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Un tribunal literario/III

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Don Marcos había sido novelista. Desde que se casó con la comercianta en paños de la calle de Postas, dejó las musas, que no le produjeron nunca gran cosa ni le ayudaron a sacar el vientre de mal año. Continuaba, sin embargo, con sus aficiones; y ya que no se entregara al penoso trabajo de la creación, solía dedicarse al de la crítica, más fácil y llevadero. Siempre en sus novelas (la más célebre se titulaba El Candil de Anastasio) brillaba la realidad desnuda. De las muchas diferencias que existían entre su musa y la de Virgilio, la principal era que la de D. Marcos huía de las sencillas y puras escenas de la naturaleza; y así como el pez no puede vivir fuera del agua, la Musa susodicha no se encontraba en su centro fuera de las infectas bohardillas, de los húmedos sótanos, de todos los sitios desapacibles y repugnantes. Sus pinturas eran descarnados cuadros, y sus tipos predilectos los más extraños y deformes seres. Un curioso aficionado a la estadística, hizo constar que en una de sus novelas salían veintiocho jorobados, ochenta tuertos, sesenta mujeres de estas que llaman del partido, hasta dos docenas y media de viejos verdes, y otras tantas viejas embaucadoras. Su teatro era la alcantarilla, y un fango espeso y mal oliente cubría todos sus personajes. Y tal era el temperamento de aquel hombre insigne, que cuanto Dios crió lo veía feo, repugnante y asqueroso. Estos epítetos los encajaba en cada página, ensartados como cuentas de rosario. Era prolijo en las descripciones, deteniéndose más cuando el objeto reproducido estaba lleno de telarañas, habitado por las chinches o colonizado por la ilustre familia de las ratas; y su estilo tenía un desaliño sublime, remedo fiel del desorden de la tempestad. ¿Será preciso decir que usaba de mano maestra los más negros colores, y que sus personajes, sin excepción, morían ahogados en algún sumidero, asfixiados en laguna pestilencial, o asesinados con hacha, sierra u otra herramienta estrambótica? No es preciso, no, pues andan por el mundo, fatigando las prensas, más de tres docenas de novelas suyas, que pienso son leídas en toda la redondez del globo.

De su vida privada se contaban mil aventuras a cuál más interesantes. Mientras fue literato, su fama era grande, su hambre mucha, su peculio escaso, su porte de esos que llamamos de mal traer. El editor que compraba y publicaba sus lucubraciones, no era tan resuelto en el pagar como en el imprimir, achaque propio de quien comercia con el talento; y D. Marcos, cuyo nombre sonaba desde las márgenes del Guadalete hasta las del Llobregat, desfallecía cubierto de laureles, sin más oro que el de su fantasía, ni otro caudal que su gloria. Pero quiso la suerte que la persona del insigne autor no pareciese costal de paja a una viuda que tenía comercio de lana y otros excesos en la calle de Postas: hubo tierna correspondencia, corteses visitas, honesto trato; y al fin uniolos Himeneo, no sin que todo aquel barrio murmurara sobre el por qué, cómo y cuándo de la boda. Lo que las musas lloraron este enlace, no es para contado; porque viéndose en la holgura, trocó el escritor los poco nutritivos laureles por la prosaica hartura de su nueva vida, y cuéntase que colgó su pluma de una espetera, como Cide Hamete, para que de ningún ramplón novelista fuera en lo sucesivo tocada. Después de larga luna de miel, cual nunca se ha visto en comerciantes de tela, se afirma que no reinó siempre en el hogar la paz más octaviana. No están conformes los biógrafos de D. Marcos en la causa de ciertas riñas que pusieron a la esposa en peligro de morir a manos de su esposo: unos lo atribuyen a veleidades del escritor, otros más concienzudos, y buscando siempre las causas recónditas de los sucesos humanos, a que el pesimismo adquirido cultivando las letras infiltrose de tal modo en su pensamiento, que llenó su vida de melancolía y fastidio. ¡Tal influjo tienen las grandes ideas en las grandes almas!

A los ojos del profano vulgo, D. Marcos era siempre el mismo. Aconsejaba a los jóvenes, procurando guiarles por el camino de la alcantarilla. Daba su opinión siempre que se la pidieran, y no negaba elogios a los escritores noveles, siempre que fuesen de su escuela colorista, que era la escuela del betún.

Éste es el tercer personaje de los cuatro que formaban mi auditorio, y este el que expuso su modo de pensar, diciendo:

«No está sino muy bien. Hay que pintar la vida tal como es, repugnante, soez, grosera. El mundo es así: no nos toca a nosotros reformarlo, suponiéndolo a nuestro capricho y antojo: nos cumple sólo retratar las cosas como son, y las cosas son feas. Ese joven que usted ha pintado ahí tiene demasiada luz, y le hace falta una buena dosis de negro. Hoy no saben dar claro-obscuro al estilo, y desde que han dejado de escribir ciertas personas que yo me sé, está la novela por los suelos. Si usted quiere hacer una obra ejemplar, rodee a ese caballerito de toda clase de lástimas y miserias; arroje usted sobre él la sombra siniestra de la sociedad, y la tal sociedad es de lo más repugnante, asqueroso o inmundo que yo me he echado a la cara. Y después, si lo conviene ofrecer una lección moral a sus lectores, haga que el chico se trueque de la noche a la mañana, por la sola fuerza del hambre y del hastío, en un ser abyecto, revelando así el fondo de inmundicia que en el corazón de todo ser humano existe. Preséntele usted con toda la negra realidad de la vida, braceando en este océano de cieno, sin poder flotar, y ahogándose, ahogándose, ahogándose... Pero, eso sí, déjele usted que se enamore con hidrofobia de la dama de enfrente; porque en ese gran recurso dramático ha de cimentarse todo el edificio novelesco. Si yo me encargara de desarrollar el plan, lo haría de ingenioso modo, nunca visto ni en novelas ni en dramas.

-¿A ver, a ver? -interrogamos todos, yo por afán de penetrar los pensamientos literarios de mi amigo, los demás por curiosidad y deseo de ver en todo su horror la cloaca intelectual de aquel atroz ingenio.

-Yo haría lo siguiente, -continuó-: le supondría muy desesperado sin saber qué hacer para comunicarse y entablar relaciones con la dama de enfrente. Suprimo eso del pajarito, que es insufrible. (La poetisa dejó traslucir, con un movimiento de indignación, su ultrajado amor de madre.) Él piensa unas veces meterse a bandido para robar a la dama; otras se le ocurre quemar la casa para sacar a la señora en brazos. Entre tanto se pone flaco, amarillo, cadavérico, con aspecto de loco o de brujo: la casa se cae a pedazos, y en su miseria se ve obligado a comer ratas. (Cantarranas cerró los ojos después de mirar al cielo con angustia.) Un día se le pasa por las mientes un ardid ingenioso, y para esto tengo que suponer que vive, no en la casa de enfrente, sino en la bohardilla de la misma casa. Modificada de este modo la escena, fácil es comprender su plan, que consiste en introducirse por el cañón de la chimenea y colarse hasta el piso principal.

-¡Qué horror! -exclamó la poetisa tapándose la cara con las manos. -¡Se va a tiznar! Si al menos tuviera donde lavarse antes de presentarse a ella.

-No importa que se tizne, -continuó el novelista.- Yo pintaría a la dama muy hermosa, sí, pero con una contracción en el rostro que denota sus feroces instintos. Ha tenido muchos amantes; es mujer caprichosa, uno de esos caracteres corrompidos que tanto abundan en la sociedad, marcando los distintos grados de relajación a que llega en cada etapa la especie humana. Ha tenido, como decía, muchísimos querindangos, y al fin viene a enamorarse de un negro traído de Cuba por cierto banquero, que es un agiotista inicuo, un bandolero de frac.

Con estos antecedentes, ya puedo desarrollar la situación dramática, de un efecto horriblemente sublime. Veamos: ella está en su cuarto, lánguidamente sentada junto a un veladorcillo, y piensa en el Apolo de azabache, charolado objeto de su pasión. Hojea un álbum, y de tiempo en tiempo su rostro se contrae con aquel siniestro mohín que la hace tan espantablemente guapa. De repente se siente ruido en la chimenea: la dama tiembla, mira, y ve que de ella sale, saltando por encima de los leños encendidos, un hombre tiznado: en su delirio creo que es el negro: domínanla al mismo tiempo el estupor y la concupiscencia. La luz se apaga ¡Pataplum!... Qué les parece a ustedes esta situación?

-Digo que es usted el mismo demonio o tiene algún mágico encantador que lo inspire tan admirables cosas -respondí confuso ante la donosa invención de D. Marcos, que me parecía en aquel momento superior cuantos, entre antiguos y modernos, habían imaginado las más sutiles trazas de novela.

La poetisa estaba un tanto cabizbaja, no sé si porque le parecía mejor lo suyo o porque, teniendo por detestable el engendro de D. Marcos, consideraba, a qué límite de fatal extravío pueden llegar los más esclarecidos entendimientos. No estará de más que con la mayor reserva diga yo aquí, para ilustrar a mis lectores, que la poetisa tenía, entre otros, un defecto que suele ser cosa corriente entre las hembras que agarran la pluma cuando sólo para la aguja sirven: es decir, la envidia.

Pues verán ustedes ahora continuó D. Marcos -cómo armo yo el desenlace de tan estupendo suceso. A la mañana siguiente hállase la dama en su tocador, y ha gastado dos pastas de jabón en quitarse el tizne de la cara. Su rabia es inmensa: está furiosa; ha descubierto el engaño, y en su desesperación da unos chillidos que se oyen desde la calle. El joven, por su parte, trata de huir, al ver el enojo de la que adora. Quiere matar al desconocido mandinga, de quien está celosísimo; pero en lugar de bajar la escalera, se ve obligado a subir por el mismo cañón de la chimenea para no ser visto de cierto conde que entra a la sazón en la casa.

La fatalidad hace que no pueda subir por el cañón, habiendo sido tan fácil la bajada; y mientras forcejea trabajosamente para ascender, resbala y cae al sótano y de allí, sin saber cómo, a un sumidero, yendo a parar a la alcantarilla, donde se ahoga como una rata. La ronda le encuentra al día siguiente, y le llevan, en los carros de la basura, al cementerio. Como aquí no tenemos Morgue, es preciso renunciar a un buen efecto final.

Así habló el realista D. Marcos. Cantarranas estaba más nervioso que nunca, y la poetisa sacó un pomito de esencias, para aplicarlo al cartucho que tenía por nariz: este singular pomito era el flacón que había visto en todas las novelas francesas. Es la verdad que D. Marcos le inspiraba profunda repugnancia, y por eso le llamaba ella barril de prosa, sin duda por vengarse del otro, que en cierto artículo crítico la llamó una vez espuerta de tonterías.

Yo no sabía qué hacer en presencia de dos fallos tan autorizados y al mismo tiempo tan contradictorios. Vacilaba entre figurar a mi héroe dando migajas de pan al pajarito, o metiendo la cabeza en los sumideros del palacio de su amada. Miré al magnífico duque, y le vi con la cabeza gacha y colgante, como higo maduro. La poetisa se hallaba en un paroxismo de furor secreto. ¿Cómo podía yo decidirme por una solución contraria a las ideas de Cantarranas, cuando éste era mi Mecenas, o, para valerme de una de sus más queridas figuras, corpulento roble que daba sombra a este modesto hisopo de los campos literarios? Y al mismo tiempo, ¿cómo desairar a D. Marcos, tan experimentado en artes de novela? ¿Cómo renunciar a su plan que era el más nuevo, el más extraño, el más atrevido, el más sorprendente de cuantos había concebido la humana fantasía? En tan crítica situación me hallaba, con el manuscrito en las manos, la boca abierta, los ojos asombrados, indeciso el magín y agitado el pecho, cuando vino a sacarme de mi estupor y a cortar el hilo de mis dudas la voz del cuarto de los personajes que el jurado componían. Hasta entonces había permanecido mudo, en una butaca vieja, cuyas crines por innumerables agujeros se salían, allí estaba, con aspecto de esfinge, acentuado por la singular expresión de su rostro severo. Creo que ha llegado la ocasión de describir a este personaje, el más importante sin duda de los cuatro, y voy a hacerlo.