Una cristiana: 17

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Una cristiana de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XVII

Capítulo XVII

Bajamos al jardín: la tarde caía ya, y no venía mal la brisa fresca para despejar las cabezas acaloradas. Yo creía no tener ni sombra de lo que por borracheras se entiende: y sin embargo atribuí el extraño peso que notaba en el corazón, la infinita melancolía que se apoderó de mí, a los efectos del vino, que a veces producen ese doloroso tedio, cayendo en el alma como piedras en la hondura de un pozo. Aquella gente alborotada, alegre, bromista, que tomaba la boda como un fausto acontecimiento, me producía no sé qué fastidio y aborrecimiento inexplicable: parecíame no haber tropezado nunca con personas tan antipáticas. Se esparcieron por la finca gozando y riendo, y yo procuré quedar a solas con mis negros pensamientos y mis lúgubres ideas. La imaginación se me ponía más negra cada vez, como si alguna enorme desventura pesase sobre mí. Dirigime por instinto a lo más retirado de la huerta, y abriendo la puertecilla carcomida que comunicaba con el soto, la crucé con ímpetu, hambriento de silencio y soledad. Una voz clara y enérgica pronunció: «¿A dónde va usted, caballero Salustio?». Y en voz y frase conocí al Padre Moreno. El fraile estaba sentado en un banco de piedra, apoyado contra la tapia, y leía en un libro, ocupación que suspendió al verme.

-Aquí me vine -dijo- buscando un sitio a propósito para hacer mis rezos de costumbre. Ya estaba concluyendo. Y usted... ¿se puede saber si también sale de la huerta para rezar?

-No -contesté en uno de esos ímpetus de franqueza súbita que suelen nacer al encontrarse con algunas copas de vinos fuertes y variados entre pecho y espalda-. He venido porque me aburría tanta gente, tanta bulla, tanto regocijo y tanta necedad; porque me levantaba jaqueca la estupidez.

-¡Bravo! Señor mío, ahora digo que le sobra a usted razón. Lo dicho, le sobra. A mí también me hastiaban el comedor y la comida. Es un barullo insoportable y nada tiene de particular que a un fraile le asuste; pero a usted...

-Padre Moreno, crea usted que hay días en que, convicciones aparte, le entran a uno ganas de ser fraile y de echar a rodar las tonterías del mundo.

El fraile me miró, clavando en los míos sus ojos poderosos, serenos y perspicaces.

-¿De veras se le ocurre a usted eso? Pues no extrañará usted si un pobre fraile le responde que en mi opinión, ya está usted a la entrada del camino de la sabiduría, y aun de la felicidad, hasta donde cabe en la vida del hombre. Buscar la paz y el desasimiento no es virtud: es egoísmo y cálculo. Crea usted, caballero, que yo no envidio a nadie... y en cambio compadezco a mucha, a muchísima gente.

El orgullo laico no se me encabritó al oír tales palabras. Después he reflexionado con sorpresa en que a mí debiera enojarme la compasión del fraile, compasión probablemente irónica: porque dadas mis ideas, mi manera de pensar y sentir en cuestiones religiosas y la significación absurda que para mí tenían los votos monásticos, era yo quien debía compadecer al fraile, y compadecerle como se compadece a las víctimas del absurdo y de la inmolación inútil en aras de un concepto erróneo. Únicamente se explica mi extraña aquiescencia a las palabras del Padre Moreno, suponiendo que existe en el fondo de nuestro espíritu una tendencia perpetua a la abnegación, a la renunciación, por decirlo así, tendencia que se deriva del subsuelo cristiano sobre el cual reposa la cáscara de nuestro racionalismo. A mí se me ocurría en aquel momento de depresión moral: «¿Cuál es mejor, Salustio? ¿Seguir estudiando, acabar la carrera, ejercerla, casarse, cargarte de hijos, sufrir las impertinencias y los rozamientos de la vida, aguantar todo lo que forzosamente ha de traer consigo, dolores, desengaños, conflictos y peleas, o pasártela como este padre, que en un día de boda coge su libro y se viene a rezar al bosque tan pacíficamente?».

-Sí que compadezco a muchos -prosiguió el Padre cogiéndose de mi brazo con familiaridad y llevándome, al través del soto, hasta un pradito que limitaba un vallado vestido de parietarias y flores silvestres-. A las gentes que juzguen... así, nada más que por la superficie, les parecerá que hoy, en medio de la fiesta de boda, debo yo experimentar algo de envidia, o por lo menos considerar mi estado, tan diferente del de los casados ¿eh?... Pues mire usted, le aseguro (y usted no creerá que le digo una cosa por otra, pues ya sabe que mi carácter es muy franco) que más bien parece como si me inspirasen los novios una especie de compasión... vamos, compasión de considerar los trabajos que les esperan en la jornada, por más felices que sean; aunque Dios les reparta a manos llenas cuanto se entiende por felicidad.

Los sentimientos del fraile estaban en aquel momento tan conformes con los míos, que de buena gana le hubiese abrazado. Y cediendo por segunda vez al prurito de desahogarme, indiqué sentándome en el vallado:

-A mí, Padre Moreno, esta boda me parece un puro disparate; o mucho me engaño, o va a traer consecuencias funestísimas. Carmiña es un ángel, una santa, mi ser excepcional; y mi tío... ¡Qué sé yo!... tengo mis motivos para conocerle.

Mudó repentinamente de aspecto la cara del Padre. Sus ojos se tornaron severos: su entrecejo se frunció: recogiose su boca pasando de la amabilidad a la seriedad, a la austeridad casi. Vi en su fisonomía una expresión que tenía rara vez: era la profesión saliendo a la cara: era el fraile y el confesor que reaparecía bajo el hombre afable, cortés, comunicativo, humano.

-Habla usted con ligereza -dijo sin ambages- y perdone que le ate corto. Tal vez crea tener algo en qué fundarse, y a la verdad, siento que irte obligue a recordar eso... porque quería olvidarme de que fríe usted más imprudente y curioso de lo que corresponde a una persona que por los principios de su educación y el objeto científico de su carrera parece que debe dar a todos ejemplo de seriedad. Ya sabe usted que nunca hemos sacado a relucir este asunto... Ya que usted mismo me presente la ocasión, caballero no la desperdiciaré. Yo creo que obró usted así por aturdimiento natural en los pocos años; que a ser otra cosa... ¡caramelo!

-¿A qué se refiere usted? -dije sintiendo despertarse mi amor propio y mirando cara a cara al fraile.

-¡Bah! Como si usted no lo supiera. Pero no soy yo persona de medias palabras. Me refiero al árbol... al Tejo. ¿Más claro aún? Al batacazo que usted se chupó por escuchar lo que no le iba ni le venía.

-Oiga usted, Padre... Los hábitos no dan derecho a todo... Yo...

-Usted nos escuchaba. ¿Sí o no? Nada de retóricas.

-Sí, ya que lo quiere usted saber. Sí; pero con ánimo...

-Con ánimo de saber lo que hablábamos.

-No señor... Aguárdese usted, déjeme explicar... Me podrá usted vencer en prudencia, Padre Moreno, y en esta ocasión lo reconozco; pero en pureza de intención y en altura de propósitos... Lo que es en eso... Padre, con todos sus votos y su fe, no me gana usted, lo juro a fe de hombre honrado.

-Admito, y no es poco admitir -arguyó reposadamente el fraile-, que eso sea verdad; y lo admito, porque me ha sido usted simpático desde el primer momento, porque me ha parecido conocer y discernir bien su carácter, y no veo en usted malicia diabólica, ni corazón dañado, ni perversidad de intención ninguna. Vamos, no dirá que no le hago justicia cumplidísima. Pero en el caso de que tratamos, se me figura que adolece usted de un romanticismo bobo, que le mete a desfacer entuertos como don Quijote, y de ese prurito de curiosidad malsana que nos induce a meternos en lo que no nos importa, ni nos ha dado Dios misión de arreglar.

-Es que la boda de mi tío...

-Podrá interesarle a usted por lo que afecta a sus intereses; pero por si Carmiña va a ser feliz o desgraciada, o es buena, o es mala... lo que es en eso tiene usted tanto que ver como yo en los asuntos del Emperador de la China. Igualito, señor don Salustio. Y menos para querer por medio de una indiscreción penetrar en el santuario de un espíritu y en los repliegues de una conciencia.

-Padre -contesté con firmeza, porque me estimulaba el enojo de la reprimenda y lo extraño y desairado de mi situación-, usted dirá lo que quiera del proceder mío; y yo respetaré sus dichos, no por el hábito que viste, y que ante mis convicciones no significa gran cosa, sino por la dignidad con que usted lo lleva. Quedamos, en que soy un indiscreto, un imprudente, un entrometido, y cuanto usted guste agregar; pero no quita para que tenga razón cuando auguro mal de una boda hecha en ciertas condiciones y circunstancias. Ya que no ignora usted que yo tengo motivos para estar enterado y que reconozco el delito de espionaje y de indiscreción, no me niegue que lo que hoy hizo usted en la capilla es la sanción de una fatalidad, de un desastre horrible...

El fraile seguía mirándome, cada vez más disgustado y más nublado de ceño. En otras circunstancias acaso me contendría su desagrado evidente; pero en aquel instante, no había quien pudiese reducirme al silencio: cogí al fraile del brazo y le dije con gran resolución:

-Oiga, usted, Padre. Los matrimonios no consumados son muy fáciles de deshacer dentro del derecho canónico. Mejor que yo lo sabrá usted. Hábleme con sinceridad: a su honradez apelo, Padre. Podemos evitar una desgracia grandísima. ¿Le parece que me acerque a la señorita de Aldao y le diga: «Pobrecita, tú no comprendes en la que te has metido, pero estás a tiempo: no es válido tu matrimonio: protesta y échalo todo a rodar. No quieras que el daño sea completo. Líbrate de esa cosa atroz... En tu inocencia no puedes imaginarte, infeliz, lo que es ser esposa de mi tío. Un horror... mira que te lo aseguro. No llegue yo a verlo. Antes cieguen mis ojos. El Padre Moreno es un hombre de bien y te aconseja lo mismo. Anda, valor... rompe, rompe la cadena... Yo te ayudaré, y el Padre, y todos... Ánimo»?

-Lo que juro -afirmó el fraile- es que está usted loco o va camino de ello. Y si no... ¡Tate!...

Diose una palmada en la frente, y añadió:

-¿Cuántas copas de Jerez han caído hoy, caballero?

-¿Me supone usted borracho? -grité irguiéndome en fiera actitud.

-Le doy a usted mi palabra -declaró con espontaneidad- de que no creo que se encuentre usted en ese estado vergonzoso. Únicamente quiero decir que el vino le ha exaltado algo la sesera, produciéndole esa perturbación moral más bien que física, que se traduce en hablar disparates ordenados, meternos en lo que no nos compete y arreglar el mundo a nuestro modo, ¡caramelo! cuando quien debe arreglarlo es Dios.

-Bueno: y si yo le dijese a Carmiña lo de romper el matrimonio... ¿qué respondería?

-Le aconsejaría que se cuidase, y probablemente en estos términos: «Mójate la cabeza, hijo, que la tienes hecha un horno».

-Según eso, ¿usted cree que no hay remedio ninguno? -exclamé con vehemencia y dolor-. ¿Que debemos dejar consumirse la iniquidad y sobrevenir la catástrofe cruzados de brazos? ¿Pero, usted no conoce a mi tío? ¿No se da usted cuenta de las condiciones de su carácter, de la pequeñez y vileza de su alma, sobre todo comparadas a la bondad de esa mujer incomparable, a quien usted debe respetar como a la Virgen María, porque es tan bue...

No pude proseguir. Amostazado ya y encendido de cólera, con todo el empuje de su carácter y el brío de su condición, el fraile me tapó la boca apoyando en ella su ancha mano.

-¡Caramelo y recaramelo! que me dan ganas de mandarle a usted bien sé yo adónde, y le mandaría, si no viese el estado anormal en que se encuentra. Serafín bebió el pajarote y usted tiene la humareda en los cascos. Antes no lo creí, pero ahora... Yo no concebía que fuese jumera lo de usted, mas si se me va por los cerros de úbeda, el mayor favor que puedo hacerle es suponerle alumbrado.

Retrocedí protestando y ofendido.

-Cuidado, Padre... Hay que mirarlo que se dice, y no herir...

El fraile, pasando sin transición del enfado a la cordialidad, me dio una palmada en el hombro.

-No se formalice, ¡caramelo! Óigame con tranquilidad, si puede. Es la de usted una jumerita así... muy por lo serio y lo lo sublime, lo cual revela que tiene usted en el fondo del alma un depósito de buenos sentimientos que salen a la superficie cuando es usted menos dueño de sí; precisamente al punto que habla usted con entera libertad, ex abundantia cordis. Esto es lo que yo observo, y se lo declaro con la sinceridad propia de un religioso, que no disfraza su pensamiento ni se anda con repulgos. Más le voy a conceder. Pudiera suceder que usted en medio de su... alteración, vea claramente el porvenir, y sea profeta al sostener que este matrimonio ha sido, humanamente hablando, un desacierto. Pero usted prescinde del auxilio de la gracia y de la Providencia, que no falta nunca a los buenos, a los sencillos de corazón, a los que cumplen con sus deberes y fían en la palabra de Cristo. La paz del alma es un bien real entre los muchos bienes falsos que ofrece el mundo. No compadezca usted a su tía, ni a mí, ni a nadie que ande derecho y sepa reírse de la materia... Ya sabe usted que la bienaventuranza no existe por acá, y nosotros, los que aparentamos mortificarnos, somos realmente unos egoistones: sacamos más partido de la vida que nadie.

Las razones del fraile penetraban en mi cerebro como el hierro en la herida. Mejor dicho: no eran las razones mismas, sino el tono de convicción y veracidad con que iban pronunciadas, ayudando a que me produjesen tal efecto mi situación de ánimo, y la ternura bobalicona que infunden las jumeras «por lo fino y lo sublime» como decía el Padre. Ello es que remanecieron en mí las filosofías pesimistas y los deseos de dar al traste con la pícara existencia, o al menos con sus ilusiones nocivas: y reprimiendo la tentación de abrazar al fraile, exclamé:

-¡Ay Padre! ¡Cómo acierta usted en eso! ¡Quién tuviera sus creencias y vistiera su sayal! Explíqueme usted si puede entrar en el convento un racionalista. Yo creo que sí. ¡Estoy más triste, más triste! Parece que se me acaba la vida.

El fraile me miró con singular perspicacia. Sus ojos eran dos bisturíes que me registraban el corazón, que me disecaban los tejidos. Su acento adquirió inflexiones duras al decirme:

-Cuidadito que no se le acabe a usted nunca la vergüenza, ni el propósito de conducirse como persona decente. Aunque bien mirado, siempre que no se les acabe a los demás... haga usted lo que quiera.

No torcí la cabeza, no entorné los párpados, no me sonrojé. Si las pupilas del fraile acusaban, las mías confesaban explícitamente: retaban casi. «Conformes: tú me adivinas, yo no me oculto. Ante mi ley moral, lo que siento no es ningún crimen. El crimen es haber bendecido ese matrimonio». Le volví la espalda y saltando el vallado me interné en las tierras.