotente, el más preciado,
sumo poder, generador del mundo!
¡Cuán feliz quien de ti no desespera
a la mitad de la vital carrera!

Tú solo siembras de olorosas flores
el áspero sendero de la vida:
al que sostienes tú, ¿qué los rigores
son de varia fortuna, maldecida,
si basta a guarecerle el seno amante
de la mujer, en su favor constante?

IV[editar]

<poem> A las voces del anciano acudió Flor presurosa, y al ver a Téllez, el alma de placer llena y zozobra, quedóse extática, muda, entre risueña y llorosa. Turbado también don Pedro al ver la mujer que adora presentarse ante su vista mucho más que antes hermosa, allá entre dientes balbucia de política una fórmula; hasta que el viejo, impulsando suavemente a su hija absorta, dijo al dichoso mancebo: «¡Y bien!, ¡abraza a tu esposa!» Y las dos almas amantes, que el placer casi acongoja, creyendo un sueño su dicha, a un tiempo ríen y lloran: sus alientos se confunden, sus labios casi se tocan, mientras que el prudente viejo conociendo que incomoda, vuelto a las pobres paredes, en sordo y ciego se torna. «–¡Ay, Téllez!…

             –¿Por qué suspiras?

–Aquella mansión dichosa en que por la vez primera te vi…

    –¿Qué?
         –No es nuestra ahora.

–¿Por qué?…

         –Vendióla mi padre.

–Mas la compró otra persona. ¿Quieres volver?

               –Si es ajena…

–¿Y si esa razón no importa? –¿Cómo así?

         –¡Porque es de un dueño

que con el alma te adora! –¿Qué, el castillo…?

                  –Y sus terrenos

son tu regalo de boda. –¿Iremos allá?

            –Muy presto.

–¿Cuándo?

       –¡A la próxima aurora!

<poem>