Un viaje terrible/VI
Los viajeros estaban deprimidos. Recostados en sus hamacas, permanecían abstraídos, olvidados del libro que trajeran para leer. Cierto es que la atmósfera pesaba cada vez más; un sol a cada hora más brillante hacía arder la extensa llanura del océano como la boca de un crisol de plomo. El agua parecía antimonio derretido con su espuma argéntea batiendo el casco. Luciano calculaba que habíamos dejado atrás Puerto Ferrol. Nos aproximábamos a Ecuador navegando ahora sobre las más profundas "hoyas" del océano Pacífico, y que comprendidas entre los 20° y 40° de latitud bordean el casco norte de la América del Sur.
Mi condenado primo ocupaba su días estudiando astrología encerrado en su camarote y completamente desnudo. Cuando aparecía en el puente se dirigía a los pasajeros y les interrogaba sobre el día, mes, año y hora de sus nacimientos. Luego de meditar, les decía con todo misterio: -Usted, que tiene a Marte en el signo de Virgo, debe cuidar sus intestinos... Usted...
Algunos terminaron por creerle brujo. Más de una señora, al verlo pasar, se persignaba a sus espaldas. Por supuesto, era imposible arrancarle una sola palabra acerca del destino del "Blue Star". El castigo del Capitán obró como antídoto contra su manía agoreril, pero si alguien entraba en su camarote, podía ver ostentosamente extendido sobre la litera el chaleco salvavidas. Las ancianas que el primer día de nuestra partida se apartaron de él, indignadas por su pintoresco vocabulario, se convirtieron poco menos que en sus devotas. Le rodeaban y agasajaban corno si fuera un santón. El mismo Ab-el-Korda estaba seguro de que a mi primo lo asistía un "djin", es decir, un genio. En cambio, el pastor protestante argüía que las dotes proféticas de mi primo tenían origen en una fuente diabólica- Algunos marineros pensaban que lo más práctico sería atarle un plomo al cuello y lanzarlo al mar, pero todos rezaban con más asiduidad, y semejante regresión indicaba en estas personas un saludable temor por el destino de sus pellejos. Las misas del pastor, efectuadas en el comedor, atraían a los que navegaban en el maldito buque, menos al hijo del emir de Damasco, que cumplía con su ritual muslímico, escrupulosamente encerrado en su camarote.
Pero estaba escrito que en cuanto a sorpresas no habíamos terminado. El acontecimiento más sensacional, por sus características extrañas, se produjo dos noches después que se reparó la avería del timón. Daban las diez de la noche en el reloj del entrepuente cuando los que acabábamos de tomar té en el comedor fuimos testigos del más extraordinario espectáculo que pudiéramos imaginar, y este extraordinario espectáculo consistió en que el Capitán traía, poco menos que arrastrándola por los cabellos, a la segunda hermana de la esposa del caballero peruano. Un marinero mantenía cogida por las piernas a la escuálida señorita, mientras que las, manos de la solterona, revestidas de guantes de goma roja se agitaban poco menos que desesperadamente en el espacio. El Capitán sostenía en la mano libre una tijera.
Sin ninguna contemplación, ayudado por el marinero, introdujo a la solterona en el comedor y la depositó violentamente sobre una silla, donde la mujer, sin quitarse los guantes de goma, comenzó a reparar el desorden de sus cabellos con espectacular calma.
Los testigos nos agrupamos silenciosamente en torno de los actores de este suceso y el Capitán, mostrándonos la tijera, se explicó:
—Acabo de detener a la señorita Corita en el mismo momento que con esta tijera pretendía cortar el cable principal del alumbrado de los camarotes, para producir una nueva alarma.
Estupefactos miramos a la señorita Corita como si la viéramos por primera vez. El hecho era innegable y lo comprobamos minutos después, revisando el cable mordido por la hoja de acero de la tijera que aún conservaba partículas de cobre. La solterona, sorprendida, no había tenido tiempo de quitarse los guantes. El Capitán prosiguió:
—Esta dama es la que ha incendiado el camarote del pastor Rosemberg; esta dama es la que arrojó al agua el equipaje de la señorita Herder, y ahora pretendía acrecentar la atmósfera de temor que aquí existe provocando un peligroso corto circuito. Prevengo a la tripulación y al pasaje que procederé sin contemplaciones contra todos los alarmistas y saboteadores.
Mientras el Capitán hablaba, nosotros examinábamos a la peligrosa solterona. Sentada en el borde de una silla, su piel, en la estampa demacrada y lívida, parecía erizarse como la de un gato frente a un mastín. De pronto alguien volvió la cabeza y descubrió al caballero peruano observando atónito el semblante de su cuñada. Parsimonioso avanzó entre nosotros, se detuvo en la misma línea que estaba detenido el Capitán y preguntó:
—Dinos, Corita, ¿por qué has hecho eso? Doña Corita envolvió a su cuñado en una mirada despreciativa y sardónica. Luego, muy serena, respondió al tiempo que se examinaba las uñas:
—Como el señor Luciano presagia siempre desgracias, quise hacerle fama de adivino. Mi primo, más que sorprendido, se retiró avergonzado; nosotros no atinábamos a pronunciar palabra, tanto nos desconcertaba el desparpajo de la incendiaria. El Capitán, que de sobras conocía las ventajas de su posición, se encaró con el caballero peruano y le dijo:
—Si usted no se compromete a pagar los perjuicios que esta señorita ha ocasionado en el camarote del buque, en el equipaje del señor Rosemberg y en el de la señorita Herder, me veré obligado a desembarcarla detenida en Malabrigo.
El caballero peruano se inclinó ceremonioso y respondió:
-Indemnizaré a todos los damnificados. Les agradecería me presentaran el monto de sus daños. El Capitán prosiguió: —Esta señorita irá detenida en su camarote hasta Malabrigo. Allí deberá desembarcar porque constituye un peligro para el pasaje. —Perfectamente.
Un gran círculo de silencio se había hecho en torno de los interlocutores, mientras que la incendiaria, plácidamente, con una tijera de bolsillo se recortaba las uñas.
El caballero peruano, lívido a consecuencia de la humillación que estaba sufriendo, se mordía los labios; la solterona de tanto en tanto nos envolvía en su grisácea mirada cínica; finalmente el Capitán dio término a la escena, llamando a un marinero y ordenándole que llevara detenida a la señorita Corita a su camarote. Tras ella salieron su cuñado y el Capitán, y nosotros, una vez que los tres desaparecieron, quedamos comentando el extrañísimo caso. ¡De manera que esta venenosa señorita era la que trabajaba de Fatalidad a bordo!