Una excursión: Capítulo 44

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Qué es la vida. Reflexiones. Los perros de los indios. Recuerdos que deben tener de mi magnificencia. Un intérprete. Cambio de razones. Sans façon. Yapaí y yapaí. Detalles. En Santiago y Córdoba los pobres hacen lo mismo que los indios. Fingimiento. Otra vez la cara patibularia. Averiguaciones. Una navaja de barba mal empleada.


La vida se pasa sin sentir.

Como dice la sentencia árabe, no es más que el camino de la muerte. Cuando menos lo esperamos, nos sorprende el invierno y recién como la cigarra imprevisora, nos apercibimos de que hemos pasado el verano cantando, sin pensar en nada.

Nuestros cabellos, con los que jugueteaba ebúrnea y afilada mano se han puesto canos. Nadie los toca ya.

Nuestros ojos han perdido su brillo magnético. Nadie los mira. Nuestra tez tersa y sonrosada, se ha vuelto amarillento y seco pergamino. Nadie repara en ella.

En el corazón apenas arde una llama moribunda semejante al pálido resplandor de una lámpara sepulcral. Pero ¡ay! ¿Quién se inflama en el tibio calor suyo?

De esperanza en esperanza, de ilusión en ilusión, de desengaño en desengaño, de decepción en decepción, de caída en caída, de percance en percance, de desvarío en desvarío, rodamos fatalmente y llegamos al borde de la tumba, cayendo en su misteriosa obscuridad para cesar de sufrir, o sufrir más.

Hemos aspirado, no hemos hecho nada por nosotros ni por la humanidad, hemos consumido una existencia robusta, exuberante, con cuya savia se han alimentado quién sabe cuántos parásitos afortunados, exclamando mil veces: En vain, hélas en vain! Y por todo consuelo, nos contentamos con darle al mundo y a sus pompas vanas un adiós irónico, escribiendo en forma de epigrama póstumo un epitafio.

Ci-gît Piton, qui ne fut rien,
pas même académicien.

Si la vida se pasa así, de cualquier modo, con más razón se pasa cualquier noche.

La primera que dormí en Quenque, al raso, cerca del toldo de mi compadre Baigorrita, pertenece a ese género. Creo que ni recuerdos tuve.

De ella sólo puedo decir que dormí.

Mi fatigado cuerpo no sintió ni el aire de la noche, ni la dureza del suelo, ni la famélica inquietud de los perros, que devoraban los rezagos y huesos de nuestro fogón, haciendo crujir sus afilados dientes, hasta romperlos y chupar el escondido tuétano.

Los indios no les dan de comer a sus perros, y, sin embargo, tienen muchos; en cada toldo tienen una jauría.

Los pobres viven de los bichos del campo, que cazan, o como los avestruces, pescando moscas al vuelo.

El hambre les hace adquirir una destreza increíble. Mosca que zumba por sus narices va a parar a su estómago.

Los tratan con la mayor dureza; el que no está lleno de chichones tiene alguna cicatriz agusanada.

Es lo que sacan cuando se acercan a algún fogón, o cuando al carnear una res se arriman tímidamente a ella para chupar siquiera la sangre que riega el suelo.

Las chinas son las que tienen alguna compasión de ellos.

Son sus compañeros inseparables. Van al monte y al agua con ellas; con ellas recogen el ganado; y al lado de ellas duermen.

A los indios no los siguen jamás.

En mi fogón se dieron una panzada que debe haber hecho época entre ellos.

En esta hora deben estar cantando con himnos caninos, y en el mismo bronco lenguaje con que ladran a la luna por no decir adoran, la generosidad y espléndida magnificencia de unas gentes extrañas, que anduvieron por allí, con caras desconocidas, vistiendo trajes que no habían visto jamás y hablando un idioma ininteligible, aunque agradable a su oído.

Amaneció.

Nos dimos los buenos días con los franciscanos, nos levantamos, tomamos mate y nos preparamos para recibir visitas que no tardaron en llegar.

Mi compadre Baigorrita se había bañado muy temprano, y descalzo y con los calzoncillos arrollados sobre la rodilla y las mangas de la camisa arremangadas, atusaba un caballo que estaba en el palenque. Me acerqué a él, le saludé, y sin interrumpir su faena me contestó con una sonrisa afable, haciéndome decir con Juan de Dios San Martín que andaba por ahí: "Que estuviera a gusto, que aquella era mi casa".

Le contesté dándole las gracias.

Y, pegando el último tijeretazo, me invitó a pasar a su toldo.

Acepté, y entramos en él.

Tres fogones ardían.

Alrededor de ellos las chinas y las cautivas preparaban el almuerzo, que consistía en puchero y asado.

Empezaron a entrar visitas, se colocaron en dos filas y la charla no se hizo esperar.

Eran todas personas de importancia.

No siendo Juan de Dios San Martín bastante buen lenguaraz, mandaron llamar otro cristiano, hombre de la entera confianza de Baigorrita. Era necesario que todos los circunstantes se enterasen perfectamente bien de mis razones .

Vino Juancito, que así se llamaba el perito, y se colocó entre mi compadre y yo, dando la espalda a la entrada del toldo.

Era un zambo motoso, de siete pies de alto, gordo como un pavo cebado.

Su traje consistía en un simple chiripá de jerga pampa.

En su fisonomía estaban grabados con caracteres inequívocos los instintos animales más groseros. Todas sus facciones eran deformes, y a la manera de los indios, se había arrancado con pinzas los pelos de la cara, pintando los pómulos y los labios. Su mirada era chispeante, pero no revelaba ferocidad.

Le dije mis primeras razones , intentó traducirlas. No pudo, sus oídos no habían jamás escuchado un lenguaje tan culto como el mío. Y eso que yo me esforzaba siempre en expresarme con toda sencillez.

No entendía jota.

Al trasmitirle a mi compadre Baigorrita mis razones, Camargo y Juan de Dios San Martín, le decían:

-El Coronel no ha dicho eso.

Las visitas, impacientadas, gruñían contra el zambo. El, avergonzado y turbado de su imbecilidad, sudaba la gota gorda. Su cara y su pelo traspiraban como si estuviera en un baño ruso, despidiendo un olor grasiento peculiar que volteaba.

Cuando su confusión llegó hasta el punto de sellarle los labios cayó en una especie de furor concentrado. Levantóse de improviso, y diciendo: "Me voy, ya no sirvo", se marchó.

Nadie hizo la menor observación.

La conversación continuó, haciendo de intérpretes los otros lenguaraces.

Las mujeres de mi compadre, las chinas y cautivas se pusieron en movimiento, y el almuerzo vino.

A cada cual le tocó, lo mismo que en el toldo de Mariano Rosas, un enorme plato de madera con carne cocida, caldo, zapallos y choclos.

Comí sans façon .

Tomaba las posturas que me cuadraban mejor, y calculando que lo que iba a hacer produciría buen efecto en el dueño de la casa y en los convidados me quité las botas y las medias, saqué el puñal que llevaba a la cintura y me puse a cortar las uñas de los pies, ni más ni menos que si hubiera estado solo en mi cuarto, haciendo la policía matutina.

Mi compadre y los convidados estaban encantados. Aquel coronel cristiano parecía un indio. ¿Qué más podían ellos desear? Yo iba a ellos. Me les asimilaba. Era la conquista de la barbarie sobre la civilización. El Lucius Victorius Imperator , del sueño que tuve en Leubucó la noche en que Mariano Rosas me hizo beber un cuerno de aguardiente, estaba allí transfigurado.

Cuando acabé la operación de cortarme las uñas de los pies, me limpié las de las manos, y para completar la comedia me escarbé los dientes con el puñal.

Trajeron el asado, agua y trapos. En lugar de hacer uso del cuchillo de la casa, hice uso del mío.

El indio del día antes, se presentó a la sazón con mis guantes, se me sentó al lado y le dio por jugar con mi pera, insistiendo en que la había de trenzar, porque era linda, según él decía. Le dejé hacer su gusto.

Terminado el almuerzo trajeron unas cuantas botellas de aguardiente y entre yapaí y yapaí las apuramos.

Mi ahijado, a quien el día antes había acariciado, se acercó a mí. Le hice un cariño. Una cautiva le habló en la lengua, y el chiquilín juntó las manos, y todo ruborizado me dijo: "bendición".

Dios te haga un buen cristiano, ahijado -le contesté; y echándole los brazos le senté en mis piernas.

El chiquilín se quedó como en misa. Saqué el reloj y se lo puse al oído para que oyera el tictac de la rueda: siguió inmóvil. Guardé el reloj, y viendo que por sobre su cabecita caminaban ciertos animalitos de mil pies, me puse a expulgarlo.

Comprendo, Santiago amigo, que estos detalles son poco filosóficos e instructivos; pero hijo mío, ya que no puedo cantar las glorias de mi espada, permíteme describirte sin rodeos cuanto hice y vi entre los ranqueles.

El pulcro y respetable público tendrá la bondad de ser indulgente, a no ser que prefiera, lo que suele ser raro, la mentira a la verdad. Rien n'est beau que le vrai .

Tomo el dicho por los cabellos y continúo.

Mi ahijado estaba acostumbrado a la operación. Los indios se la hacen unos a otros, al rayar el sol, con un apéndice que dejo a tu perspicacia adivinar.

De gustos no hay nada escrito.

Una ostra cruda es para algunos el bocado más sabroso. Vitelio se comía, para abrir el apetito, cuarenta docenas de una sentada.

Algunos buscan el queso hediondo, y prefieren el que camina.

Mientras tanto otros, no pueden pasar ni lo uno ni lo otro.

No nos admiremos de la costumbre de los indios.

He de repetir hasta el cansancio, que nuestra civilización no tiene el derecho de ser tan orgullosa.

En Santiago del Estero, donde lengua y costumbres tienen un sabor primitivo, los pobres hacen lo mismo que los indios.

El que quiera verlo, no tiene más que tomar la mensajería del norte y dar un paseo por aquella provincia argentina.

Y en la sierra de Córdoba hacen igual cosa. Está más cerca y la excursión sería más pintoresca.

Mi ahijado se quedó dormido.

Le acomodé la cabecita sobre uno de mis muslos y le dejé quieto. Las visitas se fueron retirando.

Algunas se echaron, quedándose dormidas.

Yo, siguiendo mi plan de hacerme interesante , las imité.

¡Qué iba a dormir! Era imposible. Cuerpos extraños al mío, me tenían en una agitación indescriptible.

Me quedé no obstante en el toldo haciendo que dormía.

Ronqué.

Mi compadre impuso silencio. Debía mirarme con placer.

De repente llamé con voz trémula y débil a Rufino Pereira.

No contestó; no podía oírme. Lo calculaba.

Entonces, fingiendo un enojo terrible, me incorporé de súbito y grité con todas mis fuerzas:

-¡Rufino!, ¡Rufino!

Rufino contestó de lejos:

-Voy, señor- y entró volando en el toldo.

-¿Por qué no venías?

-No había oído.

Le apostrofé.

Mi compadre fumaba tranquilamente su pipa, rodeado de sus tres hijos menores dormidos.

Me miró como diciendo para sus adentros: Este hombre, es un hombre. Mis contrastes le seducían. La dulzura, la aspereza, la calma y la irascibilidad hablan muy alto a la imaginación de un salvaje.

-Tráeme mi navaja de barba, le dije a Rufino.

Salió.

-Compadre -continué, dirigiéndome a mi huésped- le voy a hacer un regalo; veo que usted se afeita.

No contestó, porque no entendía. Los lenguaraces se habían retirado. Llamó a Juan de Dios San Martín. Entró éste y junto con él Rufino, trayendo la navaja y el asentador, que tenía cuatro faces, una con piedra.

Tomélo, y haciéndole ver a mi compadre cómo se asentaba la navaja, le di ambas cosas.

Las tomó, y viendo primero si se adaptaban al bolsillo de su tirador, las colocó en seguida en él.

Salí del toldo. Me mudé la ropa, después que Carmen me ayudó a eliminar los intrusos que se habían guarecido en mis cabellos; di un paseo porque tenía necesidad de respirar el aire libre y puro del campo, haciendo fuego con el revólver sobre algunos caranchos y teruteros; y al rato, volví al fogón para acabar de disipar con café los efectos del aguardiente.

De regreso de la caminata, pasé por detrás del toldo de mi compadre y volví a ver la cara patibularia del día antes, apoyada con aire sombrío en la costanera del ranchito, que servía de cocina, y que sobresalía media vara.

Junto con ella estaba otra juvenil, de aspecto extraño y marcadamente de cristiano.

La curiosidad me acercó a ellos.

Les dirigí la palabra, callaron.

-¿No entienden? -les dije, con cierta acritud. Me contestaron en lengua de indio.

Comprendí que no querían hablar conmigo.

El hecho acabó de despertar mi curiosidad.

No puedo decir por qué, pero lo cierto es que la primera cara me alarmaba.

Seguí mi camino con el intento de averiguar quiénes eran aquellos desconocidos.

Entré en el toldo de mi compadre.

Estaba solo con sus hijos, en la misma postura en que le había dejado hacia un rato y picaba tabaco.

¿Con qué?

Nada menos que con la navaja de barba que le acababa de regalar.

El asentador le servía de punto de apoyo.

Bien empleado me está, dije para mi coleto, por haber gastado pólvora en chimangos.

Mi compadre se sonrió complacido y con una cara como unas pascuas, y mirándose en la superficie tersa y lustrosa de la navaja, me dijo:

-Lindo.

-Es verdad -le contesté, murmurando-, ¡no te degollarás con ella!- y agregando al mismo tiempo que hacía el ademán de afeitarme-, mejor es para esto.

Me entendió, y repuso:

-Cuchillo.

Quería decirme que el cuchillo era más aparente para afeitarse. Llamó a Juan de Dios San Martín.

Mientras éste venía, salí del toldo para contarles a mis ayudantes y a los franciscanos qué suerte había corrido la navaja de Rodgers.