Un recuerdo:002

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I
​Un recuerdo​ (1893) de Dimitrios Vikelas
traducción de Antonio Rubió y Lluch
II
III

LAS impresiones de la juventud no se borran nunca. Ciertas figuras y ciertos acontecimientos que muchos años antes han pasado ante nuestros ojos, quedan para siempre grabados en nuestra memoria y se conservan llenos de vida en nuestra imaginación, resucitando de pronto su recuerdo sin que sepamos como ni de qué manera. Apenas si vi aquella joven, si oí su débil voz; ni conocí su nombre, ni supe siquiera de su patria; sólo durante algunas horas su presencia llenó de tristeza mi alma y, sin embargo, nunca la olvidé ni podré jamás olvidarla.

Era rubia, mu y rubia; al primer golpe de vista se adivinaba que era hija del Norte. De lo que oí decir después entre los pasajeros respecto de ella, me formé la idea de que era polaca, pero no tengo ninguna seguridad de esto. Sus facciones eran regulares, la expresión de su semblante muy dulce, pero pálida, flaca y sin fuerzas. Sus grandes ojos azules parecían mayores á causa de su palidez su debilidad, y su mirada descansaba lánguidamente en cuanto se fijaba con una melancolía indecible. En cuanto la vi me conmovió su presencia; me acordé de séres queridos, de mi familia, de mi patria. Aquel semblante pálido y encantador oscureció en un momento la alegría de las impresiones de mi primer viaje al extranjero; aquella triste mirada colmó mi alma de pena. Sentéme en el banco de delante junto á la popa, pero de manera que ni ella ni su padre pudieran observarme, y así me quedé sin fijar mi intención en cosa alguna fuera de ella.

El médico del vapor interrumpió mi ensimismamiento dirigiéndome alegremente la palabra para preguntarme si me había divertido en Nápoles. Era un hombre excelente, amigo de la charla que con su animación contribuía á crear amistosas relaciones entre los pasajeros. Desde el principio me tomó bajo su protección y me trató como un antiguo amigo. Tenía cosa de unos cincuenta años y en aquella época de la vida los de esta edad me parecían va viejos; pero su jovialidad hacia desaparecer algún tanto el respeto que la diferencia de los años en otro caso me hubiera inspirado. Por el contrario al cabo de poco tiempo éramos ya íntimos amigos.

El médico se sentó á mi lado para continuar la conversación, y entonces observó por primera vez los extranjeros que estaban delante de nosotros. La vista de la enferma atrajo principalmente su atención. Estúvola contemplando un rato silenciosamente y cesó su buen humor.

—¿De qué sufre? le pregunté.

—¿No lo véis? ¡ la pobre es tísica!

Se levantó, se acercó al grupo y dirigió la palabra al viejo; después tomando un taburete se sentó y sus anchas espaldas me ocultaron la cabeza de la paciente.

¡Tísica! ya sabía lo que significaba esta palabra. Recordé inmediatamente á un maestro de mi colegio, joven, pálido y flaco, con algunas manchas rojas en sus hundidas mejillas, que con fatiga venía á la clase y con mayor fatiga la daba, interrumpiéndola á menudo para toser. Un día el profesor no vino, las lecciones se suspendieron y supimos que estaba enfermo; pocas semanas después sus discípulos acompañábamos su cadáver. No había visto hasta entonces otra víctima de la tisis, pero sabía perfectamente que los tísicos morían y, con los ojos fijos en las espaldas del médico, mi imaginación reconstruía aquel cortejo fúnebre y veía á mi maestro llevado por cuatro de sus discípulos de más edad, dentro de un féretro cubierto de flores.

Á todo esto el ancora se elevó, las ruedas dieron vueltas golpeando ruidosamente el mar y el vapor comenzó á moverse. Me levanté entonces para apoyarme en un rollo de cuerdas detrás del timón y contemplar mas á mi sabor la hermosa ciudad de la cual nos alejábamos. La inmensa extensión de la playa que oculta con sus casas, sus palacios y sus iglesias, brillaba bajo los rayos de un espléndido sol poniente. La zona de verdes colinas pobladas de bosques, aumentaba con el contraste de su color de esmeralda el reflejo de los apretados edificios. Á la derecha de la ciudad el Vesubio, levantando orgullosamente su áspera cima, ennegrecía encima el cielo azul y destejía en forma de nube la espesa columna de sus perpetuos vapores.