Un tribunal literario/II
La cual pasaba por literata muy docta y de mucha fama en todo el mundo, por haber escrito varios tomos de poesía, y borronado madrigales en todos los álbumes de la humanidad. Cumpliendo cierta misteriosa ley fisionómica, era rubia como todas las poetisas, y obedeciendo a la misma fatalidad, alta y huesuda. La adornaba una muy picuda y afilada nariz, y una boca hecha de encargo para respirar por ella, pues no eran sus órganos respiratorios los más fáciles y expeditos. No sé qué tenían sus obras, que llevaban siempre el sello de su nariz, visión que me persiguió en sueños varias noches; y el mismo efecto de pesadilla me causaban dos rizos tan largos como poco frondosos, que de una y otra sien le colgaban. Por lo que el traje, dejaba traslucir, era fácil suponer su cuerpo como de lo más flaco, amojamado y pobrecillo que en Safos se acostumbra.
Era viuda, casada y soltera. Expliquémonos. Siempre se la oyó decir que era viuda; todos la tenían por casada, y era en realidad soltera. En una ocasión vivió en cierto lugar con un periodista provinciano, y allí pasaban por esposos. El infeliz consorte fue un mártir. Llamaba ella a las piernas columnas del orden social, lo cual no era sino gallarda figura retórica, que cubría su mortal aversión a coser pantalones... Ella no cogía los puntos a los calcetines, porque, poco fuerte en toda clase de ortografías, siempre tenía en boca aquella sabia máxima: no se vive sólo de pan, apotegma con que quería disimular su absoluta ignorancia en materia de guisados. La novela era su pasión: en el folletín del periódico de su marido, publicó una que éste, aunque enemigo de prodigar elogios, calificaba de piramidal. Yo leí tres hojas, y confieso que no me pareció muy católica. También escribió obra que ella llamaba eminentemente moral. No quise moralizarme leyéndola, y regalé el ejemplar a mi criado, el cual lo traspasó a no sé quién.
Excuso reiterar la veneración que me infundía la tal señora por su competencia en el arte de novelar. Me había dicho repetidas veces, que quería inculcarme alguno de sus elevados principios, y con este fin asistía como inexorable Juez a la lectura.
La buena de la poetisa se escandalizó viendo el giro que yo daba a la acción. Rabiosamente idealista, como pretendían demostrar sus rizos y su nariz, no podía tolerar que en una ficción novelesca entrasen damas que no fueran la misma hermosura, galanes que no fueran la caballerosidad en persona. Por eso, saliendo a defender los fueros del idealismo, tomó la palabra, y con áspera y chillona voz, me dijo:
«¿Pero está usted loco? ¿Qué arte, qué ideal, qué estilo es ése? Usted escribirá sin duda para gente soez y sin delicadeza, no para espíritus distinguidos. Yo creí que se me había llamado para oír cosas más cultas, más elegantes. ¡Oh! No comprendo yo así la novela. Ya veo el sesgo que va usted a dar a eso: terminará con burlas indignas, como ha empezado. ¡Ay! ¡Encanallar una cosa que empezaba tan bien! Ahí está el germen de una alta obra moralizadora. ¡Qué lastima! Esa bohardilla, ese joven pobre que vive en ella, melancólicamente entretenido en contemplar a la dama del mirador... y pasan días, y la mira... y pasan noches, y la mira... ¡Que me maten si con eso no era yo capaz de hacer dos tomos! Y esa dama misteriosa... yo no diría quién era hasta el trigésimo capítulo. Tenía usted admirablemente preparado el terreno para componer una obra de largo aliento. ¡Qué lastima!
Al oír esto, no sé qué pasó por mí. Puesto que debo hacer confesión franca de mis impresiones aunque me sean desfavorables, me veo precisado a decir que el dictamen de persona tan perita me desconcertó de modo que en mucho tiempo no acerté a decir palabra. Sirva el rubor con que lo confieso de expiación a mi singular audacia y a la petulante idea de convocar tan esclarecido jurado para dar a conocer uno de los más ridículos abortos que de mente humana han podido salir. Al fin me serenó, gracias a algunas frases bondadosas del siempre magnífico duque, y haciendo un esfuerzo, respondí a la poetisa:
«Y dado el principio de la novela; dados los dos personajes, la bohardilla, el cierro y lo demás, ¿qué discurriría usted? ¿Cómo desarrollaría la acción? (Inútil es decir que al hacer estas preguntas sólo me guiaba el deseo de aprender, apoderándome de las recetas que para componer sus artificios literarios usaba aquella incomparable sibila.)»
¡Oh! ¿Que haría yo, dice usted? -repuso acercándose a mí con tal violencia que pensé que me iba a saltar los ojos con su nariz; -¿qué haría yo? Seguramente había de tirar mucho partido de esos elementos. Supongamos que soy la autora: ese joven pobre es muy hermoso, es moreno e interesante, un tipo meridional, tórrido, un hijo del desierto. Desde su ventana mira constantemente a la joven, y pasa la noche oyendo el triste mayar ele los tigres (así llamaremos por ahora a los gatos hasta encontrar otro animal más poético), y desde allí se aniquila en el loco amor que le inspira aquella dama misteriosa, misteriooooosa... ¿Qué haré? ¡Dios mío! Primero describiría a la dama muy poética... ticamente, muy lánguida, con cabellos rubios, muy rubios y flotantes, y una cintura así... (Al decir esto, hizo un ademán usual, determinando con los dedos pulgar e índice de ambas manos un círculo no más, grande que la periferia de una cebolla.) La pintaría muy triste, vestida siempre de blanco, apoyada día y noche en el barandal, la mano en la mejilla, y contemplando la enredadera, que trepando como vegetal lagartija por los balcones, hasta sus mismos hombros llegaba.
Le advierto a usted -dije con timidez- que yo no he puesto jardín, sino calle.
-No importa -respondió-; yo quito la calle y pongo pensiles. Continúo: la supondría siempre muy triste, y de vez en cuando una lágrima asomaba a sus ojos azules, semejando errante gota de rocío que se detiene a descansar en el cáliz de un jacinto. El joven mira a la dama, la dama no mira al joven. ¿Quién es aquella dama? ¿Es una esposa víctima, una hija mártir, una doncella pura lanzada al torbellino de la sociedad por la furia de las pasiones? ¿Ama o aborrece? ¿Espera o teme? ¡Ah! Esto es lo que yo me guardaría muy bien de decir hasta el capítulo trigésimo, donde pondría el gran golpe teatral de la obra... Veamos cómo desarrollaría la acción para lograr que se vieran y se conocieran los dos personajes. Un día la dama llora más que nunca y mira más fijamente al jardín; su vestido es más blanco que nunca y más rubios que nunca sus cabellos. Un pajarito que juguetea entre las matas viene a apoyarse en la enredadera junto a la mano de la dama, y como al ver la yema del dedo gordo crea que es una cereza, la pica. La joven da un grito, y en el mismo momento el pajarillo salva asustado, remonta el vuelo y va a posarse en la bohardilla de enfrente. La dama alza la vista siguiendo al diminuto volátil y ve... ¿a quién creeréis que ve? Al joven que ha estado doce capítulos con los ojos sin que ésta se dignara mirarle. Desde entonces una corriente eléctrica se establece entre los dos amantes. ¡Se hallan contemplado! ¡Ay!
Al llegar, volvime casualmente hacia el duque de Cantarranas: estaba pálido de emoción y una lágrima se asomaba a sus ojos verdes, semejando viajera gota de rocío que se detiene a reposar en el cáliz de una lechuga. Sentíame yo confundido, anonadado ante la pasmosa inventiva, la originalidad, el ingenio de aquella mujer, junto a quien las Safos y Staëlas eran literatas de tres al cuarto. De los demás personajes de mi auditorio nada diré, todavía.
«-¡Bravo, soberbio! -exclamó Cantarranas aplaudiendo con fuerza y entusiasmándose de tal modo que se le saltó el mal pegado botón de la camisa, y las puntas del cuello postizo quedaron en el aire.
-¿Le gusta a usted mi pensamiento? preguntó la poetisa.- Esto es el canevas tan sólo; después viene el estilo y...
-Me entusiasma la idea -repliqué, apuntando con lápiz lo que ella con el mágico pincel de su fantasía dibujara.
-Ése es el camino que usted debe seguir -añadió, dando a Cantarranas un alfiler para que afirmase el cuello.
-¡Oh! el recurso del pajarillo es encantador.
-El pajarillo -dijo Cantarranas- debe ser el intermediario entre la dama blanca y el joven meridional.
-Pues yo continuaría desarrollando la acción del modo siguiente -prosiguió ella: -Veamos; el joven tomó el pajarillo con sus delicados dedos, y dándole algunas miguitas de pan, le alimentó varios días, consiguiendo domesticarle a fuerza de paciencia. Verá usted qué raro: le tenía suelto en el cuarto sin que intentara evadirse. Un día le ató un hilito en la pata y lo echó a volar; el pájaro fue a posarse al balcón en donde estaba la dama, que le acarició mucho y lo obsequió con migajitas de bizcocho, mojadas en leche. Volvió después a la bohardilla; el joven le puso un billete atado al cuello, y el ave se lo llevó a la dama. Así se estableció una rápida, apasionada y volátil correspondencia, que duró tres meses. Aquí copiaría yo la correspondencia, que ocuparía medio libro, de lo más delicado y elegante. Él empezaría diciendo: «Ignorada señora: los alados caracteres que envío a usted, le dirán, etc...». Y ella contestaría: «Desconocido caballero: Con rubor y sobresalto he leído su epístola, y mentiría si no le asegurara que desde luego he creído encontrar un leal amigo, un amigo nada más...». Por esto de los amigos nada más se empieza. Así se prepara al lector a los grandes aspavientos amorosos que han de venir después.
-¡Qué ternura, qué suavidad, qué delicadeza! -dijo el duque en el colmo de la admiración.
-Acepto el pensamiento -manifesté, anotando todo aquel discreto artificio para encajarlo después en mi obra como mejor me conviniese.
Después que la poetisa hubo mostrado en todo su esplendor, adornándole con las galanuras del estilo, su incomparable ingenio; después que me dejó corrido y vergonzoso por la diferencia que resultaba entre su inventiva maravillosa y el seco, estéril y encanijado parto de mi caletre, ¿cómo había de atreverme a continuar leyendo? Ni a dos tirones me harían despegar los labios; y allí mismo hubiera roto el manuscrito, si el duque, que era la misma benevolencia, no me obligase a proseguir, con ruegos y cortesanías, que vencieron mi modestia y trocaron en valor mis fundados temores. Busqué, pues, en mi manuscrito el punto donde había quedado, y leí lo siguiente:
-«El joven Alejo era pobre, muy pobre. (Bien -dijo la poetisa.) Sus padres habían muerto hacía algunos años, y sólo con lo que le pasaba una tía suya, residente en Alicante, vivía, si vivir era aquello. La mala sopa y el peor cocido con que doña Antonia de Trastámara y Peransurez le alimentaba eran tales, que no bastarían para mantener en pie a un cartujo. Y aun así, doña Antonia de Trastámara y Peransurez, tan noble de apellido como fea de catadura, solía quejarse de que el huésped no pagaba; horrible acusación que hiela la sangre en las venas, pero que es cierta. (La poetisa articuló una censura que me resonó en el corazón como un eco siniestro.) Así es que con los doscientos reales que de Alicante venían, el pobre no tenía más que para palillos, que era, en verdad, la cosa que menos necesitara. Luego las deudas se lo comían, y no podía echarse a la calle sin ver salir de cada adoquín un acreedor. Como era miope, las monedas falsas parece que le buscaban. ¡Singular atracción del bolsillo raras veces ocupado! En cuanto a distracciones, no tenía, aparte la dama citada, sino las murgas que en bandadas venían todas las noches, por entretener a la gente colgada de los balcones.
-¡Ay! ¡ay! -observó la poetisa; -eso de las murgas es deplorable. Ya ha vuelto usted a caer en la sentina.
Al oír esto, otro de los personajes que me escuchaban rompió por primera vez su silencio, y con atronadora voz, dando en la mesa un puñetazo que nos asustó a todos, dijo:
-No está sino muy bien, magnífico, sorprendente. Pues qué, ¿todo ha de ser lloriqueos, blanduras, dengues, melosidades y tonterías? ¿Se escribe para doncellas de labor y viejas verdes, o para hombres formales y gentes de sentido común?
Quien así hablaba era la tercera eminencia que componía el jurado, y me parece llegada la ocasión de describirlo.