Un viaje de novios: 08

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Un viaje de novios
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo VII

Capítulo VII

Lucía acababa de secarse ante la chimenea encendida por Artegui en su cuarto. Los cabellos, antes empapados y pegados a la frente, comenzaban a revolar ligeros en torno de sus sienes; su ropa humeaba aún, pero ya el benéfico calorcillo, penetrándola, le restituía la acostumbrada soltura. Sólo la pluma del sombrero, lastimosamente alicaída, atestiguaba los estragos de la arroyada, a despecho de la prolijidad con que su dueña, aproximándola a las llamas, intentaba devolverle las gráciles roscas.

En una butaca yacía Artegui, cual siempre, yerto, abandonado a la inercia de sus ensueños. Reposaba sin duda la fatiga de haber prendido fuego a los cepos que tan regocijadamente ardían, y pedido té y servídolo, mezclándole unas gotas de ron. Silencioso y quieto ahora, posaba los ojos en Lucía y en el fuego, que daba móvil fondo rojo a su cabeza. Mientras Lucía sintió el peso de la mojada ropa y la prensión del calzado húmedo, mantúvose también muda y encogida, tiritando, creyendo escuchar aún el redoble de los truenos y sentir los picotazos de las múltiples agujas de la lluvia en sus mejillas.

Poco a poco la suave influencia del calor fue desatando sus miembros entumecidos y paralizada lengua. Adelantó los pies, luego las manos, hacia la hoguera; sacudió las enaguas, con objeto de enjugarlas por igual, y finalmente, sentose en el suelo a la turca para mejor gozar del fuego, que contempló fija y absorta, oyéndole crujir y viendo los troncos pasar de color de brasa al negro.

-¿Don Ignacio? -dijo de pronto

-¿Lucía?

-¿A que no sabe usted lo que estoy pensando?

-Usted dirá.

-Son tan raras las cosas que desde anteayer me suceden; está tan fuera de sus naturales caminos mi vivir desde estos días; tan singular e inaudito me parece lo que usted dijo allá... junto al pantano, que imagino si me quedaría dormida en Miranda de Ebro, y no habré despertado aún. Yo debo estar todavía en el vagón, es decir, allí estará mi cuerpo, pero mi alma se escapó y sueña tales tonterías... a la fuerza.

-No sé qué tenga de particular cuanto a usted acontece: antes tiene mucho de vulgar y sencillo. Se queda atrás su marido de usted; y yo, que por casualidad la encuentro entonces, la acompaño hasta que él venga. Ni más ni menos. No hagamos novela.

Artegui hablaba con su entonación lenta y desdeñosa de costumbre.

-No -insistió Lucía-, si lo extraño no es lo que me ha sucedido. Lo que hallo inusitado, es usted. Vamos, Don Ignacio, que usted bien lo conoce. Yo nunca vi a nadie que pensase lo que usted piensa, ni que lo dijese; y por eso a veces -murmuró cogiéndose la frente con ambas manos- suele pasarme por acá la idea de que estoy soñando aún.

Levantose Artegui del sillón y acercose al fuego. Su gallarda estatura crecía al reflejo de la lumbre, y a Lucía, sentada en el suelo, pareciole más alto que de ordinario.

-Importa -dijo él inclinándose- que le pida a usted perdón. Yo no acostumbro decir ciertas cosas al primero que llega; pero a personas como usted todavía menos. He soltado mil necedades, que con razón asustaron a usted. Sobre ser inconveniente, es de mal gusto y hasta cruel, lo que hice. Procedí como un necio y me pesa de ello: créalo usted.

Lucía, levantando el rostro, le miraba. El resplandor de la lumbre doraba su cabello castaño, y teñía de rosa toda su carne: brillábanle los ojos, que alzaba, obligada por la postura.

-Tengo -prosiguió Artegui- dos temperamentos, y suelo obedecerles irreflexivamente, como un niño. Por lo regular, soy como era mi padre, muy firme de voluntad, muy reservado y dueño de sí mismo; pero a veces domina en mí el temperamento materno. Mi pobre madre padeció siendo muy joven, allá en su castillote de Bretaña, ataques de nervios, melancolías y trastornos que nunca ha logrado curar del todo, si bien se aliviaron algo después de mi nacimiento. Ella soltó parte del mal, y yo le recogí; ¡qué mucho que en ocasiones obre y hable, no como hombre, sino como niño o mujer!

-Eso es, Don Ignacio -exclamó Lucía-, que en sana razón no pensaría usted lo que... lo que dijo allí.

-Yendo con usted -prosiguió él-, con una criatura joven y leal, que ama la vida y siente, y cree, ¿quién me metía a mí a hablar de nada triste, ni exponer desvaríos abstrusos, convirtiendo el paseo en cátedra? ¡Ridiculez igual! soy un majadero. Lucia -añadió con naturalidad y sin la menor expresión de amargura-, usted dispensa mi falta de tino, ¿no es cierto?

-Sí, Don Ignacio -murmuró ella bajo.

Artegui arrastró el sillón, y sentose cerca del fuego también, alargando manos y pies hacia la llama.

-¿No siente usted frío ya? -preguntó a Lucía.

-No, señor. Un calor muy agradable, al contrario.

-¿A ver esas manos?

Lucía, sin levantarse, entregó sus manos a Artegui, que las halló tibias y suaves, y las soltó presto.

-Con la lluvia -añadió-, no pude llevarla a usted un poco más lejos, hacia la parte de Biarritz, donde hay tan bonitas quintas y parques al estilo inglés. Ni hemos disfrutado casi de la hermosa campiña. ¡Qué bien olían los henos y los tréboles! Y la tierra. El olor de la tierra labrada es algo acre, pero muy grato.

-Lo que olía bien, eran unas mentas que vi al borde del pantano. Siento no haberme traído ramas.

-¿Quiere usted que vaya por ellas? Pronto estaría de vuelta...

-Jesús, María y José! ¡Qué disparate, Don Ignacio! ¡ir ahora por las mentas! -dijo Lucía; pero el placer de la oferta tiñó de púrpura su rostro.

-¿Oye usted cómo diluvia? -agregó por mudar de asunto.

-La mañana no anunciaba este turbión -repuso Artegui-. Es muy húmeda toda Francia en general, y esta cuenca del Adour no desmiente la regla. ¡Lástima no haber podido recorrer Biarritz! Hay allí palacios y comercios monísimos. La llevaría a usted a ver la Virgen que, desde una roca, parece que sosiega el Océano... Más hermosa idea artística no se puede dar.

-¿Cómo? ¿la Virgen? -preguntó muy interesada Lucía.

-Una estatua erigida sobre unos peñascos... Al ponerse el sol, es un efecto maravilloso: la estatua parece de oro, y la rodea un mar de fuego... Es una aparición.

-¡Ay, Don Ignacio! ¿me llevará usted mañana? -gritó Lucía, dilatados los ojos con el afán y alzando sus manos suplicantes.

-Mañana... -Artegui se quedó otra vez pensativo-. Pero, señora -pronunció ya con diverso tono-, ¡hoy debe llegar su marido de usted!

-Es verdad.

Cesó de suyo el diálogo, y ambos interlocutores miraron el fuego, y aún Artegui le añadió leña, porque menguaba. Crujieron los inflamados tizones, y algunos se abrieron, hendiéndose como la granada madura; saltaron mil chispas, y medio se desmoronó el ígneo edificio bajo el peso de los nuevos materiales. Lamió suavemente la llama el reciente pasto que le ofrecían, y al fin comenzó a clavarle sus lenguas de áspid, arrancando con cada beso ardiente un chasquido de dolor. Aunque no fuese todavía muy remota la hora meridiana, estaba el aposento casi obscuro, tal era al exterior el aguacero y el negror del cielo.

-No ha almorzado usted, Lucía -recordó de pronto Artegui, levantándose-. Voy a decir que le traigan a usted el almuerzo aquí.

-¿Y usted, Don Ignacio?

-Yo... almorzaré también, abajo, en el comedor. Es ya muy hora.

-Pero ¿por qué no almuerza usted aquí, conmigo?

-No, abajo -replicó él avanzando hacia la puerta.

-Como usted quiera... pero yo no tengo ganas. No me traiga usted nada. Estoy... así, vamos, no sé cómo.

-Tome usted algo... ha cogido usted frío y le conviene entrar en reacción.

-No... aún si usted almorzase aquí, me animaría tal vez-, insistió ella con tenacidad de niña voluntariosa.

Encogiose Artegui de hombros como aquel que se resigna, y tiró del cordón de la campanilla. Cuando un cuarto de hora después entró el camarero con la bandeja, ardía el fuego más que nunca claro y regocijado, y las dos butacas, colocadas a ambos lados de la chimenea, y el velador cubierto de níveo mantel, convidaban a la dulce intimidad del almuerzo. Brillaban las limpias copas, las garrafas, la salvilla, las vinagreras, el aro de plata del mostacero: los rábanos, nadando en fina concha de porcelana, parecían capullos de rosa; el lenguado frito presentaba su dorado lomo, donde se destacaba el oro pálido de las ruedas de limón, y el verde chamuscado de las ramas de perejil; los bisteques reposaban sangrientos en lago de liquida manteca; y en las transparentes copas de muselina destellaba el intenso granate del Borgoña y el rubio topacio del Chateau-Iquem. Al entrar y salir; al dejar cada plato, o recogerlo, reíase el camarero, para su sayo, de la enamorada pareja española, que quería habitación aparte, para luego almorzar así, mano a mano, al halago de la lumbre. A fuer de francés de raza, el sirviente aprovechaba la situación, subiendo el gasto. Había presentado a Artegui la lista de los vinos, y se permitía indicaciones y consejos.

-El señor querrá Champagne helado... Se lo traeré en garrafa, es más cómodo... Las ananas que hay en la casa son excelentes: voy a traer... El Málaga nos llega directamente de España: ¡oh! el vino de España... ¡clac! no hay como la España para vinos...

Y fueron viniendo botellas, aumentándose copas a la ya formidable batería que cada convidado tenía ante sí; anchas y planas, como las de los relieves antiguos, para el espumante Champagne; verdes y angostas, finísimas, para el Rhin; cortas como dedales, sostenidas en breve pie, para el Málaga meridional. Apenas llegó Lucía a catar dos dedos de cada vino; pero los iba probando todos por curiosidad golosa; y, un tanto pesada ya la cabeza, olvidando deliciosamente las peripecias del paseo matinal, se recostaba en la butaca, proyectando el busto, enseñando al sonreír los blancos dientes entre los labios húmedos, con risa de bacante inocente aún, que por vez primera prueba el zumo de las vides. La atmósfera de la cerrada habitación era de estufa: flotaban en ella espirituosos efluvios de bebidas, vaho de suculentos manjares, y el calor uniforme, apacible de la chimenea, y el leve aroma resinoso de los ardidos leños. Lindo asunto para una anacreóntica moderna, aquella mujer que alzaba la copa, aquel vino claro que al caer formaba una cascada ligera y brillante, aquel hombre pensativo, que alternativamente consideraba la mesa en desorden, y la risueña ninfa, de mejillas encendidas y chispeantes ojos. Sentíase Artegui tan dueño de la hora, del instante presente, que, desdeñoso y melancólico, contemplaba a Lucía como el viajero a la flor de la cual aparta su pie. Ni vinos, ni licores, ni blando calor de llama, eran ya bastantes para sacar de su apático sueño al pesimista: circulaba lenta en sus venas la sangre, y en las de Lucía giraba pronta, generosa y juvenil. Hermoso era, sin embargo, para los dos el momento, de concordia suprema, de dulce olvido; la vida pasada se borraba, la presente era como una tranquila eternidad, entre cuatro paredes, en el adormecimiento beato de la silenciosa cámara. Lucía dejó pender ambos brazos sobre los del sillón; sus dedos, aflojándose, soltaron la copa, que rodó al suelo, quebrándose con cristalino retintín en el bronce del guardafuego. Riose la niña de la fractura, y, entreabiertos los ojos y clavados en el techo, se sintió anonadada, invadida por un sopor, un recogimiento profundo de todo su ser. Artegui, en tanto, mudo y sereno, permanecía enhiesto en su butaca, orgulloso como el estoico antiguo: acre placer le penetraba todo, el goce de sentirse bien muerto, y cerciorarse de que en vano la traidora Naturaleza había intentado resucitarle.

Y así se estuvieran probablemente hasta sabe Dios cuándo, a no abrirse de golpe la puerta, apareciendo en ella un hombre; no el camarero, ni menos el esperado Miranda, sino un mozalbete de algunos veinticuatro o veinticinco años, mediano de estatura, pronto y desenfadado de modales. Traía el sombrero puesto, y lo primero que se veía de su persona era el reluciente alfiler de la corbata, y las botas de caña clara, atrevidas, cortas, un tanto manolescas. Causó la entrada de este nuevo personaje una transformación a vista en la escena: mientras Artegui se levantaba furioso, Lucía, vuelta a la conciencia de sí misma, pasó las manos por las sienes, enderezose en el sillón adoptando actitud reservada, pero con las pupilas vagas aún, perdidas en el espacio.

-Hola, Artegui... ¿Usted por aquí? Lo veo, lo veo ahora mismo en la tablilla, y vengo a escape... -pronunció imperturbable el recién venido. Y de pronto, haciendo como que reparaba en Lucía, inclinose con soltura, descubriéndose, sin añadir otra palabra.

-Señor Gonzalvo -respondió Artegui recatando el enojo bajo un tono glacial-, muy amigos nos habremos vuelto desde que no nos vemos. En Madrid...

-¡Usted siempre tan inglés, tan inglés! -pronunció sin turbación ni encogimiento el mancebo-. Mire usted; ya sabe usted que soy franco, franco; en Madrid andábamos cada cual a nuestro negocio y a nuestro gusto; pero en el extranjero, en el extranjero agrada encontrar paisanos. En fin, dispense usted; dispense usted; veo que vine a molestarle; lo siento por la señora...

Nueva reverencia, mientras sus ojos entornados se cosían cínicamente al rostro de Lucía, alumbrado por los moribundos tizones.

-No, espere usted -gritó Artegui levantándose y asiéndole de una manga sin ceremonia, al ver que volvía la espalda. Ya que ha entrado usted aquí sin más ni más, es preciso que sepa usted que no me coge en ninguna aventura escandalosa, ni de eso nace mi enojo por su importunidad.

-Hombre, hombre, hombre; si yo no pregunto... -dijo él encogiéndose de hombros.

-Me importa un bledo lo que creyese usted de mí... Pero esta señora es... una mujer honrada; por incidentes que no son del caso viene sola, y la acompaño hasta entregársela a su esposo...

Y viendo la media sonrisa de su interlocutor, añadió:

-Le aconsejo a usted que me crea, porque mi reputación de verídico es quizás la única que en el mundo aprecio...

-Le creo a usted; le creo a usted... -dijo sencilla y sinceramente el mozo-; usted pasa por algo raro, raro; pero muy franco también... Además, yo soy práctico, práctico, práctico en la materia, y bien distingo las verdaderas señoras...

Díjolo haciendo tercera vez venia a Lucía, con gentil desembarazo. Levantose ella, instintivamente digna, y serio y compuesto el rostro le devolvió el saludo. Artegui se adelantó entonces, y soltó la fórmula sacramental:

-El señor don Pedro Gonzalvo, la señora de Miranda.

Miranda... Sí, sí, lo he visto, lo he visto abajo escrito en la tablilla también... conozco un Miranda que se habrá casado estos días... solterón, solterón...

-¿Don Aurelio? -preguntó Lucía a pesar suyo.

-Justo... Le trato mucho, mucho.

-Es mi marido -murmuró ella.

Encendiéronse rápidamente en una llamarada de curiosidad las mejillas del mancebo, y clavó de nuevo en Lucía sus ojos chicos examinándola implacablemente.

-Miranda... ¡Ah! ¡Conque es usted la señora, la señora de Aurelio Miranda! -repitió, sin ocurrirsele decir más. Pero, discretamente indicadas, le bullían en los labios las preguntas de tal modo, que Artegui se impuso la penitencia de narrarle todo la acaecido de pe a pa. Escuchaba él, refrenando con su práctica del mundo, la risa maliciosa que le asomaba a las facciones. Era evidente que al mozo calaverilla le divertía infinito el cómico percance conyugal del calaverón rancio. Un rayo de sol vergonzante rompía las pardas nubes, y recortaba sobre el fondo obscuro la cabeza linfática, rubia, la tez pecosa, las facciones delicadas, pero no exentas de rasgos característicos, del mancebo. Sus manos blancas y femeniles atormentaban la cadena de acero del reloj, y en el meñique de una de ellas rojeaba grueso carbunclo, al lado de otro aro inocente, sortija de colegiala, sobrado estrecha para el dedo, una crucecica de perlas sobre un círculo de oro.

-Y, en resumen, ¿de Miranda, no se sabe nada, nada? -preguntó oído el relato.

-Nada hasta hoy -afirmó gravemente Artegui.

-Hombre, es divino ¡es divino! -masculló el mozalbete entre dientes, riéndose más bien con los ojos que con la boca-. ¡Lance igual! Estará chistoso Miranda; estará chistoso.

Artegui le miraba fijamente, sorprendiendo en sus pupilas la risa indiscreta. Con solemne seriedad, le interrogó:

-¿Es usted amigo de Don Aurelio Miranda?

-Sí, mucho, mucho... -ceceó rápidamente Gonzalvo, que solía al pronunciar comerse dos o tres letras de cada palabra, repitiendo en cambio la palabra misma dos o tres veces, lo que hacía galimatías peregrino, sobre todo cuando hablaba colérico, barajando o suprimiendo vocablos enteros:

-Mucho, mucho -prosiguió-. En todas partes, hombre, en todas partes, me lo encontraba en Madrid... Fue una temporada del, ¿cómo se llama?, del Veloz Club, del Veloz Club, y estaba abonado con nosotros, con los muchachos, a ése, vamos... a Apolo, a Apolo.

-Me felicito -exclamó Artegui sin menguar un ápice en seriedad-. Pues, señora -siguió volviéndose a Lucía-, ya tiene usted aquí lo que tanto le hubiera convenido encontrar dos días hace: un amigo de su esposo, que con harta más razón, motivo y derecho que yo, puede servirla de rodrigón hasta que el señor Miranda aparezca.

A esta inesperada salida, Gonzalvo sonrió inclinándose cortésmente, como hombre de mundo acostumbrado a todo género de situaciones; pero Lucía, con el rostro atónito, encendido aún, se echó atrás, en ademán de rehusar la nueva escolta que se le brindaba.

Interrumpió la escena muda el camarero, entrando y presentando a Artegui en una bandejilla un sobre azul, que encerraba un telegrama. No era dable en Artegui palidecer, y, sin embargo, visiblemente se tornaron aún más descoloridos sus pómulos al leer, roto el sobre, lo que el parte decía. Nubláronse sus ojos, y por instinto buscó el apoyo de la chimenea, en cuya tableta de mármol se recostó. A este punto, Lucía, vuelta ya de su asombro primero, se lanzaba a él, y poniéndole las dos manos en los brazos, le suplicaba ansiosamente:

-Don Ignacio, Don Ignacio... no me deje usted así... Para lo que falta ya... ¿qué trabajo le cuesta a usted quedarse? Yo no conozco a este señor... en mi vida le he visto...

Artegui oía maquinalmente, como oyen los catalépticos. Al fin se desató su lengua. Miró a Lucía sorprendido, cual si la viese por primera vez, y con voz debilitada pronunció:

-Me voy a París ahora mismo... Mi madre se muere.

Sintió ella en el cráneo otro golpe de maza, y quedose sin voz, sin aliento, sin pulsos. Cuando pudo exclamar:

-Pero... su madre de usted... ¡Dios mío, qué desgracia tan grande! -estaba Artegui ya en la puerta, sin oír las ceceosas ofertas de servicio que le prodigaba Gonzalvo.

-¡Don Ignacio! -gritó la niña al ver poner la mano en el pestillo.

Cual si a aquella voz vibrante se despertase la memoria del desdichado hijo, volvió pies atrás, fue derecho a Lucía, y sin pronunciar palabra cogiole las dos manos, y las prensó entre las suyas, con enérgico y mudo apretón. Así se estuvieron breves segundos sin acertar a decirse una frase de despedida. Lucía quiso hablar; pero parecíale que un dogal muy suave, de seda, se ceñía a su garganta, estrangulándola cada vez más. De improviso la soltó Artegui; ella respiró, adosándose a la pared, aturdida... Cuando miró en torno, no estaba en la habitación sino Gonzalvo, que leía entre dientes el telegrama, olvidado por su dueño sobre la mesa.

-Pues es verdad, pues es verdad... Y está en castellano, murmuraba: «La señora bastante grave. Desea venga señorito... Engracia.» ¿Quién será esta Engracia, esta Engracia?¡Ah! ya sé: el ama de cría de Artegui... el ama, de fijo. ¡Hombre, hombre! pues no sé si cogerá el expreso, el expreso (esta palabra en labios de Gonzalvo sonaba así: epés). Las dos y media... hace poco llegó el de España... aún tiene tiempo.

Guardó otra vez el lindo reloj esqueleto con cifras grabadas en ambos cristales, y volviendo los ojuelos a Lucía, añadió:

-Lo siento por usted; por usted, señora; ahora soy yo su escolta... Lo mejor es que se venga usted conmigo; aquí tengo a mi hermana, a mi hermana, y las pondré a ustedes juntas... No está... No está bien una señora así, sola en una fonda...

Gonzalvo tendió el brazo, y Lucía, pasivamente, iba a apoyarse en él; pero se abrió de nuevo la puerta, y el camarero, con actitud teatral, anunció:

-Monsieur de Miranda.

Era, en efecto, el asendereado novio, cojeando de la pierna derecha, pudiendo apenas sentar el pie, porque los agudos dolores de la luxación, consecuencia ingrata del salto a la vía, se renovaban al apoyar la planta en el suelo. Perdida así la gallardía del andar, los cuarenta y pico se asomaban implacables a todas las líneas del rostro: la triste raya de tinta de los bigotes resaltaba sobre la marchita tez; el párpado caído, hundidas las sienes y desaliñado el cabello, parecía el ex buen mozo una de esas desmanteladas torres, bellas a la luz crepuscular, pero que a mediodía todas se vuelven grietas, ortigas, zarzales y lagartos. Y como Lucía se quedase dudosa, indecisa, sin acertar ni a darle los buenos días, ni a arrojarse en sus brazos, Gonzalvo, censor eterno y sempiterno del matrimonio, desenlazó la extraña situación disparando la risa, y adelantándose a dar un abrazo jocoserio a aquella lamentable caricatura del esposo que llega.