Una cristiana: 21
Capítulo XXI
Que dijese lo que gustase Portal, yo estudiaba la fisonomía y las acciones de tití, y con la doble vista de la pasión comprobaba una repugnancia, un desvío cada vez más acentuado y profundo... Dramaturgos que prodigáis venenos y puñales en vuestras espeluznantes creaciones; poetas que cantáis horribles tragedias; novelistas que realizáis tantos asesinatos como capítulos, decidme si hay conflicto más tremendo que aquel cuyas peripecias se desarrollan en el fondo del alma de una mujer unida, sujeta, enlazada día y noche al hombre cuya presencia basta para estremecer de aversión todas sus libras. Y dirán los que creen que la psicología es -como las positivas, exactas, físicas y naturales- una ciencia de hechos: ¿pues por qué había de repugnarle tanto a su mujer ese marido? No hay razón suficiente. Ninguna falta grave había cometido contra ella. Reina y señora en su casa, su esposo no le hacía infidelidades, antes bien se mostraba asiduo, aficionado al hogar y a la joven esposa que le aguardaba en él. ¡Ah! es evidente que la antipatía de tití era irrazonada, y por lo mismo más fuerte, más honda, más imposible de combatir y desarraigar. Se combate al adversario cuando tiene cuerpo, no cuando es impalpable sombra, real solamente allá en los obscuros antros de nuestro espíritu. Maridos hay que maltratan a sus mujeres, que las traicionan, que las arruinan, y sin embargo son amados, o al menos no repugnan. ¿Quién puede precisar de dónde sopla esa aura llamada Repulsión?
No es odio. El odio tiene porqué, se funda en motivos, se razona y se justifica: y si a veces me he dejado decir que yo odiaba a mi tío, me he expresado mal, con poca exactitud. No era odio lo que sentíamos hacia él su mujer y yo, sino algo menos vencible: repulsión profunda. El odio puede convertirse en amistad, hasta en amor, porque como se origina de causas positivas, otras causas positivas logran desterrarlo; pero la repugnancia misteriosa, la antipatía que nace de las profundidades de nuestro ser psíquico, esa no muere, ni se extirpa, ni se transforma: contra la sinrazón no hay raciocinio, ni lógica que valga contra el instinto, el cual obra en nosotros como la naturaleza: directa e intuitivamente, en virtud de leyes cuya esencia es y será para nosotros, por los siglos de los siglos, indescifrable arcano.
Convengamos en que tití Carmen no odiaba a mi tío Felipe. En su bondad no cabía el odio. Mi tío le había dado su nombre, su posición, tal cual fuese; mi tío no la maltrataba, ni siquiera notaba yo que le escatimase mucho el dinero, aunque bien veía que la esposa, a ser dueña de su voluntad, ensancharía el renglón de limosnas... El matrimonio de mis tíos era, pues, como uno de tantos que se ven hoy, en apariencia tranquilos, y hasta dichosos, unidos por esa concordia decorosa y burguesa que está de moda en nuestra sociedad, donde las costumbres, lo mismo que las calles, se tiran a cordel, cada día más rectas y simétricas. Pero así como dentro de las casas de esas calles tiradas a cordel se desarrollan episodios trágicos, y laten el amor, el vicio y el crimen, lo mismo que en las más tortuosas de la Edad Media, así bajo la capa de buena armonía y mutua consideración de aquella pareja veía yo el real maridaje, la predisposición tiránica y mezquina del marido y la repulsión inconsciente, fría, tremenda, de la mujer.
A veces decíame a mí mismo: «Cuidado que tiene razón Luis, y que soy tonto. Poco debiera dárseme de la repugnancia conyugal que en tití observo a cada rato. Lo que podría preocuparme, serían los sentimientos que la inspiro. Si me quisiese como yo la quiero, ¿qué importaría que, a semejanza de ciertas heroínas de dramas y novelas de ahora, sin dejar de airarme con locura, consagrase también a su marido un tiernísimo cariño y una veneración y respeto filiales, o fraternales, o conyugales, etc.? Que ella me correspondiese, y lo demás debía pasar para mí entre bastidores del alma... allí donde no conviene que penetre nadie. ¿Qué saco en limpio de que mire con malos ojos a su legítimo dueño, si a mí no me mira?».
Pues yo no sacaría nada: pero el caso es que espiaba los indicios de la tal antipatía con intenso gozo. Lo mismo que al sospechar si la mujer amada pagará nuestro amor, acechamos con afán una ojeada, una sonrisa, un rubor fugitivo, el paso de una emoción que rasgando el delicado velo en que se envuelve el alma femenina, descubra y patentice la recóndita hoguera, así yo estudiaba las inflexiones de la voz, la chispa mal amortiguada de los ojos, el temblor apenas perceptible de los labios, que me delatasen el estado moral de la esposa.
A las horas de comer, yo observaba tenazmente, haciéndome el distraído, jugando con el tenedor o siguiendo con mi tío conversaciones de política -discusiones casi siempre-. Estoy convencido de que todo puede fingirse, todo puede sujetarse a la voluntad; todo, hasta la expresión de la cara, pero no la voz. Tití llegaba a mandar en sus músculos, a apagar sus pupilas, a inmovilizar las ventanas de su nariz fina y palpitante; pero nunca conseguía que su acento, de notas graves, pastosas y bien timbradas citando se dirigía a otras personas, no fuese mate y sordo al hablar a su marido. Y aparte de la voz, había mil indicios evidentes. El más claro, su afán de prolongar la velada. Por su gusto, aquella mujer no se recogería nunca. ¡Ah, qué deliciosa impresión para mí -las pocas veces que logré acompañarla de noche- el verla retrasar la hora con mil pretextos, enfrascarse en su labor, alegar que se había puesto tarea, que hasta que la terminase no se acostaría, que tenía aún que escribir dos letras a su padre o a sus amigas de Pontevedra, hasta que mi tío ordenaba la retirada sin miramientos! Estas observaciones no podía yo hacerlas sino la noche de algún sábado: las restantes de la semana tenía que acostarme temprano, por mis clases. Solía ponerme al lado de la chimenea, en el gabinete contiguo a la alcoba, cuyas columnas adornaba un pabellón de felpa y damasco verde musgo, dejando entrever el mueblaje de la odiosa cámara donde diariamente se consumaba el inicuo misterio de la absoluta intimidad de dos seres que ni se amaban, ni tal vez se estimaban, ni se entendían, ni tenían más punto de contacto que haberles echado a un tiempo la misma estola el fraile moro.
Una mañana recibí carta de mi madre, escrita en el estilo precipitado e incoherente de costumbre, sin puntuación, no hay para qué decirlo, y consagrada toda a participarme cierta extraña noticia. «No sabes la carnavalada el viejo chocho de Aldao cayó con la mocosa de Candidiña lo envolvió lo mareó lo volvió tarumba le hizo rabiar hasta que consintió en casarse pero no en público sino de ocultis muy a cencerritos tapados el cura citando le preguntan lo niega el viejo lo mismo pero yo lo sé por quien lo vio y lo presenció con sus ojos y en Pontevedra corren unas coplas muy indecentes sobre el fenómeno parece las escribió el director de El Teucrense es cosa de risa lo que no logra una chiquilla descarada dice que le regaló mantilla y vestido de seda negra Dios nos conserve el juicio y nos libre de chochear no sé si la hija está enterada si no cállate que se sepa por fuera que va se lo escribirán a Felipe sus paniaguados buena la hizo ya tiene madrastra me alegro por haberse burlado de nosotros».
Excusado me parece decir que apenas pude coger a la tití sola, me apresuré a leerle la rara nueva, no sin grandes preámbulos y trasteos. Lejos de asustarse o de afligirse, la hija del señor de Aldao reveló satisfacción.
-Dios me ha oído -dijo con ímpetu-. Dios me premia, Salustio. A la edad de mi padre más vale estar casado que... de otro modo: por su misma dignidad, me alegro: puedes creer que me alegro, aunque preferiría que hubiese tenido distinta elección. Pero ya lo hizo: ahora, que resulte bien.
-Yo no quiero echarte a perder la alegría -respondí-, pero, Carmiña, a la edad de tu papá, un hombre se expone bastante, aun en el terreno de la dignidad misma, casándose con chicuelas de dieciséis años.
-Allá ella y su conciencia -arguyó tití-. Probablemente, ahora que está casada, se mirará muy mucho en faltar a sus deberes. Antes no los tenía; podía excusársele alguna informalidad.
-Y era una veleta, tití... y seguirá siéndolo, porque lo tiene de condición. ¡Cuidado con la rapaza! ¡Llevar a ese señor hasta tal extremo! Te aseguro que es pájara de cuenta tu señora madrastra. No veo claro el porvenir.
-Bueno, pues Dios sobre todo. Dejemos que haga su oficio la gracia del Sacramento.
-¿Crees tú en la gracia del Sacramento? -pregunté acordándome de Luis y sonriendo a pesar mío de un lenguaje que de tal modo contrastaba con mis ideas y convicciones, y sin embargo, en labios de mi tía, me estaba pareciendo la fórmula misma del decoro y de la belleza moral.
-¡Qué pregunta! ¿Pues no he de creer? Lucida estaba si no creyese. Cuando Dios instituyó el Sacramento, se obligó a ayudar con su gracia a los que lo contraen. Sin semejante ayuda no habría matrimonio posible.
-La gracia consiste en quererse, Carmen -murmuré llegándome a ella un poco y clavando mis ojos en los suyos. No deseaba convencerla, bien lo sabe Dios, ni seducirla, sino al contrario, que ella desplegase todas las monerías de su ciencia teológica, y luciese ante mí, como amazona aguerrida, las armas bien templadas con que escudaba su virtud. Pero me salió la pascua en viernes, porque tití no estaba para controversias. Sólo me contestó con afabilidad:
-Es natural que pienses así siendo muchacho y teniendo las ideas que tienes, y que siento muchísimo que no sean más religiosas. Los años te desengañarán, y juzgarás mejor. Ya sentarás la cabeza.
-Bueno, Carmiña; si yo para sentarla no necesito sino una palabrita tuya... ¿Dices que eso de quererse es un disparate? Pues basta que lo digas; lo creo. Pero al menos, no me negarás que para ser felices, por muy santos que me los supongas, los cónyuges necesitan profesarse algún afecto; vamos, al menos no aborrecerse, no repugnarse, no mirarse con antipatía. ¿Me engaño?
Carmiña palideció, y sus párpados aletearon ligeramente. Me miró severa y dolorida, como diciendo: «Esa es conversación vedada, y extraño que la toques».
Yo me llevé de aquel breve diálogo, interrumpido por la llegada de mi tío, una provisión mayor de esperanza. Mi tío entró apresuradamente, mal engestado y azoradísimo. Apenas vio a su mujer, sacó del bolsillo una carta.
-Carmen... ¿qué es esto? ¿Sabías algo tú? ¡Porque me escribe Castro Mera diciendo que en todo el pueblo está corrido que tu padre se ha casado secretamente con la sobrina de su doncella!
Tití afirmó la voz antes de contestar, y lo hizo sin miedo.
-Debe de ser verdad, porque a Salustio se lo escribe también Benigna.
-¡Y me lo dices así... con esa tranquilidad! -gritó el marido. Hay momentos en que se corre la cortina, se sorprende el alma desnuda, y se ven sus formas misteriosas, por muy aprisa que el sorprendido las quiera cubrir. En aquel grito vi yo patente toda el alma de mi tío, seca y dura, interesada y vil, semejante a otras muchas que andan por ahí metidas en cuerpos de aspecto menos judaico.
-¡Me hace gracia la frescura con que lo tomas! -prosiguió exaltado y fuera de quicio-. Según eso, ¿no te importa que se haya vuelto loco tu padre? Porque eso es locura senil, chochez, y tu hermano y yo nos uniremos para anular la boda e incapacitar a ese viejo. ¡Casarse! Pues hombre, ¡tiene chiste! Eso se llanta reírse del mundo y dar la castaña a los tontos de los yernos!
Sus ojos despedían chispas; su nariz corva acentuaba más la expresión de rapacidad y codicia de su boda innoble; su tez se había inyectado, igualándose casi en tonos con su barba; y su mano convulsa agarraba y soltaba, con estremecimiento maquinal, el cuchillo, el tenedor, la servilleta, de encima de la mesa preparada para el almuerzo.
-¡Qué quieres! -respondió con firmeza la esposa, ocupando su sitio como si fuésemos a almorzar pacíficamente-. Mi padre es dueño de sus acciones, por lo mismo que le autoriza la edad. No es cierto que esté chocho, y el respeto que le debemos nos prohíbe intentar nada contra sus resoluciones. Paciencia. Peor sería que viviese dando escándalo.
-Eres una tonta -exclamó el marido, descomponiéndose por primera vez y dispuesto a echarlo todo a rodar-. A la edad de tu padre, hija mía, ya no hay escándalo, ni Cristo que lo fundó: lo que hay es disparates y locuras y ridiculeces, y la mayor de todas, esa de casarse con una muchacha de pocos años y de baja extracción, ¡una criada!, para encontrarse, a la vuelta de un mes, con que la cabeza no le cabe en el sombrero. Las mujeres no entendéis de nada, ni sabéis lo que decís. Falta de experiencia y de mundo, que ni lo conocéis, ni tenéis motivo para conocerlo. Por eso la mayor parte de las veces obraríais muy bien en callaros, ¡sangre de Dios! Y tu papá -ya que lo quieres oír-, antes de casar a su hija, procedería más correctamente si dijese al futuro yerno: «Felipe, aunque se me caen los calzones de puro viejo, no hay que fiarse; yo estoy animoso, y no tardaré en contraer nupcias. Y como a mi edad siempre se tienen hijos, vendrán dos o tres muchachos que dejarán a mi hija aspergis». Qué bonito, ¿eh? ¡Qué bonito!
Mi tía, callada. La palidez de sus mejillas, el anhelar de su pecho y el resplandor de sus ojos, indicaban la interior indignación, la plenitud del espíritu y la ebullición de la protesta... Pero en vez de abrir la válvula, se reprimió, cogió el vaso de agua que tenía cerca, y sentí el choque del cristal contra sus dientes al beber, choque que indicaba la oscilación del pulso... Mi tío, sin tomar en cuenta para nada aquella emoción y aquel valeroso silencio, exaltándose con sus propias palabras, continuó:
-Ahora mismo voy a ponerle una cartita caliente, diciéndole lo que viene al caso... Me ha de oír, te lo juro. Ha de salirse por cara la trastada esa, o no me llamo Felipe. Yo le crearé tales dificultades, que ha de acordarse del santo de mi nombre... Y se imaginará que voy a consentir que tú te trates con esa preciosidad de madrastra.
-En primer lugar -respondió lentamente mi tía, haciendo un esfuerzo-, creo que la boda, por ahora, es secreta; y en segundo, bien me trataba con ella cuando estaba allí... expuesta a cosas peores. ¿Por qué no he de tratarme, hoy que es la mujer de mi padre, si se porta bien?
-¡Portarse bien! ¡Eche usted portes! -exclamó irónicamente mi tío-. ¡Portarse bien! Ya te lo dirán de misas los señoritos de Pontevedra y de San Andrés... En fin, a mí eso me tiene sin cuidado...
-Pues a mí, eso será lo único que me importe -contestó mi tía con vehemencia, no pudiendo reprimirse ya-. Que no tenga mi padre que avergonzarse de su elección, y lo demás sea como Dios quiera, que al fin y al cabo, así ha de ser.
¡Oh dureza empedernida de los hebreos, con cuánta razón te estigmatizó Cristo! Aquellas palabras, dictadas por el sublime ímpetu de la fe, hubiesen conmovido a una peña; pero mi tío era macho más duro que las peñas mismas, y arrojando la servilleta, se levantó de la mesa, bufando entre dientes.
-Sobre que uno aguanta la mecha, le salen con estupideces y ñoñerías. ¡Tiene alma, hombre! ¡Mire usted que casarse ahora aquel estafermo! ¡Oír defenderle aquí, aquí, en mi misma cara!
Salió del comedor. Yo salí tras él: quería saber adónde se dirigía y llevaba mi objeto al dejar a Carmen sola. Oí a mi tío cerrarse en su despacho, sin duda para escribir al suegro la carta «caliente». Entonces retrocedí, y volviendo de repente a entrar en el comedor, me acerqué a Carmiña, y sentándome a su lado, murmuré con ternura:
-No llores, tití... Anda, no llores... Tontiña, no hagas caso.
No me había engañado en mi suposición. Azorada, volvió la cabeza, y vi los ojos arrasados, que secó instantáneamente la enérgica voluntad. En voz casi entera, me contestó, desviándose un poco:
-Gracias, Salustio, ya pasó... No se puede remediar a veces tiene uno tonterías así...
-Es que ese hombre te habla de un modo, que me indigna. Trabajo me costó callar. Y tú, ¿cómo resistes...?
-No, no, eso no; no digas siquiera eso. Es mi marido, y no ha de andar escogiendo las palabras.
-Sí señor que debe escogerlas. A una mujer como tú, que es la santidad, la bondad en persona, se la habla en esta postura... así... ¿ves? -murmuré hincando la rodilla en tierra.
-Si no te levantas me enfado, y si vuelves a decir eso, también -contestó tití poniéndose en pie resueltamente-. No te agradezco estos consuelos, Salustio: más bien parecen lisonjas, y lisonjas a mí... tiempo perdido. ¿Quieres que te diga la verdad? Pues la culpa de esta desazón es mía, mía solo. No debí llevarle la contraria a Felipe, sino dejar que se apaciguase el primer enfado, y después hacerle reflexiones. Al pronto se comprende que le haya molestado el casamiento de papá. Pongámonos en lo justo. Ningún marido se irrita contra una mujer que no le contesta. Por la lengua vienen todas las discusiones matrimoniales. Nuestro papel es callar.
-No, bobiña, vuestro papel es hablar cuando tenéis razón; lo mismo que nosotros, aunque nosotros hablamos muchísimas veces sin tenerla. De modo que si tu marido suelta una barbaridad enorme... que no hay Dios, supongamos, ¿tú no debes replicarle?
-Mientras esté irritado, no... porque, ¿qué conseguiré? Echar leña al fuego, nunca persuadirle. Pero así que se aplaque, con suavidad y con cariño, le puedo hacer mis objeciones, lo mejor que sepa... y entonces sí que me oirá y se convencerá.
No supe qué replicar, pues aun cuando se me ocurrían mil reparos, el criterio de tití me subyugaba enteramente, pareciéndome el único digno de ella. Era un día nubladísimo; el comedor daba al patio, y las espesas cortinas, retrasando la luz, contribuían a hacerlo más lóbrego. Los pliegues de aquellas cortinas, de color parduzco y tela tupida, se me antojaron, por repentino capricho de la imaginación, el plegado de un hábito de fraile, contribuyendo bastante a la semejanza el grueso cordón que las ceñía y sujetaba al alzapaño. Los arabescos de la cortina, a cierta altura, me figuré que dibujaban con suma propiedad la cara de un hombre. Era un fenómeno de autosugestión, que evocaba allí, oyendo nuestro diálogo y burlándose de mí con sandunga, el fantasma o representación del Padre Moreno. «¡Maldito fraile! -dije mentalmente a la cortina-. Te has de llevar chasco, yo te lo prometo. Porque nada violento y absolutamente contrario a la naturaleza humana es durable, y esta abnegación heroica y esta fuerza que hace mi tía a sus sentimientos más profundos no pueden llegar hasta un límite indefinido. Ya vendrá ocasión en que salte el resorte... y yo la atisbaré, te lo juro, fraile tontín, que no has probado la única felicidad verdadera de esta vida». Por casualidad mi tití fijaba la mirada en la cortina, con esa intensidad de las personas que miran sin ver y a quienes distrae una idea triste. Me figuré que veía lo mismo que yo en las arrugas de la tela, y que también para ella se destacaba allí, callada pero elocuente en su actitud, la sombra del fraile...
¡Qué diera yo entonces por penetrar en los secretos camarines de aquel cerebro femenil, y leer la proclama revolucionaria que en ellos estaba escrita, de seguro, por invisible mano! Pero la esposa no dejó salir nada al exterior. Levantándose, pasó a la cocina y se enteró de cómo andaba lo del almuerzo. «Porque tú ya tendrás hambre, Salustio», dijo volviéndose a entrar, serena y dueña de sí.