Un tribunal literario/IV

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Si cuarenta años de incansable laboriosidad, de continuos servicios prestados al arte, a las letras y a la juventud son título bastantes para elevar a un hombre sobre sus contemporáneos, ninguno debiera estar más por cima de la vulgar muchedumbre que don Severiano Carranza conocido entra los árcades de Roma por Flavonio Mastodontiano. Era casi académico, porque siempre que vacaba un sillón se presentaba candidato, aunque nunca quisieron elegirle. Su fuerte era la erudición; espigaba en todos los campos; en la historia, en la poesía, en las artes bellas, en la filosofía, en la numismática, en la indumentaria. Recuerdo su última obra, que estremeció el mundo de polo a polo, por tratar de una cuestión grave, a saber: de si el Arcipreste de Hita tenía o no la costumbre de ponerse las medias al revés, decidiéndose nuestro autor por la negativa, con gran escándalo y algazara de las Academias de Leipsick, Gottinga Edimburgo y Ratisbona, las cuales dijeron que el célebre Carranza era un alma de cántaro al atreverse a llegar un hecho que formaba parte del tesoro de creencias de la humanidad. ¿Pues y su disertación sobre los colmillos del jabalí de Erymantho, que fue causa de un sin fin de mordiscadas entre los más famosos eruditos? No diré nada, pues corre en manos de todo el mundo de su famoso discurso sobre el modo de combinar las tes y las des en el metro de Arte Mayor, el cual le alzara a los cuernos de la luna, si antes, para gloria de España y enaltecimiento de sí propio, no hubiera escrito y dado a la estampa la nunca bastante encarecida Oda a la invención de la pólvora, en que llamaba a este producto químico atmósfera flamínea. Ésta es su única obra de fantasía. Las demás son todas eruditas, porque vive consagrado a los apuntes. Como crítico no se le igualara ni el mismo Cantarranas, aunque no faltan biógrafos que lo equiparan a él, y hubo alguno que aseguró le aventajaba en muchas cosas. Basta decir que Carranza había leído cuanto salió de plumas humanas, siendo de notar que todo libro que pasase por su memoria dejaba en ella un pequeño sedimento o depósito, aunque, no fuera más grande que una gota de agua.

No había fecha que él no supiera, ni nombre que ignorara, ni dato que le fuera desconocido, ni coincidencia que se escapase a su penetración y colosal memoria. Bien es verdad que de este almacén sacaba el cargamento de sus críticas, las cuales tenían más de indigestas que de sabrosas, porque no existe cosa antigua que no sacara a colación, ni autor clásico que no desenterrara a cada paso para llevarle y traerle como a los gigantones en día de Corpus. Escribiendo, era prolijo: su estilo se componía de las más crespas y ensortijadas frases que es dado imaginar. Pulía de tal modo su prosa, que parecía una cabellera con cosmético y bandolina, pudiendo servir de espejo; y sus versos eran tales, que se les creerían rizados con tenacillas. Nunca repitió una palabra en un mismo pliego de papel, por miedo a las redundancias y sonsonetes. En cierta ocasión, habiendo hablado en un artículo del mondadientes de marfil de una dama, viéndose obligado a repetirlo por la fuerza de la sintaxis y pareciéndole vulgar la palabra palillo, llamó a aquel objeto el ebúrneo estilete. Por esta razón aparecían en sus escritos unas palabrejas que sus enemigos, en el furor de la envidia, llamaban estrambóticas. Tratarle a él de pedante era cosa corriente entre los malignos gacetilleros que molestan siempre a los grandes hombres como las pulgas al león.

La persona del erudito Carranza era tan notable como sus obras. Componíase de un destroncado cuerpo sobre dos no muy iguales piernas, brazos pequeños y los hombros cansadísimos; exornando todo el edificio un sombrero monumental, bajo el cual solía verse, en días despejados, la cabeza más arqueológica que ha existido. Después de la corbata, que afectaba cierto desaliño, lo que más descollaba era la boca, donde en un tiempo moraron todas las gracias, y ahora no quedaba ni un diente; y la nariz hubiera sido lo más inverosímil de aquel rostro si no ocuparan el primer lugar unos espejuelos voluminosos, tras los cuales el ojo perspicaz y certero del crítico fulguraba.

Estos ojos fueron los que me miraron con severidad que me turbó: esta boca fue la que con voz tan solemne como cascada, tomó la palabra y dijo:

«¡Oh extravío de las imaginaciones juveniles! ¡Oh ruindad de sentimientos! ¡Oh corrupción del siglo! ¡Oh bajeza de ideas! ¡Oh pérdida del buen gusto! ¡Oh aniquilamiento de las clásicas reglas! ¿Hay más formidable máquina de disparates que la que usted escribió, ni mayor balumba de despropósitos que la que esa señora y ese caballero han dicho? ¿En qué tiempos vivimos? ¿Qué república tenemos? Vaya usted, señora, a coser sus calcetas y a espumar el puchero, y usted, D. Marcos, a cuidar sus hijos si los ha; y usted, joven, a aprender un oficio, que más cuenta le tiene, cualquier ocupación, aunque sea ingrata y vil, que componer libros. Pues qué, ¿es el campo de las letras dehesa de pasto para toda clase de pecus o jardín frondosísimo donde sólo los más delicados ingenios pueden hallar deleites y amenidades? Id, cocineros del pensamiento, a condimentar vulgares sopas y no sabrosos platos; que no es dado a tan groseras manos preparar los exquisitos manjares que se sirven en el ágape de los dioses.

Como Semíramis cuando ve aparecer la sombra de Nino para echarle en cara sus trapicheos; como Hamlet cuando oye al espectro de su padre revelándole los delitos de la señá Gertrudis; como Moisés cuando vislumbra a Jehová en la zarza ardiente, así nos quedamos todos, mudos, fríos, petrificados de espanto. El apóstrofe de aquel hombre, tenido por un oráculo, su singular aspecto, su severa mirada y el eco de su vocecilla, nos infundieron tal pavor, que hubo de transcurrir buen espacio de tiempo antes que yo tomase aliento, y sacara la poetisa su flacón y cerrara la boca el excelente duque.

Al fin nos repusimos del terror, y Carranza, advirtiendo el buen efecto que sus palabras habían producido, arremetió de nuevo contra nosotros, y de tal modo se ensañó con D. Marcos, que pienso no le quedara hueso sano. La poetisa estaba turulata y no hacía más que abanicarse para disimular su enojo, mientras Cantarranas parecía inclinado, en fuerza de su natural bondad, a ponerse de parte del tremendo crítico.

«¡Y para esto me han llamado! -decía éste. -La culpa tiene quien, dejando serias ocupaciones y la sabrosa compañía de las musas, asiste a estas lecturas, donde le hacen echar los bofes con tantísimo desatino.

Entonces yo, desafiando con un arrojo que ahora me espanta la cólera del Aristarco, le dije:

«Pero ya que he tenido la osadía de traerle a usted aquí, oh varón insigne, ¿no me será permitido pedirle la más gran merced que hacerme pudiera, ayudando con sus luces a mejorar este engendro mío que con tan mala estrella viene al mundo?

-Sí, lo haré de muy buen grado -contestó el sabio, trocándose repentinamente en el hombre más suave y meloso de la tierra. Voy a decir cómo desarrollaría yo mi pensamiento; pero han de prometerme que no he de ser interrumpido por aplausos, ni otra manifestación semejante. Empezaré, pues, declarando que yo colocaría la acción de mi obra en tiempos remotos, en los tiempos pintorescos e interesantes, cuando no había alumbrado público, y sí muchas r ondas y gran número de corchetes; cuando los galanes se abrían en canal por una palabrilla, y las damas andaban con manto por esas callejuelas, seguidas de Celestinas y rodrigones; cuando se guardaba con siete llaves el honor, sin que eso quiera decir que no se perdiese en su santiamén. Yo no sé cómo hay ingenios tan romos que novelan con cosas y personas de la época presente, donde no existen elementos literarios, según todos los hombres doctos hemos probado plenamente. Al demonio no se le ocurriría pintar aventuras en una calle empedrada y con faroles de gas. Por Dios y por los Santos, ¿cabe nada más ridículo que un diálogo amoroso, en que aparece a cada momento la palabra usted, hecha para preguntar cómo está el tiempo, los precios de la carne, etc.?... Pues bien; yo figuraría mis personajes en el siglo XVII, y abriría la escena con gran ruido de cuchilladas y muchos pardieces y voto a sanes; después el ir y venir de los alguaciles y, por último, la voz cascada de una vieja alcahueta que acude con su farolito a reconocer la cara del muerto.

Todos nos mirábamos, sorprendidos ante el pintoresco cuadro que en un periquete había trazado aquel maestro incomparable.

«El joven pobre que ha puesto usted en la bohardilla, donde está muy retebién, le figuraría yo un hidalgo de provincias, sin blanca y con malísima estrella. Ha llegado a Madrid en busca de fortuna, y solicita que la hagan capitán de Tercios, para lo cual anda de ceca en meca, sin poder conseguir otra cosa que desprecios. La dama de enfrente es de la más alta nobleza, hija de algún montero mayor de la casta real, o cosa por el estilo, lo cual hace que tenga entrada en palacio, y sea bienquista de reyes, príncipes e infantes. Meteremos en el ajo algún rapabarbas o criado socarrón que haga de tercero, porque novela o comedia sin rapista charlatán y enredador es olla sin tocino y sermón sin Agustino. ¡Y cómo había yo de pintar las escenas de tabernas, las cuchilladas, las pendencias que dirige siempre un tal maese Blas o maese Pedrillo! ¿Pues y las escenas de amor? ¡Qué discreción, qué ternezas, qué riqueza metafórica había yo de poner allí! Carta acá, carta allá, y entrevista en las Descalzas todos los días, porque la condesa vieja es tan devota, que no se mueve un clérigo ni fraile en las iglesias de Madrid sin que ella vaya a meter sus narices en la función. El hidalguillo tañe su laúd que se las pela, y la dama le manda décimas y quintillas. Ambos están muy amartelados. Pero cata aquí que el padre, que es un condazo muy serio, con su gorguera de encajes que parece un sol gran talabarte de pieles y unos gregüescos como dos colchones, quiere que se case con D. Gaspar Hinojosa, Afán de Rivera, ete., etc., etc., que es contralor, hijo del virrey de Nápoles y secretario del general qué sé yo cuántos, que ha tomado a Amberes, Ostende, Maestrich u otra plaza cualquiera. El Rey tiene un gran empeño en estas nupcias, y la Reina dice que quiere ser madrina del bodorrio. Ahora es ella. La dama está fuera de sí, y el hidalguillo se rompe la cabeza para inventar un ardid cualquiera que le saque de tan espantoso laberinto. ¡Oh terrible obstáculo! ¡Oh inesperado suceso! ¡Oh veleidades del destino! ¡Oh amargor de la vida! Lo peor y más trágico del caso es que el padre se ha enterado de que hay un galán que corteja a la niña, y se enfurece de tal modo, que si le coge, le parte la cabeza en dos con la espada toledana. Cuenta al Rey lo que pasa, la Reina lo echa fuerte reprimenda a nuestra heroína, y todos convienen en que el galán aquel es un majagranzas, que no merece ni descalzarle el chapín a la doncella. El mozo ya no rasca laúdes ni vihuelas, y se pasea por el Cerrillo de San Blas muy cabizbajo y melancólico. Los criados del conde le andan buscando para darle una paliza; pero escapa de ella, gracias a las tretas del socarrón de su lacayo, que no por estar muerto de hambre deja de ser maestro en artimañas y sutilezas. Los amantes van a ser separados para siempre. Y lo peor es que el D. Gaspar se enfurruña y ya no quiere casarse, y dice que si topa en la calle al pobre hidalgo, le pondrá como nuevo. ¿Qué hacer? ¡Tate!... Aquí está el quid de la dificultad. ¿Cómo desenredar esta enmarañada madeja? Pues verán ustedes de qué manera ingeniosa, con qué donosura y originalidad desato yo este intrincado nudo, en que el lector, suspenso de los imaginarios hechos, los mira como si fuesen reales y efectivos. ¿Qué les parece a ustedes que voy a inventar? ¿A ver?

Todos nos quedamos con la boca abierta, sin saber qué contestarle. Yo sobre todo, ¿cómo había de imaginar cosa alguna que igualara a los profundos pensamientos de aquel pozo de ciencia?

-Pues verán ustedes -prosiguió-. Hallándose las cosas he dicho, de repente... ¡Qué novedad! ¡Qué agudísima e inesperada anagnórisis!... Pues es el caso que el muchacho tiene un tío, oidor de Indias. Este tío oidor, que es todo un letrado y persona de pro, muere legando un caudal inmenso; de modo que cuando menos se lo piensa, el hidalguillo se ve con doscientos mil escudos en el arca y es más rico que el conde de enfrente. Cátate que en un momento le obsequian todos y le guardan más miramientos que si fuera el mismo duque de Lerma, ministro universal. El padre de la dama se ablanda, ésta se marcha a Platerías diciendo que va a comprar unas arracadas, pero con el disimulado fin de ver al hidalguillo y oír de sus mismos labios la noticia de la herencia; la Reina se desenoja, el Rey dice que les ha de casar o deja de ser quien es. Don Gaspar se va furioso a las guerras de la Valtellina, donde le matan de un arcabuzazo, y por fin los dos jóvenes se casan, son muy obsequiados, y viven luengos años en paz y en gracia de Dios. Así, señores, desarrollaría yo el pensamiento de esta novela, que, expuesta de tal modo, pienso no sería igualada por ninguna de cuantas en lengua italiana o española se han escrito, desde Bocaccio hasta Vicente Espinel; que yo las he leído todas, y aquí pudiera referirlas ce por be, sin que se me quedara una en la cuenta.

Aquí terminó el dictamen de D. Severiano Carranza, fénix de los literatos. Esta lección tercera era ya demasiada carga de lección tercera era ya demasiada carga de bochorno y humillación para mí. Y ¿cómo había yo de continuar leyendo, si en un dos por tres me habían mostrado aquellos personajes la flaqueza de mi entendimiento, apto tan sólo para bajas empresas? Me afrentaron, y de sus enseñanzas saqué menos provecho que vergüenza. Sí: lo digo con la entereza del que ya ha desistido de caminar por el escabroso sendero de la literatura, y confiesa todos sus yerros y ridiculeces. Cuando D. Severiano acabó, la poetisa hizo un mohín de fastidio, señal de que el discurso no le había parecido de perlas. D. Marcos se reía del insigne erudito, y el duque de Cantarranas... (rubor me cuesta el confesarlo, porque lo estimo sobremanera, y desearía ocultar todo lo que le menoscabase; pero la imparcialidad me obliga a decirlo) el duque se había dormido, cosa inexplicable en quien siempre fue la misma cortesía.

Otro suceso doloroso tengo que referir, y sabe Dios cuánto me cuesta revelar cosas que puedan obscurecer algún tanto la fama que rodea a estas cuatro venerandas personas. ¿Revelaré este funesto incidente? ¿Llevaré la mundanal consideración y el afecto particular hasta el extremo de callar la verdad, hija de Dios, sin la cual ninguna cosa va a derechas en este mundo? No; que antes que nada es mi conciencia; y además, si enseño una flaqueza de mis cuatro amigos, no por eso van a perder la estimación general quienes tantos y tan grandes merecimientos y títulos de gloria reúnen. Hay momentos en que los más rutilantes espíritus sufren pasajero eclipse, y entonces, mostrándose la naturaleza en toda su desnudez, aparecen las malas pasiones que bullen siempre en el fondo del alma humana.

Esto fue lo quo pasó a mis cuatro jueces en aquella noche funesta. Sucedió que unas palabras de D. Marcos, que fue siempre algo deslenguado irritaron al augusto crítico. Quiso intervenir Cantarranas, y como la poetisa dijese no sé qué tontería de las muchas que tenía en la cabeza, D. Marcos le increpó duramente; salió a defenderla con singular tesón el duque, y recibió de pasada, y como sin querer, un furibundo sopapo. Desde entonces fue aquello un campo de Agramante, y es imposible pintar el jaleo que se armó. Daba el erudito a D. Marcos, D. Marcos al duque, éste al erudito, el cual se vengaba en la poetisa, que arañaba a todos y chillaba como un estornino, siendo tal la baraúnda, que no parecía sino que una legión de demonios se había metido en mi casa. No pararon los irritados combatientes hasta que D. Marcos no derramó sangre a raudales, rasguñado por la poetisa; hasta que ésta no se desmayó dejando caer sus postizos bucles, y haciéndome en la frente un chichón del tamaño de una nuez; hasta que al duque no se le fraccionó en dos pedazos completos la mejor levita que tenía; hasta que Carranza no perdió sus espejuelos y la peluca, que era bermeja y muy sebosa.

Así terminó la sesión que ha dejado en mí recuerdos pavorosos. He revelado esta lamentable escena por amor a la verdad, y porque debo ser severo con aquellos que más valen y más fama gozan. De todos modos, si hago esta confesión, no es con ánimo de publicar debilidades, sino por hacer patente lo miserable de la naturaleza humana, que aun en los más elevados caracteres deja ver en alguna ocasión su fondo de perversidad.