Un viaje de novios: 11
Capítulo X
Solía la voz de la anémica romper el encanto. -Eh, chica... ¿en qué estarás tú pensando? ¡Qué románticas son estas niñas criadas en provincia!
Los ojos agudos y perspicaces de Pilar se clavaban, al decir esto, en la fisonomía de Lucía, descubriendo en ella una sombra leve, una especie de veladura parda desde la frente y las sienes a las ojeras, y cierto hundimiento en las comisuras de la boca. Su curiosidad enfermiza se despertaba, infundiéndole deseos de disecar, por solaz y pasatiempo, aquel corazón. Habíale dicho la infalible penetración mujeril muchas cosas, e incapaz de contentarse con la adivinación discreta, quería la confidencia. Era una emoción más que se brindaba a sí propia en el curso de la estación termal.
-¡Qué sé yo en qué pensaba! En nada -contestaba Lucía apelando al expediente más vulgar y siempre más socorrido.
-Pues parece a veces que estás tristona, monísima... y no sé de qué; porque estás precisamente en lo más bonito de la luna de miel... ¡Cáspita! ¡Quién como tú! Miranda es muy agradable; tiene tan buen trato, se presenta tan bien...
-Eso sí, muy bien -repitió como un eco Lucía.
-Y está chocho por ti... ¡Vaya! ¡si eso se ve! Él anda por allí mucho con mi hermano... Pero chica, ¿qué quieres? Así son todos los hombres... El caso es que mientras están con una gasten buen humor y le hablen con cierto mimo... Y que no sean celosos... No, Miranda eso sí que lo tiene de bueno: celoso, no es.
Pusose Lucía color de brasa, y bajándose, cogió un puñado de hojas secas, maniobra que le sirvió para disimular su confusión. Después se entretuvo en reducirlas a polvo entre el índice y el pulgar, soplando para aventarlo más presto.
-Y cuidado -prosiguió Pilar- que otro en su caso... No, mira, si yo fuese hombre, no sé lo que hubiera hecho... eso de que un caballero acompañase a mi novia tantos días... así, mano a mano... y precisamente cuando...
A este golpe directo y brutal, alzó Lucía la frente, y posó en su amiga la mirada cándida, pero digna y aun severa, que a veces solía chispear en sus ojos. Pilar, diestra en táctica, retrocedió para saltar mejor.
-Es verdad que conociéndote a ti... y a él, cualquiera sería tan confiado como Miranda... Tú, ya se sabe, una santita, un angelín de retablo... y él... él es un caballero chapado a la antigua, a pesar de sus manías... más fama tiene que el Cid. ¡Ya viene de atrás! Yo le conozco mucho, hace tiempo -aseveró Pilar, que como todas las jóvenes de la clase media introducidas en la buena sociedad, tenía prurito de conocer al mundo entero.
-¿Tú... le conoces hace tiempo? -murmuró Lucía, subyugada y ofreciendo a la anémica el brazo para que se apoyase.
-Sí, mujer. Va cada año a Madrid, a veces por todo el invierno, pero generalmente un mes o dos de primavera. De sociedad gusta poco; le convidaron a algunas casas, porque parece que su padre, el cabecilla, era una persona distinguida de las Provincias, y está emparentado con los Puenteancha, y con los Mijares, que son Urbietas de apellido... pero se vendía tan caro, que en todas partes se andaban pereciendo por tenerle... Una vez, porque bailó un rigodón en casa de Puenteancha con Isabelita Novelda, hubo broma toda la noche... le dijeron que ya podía domar osos y tomar a Plewna sin artillería... Isabelita estaba más hueca que... y luego resultó que era que la Puenteancha se lo había pedido por favor, y él le había contestado: bueno, bailaré con la primera que encuentre... encontró a Isabelita, y zas, la invitó... Cuando se supo, ¡figúrate la tontuela de Isabelita qué cara pondría! Ella que estaba persuadida de haber hecho una conquista... se le alargó la nariz más de lo que la tiene, que no es poco... ¡ja, ja!...
La risa de la anémica se volvió tos, una tosecilla que le rascaba la garganta y la sofocaba, obligándola a sentarse en un banco rústico de los muchos que en el parque había. Lucía le dio blandos golpecitos en las espaldillas, y permaneció silenciosa, no queriendo pronunciar palabra que torciese el giro de la conversación. Sus ojos interrogaban.
-Ej... ej... te aseguro que fue un chasco famoso... -continuó Pilar calmándose-. A la Noveldita le vendrían de perlas los cientos de miles de francos que el padre reunió para el hijo... pero ¡dicen que no le gustan las mujeres!
-No le gustan... -repitió Lucía, como si aquel pronombre no pudiera aplicarse sino a una persona sobreentendida, pero no nombrada.
-Añaden que, eso sí, es un hijo como pocos... a su madre la trae en palmas. Ella cuentan que es una señora muy fina, de la aristocracia francesa... muy delicaducha de salud, y aun creo que allá en sus juventudes...
La anémica se apoyó el índice en la frente, con expresivo ademán.
-Parece que el padre quiso que el chico fuese español, y trajo a su mujer a dar a luz a Ondarroa, de donde es él... le hicieron hablar castellano siempre y vascongado con su ama de cría... me lo ha contado Paco Mijares, que como es pariente suyo, sabe todo eso...
Lucía se bebía con avidez aquellas palabras y aquellos detalles nada importantes en sí.
-Tiene extravagancias y caprichos muy particulares... Hubo un tiempo en que se le antojó trabajar, y entró en una casa de comercio... Después estudió medicina y cirugía, y tengo entendido que deja tamañitos a Rubio y a Camisón... En Madrid se iba a los hospitales, por gusto, a estudiar... En la guerra hizo lo mismo. ¿Sabes tú dónde me lo encontraba yo a veces en Madrid? Pues en el Retiro, mirando al estanque grande fijamente... ¿Qué tienes, chica?
Lucía, con los ojos cerrados, mortecina la color, se recostaba en el tronco del plátano que sombreaba el banco. Cuando abrió los párpados, la sombra de sus sienes era más marcada, y su mirar vago, como de persona que vuelve en sí de un síncope.
-No sé... Es que a veces parece que me quedo así, sin sentido... Es como si me arrancasen el estómago -balbució.
-«Ciertos son los toros» -pensó Pilar-; «¡bien madruga la bendición de Dios!» -añadió para sí, descaradamente.
La noche se venía a más andar, un soplo helado movió el follaje; las dos damas se abrocharon, estremeciéndose, sus abriguillos de paño café con leche, a tiempo que dos bultos negros se destacaban al fin de la avenida. Eran Miranda y Perico, que se asombraron de hallarlas allí tan tarde.
-¡Bonito modo, bonito modo de curarse! ¡Demonios! ¡Si no coges una pulmonía, una pulmonía como para ti sola! Anda, loca, vente, vente.
Levantose Pilar, decaída, muriéndose, y fue a cogerse del brazo de Miranda. Perico ofreció el suyo a Lucía, cuya robustez se había sobrepuesto ya el desfallecimiento momentáneo.
-Dudo que pueda mañana beber las aguas -dijo Lucía a su acompañante-. Estuvo hoy algo excitada... y ahora viene la reacción de cansancio...
-¿A que resucita, a que resucita si la dejo ir al Casino?
-¡Ay, Periquillo del alma! -gritó la anémica, que con su fino oído no perdía palabra-. ¿Me dejas, eh? ¿Qué daño me ha de hacer eso? Ande usted, Miranda, interceda usted por mí.
-Hombre, alguna vez... Puede que le sirva de alivio, distrayéndola.
-No haga usted caso, Gonzalvo... Dice el señor Duhamel que no... ¿quién lo sabrá mejor, el médico o ella?
-¿Y usted? -pronunció Perico, con unos asomos de galantería a que le incitaban el anochecer, el marido caminando delante y sus inveteradas malas mañas-. Y usted, joven y bonita como es, ¿por qué no viene al Casino? Esas galas que se mueren de risa, de risa, en los baúles mundos, estarían mejor luciéndose allí... Vamos, anímese usted, anímese usted, y yo la traeré un ramo de camelias como el que tenía anoche la sueca.
-No quiero eclipsar a la sueca -exclamó risueña Lucía-. ¿Qué será de ella si me presento yo?
-Pues aunque lo diga usted de guasa, de guasa, es la pura verdad... -y Perico bajaba traidoramente la voz-. Vale usted por diez suecas... -y en tono más alto añadió- si Juanito Albares no hiciese tanta majadería, maldito si nadie se acordaba, se acordaba de ella...
Juanito Albares, como le llamaba amistosamente Perico, era duque, grande de España dos o tres veces, marqués y conde no sé cuántas; dato que es muy digno de ser tenido en cuenta por los biógrafos del elegante Gonzalvo.
-¿Dónde tiene usted los ojos, hombre? -exclamó Lucía con su franqueza castellana-. ¡Valor se necesita para decir eso!, es hermosísima la sueca; en cualquier parte, emboba a la gente. Más blanca es que la leche, y luego unos ojos...
-No te fíes de blancuras -intervino Pilar-. Habiendo en el mundo toalla de Venus y blanco de Paros... Es demasiado mujerona.
-Demasiado alta -afirmó Perico como el zorro de las uvas.
-Pierda usted cuidado -decía bajito Miranda a Pilar-. Conquistaremos a ese hermano fiero, e irá usted una noche al Casino: ¡no faltaba otra cosa! ¿Se había usted de marchar de Vichy sin ver el teatro, y sin asistir al concierto? Eso sería inaudito.
-¡Ay, Miranda! usted es mi ángel salvador. Si no hay otro medio de lograrlo, nos escapamos usted y yo una noche... un rapto... hay que hacer como en las novelas... traerá usted un corcel, me subiré a la grupa, y, ¡hala!, que nos pillen... encerramos con llave primero a Perico y a Lucía, y allí se quedan haciendo penitencia... ¿eh? ¿Qué le parece a usted?
Cuando llegaron ante la verja del chalet, cuyos mecheros de gas brillaban ya entre la sombra de los árboles, Miranda dijo para sí:
-Ésta es más entretenida que mi mujer. Al menos dice algo, aunque sean tonterías, y está de buen humor, a pesar de que tiene medio pulmón sabe Dios cómo...
-Esta chica es más sosa que el agua, que el agua -pensó a su vez Perico al separarse de Lucía.
Ínterin llegaba el esperado día de asistir a la fiesta nocturna, Pilar se acostumbró a pasar un par de horas en el salón de Damas del Casino, de una a tres de la tarde generalmente. Es el salón de Damas un atractivo más del hermoso edificio donde se reconcentra la animación termal; allí las señoras abonadas al Casino pueden refugiarse, sin temor a invasiones masculinas; allí están en su casa, y son reinas absolutas, tocan el piano, bordan, charlan, y a veces se deslizan hasta el lujo de un sorbete o de alguna confitura o bombón que roen con igual deleite que si fuesen ratoncillos sueltos en un armario de golosinas. Es un harén de moras civilizadas, un gineceo no oculto en la pudorosa sombra del hogar, sino descaradamente implantado en el sitio más público que darse puede. Allí concurrían y se congregaban todos los astros hembras del firmamento de Vichy, y allí encontraba Pilar reunida a la escasa, pero brillante colonia hispano americana; las de Amézaga, Luisa Natal, la condesa de Monteros: y se formaba una especie de núcleo español, si no el más numeroso, tampoco el menos animado y alegre. Mientras alguna rubia inglesa ejecutaba en el piano trozos de música clásica, y las francesas asían de los cabellos la ocasión de lucir primorosas labores de cañamazo, dando en ellas tres puntos por hora, las españolas, más francas, aceptaban la holgazanería completa, dedicándose a hablar y a manejar el abanico. Una magnífica esfera geográfica, colocada al extremo del salón, parecía preguntarse cuál era su objeto y destino en semejante lugar; y en cambio, los retratos de las dos hermanas de Luis XVI, Victoria y Adelaida, damas tradicionales de Vichy, sonreían, empolvada la cabellera, rosadas y benévolas, presidiendo el certamen de frivolidad continua celebrado a honra suya. Eran murmullos como de voleteos de pájaros en pajarera, ruido de risitas semejante a sartas de perlas que caen desgranándose en una copa de cristal, sedoso crujir de países de abanico, estallido seco de varillajes, ruedecillas de sillón que un punto corrían sobre el encerado piso, ruge-ruge de faldas, que parecía estridor de alitas de insecto. Embalsamaban la atmósfera leves auras de gardenia, de vinagre de tocador, de sal inglesa, de perfumería Rimmel. No se veían sino dijes y prendas graciosas abandonadas sobre sillas y mesas; sombrillas largas, de seda, muy recamadas de cordoncillo de oro; cabás y estuches de labor, ya de cuero de Rusia, ya de paja con moños y borlas de estambre; aquí un chal de encaje, allí un pañuelo de batista; acá un ramo de flores que agoniza exhalando su esencia más deliciosa; acullá un velito de moteado tul, y encima las horquillas que sirven para prenderle... El grupo de españolas, capitaneado por Lola Amézaga, que era muy resuelta, tenía cierta independencia e intimidad, bien distinta de la reserva secatona de las inglesas: y aún entre ambos bandos se advertía disimulada hostilidad y recíproco desdén.
De mucha diversión había servido a las españolas ver cómo las inglesas sacaban muy formales un periódico, tamaño como la sábana santa, del bolsillo, y se lo leían de la cruz a la fecha.
No había podido obtener Pilar que Lucía la acompañase al salón de Damas; cortedad y encogimiento de niña educada en provincia se lo vedaban, haciéndole temer más que al fuego a aquellas mujeres curiosas que examinarían su tocado como el diestro confesor los repliegues de la conciencia del penitente. Pilar, en cambio, estaba allí en su elemento y esfera natural. Su voz algo aflautada sólo rendía el pabellón ante el ceceo cubano de la Amézaga capitana.
Oigamos el concertante.
-Pues éste lo compré hoy -decía Lola remangando desenfadadamente la manga de su vestido de muselina rosa con lazos de raso granate obscuro, y enseñando un brazalete de cuyo aro pendía un cochinillo retorcido de rabo y potente de lomo, ejecutado en fino esmalte.
-Yo lo tengo en imperdible -añadía Amalia Amézaga, señalando a otro marrano no menos lucio, que hozaba entre los encajes de su corbata.
-¡Válgame Dios! ¡qué moda más fea! -exclamaba Luisa Natal, hermosura próxima al ocaso, y muy atenta a no usar perifollo alguno que su belleza no realzase-. Yo no me pondría semejantes bichos; ¡se acuerda uno del mondongo! ¿verdad, condesa?
Hizo un signo aprobativo la condesa de Monteros, española rancia, devota y un tanto severa.
-Yo no sé qué van a inventar ya -pronunció reposadamente-. He visto en esas tiendas elefantes, lagartos, ranas y sapos, y hasta arañas; en fin, los animalejos más asquerosos en adornos de señoritas. En mis juventudes no nos pagábamos de tales extravagancias; buenos brillantes, bonitas perlas, algún corazón de rubíes... ¡ah! también usábamos los camafeos; pero era un capricho precioso... se grababa en ellos el retrato de uno mismo... o alguna virgen, algún santo.
Reinó breve silencio; las Amézagas no se atrevían a replicar, subyugadas por el señorío de aquella autorizadísima voz.
-Mire usted, condesa -dijo Pilar al cabo, satisfecha de hallar un motivo para desesperar a las Amézagas-, lo bonito, es ese agujón de Luisa.
Luisa sacó de su moño el clavo de oro, con cabeza de amatista, constelada de diamantes chiquititos.
-Otro igual tenía ayer la sueca -explicó al ponerlo en manos de la condesa-. Llevaba todo el juego: pendientes, collar de bolas de amatista y el agujón. Reguapísima que estaba la mujer con eso y el traje heliotropo.
-¿Ayer de noche? -preguntó Pilar.
-Sí, en el teatro. El otro, penado y muerto como de costumbre... a las diez hizo su entrada en el palco, presentándole el ramo consabido de camelias y azaleas blancas... dicen que le cuesta sus setenta franquillos por noche... Es un aditamento regular al coste de la pensión en el hotel...
-Ese sobrino mío no tiene vergüenza ni decoro -afirmó gravemente la condesa de Monteros.
-¡Un hombre casado! -dijo Luisa Natal, que hacía excelente menaje con su marido, ciego cumplidor de todos los caprichos de su mitad.
-¿Y se sabe por fin si la sueca es hija o mujer de ese barón de... de... nunca puedo acordarme de su nombre... vamos, de ese viejo que anda con ella? -interrogó la condesa, entrando por fin en la corriente de curiosidad que la arrastraba, a pesar de su digna actitud.
-¿De Holdteufel? -pronunció con acento cantarín Amalia Amézaga-. ¡Bah, quién lo puede averiguar!, pero según la libertad que le deja, más parece su esposo que su padre.
-Se necesita descaro -prosiguió con discreta y risueña indignación Luisa Natal-, para ser así la comidilla de todo el mundo...
-¡Toma! -dijo la voz de flauta de Pilar-. Pues eso quiere él, ¿qué se creían ustedes?; el toque y el gustazo están en dar que hablar.
-Siempre fue Juanito así, muy farfantoncillo -murmuró la condesa enternecida al recordar a su sobrino, cuando hecho un diablo traviesísimo de diez años, iba a su casa a darle jaqueca pidiendo mil chucherías.
-Hasta anteayer...
El grupo se estrechó: acercáronse unos a otros los sillones, y por un instante se oyó el cadencioso chirriar de las ruedas sobre el piso.
-Anteayer... -siguió Amalia Amézaga en tono algo más bajo- fue ésta al tiro de pistola...
-¿Tiras ahora? -preguntaron a un tiempo Pilar y Luisa Natal.
-Un poco... por distraerme... -Y Lola se atusó el negro flequillo, cortado recto a un dedo de distancia de las cejas, que la asemejaba a un paje de la Edad Media, realzando su cara descolorida de hija de los trópicos y sus grandes ojos, infantiles, pero de niño malicioso y precoz.
-Pues... -siguió Amalia, viéndose religiosamente escuchada- allí estaban Jiménez y el marquesito de Cañahejas, y Monsieur Anatole... y todos leían y comentaban un suelto del Fígaro, en que se refería la sensación causada en una de las estaciones termales más elegantes de Francia y de Europa, por el loco amor de un magnate español a una dama sueca...
-Pone iniciales no más -agregó Lola-; pero es claro como la luz... Y dice, por más señas: «ce digne petit fils du Comte d'Almaviva se ruine en fleurs...»
Un coro de risas sofocadas brotó del círculo. Lola sabía decir las cosas con cierto ceceo y cierto parpadeo, que las mejoraba en tercio y quinto.
-¿Y ella, qué tal, se ablanda? -preguntó Pilar.
-¿Ella? -repuso Lola-. ¡Ah!, todas las noches, al recibir el ramo, le contesta lo mismo, invariablemente: Jrasiás, señor duque, trop amable.
Redoblaron las carcajadas. Hasta la condesa se sonreía, con el abanico abierto delante por decoro.
-¡Chist! -pronunció Luisa Natal-. ¡Ahí viene!
-¡La sueca! -exclamó Pilar.
Todas volvieron el rostro, en extremo conmovidas. La puerta del salón de Damas se abría solemnemente; un elegante y correcto anciano, con blancas patillas y delicadamente afeitado el resto de la faz, se quedó en el umbral en diplomática postura; una mujer alta y gallarda penetró en el recinto; acrecentaba su clásica beldad el negro traje de tafetán, muy ceñido y golpeado de azabache; sobre su frente de diosa, el sombrero de tul con espigas de oro, parecía mitológica diadema; era su andar noble y soberano, y sin cuidarse de saludar a nadie, se fue hacia el piano, vacante a la sazón, y sentándose, comenzó a interpretar magistralmente unas mazurcas de Chopín. La postura patentizaba lo brioso de su talle, los largos y tornátiles brazos, las caderas, los omoplatos que, a cada pulsación de la blanca mano, se dibujaban vigorosamente bajo el ajustado corpiño.
-¿No es cierto -dijo por lo bajo Pilar a Luisa Natal- que si Lucía Miranda se vistiese como ella, se parecerían algo, así en las formas?
-¡Bah! -murmuró Luisa Natal-, la Mirandita no tiene pizca de chic.
Brotó entonces del grupo de inglesas ese enérgico silbido que en todos los idiomas significa: «¡Silencio!: cállense ustedes, y oigan, o dejen oír siquiera.» Las españolas se dieron al codo, y prosiguieron impertérritas con sus cuchicheos.
-¿No veis aquello? -decía Lola Amézaga.
-¿El qué... el qué... el qué? -preguntaron todas.
-¿Qué ha de ser?, Albares. Allí, allí, en los vidrios... Con disimulo... que no lo note...
Por la parte de las vidrieras, que caían a la azotea del Casino, veíase, en efecto, un rostro de pisaverde, imberbe casi, destacándose entre la blancura de porcelana de primorosa camisa y nívea corbata de batista, cuyo triángulo cerraba una de esas ágatas llamadas ojo de gato, a que dio tan fabuloso valor el capricho de los elegantes de dos o tres años acá. Traje de mañana de un gris humo suave y exquisito, hongo de finísimo castor, una flor de gardenia en el ojal, guantes de gamuza flamantitos, tal era el atavío del indiscreto que así registraba el salón de Damas. Advertíase en su tipo mezcla singular de debilidad y fuerza, cuerpo de sietemesino y músculos de Hércules. La gimnasia, la esgrima, la equitación, la caza, debían haber endurecido aquel organismo que la Naturaleza hiciera endeble, enteco casi. La estatura era corta; los miembros delicados y femeniles; pero la musculatura, de acero. Conocíase esto en el modo de caerle la ropa, en no sé qué corte viril de las rodillas y los hombros; además, se traslucía en aquel hombre la altiva superioridad que dan juntamente la riqueza, el nacimiento y el hábito de ser obedecido.
Mas si esperaba el duque algún fruto de acechar así por los cristales, cayole la pascua en viernes, porque la sueca, después de haber tocado con gran sosiego y maestría hasta media docena de mazurcas, se levantó con no menor majestad de la desplegada al entrar, y sin volver el rostro, tomó hacia la puerta. Ésta se abrió como por obra de un conjuro, y el diplomático de blancas patillas se presentó afable y serio, ofreciendo el brazo. Fue una salida de reina, très réussie, como decían en el grupo de francesas.
-¡Parece la princesa Micomicona! -dijo Lola Amézaga, que aquella mañana no se había pasado menos de dos horas al espejo, ensayando el regio modo de andar de la sueca.
-¡Qué empaque! -observó Luisa Natal-. No, buena moza, ya lo es. ¡Cuidado con el talle! ¡Y qué manos! ¿No se las habéis reparado?
-Yo la miro poco -contestó Pilar-. No le doy ese plato de gusto. Sólo adopta esos ademanes teatrales para llamar la atención!
-¡Fresco se ha quedado Albares! -exclamó Amalia-. ¡Ella ni se enteró de que estaba ahí!
Todas se volvieron a mirar hacia las vidrieras. Ya no se hallaba allí el duque.
-Ahora se habrá ido escapado a intentar verla en el Parque. ¿Vamos a convencernos?
-Sí, vamos, vamos; la escena será chistosa.
Levantáronse, y recogieron aprisa abanicos, sombrillas y velos, precipitándose hacia la puerta.
-Eh, ¡señoritas! -decía la condesa de Monteros-. No corran ustedes tanto, yo no soy tan joven como ustedes, y voy a quedarme atrás. A fe -añadía entre dientes- que cuando le eche la vista encima a mi señor sobrino, le espeto lo que viene al caso, por matar así a disgustos a aquella pobre Matilde que es un ángel.
Mientras se solazaba Pilar de manera tan conforme a sus inclinaciones, aguardábala Lucía en el balcón del chalet. A aquella hora, nadie estaba en casa, ni Miranda, ni Perico; el Casino se los había tragado a todos. Apenas cruzaba un transeúnte por la retirada calle. Sólo se oía, entre el silencio, el estridor monótono de la máquina de coser que la hija de la conserje manejaba. En el jardín, las rosas, embriagadas del calor bebido durante la mañana entera, se deshacían en perfumes; hasta las frías rosas blancas tenían matices rancios, como de carne pálida, pero carne al fin. De todo el coro de aromas se formaba uno solo, penetrante, fortísimo, que se subía a la cabeza, como si fuera la fragancia de una rosa no más, pero rosa enorme, encendida, que exhalaba de su boca de púrpura hálito fascinador y mortal. Lucía empezaba por coser, al sentarse; pero al cuarto de hora la almohadilla se caía de su regazo, escapabásele el dedal del dedo, y vagarosa la pupila, permanecía con los ojos fijos en los macizos de rosales, hasta que al fin sus párpados se cerraban, y recostando la frente en las ramas que tapizaban el balcón, abandonábase a la delicia de aquella atmósfera embalsamada, sin oír, sin ver, respirando no más. Dos meses antes, no hubiera podido estarse quieta media hora; los jardines la convidaban a correr. Ahora, por el contrario, la incitaban a dejarse estar así, inmóvil, y anonadada, como el güebro ante el sol.
Una tarde, Pilar, al volver de su club, la halló como nunca pensativa.
-Tonta -le dijo- ¿en qué cavilas? Si vinieses al Casino, te divertirías mucho.
-Pilarcita -murmuró Lucía echándole al cuello los brazos-, ¿me guardarás un secreto si te lo digo?
Encendiéronse los ojos de la anémica.
-¡Pues no! Desahoga ese corazón, mujer... Entre nosotras, ¿verdad?, todo puede contarse... Yo he visto tantas cosas... nada me sorprende...
-Escucha... -dijo Lucía-. Quisiera saber, a toda costa, cómo sigue la madre del señor don Ignacio Artegui.
Retrocedió Pilar desorientada; y riéndose en seguida con su cínico reír, exclamó:
-¿No es más que eso? ¡Vaya un secreto! ¡Gran puñado son tres moscas!
-Por Dios -suplicó apurada Lucía-, que a nadie se lo indiques... Yo me muero por saberlo, pero si se entera... alguien... Miranda, o así...
-¡Eh! boba, yo lo sabré pronto, y sin informar a nadie... Tengo mil medios de averiguarlo... Te prometo que saldrás de la curiosidad...
Pilar dio dos o tres golpecitos en la barbilla a Lucía, que estaba grave y aun algo confusa.
-¿Paseamos hoy, señora enfermera? -interrogó la anémica.
-Sí, y beberás leche en Vesse. Pero coge otro traje de más abrigo, por Dios: eres capaz de resfriarte... ¿No has notado qué bien huelen las rosas? En León apenas las hay: me acuerdo de que las que podía coger se las ponía todas a la Purísima que tengo en mi cuarto.