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Un viaje terrible/VII

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Cuando una de las dos ancianas preguntó si no sería doña Corita la que había averiado el timón, nos echamos a reír. No; la cuñada del caballero peruano no tenía fuerzas físicas para hacer saltar los pernos de los sunchos del árbol del timón, ni el timón se encontraba al alcance de su mano dañosa, pero, por fin, esta temible compañera de viaje estaba bajo la tutela de un marinero, y no era probable que pudiera repetir sus atentados El conde de la Espina y Marquesi opinaba que la señorita Corita era un agudísimo caso de histeria. Annie en cambio afirmaba que se trataba de una perversa vulgar obrando abstrusamente porque contaba con la impunidad. Los que no terminaban de hacerse lenguas sobre el asunto eran el pastor Rosemberg y miss Herder, quienes, estimulados por las promesas del caballero peruano, confeccionaban la lista de los efectos que perdieran. La señorita Herder afirmaba que ella no pondría en dicha lista ni una sola prenda de recargo; el pastor juraba que entraría al horno ardiendo como uno de los Macabeos antes de cobrarle un pañuelo de más al opulento garante, pero ellos estaban demasiado contentos para que podamos creerles en absoluto. Cambiando miradas de inteligencia, la feminista y el matrimonio se encerraron en sus camarotes munidos de lápices y cuadernos, y estoy seguro de que con lo que le cobraron de más al señor Gastido podían instalar una tienda de ropa blanca. Muchos lamentaron no haber sido víctimas de la malignidad de la solterona.

Después de dicho incidente no volvimos a ver al caballero peruano, que almorzaba y cenaba con su familia encerrado en el camarote. Creo que trataban de eludir la hostilidad del pasaje desviada de Luciano y dirigida a ellos. Por la noche, cuando la tripulación dormía, la extraña familia se paseaba fantasmalmente en el último puente.

Desde cualquier punto de vista que se mire, su aventura no tenía nada de envidiable. La temperatura se tornó terrible. El aire escaldaba; el "Blue Star", perezosamente, seguía su rumbo en un mar de leche caliente, aplastado en toda la extensión. La costa permanecía invisible, pero la adivinábamos en los hedores vegetales que traía el viento, desprendidos de las selvas putrefactas de los bajíos. A momentos, la atmósfera parecía cargada de chispas de fuego; nosotros, en un baño de sudor, permanecíamos inmóviles en las hamacas hasta el anochecer, en que una luna roja y ardiente subía por el cielo como un redondo incendio africano.

—Pasado mañana a la noche llegaremos a Malabrigo -dijo mi primo el atardecer del 5 de octubre-; pero antes tendremos tormenta.

Efectivamente, al Norte se veía la cúpula del cielo rayada de lívidos relámpagos- Sin embargo no se divisaba una sola nube. Pero era visible que la atmósfera estaba cargada de electricidad. Entrada la noche hubo un momento que pareció que navegábamos en un océano de fuego; el horizonte era una muralla negra lamida por el oleaje de esta fosforescencia, quieta y muerta.

Si hubiéramos visto caminar fantasmas sobre las aguas no nos habríamos asombrado, tan tétrico pintaba el paisaje donde nosotros por momentos no sabíamos si estábamos vivos o muertos.

El Capitán andaba inquieto. Hacia las once de la noche el viento ululaba cortándose en la obra muerta, pero mi primo, inclinándose sobre la pasarela, me dijo a modo de nuevo Virgilio de aquel infernal paraje: —Fíjate; el viento sopla y el agua no se mueve.

En efecto, fuese que la densidad del océano en aquel sitio, debido a la salinidad, resultara excesiva, fuese otra la causa, lo cierto es que el agua, insensible a la impulsión del viento, permanecía aplastada como una inmensa sábana de caucho batido. No era necesario ser adivino para asegurar un inminente cambio atmosférico.

Annie, despidiéndose de mí, dijo que aquella noche no me acompañaría. Su madre estaba afiebrada, y yo no sé si por efecto de dos whiskies que bebí con el telegrafista, me marché a la cama tan fatigado que me dormí instantáneamente.

A las cuatro de la mañana alguien me tiró violentamente de un brazo. Me incorporé sobresaltado. Quien estaba despertándome era el médico. Lo acompañaban el señor X, agregado comercial a la embajada del Japón, el señor Tubito y el traficante de alcaloides. Este consorcio de vividores me miraba de hito en hito. El médico, una vez que verificó que yo estaba bien despierto, me preguntó:

—¿Usted es el que va agregado a la "Comisión Simpson de Sondajes", no?

—Sí.

—¿Usted es geólogo?

—No... no... yo no soy geólogo...

—Pero usted dijo que nos encontramos sobre las hoyas más profundas del océano Pacífico.

—Sí, pero eso no significa que yo sea geólogo... Bueno... ¿qué es lo que pasa?

El médico se rascó la barbilla y luego con una precisión de lenguaje que no hubiera jamás soñado en un trapalón de su laya, respondió:

—Parece que nos ha cogido el radio vector de un remolino de agua de cien millas de diámetro. La terminología del médico me extrañó. El se apercibió y aclaró:

—Yo nunca debí ser médico, sino ingeniero mecánico. En fin, creo que está claro... El buque es arrastrado por un remolino semejante al que se forma en la superficie acuosa de una bañera que se está desagotando. La única diferencia consiste en el diámetro. En la bañera el radio vector del remolino mide cinco centímetros, aquí, cien millas. Así dice el "segundo"...

Me di cuenta de inmediato adonde se encaminaba la suposición del médico. Repuse:

—Creo que su razonamiento tiende a demostrar que se ha hundido un trozo de corteza del suelo oceánico sobre una gran caverna plutoniana. El agua del océano, rodando al interior de aquella monstruosa caverna, forma el remolino que nos arrastra.

—Justamente, eso dice el "segundo".

—Lo que no acierto a imaginar son las dimensiones de semejante caverna -repuso el pintor mejicano. Respondí:

—Para que pueda formarse una idea de las magnitudes terrestres le diré que la profundidad submarina más acentuada equivale a una ranura de diez milímetros de profundidad trazada en una esfera de un metro de diámetro, aunque lo que menos debe importarnos ahora son todos estos chismes. ¿Qué pasa en concreto?

—Pues desde anoche el jefe de máquinas, dando marcha atrás, intenta sustraerse a la corriente circulatoria que nos ha cogido en su rotación. Sus esfuerzos son vanos. Otros barcos están allí, atrapados como nosotros en la maldita ratonera.

Me vestí apresuradamente. El cielo de la mañana estaba decorado de vastos caracoles de estaño que con lentitud cruzaban hacia el Poniente la bóveda celeste. A través de las extensas llanuras de agua se veían otros buques cuya posición respecto al nuestro se mantenía inalterable, pues eran arrastrados circularmente a la misma velocidad angular que el "Blue Star". Los mástiles tristemente inclinados, los cascos como negros monstruos verticales, componían un dibujo desconcertante.

El señor X, la visera de la gorra hundida hasta la punta de la nariz, me observó:

—Fíjese que la superficie del agua ha cambiado. En vez de estar rugosa parece una rueda de aluminio en rotación.

El símil era exacto. El buque estaba empotrado, por decirlo así, en un inmenso disco de aluminio líquido, que giraba aparentemente con una velocidad periférica de treinta millas por hora. Cada diez horas dábamos una vuelta de remolino completa para acercarnos más al centro abismal.

—Esta vez estamos atrapados —dijo a mi espalda el conde de la Espina y Marquesi—. Podemos encomendar nuestras almas "al diavolo".

Yo no soy hombre de experimentar extraordinario entusiasmo cuando se trata de asomarse a un peligro, y de pronto sentí que algo se desplomaba vertiginosamente en mi interior. Tuve la impresión de que me derretía; miraba en redor y no sabía hacia qué dirección escaparme. Haciendo un tremendo esfuerzo me sobrepuse al miedo, dedicándome a observar a mis prójimos. Los oficiales en compañía del Capitán conversaban animadamente en la timonera. A las once de la mañana, todos nos reunimos en el comedor para escuchar al pastor Rosemberg, que comenzó a leernos un trozo de la Biblia. El tema de lectura del pastor versaba sobre "la profecía de Joñas". Con voz cargada de dignidad comenzó a leer:

"Y tenía dispuesto al Señor un grande pez que se tragó a Joñas y estuvo Joñas en el vientre del pez tres días y tres noches.

"E hizo Joñas oraciones al Señor Dios suyo desde el vientre del pez.

"Y dijo: en mi tribulación llamé al Señor y me oyó. Desde el sepulcro clamé y oíste mi voz.

"Y me echaste en lo profundo, en el remolino de la mar y la corriente me cercó, todos tus remolinos y tus ondas pasaron sobre mí".

Aquí el pastor Rosemberg se interrumpió y dijo:

—¡Qué maravillosa coincidencia nos ofrece la piedad del Señor a través de los siglos! No sólo nosotros estamos y hemos sido cogidos por un remolino, sino que en los pasados siglos hubo también un hombre, llamado Joñas, sobre el que pasaron todos los remolinos y las ondas del mar. ¿Y qué sucedió con este hombre Joñas, hermanos míos? ¿Qué pasó? Pues algo muy simple. Lo dice aquí el santo libro:

"Y vino otra vez la palabra del Señor a Joñas, diciendo:

"Levántate y ve a Nínive, ciudad grande, y predica en ella el sermón que yo te digo":

Nuevamente el pastor cerró el libro y dijo:

—¿Qué significa esto? Pues que Joñas salió del vientre del pez grande, sano y salvo, por haber orado al Señor. Y en prueba de que salió sano. y salvo del vientre del pez grande, el cual algunos suponen que era un ballena, fue enviado a Nínive a predicar un sermón. ¿Qué significa, vuelvo a preguntar, esta coincidencia de hechos? Pues que nosotros, como Joñas, nos salvaremos y entraremos en nuestras respectivas ciudades para predicar y ensalzar la grandeza de Dios que nos salvó de tan grande peligro como es un remolino.

Mientras el pastor Rosemberg nos edificaba de esta sabia manera, la señora escocesa se golpeaba el pecho con los puños, llevando en cierto modo el compás de la lectura. Las mujeres estaban llorosas; mi primo, sentado en un rincón, trataba de sofocar sus sollozos. El pánico lo había trocado en una criatura. Pero no fue él solo. No. A las tres de la tarde el drama comenzó a convertirse en tragedia. Un tripulante de color oyó una conversación del telegrafista, en la que éste manifestaba que posiblemente seríamos tragados por un embudo oceánico que nos sumergiría en una caverna submarina, y su terror fue tan desmesurado que, sacando de su cucheta un revólver escondido, se descerrajó un balazo en la cabeza al mismo tiempo que se lanzaba al océano. El cadáver del negro, cogido por el mismo torbellino que arrastraba a la nave, flotaba a estribor del "Blue Star" como si una mano invisible lo mantuviera a ras del agua. La gente, para evitar el espectáculo, se reunió a babor.

A las cinco de la tarde mi primo Luciano, completamente aterrorizado, se arrastró hasta su litera. Semejante a un moribundo permaneció allí con los labios despegados y los ojos en blanco.