Una cristiana: 13
Capítulo XIII
Después de la pesca, todas las tardes vino mi tío a hacer la corte a su futura, y se desvanecieron aquellas vislumbres, acaso imaginarias, de intimidad entre ella y yo. La boda se acercaba, y notábase en la casa la fermentación que precede a los grandes acontecimientos domésticos. Una mañana fue mi tío al Naranjal, con el fin de conseguir que Sotopeña honrase con su presencia la ceremonia; pero el Santo andaba molestado de unos cólicos biliosos, y cabalmente se preparaba a salir para las aguas de Mondariz, sin que la multiplicidad de sus asuntos e importantes ocupaciones le permitiese diferir o modificar sus planes ni veinticuatro horas. Fue esta negativa un parchazo para mi tío, cuya influencia en la provincia crecería al recibir pública muestra de amistad del tutelar de la región, el hombre que alcanzaba popularidad hasta entre sus conterráneos residentes en las Antillas y la América del Sur. El señor de Aldao, en cambio, se tranquilizó cuando supo que no les visitaría don Vicente. ¿Qué opinión formaría el dueño del Naranjal acerca de las mejoras y ornato del Tejo? El instinto de conservación de la vanidad (que lo tiene, y muy grande) le dictaba a don Román el recelo de que Sotopeña pudiese reírse, allá en su interior, de las bolitas tornasoladas donde se reflejaba el paisaje, de los bustos de yeso, de los cristales de colorines de la capilla, del gran escudo de boj que dibujaba las armas de los Aldaos, del invernáculo hecho con vidrieras, y por último, de todo pormenor, requisito y aparato de la boda, finezas y convite.
A medida que se acercaba el día nupcial, y llegaban regalitos de amigos y parientes, y el novio usaba y abusaba de su privilegio de dar conversación a Carmen, yo encontraba menos pretexto para acercarme a calla, y al par era mayor mi deseo de semejantes aproximaciones.
Lo que cada día notaba mejor, era la frialdad glacial de la tití hacia su futuro, frialdad disimulada y envuelta en formas complacientes. No, lo que es en esto sí que estaba yo bien cierto; no podía equivocarme como se equivocaría otra persona menos interesada en la observación. Dos o tres veces percibí un movimiento como de desvío, un gesto de impaciencia nerviosa, en momentos en que el rostro de la mujer, sentada cerca del que quiere, se ilumina de alegría. Noté también -y esto prestaba importancia a la primer observación- que la novia no revelaba mayor satisfacción y ternura al hablar con su padre o con su hermano. Era respetuosa, cordial, afable; pero nada más: la efusión faltaba. En cambio advertí que esta efusión, imposible de ocultar, porque la delatan los ojos con su luz y la voz con sus inflexiones, la mostraba tití al hablar con el Padre Moreno: en vista de lo cual hice desvergonzados soliloquios: «El frailecito no me engaña a mí. Con esos ojos tan negros, ese aire tan resuelto, ese carácter tan explícito y esos retratos barbudos... ¡Ay, ay! El tal aben Jusuf...».
Confirmé estas sospechas al cerciorarme que entre el Padre moro y mi tití se cruzaban alguna vez esas ojeadas que son de inteligencia en todas partes; miradas ya rápidas y expresivas, ya largas y llenas de sentido. Diríase que el fraile y la novia trataban de ponerse de acuerdo, con algún propósito misterioso y grave. Hasta una vez en la huerta, vi que cambiaban algunas palabras quedito. «¿Se verán de noche?», me atreví a pensar. Estudiando la distribución de la casa, comprendí que era imposible. Al Padre Moreno le habían dado la mejor habitación, exceptuando la destinada a los novios; y este dormitorio del Padre comunicaba con el del señor de Aldao, de manera que no podría el fraile rebullirse sin que don Román lo sintiese. Al lado de mi tití dormía Candidiña y su hermana; imposible intentar escapatoria nocturna que no fuese sabida y comentada. Por este lado tampoco encontró terreno firme mi bárbara malicia. Y sin embargo, no podía quedarme duda de que se entendían el fraile y la señorita de Aldao, y andaban a cara de una ocasión de reunirse clandestinamente. Yo me di cuenta en distintas ocasiones, de estos proyectos de cita: vi a los culpables, que después de haber tomado el café intentaban escurrirse al jardín; noté que por la mañana, a la hora del chocolate, procuraban secretear en algún rincón de la galería. Siempre interrumpían su coloquio o maliciosas intervenciones mías, o jugarretas y travesuras de Candidiña, o majaderías de Serafín, o faranduladas obsequiosas de don Román Aldao. Entonces era visible en el rostro de mi tití la contrariedad. Padre disimulaba mejor.
Reflexionando en lo que haría yo si me viese en el caso de ellos, vine a comprender que sólo les quedaba una hora hábil para verse de ocultis: la madrugada. Con un madrugón resolvían el problema. En efecto, cuando el Padre decía su misa muy tempranito, la mayor parte de los habitantes de la quinta se quedaban repantigados en la cama. En espera de que a mis dos reos se les ocurriese este ardid, empecé a darme los grandes madrugones. Me acostaba tempranito, no sin luchar a brazo partido con el aprendiz de clérigo, empeñado en darme palique hasta las altas horas. Aún no empezaba a clarear la luz del día, cuando dejaba yo las ociosas plumas, y mal despabilado me lanzaba al huerto, que a decir verdad estaba delicioso de frescura, regado por el rocío nocturno, lleno del estremecimiento misterioso del follaje al despertarlo la aurora, y embalsamado por los ligeros olores de churras, resedas y heliotropos, venidos del jardín. El ruidito de la fuente era más que nunca melodioso, dulce y alternativo, como si cayese del cielo en un tazón de cristal. Todos estos encantos me predisponían a soñar y hasta me hacían olvidarme de mi acecho. A la segunda mañana que lo practiqué, ya era para mi secundario, y madrugaba por gusto, temiendo que no conseguiría averiguar nada y que mis hábiles emboscadas no me producirían sino el recreo de ver el huerto tan deleitable. No obstante, continué madrugando, y la cuarta mañana, al respirar con deleite la primer bocanada de aire puro, se me ocurrió cuán bonito sería subir al Teixo y presenciar desde allí la salida del sol en el mar. Mi dicho, mi hecho. Trepé por la escalera, pasé del salón de baile, ascendí hasta el cenador, y de allí a Bellavista.
Me detuve sorprendido y anonadado ante el panorama que se desarrollaba a mis pies. Delante de mí, muy cercana, la gentil ladera donde se asienta San Andrés de Louza: bosquetes de castaños, maizales, praderías, algunos molinos salpicados por las vueltas del riachuelo, a manera de broches de perlas en un collar de brillantes, que el sol no hacía resplandecer aún. Apenas asomaba, como reflejo delator de una vasta hoguera, sobre la parte del horizonte en que se confundían mar y cielo y se dibujaba la mancha negruzca de las Casitérides. Era una luz difusa, semejante a la primer mirada todavía incierta de unas hermosas pupilas que se entreabren. La niebla la velaba todavía. Cuando los primeros rayos del globo rojo empezaron a encender el mar prodigiosamente sereno, sacudida misteriosa estremeció la superficie de las olas que se tiñeron de opulentos colores, como si la mano de algún mago esparciese en ellas oro, zafiro y derretido carmín. Al mismo tiempo el paisaje se animaba, espejeaban ya las aguas del riachuelo, y las playas de San Andrés y Portomouro surgían blancas y pulcras, como lavadas por el oleaje, con el plateado tono de sus arenas finísimas y el festón verde de sus algas. Las matas de grandes aloes en flor lucían, sobre la pureza del cielo, sus penachos amarillos. El rojo de los tejados podía compararse a pulido coral. De repente, como ave que sacude sus alas para ensayar el vuelo, la vela latina de una lancha sardinera brotó del infinito azul de la Ría, al pie de San Andrés, y tras ella fueron saliendo otras marchas, apiñadas como un bando de palomas. Yo me quedé embelesado.
No sé qué aviso interior me hizo variar la dirección de mis miradas, convirtiéndola hacia el huerto y la quinta, muda y cerrada a tal hora. El escudo de armas de recortados bojes, las canastillas y arriates de rosas, pensamientos y petunias, el bosquecillo de frutales, el pilón, parecían, desde Bellavista, dibujos de un jardín geométrico, trazado sobre el fondo de un tapiz. Los cristales de la silenciosa casa rebrillaban. De improviso...
Un suceso muy previsto por la imaginación y que racionalmente nos parece inverosímil, causa viva emoción, aunque en el fondo no nos afecte ni pueda importarnos. A mí se me apretó el corazón y se me enfriaron las manos cuando vi salir por dos puertas diferentes de la casa y casi a un tiempo al Padre Moreno y a la tití. Indudablemente competían en exactitud; habían convenido en una hora fija, y ni la saboneta de Carmiña ni el cronómetro cebolla del Padre, regalado por la señora del Cónsul inglés, discrepaban un minuto.
La señorita y el fraile, al verse, se acercaron vivamente como personas que desde hace tiempo aspiran a encontrarse a solas y tienen algo muy importante que decirse; y mi tití, con inesperado movimiento, se inclinó, besando la manga del Padre. Luego parecieron discutir un momento acaloradamente, los dos muy serios y animados; y de repente el Padre extendió el brazo y señaló al Tejo.
Yo sabía que no podían verme. Por un instinto de prudencia me había agazapado detrás del ramaje. Así es que comprendí el significado de aquella mímica. «Allí en el Tejo es donde estaremos mejor y podremos charlar más a nuestras anchas». Hacerme cargo de esto y tener una inspiración súbita fue todo uno. Lo quería, lo necesitaba, ansiaba oír aquella conversación criminal o inocente, pero de seguro interesantísima para mí. Adiviné que lo primero que harían, antes de hablar sin recelo, sería registrar el árbol, aunque a tales horas no podían suponer razonablemente que estuviese habitado. En consecuencia, miré a mi alrededor buscando un escondrijo. El ramaje del Tejo era, a más de tupido, sólido, cerrado y adecuado para recatar a una persona; pero hacia la copa se clareaba. No vi medio de ocultarme sino bajando de nivel, es decir, poniéndome al del cenador. Donde quiera que el Padre y la señorita se colocasen, a aquella altura yo podía oírlos y verlos. Bajé, pues, y salvando la barandilla y perdiéndome entre las sombrías ramas, cabalgué en la más fuerte y resistente que vi. Crujieron muchas, rompiéronse dos o tres de las más pequeñas, gimió la espesura, y algunos pajarillos salieron azorados y revoloteando para huir de mi supuesta agresión. Por fortuna el fraile y la novia pasaban entonces bajo las calles cubiertas del espaller y ni era posible que mirasen hacia el Tejo, ni que viesen aunque mirasen. De otro modo, notarían el oleaje de las ramas, comparable al de un estanque cuando cae en él la cáscara de nuez de un botecillo. Aún susurraban y se estremecían, cuando sentí por la escalera el taconeo de tití y las reverendas pisadas del Padre Moreno.
Sentáronse muy cerca el uno del otro. Se habían colocado tan bien en lo alto del mirador, que les veía de frente, aunque un poco de abajo arriba; y el estar ellos en plena luz y yo en relativa oscuridad, me permitía sorprender mejor la expresión de sus caras, y la proximidad oír hasta el sobrealiento de la subida y el crujido del asiento de madera al caer en él todo el peso del Padre. Él fue quien habló primero, celebrando la acertada elección de sitio y el excelente acuerdo de refugiarse allí, donde era imposible que nadie sorprendiese su diálogo confidencial.
-Verdad -afirmó la señorita satisfecha-. También a mí me parecía que o aquí o en ninguna parte podríamos hablar con libertad completa. En la huerta se descolgarían Serafín o Salustio, se nos pegarían, y ya imposible. Aunque les dé la manía de madrugar, es bien seguro que al Tejo no se les ocurre venir. ¿Y ha visto usted qué pesados, qué manera de no dejarle a uno respirar?