Una excursión: Capítulo 43
- Una noche eterna. Apresto del campo al amanecer después de la helada. En marcha. Encuentro con indios. Me habían descubierto de muy lejos. Medios que emplean los indios para conocer a la distancia si un objeto se mueve o no. La carda. Un monte. Gente de Baigorrita sale a encontrarnos. Baigorrita. Su toldo. Conferencia y regalos. Las botas de mis manos. Corneada. Una cara patibularia.
Hizo tanto frío, que ni teniendo lumbre toda la noche pude conciliar el sueño. Me di cien vueltas en la cama.
¡Qué envidia me daba oír roncar a los soldados, lejos del fogón, hechos una bola como el mataco!
Ni la helada, ni el viento, ni la lluvia, ni el polvo les incomoda a ellos.
Este mundo se vuelve puras compensaciones. Yo tenía abundantes cobijas, quien atizara el fuego toda la noche, y no podía dormir. Ellos apenas tenían con qué taparse, y dormían como unos santos varones.
La noche me parecía eterna.
En cuanto quiso aclarar puse a todo el mundo en movimiento, hice dar vueltas las tropillas para que los animales entraran en calor, hasta que llegara la hora conveniente de bajarlos a la laguna, que es cuando el sol pica un poco; mandé agrandar el fogón, se calentó agua, se pusieron unos churrascos, tomamos mate y nos desayunamos. El campo presentaba el aspecto brillante de una superficie plateada; había helado mucho, la escarcha tenía, en los lugares donde la tierra estaba más húmeda, cuatro líneas de espesor.
Junto con el sol sopló el cierzo pampeano y comenzó a levantarse la niebla en todas direcciones.
La helada iba desapareciendo gradualmente, y los rayos solares, abriéndose paso al través del velo acuoso que pretendía interceptarlos.
El calórico, causa y efecto de todo cuanto constituye el planeta en que vivimos, disipaba el fenómeno que él mismo había originado. Eran las ocho de la mañana, y el horizonte y el cielo estaban ya completamente despejados.
Bebieron los caballos, ensillamos, montamos y, rumbeando al sud, tomamos el camino de Quenque, dejando a la izquierda el que conducía a las tolderías de Calfucurá.
Galopamos un rato hasta que los animales sudaron, subiendo siempre por un terreno arenoso, salpicado de arbustos; descendimos después entrando en una zona más accidentada, y, al rato, descubrimos hacia el Oriente los primeros toldos de la tribu de Baigorrita y algún ganado vacuno y yeguarizo.
Hice alto para no alarmar a los vigilantes y desconfiados moradores de aquellas comarcas, que veloces como el viento no tardaron en ponerse a tiro de fusil de nosotros para reconocernos.
Destaqué sobre ellos a Mora; les habló, y al punto estuvieron junto con él a mi lado, saludándome y dándome la bienvenida.
Nada sabían de mi visita a Baigorrita.
Pero sabiendo que me hallaba días antes en Leubucó, habían calculado que era yo el que llegaba, afirmándoles sus conjeturas el aire de mi marcha y el orden en que la efectuaba.
Me habían descubierto desde que se levantaron los primeros polvos en Pitralauquen. La mirada de los indios es como la de los gauchos. Descubren a inmensas distancias, sin equivocarse jamás, los objetos, distinguiendo perfectamente si el polvo que asoma lo levantan animales alzados o jinetes que corren.
Cuando vacilan, dudando de si el objeto se mueve o no, recurren a un medio muy sencillo para salir de duda. Toman el cuchillo por el cabo, lo colocan perpendicularmente en la nariz y dirigen la visual por el filo, que sirve de punto de mira; y es claro que si el objeto se desvía de él no está inmóvil, debe ser un árbol, un arbusto, una espadaña, una carda, cuyas proporciones crecen siempre en el espacio por los efectos caprichosos de la luz.
A propósito de carda , no vayas a creer Santiago amigo, que me refiero al cardo , que no existe en la Pampa, propiamente hablando. La carda se le parece algo, es más bien una especie de cactus, crece hasta tres varas y produce unas bellotas verdes granulentas, como la fruta mora, en las que, cuando están secas, se encuentra un gusanillo que es la crisálida del tábano.
La carda es un gran recurso en el campo. Su leña no es fuerte, pero arde admirablemente. Es como yesca, y las bellotas cuando se queman forman unos globulitos preciosos que parecen fuegos artificiales y distraen en sumo grado la imaginación.
Alrededor de un fogón de carda puede uno quedarse horas enteras entretenido, viendo al fuego devorar sin saciarse con pasmosa rapidez cuanta leña se le echa, brillar y desaparecer las bellotas incandescentes como juegos diamantinos.
La carda tiene otra virtud recóndita.
Cuando el caminante fatigado de cansancio y apurado por la sed, encuentra una carda frondosa, se detiene al pie de ella, como el árabe en el fresco oasis. Arranca el tallo, y en el alvéolo que queda entre las hojas encuentra siempre gotas de agua cristalina fresca y pura, que son el rocío de la noche guarecido allí contra los inclementes rayos del sol.
Conversé un momento con los recién llegados, y después que los avié con yerba, azúcar, tabaco y papel, seguí la marcha, cortando ellos para sus toldos.
Galopamos un rato y llegamos a un monte bastante tupido y abundante en árboles seculares. Las quemazones habían hecho estragos en aquellos gigantes de la vegetación. Algunos estaban carbonizados desde el tronco hasta la copa, y al menor empuje perdían su quicio y caían deshechos en mil pedazos.
Encontré buen pasto y resolví descansar allí un rato. Aunque no lo hubiera resuelto habría tenido que hacer alto largo tiempo.
Una mula espantadiza se asustó del ruido de un calderón medio quemado, que se vino al suelo por arrancar un gajo para hacer fuego y calentar agua, disparó e hizo disparar las tropillas.
El tiempo que se tardó en repuntarlas bastó para tomar algunos mates.
Mudamos, y estando a medio camino de Quenque, y siendo temprano, seguí la marcha por entre el bosque, tardando como una hora en salir de él.
Caímos a un bajo, cruzamos un salitral y avistamos al mismo tiempo, en las cuchillas de unos médanos lejanos, unos polvos que venían hacia nosotros.
Poco tardamos en encontrarnos.
Era gente de Baigorrita que salía a recibirme.
Hicimos alto, destacamos nuestros respectivos parlamentarios, cambiamos muchas razones , y formando un solo grupo nos lanzamos al gran golpe.
Otros polvos que se alzaron en la misma dirección de los anteriores anunciaron que Baigorrita venía ya.
Yo no podía olvidar que conmigo iban los franciscanos y que me había comprometido a que volvieran a su convento sanos y salvos. Veía por momentos el instante en que daban una rodada y se rompía el bautismo. Recogí la rienda a mi caballo, acorté el galope y seguimos al trote.
Baigorrita se acercaba como con unos cincuenta jinetes. Estábamos a la altura de la casa del capitanejo Caniupán, amigo ranquelino, que había conocido en la frontera; indio manso y caballero, de los pocos que no piden cuanto sus ojos ven.
Baigorrita no anduvo con las ceremonias imponentes de Ramón, ni con los preámbulos fastidiosos de Mariano Rosas. En cuanto nos pusimos a distancia de podernos ver las caras, hicimos alto.
Se destacó solo, y yo también.
Picamos al mismo tiempo nuestros caballos, y sin más ni más, nos dimos un apretón de manos y un abrazo, como si fuera la milésima vez que nos veíamos.
El grupo que venía y el que iba se confundieron en uno solo. Galopábamos y conversábamos con Baigorrita, sirviéndole a él de lenguaraz Juan de Dios San Martín, un chilenito, de quien hablaré en su oportunidad, y a mí, Mora.
Baigorrita no habla en castellano, lo entiende apenas.
En media hora más de camino estuvimos en su toldo.
Allí nos esperaba alguna gente reunida.
Todos me saludaron, lo mismo que a mi gente, con respeto y cariño.
El toldo de Baigorrita no tenía nada de particular. Era más chico que el de Mariano Rosas, y estaba desmantelado.
Entramos en él. Mi compadre no brillaba por el aseo de su casa. En su toldo había de cuanto Dios crió, muchos ratones, chinches, pulgas y algo peor.
A cada rato sorprendía yo en mi ropa algún animalito imprudente que, hambriento, buscaba sangre que chupar. Para un soldado esto no es novedad. Los tomaba y con todo disimulo los pulverizaba.
Tuvimos una conferencia larga y pesada. Mi compadre me presentó a sus principales capitanejos y a varios indios viejos, importantes por la experiencia de sus consejos.
Les regalé sobre tablas algunas bagatelas. A mi compadre le di mi revólver de seis tiros, unas camisas de Crimea, calzoncillos y medias. A mi ahijado dos cóndores de oro.
Los franciscanos y mis ayudantes hicieron también sus regalitos. La recepción había sido tan sencilla y cordial que todos habían simpatizado con aquella indiada.
Después que los saludos y presentaciones oficiales pasaron, vino la conversación salpicada de dichos y agudezas.
Un indio, que por lo menos tendría sesenta años, muy jovial y chistoso, grande amigo de Pichún, el finado padre de Baigorrita, muy querido y respetado de éste, viendo mis manos cubiertas con algo de que él no tenía idea, me preguntó en buen castellano:
-¿Qué es eso, che?
Eran mis gruesos guantes de castor, prenda que yo estimaba mucho, porque tengo la debilidad de cuidarme demasiado quizá las manos.
Me vi embarazado momentáneamente para contestar.
Si decía guantes, me iba a entender tanto como si dijera matraca.
Rumiando la respuesta, le contesté:
-Son las botas de las manos.
Los ojos del indio brillaron como si hubiera hecho un descubrimiento, y agregó:
-Cosa linda, güena .
Y esto diciendo me agarró las dos manos con las suyas.
Retiré una, desabroché el guante y ayudándole a tirar me lo saqué.
El indio se lo puso en el acto.
Hice lo mismo con el otro y se lo di.
También se lo puso, tenía las manos más chicas que yo, así es que le hacían el efecto de un par de manoplas, de esas que suelen verse colgadas en las vidrieras de las armerías.
El indio parecía un mono. Abría los dedos y se miraba las manos encantado.
Le dejé gozar un rato, y cuando me pareció que había estado bastante tiempo en posesión de mis guantes, se los pedí para ponérmelos.
-Eso no dando -me contestó.
La jugada no estaba en mis libros. Perder mis guantes equivalía a estropearme las manos, sin remisión.
-Te los compro -le dije, viendo que cerraba los puños como para asegurar mejor su presa.
Hizo un movimiento negativo con la cabeza.
Metí la mano al bolsillo, saqué una libra esterlina y se la ofrecí, creyendo picar su codicia.
Tomóla; pero no me dio los guantes.
-Dame las botas de las manos -le dije.
-Eso no vendiendo -me contestó-; llevando a la Junta como cristiano.
-Entonces dando la libra esterlina -le dije.
-Yo indio pobre, vos cristiano rico -repuso.
Y junto con la contestación se guardó la libra, dejándome con un palmo de narices.
Todos los circunstantes festejaron con risotadas espontáneas la treta del indio.
Mi compadre Baigorrita, me dijo:
-Viejo diablo, ¿eh?
Tuve que amoldarme a las circunstancias y que declararme neófito en materia de escamoteos.
Las visitas se fueron retirando poco a poco.
Yo estaba cansado, y por ciertas razones tenía necesidad de mudarme la ropa.
Salí sin ceremonia del toldo.
Había mucha gente afuera, charlando alegremente con los de mi comitiva, al mismo tiempo que le daban un avance a una parva de algarroba. Había dos cosechas para el invierno.
Tenía hambre.
Llamé a Juan de Dios San Martín, el chilenito, y lo mismo que si hubiera estado en la estancia del amigo más íntimo le dije: Dile a mi compadre que me haga carnear una res para la gente.
Se fue y al punto volvió diciéndome que ya la traían.
En efecto, un rato después, dos indios traían una vaca enlazada.
La carnearon las chinas, entregándole la mayor parte a mi gente.
El fogón estaba pronto ya.
No queriendo pernoctar en el toldo de mi compadre, campé al raso.
La tarde se acercaba.
Las chinas recogían el ganado manso, arreándolo a pie, seguidas de muchos perros tan grandes como flacos, que llamaban la atención.
Las cabras y las ovejas venían mezcladas.
Llegaron a la puerta de los corrales; los perros separaron las especies, y las chinas las majadas, encerrando cada una de ellas en su respectivo corralito.
La operación se hizo con la misma facilidad con que un niño separaría de una canastilla llena de cuentas negras y blancas las que quisiera.
Cuando alguna cabra u oveja se quedaba en la majada que no le correspondía, los perros la volvían al redil.
Me avisaron que el asado estaba pronto. Acabé de mudarme, y ocupé mi puesto en la rueda del fogón.
Al sentarme vi cruzar una cara patibularia.
Parecía un indio.
¿Quién era?