Un viaje de novios: 15

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Un viaje de novios
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XIV

Capítulo XIV

A pocos días de haberse confesado Pilar, expiró. Fue su muerte casi dulce y del todo imprevista, en cuanto careció de agonía. Una flema mayor que las demás cortó su respiración algunos segundos, y apagose la débil luz de la vida en la exhausta lámpara. Lucía estaba sola con ella, y sosteníale la cabeza para toser, a tiempo que, doblando de pronto el cuello, la tísica entregó el alma. Tiene este horrible mal de la tisis tan diversas fases y aspectos, que hay enfermo que al morir cuenta los instantes que le restan de existencia, y haylo que cae sorprendido en la eternidad, como la fiera en el lazo. Lucía, que nunca había visto muertos, no pudo imaginar que fuese sino un síncope profundo; creía ella que el espíritu no abandonaba sin lucha y ansías mayores su vestidura mortal. Salió gritando y pidiendo auxilio; acudió primero Sardiola a sus voces, y meneando la cabeza, dijo: «Se acabó.» Miranda y Perico llegaron en breve; justamente estaban en casa por ser las once, hora de cambiar el lecho por el almuerzo. Miranda alzó las cejas, frunciolas después, y dijo poniendo la voz en el registro grave:

-Era de temer, de temer... Sí, estaba muy mal... Pero tan de pronto, señor... si es que parece imposible...

En cuanto a Perico, escondió la cabeza entre las manos, y murmuró más de tres docenas de «Jesús, Jesús... Válgame Dios, válgame Dios... Qué desgracia, qué desgracia...» y aún debo añadir, en honra de la sensibilidad del insigne pollo, que se demudó bastante su rostro, y pugnaron por asomar a sus lagrimales, y asomaron al fin, unas cuantas gotas de eso que los poetas llaman rocío del alma. No quise omitir estos pormenores, a fin de que no se crea que Perico era malo, siendo así, que de investigaciones y curiosos datos estadísticos resulta que aún valía más que las dos terceras partes de la prole de Adán. Triste y mustio de veras, se dejó conducir por Miranda a su cuarto, y es cosa averiguada también, que en todo el curso de aquel día no entraron en su cuerpo más alimentos que dos tazas de té y un huevo pasado por agua, que la extrema debilidad le obligó a sorber, entrada ya la noche.

El Padre Arrigoitia y el médico Duhamel, de acuerdo con Miranda, y facultados telegráficamente por la desconsolada familia Gonzalvo, proporcionaron a la muerta cuanto necesitaba ya: mortaja y ataúd. Pilar, vestida de hábito del Carmen, fue extendida en la caja sobre su mismo lecho; encendieron luces, y dejáronla, a la española, en la cámara mortuoria, no acatando la costumbre francesa de convertir en capilla ardiente el portal, exponiendo allí el cadáver para que todo el que pase lo rocíe con una rama de boj que flota en una caldereta de agua bendita. Depósito, exequias y entierro, debían verificarse el día siguiente.

Hízose todo con tal celeridad y tino, que serían las tres de la tarde no más cuando en la estancia, ordenada ya, y junto al balcón abierto, leía el Padre Arrigoitia en su Breviario las oraciones por los difuntos, y Lucía le contestaba entre sollozos «Amén». La llama de los cirios, devorada por la claridad gloriosa del sol, no era más que un punto rojizo, en cuyo centro se distinguía la negra raya del pábilo. A lo lejos se escuchaba el sordo rodar de los coches, anunciado antes por el retemblido de los vidrios; y dominando los rumores de la calle, la voz del jesuita que decía:

-Qui quasi putredo consumendus sum, et quasi Vestimentum quod comeditur a tinea...

Protestando contra el cántico de muerte, el hermoso sol de invierno enviaba sus rayos a la cabeza inclinada y canosa del sacerdote, y encendía con tonos calientes la nuca de Lucía, inclinada también.

Y continuaba el rezo:

-Heu mihi, Domine, quia pecavi nimis in vita mea...

Un rayo de luz más vivo y directo se coló en la cámara, y fue a posarse en la difunta. Estaba Pilar consumida y hecha un mirlo de flaca; ni majestad ni hermosura añadía la muerte a aquel residuo de organismo devorado por la extenuación y la fiebre. La toca blanca hacía resaltar la verdosa palidez de su rostro chupado. Parecía haber encogido y menguado en estatura. Su expresión era vaga, entre sonrisa y mueca. Veíansele los dientes de marfil. Sobre su pecho destelló, al reflejo solar, el latón de un crucifijo que el Padre Arrigoitia le había puesto entre las manos.

Bien rezarían el jesuita y la amiga cosa de una hora; pero al cabo de ese tiempo se levantó el Padre, manifestando que para volver a velarla, necesitaba ir a su casa y despachar algunos urgentes asuntos que le reclamaban. Miró a Lucía, y viéndola descolorida y los ojos hinchados, le dijo bondadosamente:

-Retírese un poco, hija, a descansar... está usted del color de la muerta. No ordena Dios tratarse así.

-Lo que haré, Padre -respondió Lucía-, será bajar un rato al jardín a tomar el fresco... Juanilla se quedará aquí... Me arde la cabeza, necesito aire.

De nuevo fijó en ella su mirada el jesuita, y prontamente, acercándose a su oído y silabeando como en el confesonario, murmuró:

-Ahora que esa pobrecita se ha muerto... ya sabe usted mi consejo, ¿verdad? ¡Tierra en medio, hija! Esta vecindad... estos aires no le convienen. A León... Si me envían allá... la he de felicitar.

Y como Lucía lo mirase elocuentisimamente, añadió:

-Sí, sí... tierra en medio. ¡Cuántas almitas enfermas he curado yo con eso solo! Vaya, hasta luego... hasta cuanto antes. Si, hijita querida, sí; esas cosas las apunta todas Dios en el cielo...

-Padre... quisiera ser aquella... -murmuró Lucía señalando a la muerta.

-¡Virgen mía! no, hija... vivir para servir a Dios... cumpliendo su voluntad... Hasta luego, ¿eh?

Cuando Lucía bajó al jardín, pareció éste a sus ojos fatigados de llorar, menos enteco y árido que de costumbre. Las yucas alzaban su cabeza majestuosa, perpetuamente coronada; las hiedras exhalaban leve aroma campesino, siempre más grato que el tufo de la cera. El sol iba ya retirándose, pero aún doraba las moharras de las lanzas, en la verja. Sentose Lucía por costumbre bajo el plátano, que, pelado por el invierno, ya se había quedado sin una mala hoja con que dar sombra. El reposo de aquel rinconcillo solitario trajo de nuevo los pensamientos familiares.. No, Lucía no podía llorar más, sus ojos secos no contenían lágrima alguna; lo que deseaba era descanso, descanso... Habíanle prohibido Dios y la naturaleza pensar en la muerte; así es que empleando ingenioso subterfugio, pensaba en un sueño muy largo, que no tuviese fin... Absorta, vio venir a Sardiola corriendo.

-Señorita... señorita...

El bueno del vasco se asfixiaba.

-¿Qué hay? -dijo ella, y levantó lánguidamente la cabeza.

-Está ahí -dijo Sardiola atragantándose.

-Está... ahí...

Lucía se irguió recta como una estatua y puso ambas manos sobre el pecho.

-El señorito... señorito Ignacio... Llegó esta mañana... marcha esta noche... adónde no se sabe... no quiso recibirme... Engracia dice que está más demudado que cuando salió para Bretaña...

-Sardiola... -pronunció difícilmente Lucía, sintiendo el corazón no mayor que una nuez-. Sardiola...

-Tengo que subir, me están necesitando a cada paso... con la desgracia de hoy, hay mil recados...¿Quiere usted algo, señorita?

Nada...

Y la voz sorda de Lucía expiró en su garganta. Zumbábanle los oídos y giraban en torno suyo verja, paredes, plátano y yucas. Hay así en la vida momentos supremos en que el sentimiento, oculto largas horas, se levanta rugiente, y avasallador, y se proclama dueño de un alma. Éralo ya; pero el alma lo ignoraba por ventura o barruntábalo solamente; hasta que repentina marca de hierro enrojecido viene a revelarle su esclavitud. Aunque el símil pueda parecer profano, diré que acontece con esto algo de lo que con las conversiones: flota indeciso el ánimo algún tiempo, sin saber qué rumbo toma, ni qué causa su desasosiego, hasta que una voz de lo alto, una luz deslumbradora, de improviso, disipan toda duda. Pronto es el asalto, nula la resistencia, segura la victoria.

Descendía rápidamente el sol a su ocaso, caía sobre el jardín la sombra; Sardiola, el lebrel fidelísimo que había dado el ladrido de alarma, no estaba ya allí. Lucía miró en torno suyo con ojos vagos, y llevose las manos a la garganta oprimida. Después convirtió la vista a la fachada, cual si sus macizos muros pudiesen por mágico arte volverse cristal y trasparentar lo que en su interior guardaban. Quedose fascinada, sofocando un grito antes que naciera. La puerta del comedor estaba entornada. Cosa era esta que sucedía muchas tardes, siempre que al ama Engracia se le ocurría tomar el fresco un rato en el umbral charlando con Sardiola; pero en tal instante Lucía sintió que la puerta entreabierta la penetraba de terror glacial y de ardiente júbilo a un tiempo. Su cerebro, vacío de ideas, sólo encerraba un sonsonete monótono y cadencioso, repitiendo como la péndola de un horario: «Vino esta mañana, se va esta noche...» Y al fin la repetición la irritaba de tal manera, que sólo oía la palabra «noche, noche, noche», palabra que parecía vibrar, como esos puntos luminosos que se ven en las tinieblas, durante el insomnio, y que se acercan y se alejan, sin movimiento de traslación, por el mero sacudimiento de sus moléculas. Apretose las sienes como para detener la tenaz péndola, y lentamente, paso a paso, se encaminó al vestíbulo de casa de Artegui. Al poner el pie en el primer peldaño de la escalera, la música zumbadora de la sangre le cantaba en los oídos, como un coro de cien moscardones. Parece que le decía:

-No vayas, no vayas.

Y otra voz silbada y misteriosa, la voz del viento en las ramas secas del plátano, le murmuraba con prolongado susurro:

-Sube, sube, sube.

Subió. Al llegar al segundo peldaño tropezó pisándose el traje por delante, y sólo entonces echó de ver que su bata de merino negro, manchada por la asistencia, arrugada por las vigilias, era muy fea y de corte asaz descuidado. Vio, además, que tenía los puños de la chambra hechos un trapo, remojados de lágrimas, y la falda sembrada de hilitos de hacer labor. Se recorrió maquinalmente con ambas manos, sacudiendo los cabos de hilo, y estirose algo los puños, mientras llegaba a la puerta. En ésta vaciló aún; pero la media obscuridad que ya reinaba le dio ánimos. Empujó las hojas y hallose en una gran pieza lóbrega a la sazón, que no era sino el comedor, y por tener cubiertos los muros de una imitación del antiguo cuero cordobés, parecía harto más sombría, ayudando a ello los altos aparadores de roble esculpido, y sitiales de lo mismo.

-Éste es el comedor -dijo en voz alta Lucía.

Y miró hacia todas partes buscando la puerta. La cual estaba en el fondo, frontera a la que al jardín salía, y Lucía alzó el tupido cortinón y puso la trémula mano en el pestillo, saliendo a un corredor casi del todo tenebroso. Quedose sin respirar, y lo que es peor, sin saber adónde se encaminase, y entonces maldijo mil veces de su terquedad en no haber querido visitar antes la casa. De pronto oyó un ruido, unos tropezones sonoros, un choque de vajilla y loza... El ama Engracia fregoteaba sin duda los platos en la cocina. ¿Cómo lo adivinó tan presto Lucía? El entendimiento se aguza en las horas críticas y extraordinarias. Guiada negativamente por el ruido, Lucía siguió andando en dirección opuesta, hacia el extremo del pasillo, en que reinaba el silencio. El piso alfombrado apagaba su andar, y con ambas manos extendidas palpaba las dos murallas buscando una puerta. Al fin, sintió ceder el muro, y, siempre con las manos delante, penetró en una estancia que le pareció chica, y donde al pasar tropezó en varios objetos, entre ellos unas barras de metal que se le figuraron de una cama. De allí pasó a otra habitación mucho mayor, todavía iluminada por un leve resto de luz diurna, que entraba por alta vidriera. Lucía no dudó ni un instante de su acierto: aquella cámara debía de ser la de Artegui. Había estanterías cargadas de volúmenes, preciosas pieles de animales arrojadas al desdén por la alfombra, un diván, una panoplia de ricas armas, algunas figuras anatómicas, enorme mesa escritorio con papeles en desorden, estatuas de tierra cocida y de bronce, y sobre el diván un retrato de mujer, cuyas facciones no se distinguían. Medio desmayada se dejó caer Lucía en el diván, cruzando ambas manos sobre el seno izquierdo, que levantaban los desordenados latidos del corazón, y diciendo en voz alta también:

-Aquí.

Estúvose así un rato, sin pensar, sin desear, entregada sólo al placer de hallarse allí, en donde moraba Artegui. La obscuridad crecía, y al fin viniera a ser completa si el resplandor de un reverbero fronterizo no se quebrase en los cristales de la ventana. La vista de la luz hizo saltar en el diván a Lucía.

-Es de noche -exclamó siempre en alto.

Atropelláronse en su mente mil pensamientos. De seguro que ya habrían preguntado en la fonda por ella. Puede que estuviese de vuelta el Padre Arrigoitia; y se volverían locos buscándola en el jardín, en su cuarto, en todas partes. No sabía ella misma por qué se acordaba antes del Padre Arrigoitia que de Miranda; pero es lo cierto que su temor principal era darse de manos a boca con el afable jesuita, que le diría sonriendo: «¿De dónde bueno, hija?» Hostigada por tales imaginaciones, se levantó tambaleándose, y diciendo entre dientes:

-No es justo que la muerta esté sola...

Y buscó la salida: pero de pronto se detuvo paralizada, como autómata a quien se acaba la cuerda... Oyó pasos en el corredor, pasos que se acercaban, pasos fuertes y resueltos: no eran, no, los del ama Engracia. La puerta de la cámara grande se abrió, y entró una persona. Lucía se hallaba ya en la cámara chica, y se quedó detrás de la cortina. No estaba ésta corrida del todo. Por el resquicio vio que el recién llegado encendía un fósforo y después la bujía de un candelero; mas la luz sobraba, y ya, sin ella, había conocido a Artegui.

Ahora lo distinguía perfectamente; era él, pero aun más abatido y desmejorado que cuando por última vez lo vio; velaban su rostro tintas cárdenas, y la negra barba lo sumía en un cerco de sombra; sus ojos brillaban cual si tuviese calentura. Sentase al escritorio y escribió dos o tres cartas. Estaba frente por frente a Lucía y ella le devoraba con los ojos. A cada carta que cerraba Artegui, decíase:

-Ya le he visto; vámonos.

Y se quedaba. Por fin Artegui se levantó, e hizo una cosa rara; llegose al retrato colgado sobre el diván, y lo besó. Miró Lucía afanosamente a aquel lugar, y viendo un rostro de dama, pero parecido al de Artegui, murmuró:

-Su madre.

Tras de lo cual, el pesimista abrió un cajón de su mesa-escritorio, y sacó un objeto reluciente y prolongado, que reconoció con el mayor esmero... Estaba absorto en su ocupación, cuando sintió que le asían del brazo con fuerza convulsiva, y vio ante sí a una mujer pálida, más pálida que él, ardientes y fijos los ojos como dos carbones encendidos, abierta la boca para hablar... pero muda, muda. Soltó la pistola, que cayó en la alfombra con ruido mate, y estrechó a la mujer... Cedió el talle de ésta como una flor tronchada, y hallose con Lucía exánime en los brazos.

La colocó atónito en el diván, y trayendo de su cuarto de tocador un frasco de lavanda, se lo vertió entero por sienes y pulsos, rompiéndole al mismo tiempo los ojales de la bata, en la prisa con que quería aflojarle el corsé. Ni un momento le ocurrió llamar al ama Engracia; al contrario, murmuraba muy bajito:

-¿Lucía..., me oye usted? ¡Lucía... Lucía..., soy yo, yo no más..., Lucía!

Ella abrió los ojos aun turbios y vagos, y contestó, muy quedo también, pero claro:

-Aquí estoy, Don Ignacio. ¿Dónde está usted?

-Aquí..., aquí mismo..., ¿no me ve usted?, aquí, a su lado...

-Sí, sí, ya veo... ¿Es usted?

-Explíqueme usted este... este milagro, Lucía, por lo que más quiera. ¿Cómo vino usted aquí?

-Explicar..., explicar, no puedo, Don Ignacio..., tengo así, la cabeza... Como estaba usted aquí... quise verle... y yo decía: Pues he de verle... No, yo no, lo decían cien mil pajaritos dentro de mí... Ellos lo dijeron. Y vine. No sé más.

-Descanse usted -dijo con dulcísima voz Artegui, hablando blandamente, como se habla a los niños-. Apoye usted la cabeza en el almohadón... ¿Quiere usted té..., alguna cosa? ¿Se siente usted mejor?

-No, descansar, descansar. Así... así... -Lucía cerró los ojos, y recostándose en el diván, calló. Artegui la miraba ansioso, dilatadas las pupilas, y estremecido aún de sorpresa y de asombro. Arreglole el descompuesto traje, y le puso a los pies un taburete, estirándole la bata de manera que se los tapase. Lucía seguía inmóvil, murmurando palabras en voz baja, divagando un poco aún, pero ya con más ilación, y discurso más claro.

-Ni sé cómo llegué al cuarto... tenía miedo, mucho miedo de encontrar con alguien... con el ama Engracia... pero yo decía: adelante: Sardiola asegura que se marcha hoy... y si se marcha... tú también te irás a León... y ya, en toda la vida, y en la eternidad, Lucía, como no le veas en el cielo, no sé yo dónde le verás... Cuando uno piensa cosas así tiene un valor... yo temblaba, temblaba como un azogado: puede que haya roto algo en el cuartito chico... lo sentiría... y también sentiré que afeen mi conducta el Padre Urtazu y el Padre Arrigoitia... la afearán, sí que la afearán... yo les diré que sólo quería verle un minuto... como le daba la luz en la cara, le vi muy bien: está tan descolorido... ¡siempre descolorido! También Pilar lo está... y yo... y todos... y el mundo, sí, el mundo se ha puesto de un color, que... antes era rosa y azul celeste... pero ahora... bueno, pues como quería verle, entré... El comedor es grande. El ama Engracia lavaba la vajilla... Bien que corrí. Casualidad fue acertar con su cuarto. Es un cuarto muy bonito. Tiene el retrato de su madre: ¡pobre señora! Duhamel es un gran médico, pero hay males que sólo se curan, digo yo... en el hoyo. Allí todo se cura. Qué bien se debe estar allí... y aquí también. Se está muy bien... dan ganas de dormir, porque...

-Duerme, Lucía, mi alma y mi vida -murmuró apasionada y vibrante voz-. Duerme, a mi amparo y no temas. Duerme: ni en el lecho de tu infancia, velada por tu madre, dormiste más segura. Que vengan, que vengan a buscarte aquí.

Como cierva herida a traición por una saeta, brincó Lucía al sonido de aquellas palabras, y abriendo los ojos y pasándose la mano por la frente, quedose de pie ante Artegui, mirando a todos lados, encendidas por súbito rubor las mejillas y clara ya la mirada y el entendimiento.

-Pero... -exclamó con tono diferente- yo aquí... sí, ya sé por qué vine, y a qué vine, y cuándo... y ya recuerdo también... ¡Ah, Don Ignacio, Don Ignacio! se asombrará usted y con razón de haberme hallado cuando menos lo pensaba... ¡En qué instante entré! Gracias, Virgen y madre mía; ya tengo mis cinco sentidos y mi juicio cabal, y puedo echarme a los pies de usted, Don Ignacio, y decirle: por Dios señor, por la memoria de su señora madre, que está en el cielo, por... ¡no sé por qué! Por todo, no vuelva usted... ¡Prométame que no volverá a idear quitarse la vida, que puede emplearla tan bien!... Si yo supiese de discursos, y fuese sabia como el Padre Urtazu, lo diría mejor, pero usted me entiende... ¿verdad que sí? Prométame usted... no volver... no volver...

Y Lucía, desgreñada, patética, hermosa, se arrojó a los pies de Artegui, y abrazó sus rodillas, y se arrastró en la alfombra. A duras penas la alzó el pesimista.

-Usted sabe -dijo confuso- que yo estimaba poco la vida... digo más, que la aborrecía desde que llegué a entender su vacuidad y cuán inútil carga es para el hombre... y ahora, muerta mi madre y sin tener a nadie que sintiera mi falta...

Dos arroyos de llanto y el anhelar de un pecho fueron la respuesta. Artegui subió a Lucía en vilo al diván y se sentó a su lado.

-No llores -dijo apeándole otra vez el tratamiento-, no llores, regocijate, porque has vencido. ¡Qué mucho, si representas la ilusión más cara al hombre, la ilusión única que vale cien realidades, la ilusión que sólo se disipa en el regazo de la muerte! ¡La más tenaz e invencible de cuantas la naturaleza dispone para adherirnos a la vida y conservar nuestra especie! Escúchame. No quiero decirte que tú eres para mí la felicidad, porque la felicidad no existe y yo no he de engañarte, pero lo que sí te afirmo es que por ti puede ser digno de un espíritu noble preferir la vida a la muerte. Entre los engaños que a la tierra nos apegan, uno hay que ilude más dulcemente con mieles suavísimas, con regalos tan inefables y embriagadores, que es lícito al hombre entregarse a un bien que, con ser fingido, así embellece y dora la existencia. Óyeme, óyeme. Huí siempre de las mujeres, porque, conocedor del triste misterio del inundo, del mal transcendente de la vida, no quería apegarme por ellas a esta tierra mísera, ni dar el ser a criaturas que heredasen el sufrimiento, único legado que todo ser humano tiene certeza de transmitir a sus hijos... Sí, yo consideraba que era un deber de conciencia obrar así, disminuir la suma de dolores y males; cuando pensaba en esta suma enorme, maldecía al sol que engendra en la tierra la vida y el sufrimiento, las estrellas que sólo son orbes de miseria, el mundo este, que es el presidio donde nuestra condena se cumple, y por fin, el amor, el amor que sostiene y conserva y perpetúa la desdicha, rompiendo, para eternizarla, el reposo sacro de la nada... ¡La nada!, la nada era el puerto de salvación a que mi combatido espíritu quiso arribar... La nada, la desaparición, la absorción en el Universo, disolución para el cuerpo, paz y silencio eterno para el espíritu... Si yo tuviese fe, ¡qué hermosísimo y atractivo y dulce me parecería el claustro! Ni voluntad, ni deseo, ni sentidos, ni pasiones... un sayal, un muerto ambulante debajo... Pero...

Artegui se inclinó a Lucía con inquietud.

-¿Me comprendes? -interrogó de pronto.

-Sí, sí... -dijo ella, y su cuerpo temblaba.

-Pero... pero te vi... -continuó Artegui-. Te vi por casualidad, y por azar también, y sin que de mí dependiese, estuve a tu lado algún tiempo, respiré tu aliento, y sin querer... sin querer... comprendí que... No quise confesarme a mí mismo tu victoria, ni la conocí hasta que te dejé en ajenos brazos... ¡Oh! ¡Cómo maldije mi necedad en no haberte llevado conmigo entonces! Cuando recibí tu carta de pésame, estuve a dos dedos de ir a buscarte...

Artegui hizo breve pausa.

-Tú fuiste la ilusión... Sí, por ti hizo otra vez presa en mi alma la naturaleza inexorable y tenaz... Fui vencido... No era posible ya obtener la quietud de ánimo, el anonadamiento, la perfecta y contemplativa tranquilidad a que aspiraba... por eso quise poner fin a mi vida, cada vez más insufrible...

Interrumpiose de nuevo, y añadió, viendo que Lucía callaba:

-Quizá no me comprendas bien... Son cosas, aunque tan ciertas, obscuras para quien por vez primera las oye... Pero me entenderás si te digo llanamente que no moriré, porque te quiero, y me quieres, y ahora, suceda lo que suceda, vivo.

Dijo esto con ímpetu más violento aún que amoroso, y echó sus brazos al cuello de Lucía, y arrimola a sí con fuerza sobrehumana. Creyó ella sentir dos tenazas dulcísimas de fuego que la derretían y abrasaban toda, y reuniendo su vigor nervioso, se desprendió de ellas, quedándose trémula y erguida ante el pesimista. Su alta estatura, su ademán de indignación suprema, la asemejaran a bello mármol antiguo, si la bata de merino negro no borrase la clásica semejanza.

-Don Ignacio -balbucía la leonesa- usted se engaña, se engaña... Yo no le quiero a usted... es decir, de ese modo, no, nunca.

-Atrévete a jurarlo -rugió él.

-No... no, me basta decirlo -replicó Lucía con creciente firmeza-. Eso no.

Y dio dos pasos hacia la puerta.

-Escúchame un instante -insistió él deteniéndola-. Sólo un instante. Tengo fortuna sobrada; mi viaje, según cree todo el mundo, se verificará esta noche. Estamos en un país libre, iremos a otro más libre aún. En los Estados Unidos nadie le pregunta a nadie de dónde viene, ni adónde va, ni quién es, ni qué hace. Nos vamos juntos. La vida juntos ¿oyes? la vida. Mira, yo sé que tú lo deseas. Tú estás muriendo por decir que sí. Sé de fijo que no eres dichosa, ni estás bien casada, y que te desmejoras, y sufres... No pienses que no lo sé. Sólo yo te quiero, y te ofrezco...

Lucía dio otros dos pasos, pero fue hacia Artegui, y con uno de esos movimientos rápidos, infantiles, festivos, que suelen tener las mujeres en las ocasiones más solemnes y graves, se apretó la holgada bata en la cintura, y manifestó la curva, ya un tanto abultada, de sus gallardas caderas. Sacudió la cabeza, y dijo:

-¿Cree usted eso? Pues Don Ignacio... ¡ya mandará Dios quien me quiera!

Ignacio bajó la frente, abrumado por aquel grito de triunfo de la naturaleza vencedora. Pareciole que era Lucía la personificación de la gran madre calumniada, maldecida por él, que risueña, fecunda, próvida, indulgente, le presentaba la vida inextinguible encerrada en su seno, y le decía: «Tonto de pesimista, mira lo que puedes tú contra mí. Soy eterna.»

-No importa -murmuró él resignado y humilde-. Por lo mismo... Yo le serviré de padre, Lucía; yo respetaré tus sacros derechos como no los respetará tu marido, no. Seremos tres dichosos en vez de dos... nada más.

Cogiola de la falda y la obligó blandamente a sentarse.

-Hablemos así, tranquilos... Pero, ¿por qué no quieres? Yo no te entiendo -dijo con renovada vehemencia-. ¿No era amor, no era amor lo que mostrabas en el camino y en Bayona? ¿No es amor venir aquí hoy... sola... por verme? ¡Oh! no puedes defenderte... Urdirás mil sofismas, idearás mil sutilezas, pero... ¡ello se ve! Mientes si lo niegas, ¿sabes? No creí que en tu inocencia cupiese el mentir.

Alzó la frente Lucía.

-No, Don Ignacio; diré la verdad... creo que ya es mejor que la diga, porque tiene usted razón, he venido aquí... Sí, señor; oígalo usted. Yo le quiero como una loca, desde Bayona... no desde que le vi... Ya lo oye usted. Yo no tengo la culpa; ha sido contra mi voluntad, bien lo sabe Dios... Al principio creí que no era posible, que sólo me daba usted... lástima... y así... mucho agradecimiento por sus bondades conmigo... Creía yo que una mujer casada sólo puede querer a su marido... Si alguien me dijese que era esto... le insultaría, de fijo... Pero a fuerza de cavilar... no, yo no lo acerté, ni por pienso... Fue otro, fue quien conoce y entiende más que yo de los misterios del corazón... Mire usted, si yo supiese que era usted feliz, me hubiera curado... y también si alguien me mostrase compasión a su vez... ¡Caridad! ¡Compasión!... Yo la tengo de todo el mundo... y de mí... nadie, nadie la tiene... Así es que... ¿Se acuerda usted de lo alegre que era yo? Usted aseguraba que mi presencia le traía regocijo... Pues... ya me he acostumbrado a pensar cosas tan negras como usted... Y a desear la muerte. Si no fuese por lo que espero... me daría el mejor rato del mundo el que me pusiese donde está Pilar. Yo era fuerte y sana... Ya no tengo ni una hora buena. Esto ha sido como si un rayo me abrasase toda... Es un azote de Dios. Lo más amargo de todo es pensar en usted... que ha de ser desdichado en este mundo, réprobo en el otro...

Artegui escuchaba entre jubiloso y compadecido.

-Entonces, Lucía... -dijo con expresión.

-Entonces, usted que es bueno y rebonísimo, porque si no lo fuese yo no le querría de tal modo, me va a dejar marchar... y en caso contrario, me marcharé yo, aunque salte por la ventana.

-¡Desdichada! -murmuró él torvamente, volviendo a su abatimiento antiguo-. ¡Das con el pie a la felicidad! es decir, a la felicidad no, pero al menos a su sombra, y sombra tan hermosa al fin...

Incorporose de pronto; sacudiéndose y retorciéndose como un león en la agonía.

-Dame una razón -gritó-. Si no, me mataré a tu vista. Sepa yo al menos por qué. ¿Es por tu padre? ¿es por tu marido? ¿es por tu hijo? ¿es por el mundo? ¿es...

-Es -murmuró ella bajándose y con gran dulzura-. Es... por Dios.

-¡Dios! -gimió el pesimista-. Y si no lo hub...

Una mano le tapó la boca.

-¡Duda usted aún después de que hoy, por un milagro... usted lo dijo, por un milagro... ha preservado su vida!

-Pero tu Dios está enojado contigo -objetó él-. Le ofendiste al amarme; le ofendes al seguir amándome; viniendo aquí, le agraviastes más...

-Con un pie en el borde del abismo para caer, con el cuerpo medio hundido ya en las llamas del infierno... mi Dios me salva y me perdona, si a él se convierte mi voluntad... Ahora, ahora voy a pedirle que me salve.

-Y no te salvará -repuso Artegui tomándole las manos-; no te salvará, porque adondequiera que vayas, aunque huyas de mí hasta ocultarte en el mismo centro de la tierra, aunque te escondas en la celda de un convento, me querrás, me adorarás, le ofenderás recordándome. No, tu sinceridad no te permite negarlo. ¡Ah! ¡Si se pudiese querer o no, a voluntad! pero harto te dice la conciencia que, hagas lo que hagas, yo estaré contigo siempre... siempre. Mira: por lo mismo que te horroriza... por lo mismo sucederá. Y te digo más: vendrá un día en que, como hoy, desearás verme, aunque sólo sea el espacio de un segundo... y atropellando por cuantos obstáculos se ofrezcan, y despreciando cuantas trabas te lo impidan, vendrás a mí... a mí.

Diciendo esto la sacudía por las muñecas, como el huracán sacude al tierno arbusto.

-Dios -murmuraba ella débilmente-. Dios sabe más que usted, y que yo, y que todos... Le pediré que me ampare, y lo hará; le conviene hacerlo; lo hará, lo hará.

-No -respondió Artegui con fuerza-. Sé que vendrás, que vendrás arrastrada como la piedra, por tu peso propio, a caer en este abismo... o en este cielo; vendrás, vendrás. Mira, estoy tan cierto de ello, que ya no debes temer que me mate... No quiero morir, porque sé que es la ley de las cosas que un día vengas a mí, y ese día -que llegará- quiero estar aún en el mundo para abrirte así los brazos.

A no estar Lucía vuelta de espaldas a la luz, Artegui pudiera haber visto el júbilo que se difundía por su rostro, y sus ojos que un segundo se alzaron al cielo dando gracias. Los brazos de Artegui, abiertos esperaban, Lucía se inclinó, y más rápida que las golondrinas, cuando al cruzar los mares rozan el agua, apoyó un instante la cabeza en los hombros de Artegui.

En seguida, y con presteza no menor, fue a la mesa, y tomando el candelero y entregándoselo a Ignacio, dijo en voz entera y tranquila:

-Alumbre usted.

Artegui alumbró sin pronunciar palabra. Su sangre se había enfriado de pronto, y sólo le quedaba, de la terrible crisis, cansancio y melancolía más profundos que nunca. Cruzaron el dormitorio, el pasillo, sin despegar los labios. En el pasillo ya, Lucía se volvió un momento y miró aquel rostro como si quisiera grabarlo con indelebles y fortísimos caracteres en su retina y en su memoria. La cabeza de Artegui, alumbrada en pleno por la luz que en la mano tenía, se destacaba sobre el fondo obscuro del cuero estampado que cubría la pared. Era una bella cabeza, más por la expresión y carácter que por la misma regularidad de facciones. El negror de la barba realzaba su interesante palidez, y su abatimiento la asemejaba a las cabezas muertas del Bautista, tan valientes en su claro obscuro, que creó nuestra trágica escuela nacional de pintura. También él miraba a Lucía, con tal pena y lástima, que no lo pudo ella sufrir más, y corrió a la puerta. En el umbral, Artegui sondeó con la mirada las profundidades del jardín.

-¿La acompaño a usted? -dijo.

-No pase usted de ahí... apague la luz, cierre al punto la puerta.

Artegui ejecutó lo primero; pero antes de realizar lo segundo, murmuró al oído mismo de Lucía:

-En Bayona me dijiste una vez: «¿Me va usted a dejar sola?» Ahora me toca a mí repetírtelo. Quédate... A tiempo estás aún. Ten compasión de mí, y de ti.

-Porque la tengo... -replicó ella ahogándose-. Por eso... Adiós, Don Ignacio.

-Hasta luego -contestó una voz perceptible apenas. La puerta se cerró.

Lucía miró al cielo, en que brillaban las estrellas, y sintió un frío agudo. Arrodillose en el vestíbulo, y apoyó la cara contra la puerta. En aquel momento se acordaba de una circunstancia pueril; la puerta estaba por dentro forrada de brocado rojo obscuro, de los tonos mates del cuero. No supo por qué recordaba tal detalle; pero suele ocurrir así; en momentos semejantes, acuden ideas que ninguna importancia tienen ni guardan conexión alguna con los acontecimientos decisivos que están pasando.

Miranda había salido aquella tarde a dar una vuelta, para despejarse, decía él, la cabeza. Cuando volvió al hotel subió a la cámara mortuoria, y allí halló a Juanilla, transida de miedo y de cansancio, velando a la difunta. La criada le dijo, en son de queja, que la señorita Lucía le había encargado velar un rato, pero que el rato era ya muy largo, larguísimo, y que ella no podía más. Por el espíritu suspicaz de Miranda no cruzó ni sombra de recelo entonces, y dijo con naturalidad:

-La señorita se habrá ido a dormir; está muy cansada... pero vete, chica que yo enviaré a Sardiola.

Así lo hizo, en efecto, y oyendo en seguida la campana que llamaba a la mesa redonda, bajó al comedor, sintiendo aquel día excelente apetito, cosa no cotidiana en su enervado estómago. Faltaba aún, para que sirviesen la sopa, los sacramentales segundos y tercer toque. Había grupos de huéspedes que conversaban esperando; la mayor parte hablaban de la muerte de Pilar en voz queda, por consideración a Miranda, a quien conocían; sólo un núcleo de tres o cuatro navarros y vascongados platicaban de recio, por ser el asunto de su conversación de aquellos que no encierran misterio alguno. No obstante, de tal manera fijó la atención de Miranda lo que decían, que inmóvil y vuelto todo oídos, no respiraba casi. A los diez minutos de escuchar supo cuanto saber no quisiera: que Artegui estaba en París, que vivía en la casa de al lado, que se podía pasar a su domicilio por el jardín, puesto que uno de los vascongados declaraba haber lo hecho aquella mañana con objeto de visitarle... El camarero que cruzaba a la sazón con una bandeja llena de platos de humeante sopa, indicó a Miranda que podía sentarse, y él en vez de oírle, tomó escalera arriba como un frenético, y entró sin respeto alguno en la cámara mortuoria.

-¿Dónde está la señorita Lucía? -preguntó brutalmente a Sardiola, que velaba.

-No sé... -El fiel perro alzó los ojos y contempló las facciones descompuestas del marido, y una intuición rápida le dijo docenas de cosas. Miranda salió como un cohete, y recorrió las habitaciones llamando a Lucía a gritos. Silencio profundo. Entonces resueltamente salió al balcón, y bajó al jardín.

Un bulto negro descendía las escaleras del vestíbulo de casa de Artegui. A la luz de los astros, y a la de los lejanos faroles de la calle, se advertía su vacilante andar, y a las manos que frecuentemente llevaba a su rostro. Miranda esperó, esperó como el cazador en acecho. El bulto iba acercándose. De pronto salió de entre un seto de arbustos un hombre y se oyó una imprecación soez, que traducida al lenguaje de las personas beneparlantes pudiera sonar así:

-¡Mala mujer!

Hubo ademanes violentos, y un cuerpo cayó... Llegaba en esto corriendo otra figura humana, que venía también del hotel por la escalera, e interponiéndose, se inclinó para recoger a Lucía. Miranda accionaba, y con voz ronca, estrangulada y tartajosa de rabia, decía, dando al diablo todo su porte cortesano:

-Fuera de ahí, so tío... so entrometido... ¿usted que... qué tiene que ver?... Yo la abo... la abofeteo, porque pu... pu... puedo y me da la gana... Soy su marido. Si no se va usted, le parto por la mitad... le abro en canal...

A ser Sardiola alguna pared de cal y canto, atendiera más a las invectivas de Miranda de lo que lo hizo. Con soberana indiferencia y fuerza hercúlea cargó en sus hombros el bello bulto inanimado, y separando al marido de un vigoroso empujón, tomó escalera arriba, no parando hasta depositar la preciosa carga en un sofá de la estancia mortuoria. Tras él entró el energúmeno, pero se contuvo algo al ver la actitud briosa y los centelleantes ojos del ex voluntario carlista, que con su cuerpo hacía parapeto al de la desmayada.

-Si no se va usted... -aulló Miranda tendiendo los puños.

-¡Irme! -contestó Sardiola apaciblemente-. ¡Bueno es irme! ¡Para que usted la ahogue, y se quede tan fresco! ¡mal hombre! vergüenza debiera darle a usted tocar al pelo de la ropa a la señorita.

-Pero usted... ¿qué autoridad tiene aquí?... ¿quién le mete?... y la cabeza iracunda de Miranda tenía un temblor senil... Váyase usted -gritó con renovado furor, o buscaré un arma-. Los ojos inyectados del marido recorrieron la estancia, hasta tropezar con el cadáver, que conservaba ante aquella escena su vaga sonrisa fúnebre. Sardiola, entretanto, metiendo la mano en el bolsillo de su chaleco, sacó una mediana faca, de picar tabaco sin duda, y la arrojó a los pies de su adversario.

-Tome usted -dijo con ese garbo caballeresco que tan frecuentemente se halla en la plebe española... a mí me ha dado Dios buenos puños.

Quedose Miranda indeciso un punto, y volviendo a aullar, derramó a borbotones su ira, exclamando:

-Mire usted que la cogeré... la cogeré... Váyase usted, no me tiente la paciencia...

-Cójala usted -replicó Sardiola risueño de puro desdeñoso... a ver cómo se lucen esos ánimos... porque pensar que he de irme yo... a no ser que la misma señorita me lo mandase...

-Vete, Sardiola -dijo una débil voz desde el sofá; y Lucía abrió los ojos, y clavó su mirada en el camarero, con reconocimiento y autoridad.

-Pero señorita, eso de irme, y...

-Vete, digo. -Y Lucía se incorporó, tranquila en apariencia: Miranda oprimía en la diestra la faca. Sardiola, arrojándose a él, se la arrebató, y tomando desesperada resolución, salió al pasillo gritando: «Socorro, socorro; se ha puesto mala la señorita». Diose de manos a boca con dos personas que subían la escalera, y que al oírle se precipitaron en la estancia mortuoria. Eran el Padre Arrigoitia y Duhamel, el médico. Hallaron un grupo extraño: al pie de la cama en que yacía la muerta, una mujer tendía las mano s para amparar sus flancos y su seno de los golpes que le descargaba, a puño cerrado, un hombre... Con vigor no presumible en su endeble cuerpo de cañaheja, interpúsose el Padre Arrigoitia, atrapando, si las crónicas no mienten, algún sopapo en la venerable tonsura; y a su vez Duhamel, emulando con científico valor el arresto del jesuita, cogió del brazo al furioso, logrando pararle... Lástima grande que no fuese posible a ningún taquígrafo estenografiar el donoso y elocuente discurso que en chapurradísima ensalada franco-luso-brasileña dirigió el buen doctor a Miranda, con el fin de demostrarle cuán bárbaro y cruel era eso de aporrear a una menina que está en las circunstancias de Lucía... Miranda oía con rostro cada vez más torvo, mientras el Padre Arrigoitia prodigaba a la maltratada mujer cuidados y consuelos afectuosísimos. De pronto el marido se encaró con el médico, y preguntándole broncamente:

-¿Dice usted... que esa mujer está encinta? Lo ha dicho usted.

-Sim -contestó Duhamel meneando la cabeza afirmativamente, con rítmica precisión.

-¿De cuántos meses?

-Acrescento que de cuatro. O tempo justo que hará que se casó...

Miranda tendió la vista por todos lados, hincó sus pupilas en su mujer, en el jesuita, en el doctor... Después cogió a estos dos de la mano y les rogó tartamudeando, que le concediesen una conferencia de algunos minutos. Pasaron a la habitación inmediata, y Lucía quedó sola con el cadáver. Pudo creer que era terrible pesadilla todo lo ocurrido. El balcón, abierto, dejaba ver las obscuras masas del arbolado del jardín; las estrellas brillaban convidando a dulces meditaciones; ardían los cirios ante Pilar, y en la fachada de Artegui se veía luz al través de unas cortinas... Bajar diez escalones, y encontrarse en el jardín; atravesar el jardín, y encontrarse sobre un pecho amante que para ella era cera suavísima, acero para sus enemigos... ¡Horrible tentación! Lucía se apretaba el corazón con las manos, se hincaba las uñas en el pecho... Uno de los golpes recibidos le dolía mucho; era en la clavícula, y parecíale como si tuviese allí un tornillo que le retorciera los músculos para que estallasen. Si Artegui se presentase entonces... Llorar, llorar con la cabeza apoyada en sus hombros... Al fin se acordó de una oración, que le había enseñado el Padre Urtazu, y dijo: «Dios mío, por vuestra Cruz, dadme paciencia, paciencia». Estuvo largo rato repitiendo entre gemidos: «paciencia».

El Padre Arrigoitia se presentó al fin, solo. Su frente ebúrnea venía cubierta de arrugas y sombras. Hablaron largo rato Lucía y él, en el balcón, sin sentir el frío, que era más que mediano. Lucía abrió por fin ancho cauce al dolor.

-Ya ve usted si yo mentiría... ahí, delante de ese cadáver... Ahora mismo pudiera marcharme con él, Padre... y si Dios no estuviese en el cielo...

-Pero está, está... y nos mira... -respondía el jesuita acariciándole afablemente las manos heladas-. Basta de delirio... ¿No ve usted cómo empieza ya a castigarla? Inocente es usted de lo que la imputa el señor don Aurelio, y, sin embargo, su atroz sospecha... tiene, tiene apariencias de fundamento... porque usted misma se las ha dado, yendo hoy a casa de ese hombre... La castiga a usted Dios en lo que más quiere; en ese angelito que no vino aún al mundo...

Lucía sollozó amargamente.

-Vamos, ánimo, pobrecita, hijita mía... siguió el padre espiritual cada vez más meloso y consolador. Y ¡por Dios y su madre santa! A España, a España mañana mismo.

-¿Con él? -preguntó Lucía horrorizada.

-Él hace sus maletas para tomar el tren de la noche... Se va a Madrid... La deja a usted... Si usted quisiera arrojarse a sus pies, y con humildad y arrepentimiento....

-Eso no, padre... -gritó la altiva castellana-. Creerá que soy lo que él me llama... No, no. -Y con más blandura, añadió-: Padre, hoy me he portado como buena, pero estoy rendida..., no me pida hoy más. Fáltanme ya las fuerzas... Piedad, Señor, piedad.

-Pido, sí, pido por amor de Jesucristo... que mañana mismo se vaya usted a España... No me aparto de usted hasta dejarla en el tren... Váyase usted, hija querida, con su padre. ¿No ve usted que tengo razón? Qué creerá su marido de usted si se queda usted aquí... pared por medio... usted es demasiado discreta y buena para intentarlo siquiera. ¡Por esa criaturita! Que su padre se persuada.... porque se persuadirá con el tiempo y su conducta de usted... ¡Ah! ¡No separe el hombre lo que Dios ha unido! Él volverá, volverá al lado de su esposa..., no lo dude usted. Hoy en su cólera... se dejó arrastrar... pero mañana...

Sollozos más hondos y desgarradores fueron la respuesta.

El Padre Arrigoitia estrechó cariñosamente las manos de la afligida.

-¿Me promete usted...? -murmuró con ardiente súplica, con la autoridad toda de su voz, acostumbrada a mandar en los espíritus.

-Sí, respondió Lucía... Me iré mañana... pero déjeme ahora desahogar..., me muero.

-Llore usted -contestó el jesuita-. Ensanche ese corazón. Yo rezaré entretanto.

Y entrando de nuevo en la estancia, arrodillose al lado del lecho mortuorio, sacó su breviario, y a la luz parpadeante de los blandones, fue leyendo en voz alta, compuesta y grave, las cláusulas melancólicas del oficio de difuntos.



Más de dos semanas dio pasto a las lenguas ociosas de León el singular suceso de la llegada de Lucía González, sola, triste, desmejorada y encinta, a la casa paterna. Inventáronse mentiras como castillos para explicar el misterio de su vuelta, el retiro en que se dio a vivir, la tremenda pesadumbre que nublaba el rostro del tío Joaquín González, la desaparición del marido, y tantas y tantas cosas que a escándalo y drama conyugal transcendían. Como suele suceder en casos análogos, rodaron algunos adarmes de verdad envueltos en arrobas de patrañas, y algo se dijo que no iba del todo fuera de camino; mas por falta de datos secretos que enlazara los conocidos, anduvo a tropezones el juicio del público, y allí caigo, y aquí me levanto, acabó por extraviarse del todo. Bien se colige que los despellejadores de oficio hicieron el suyo con diligencia y afán extremado, y quién censuró al maduro pisaverde que buscaba novia de pocos años, quién al padre vanidoso y majadero, que sacrificaba a su hija por afán de hacerla dama, quién a la niña loca que... En suma, pusieron ellos tantas moralejas a la historia de Lucía, que yo creo poder eximirme de añadir ninguna. Lo que con más empeño criticó la gente, fue este moderno requisito del VIAJE DE NOVIOS, costumbre extranjerizada y vitanda, buena sólo para engendrar disturbios y horrores de todo linaje. Sospecho que con el triste ejemplo de Lucía, tradicionalmente conservado y repetido a las niñas casaderas en lo que resta de siglo, no habrá desposados leoneses que osen apartarse de su hogar un negro de uña, al menos en los diez primeros años de matrimonio.


Marzo, 1881.



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