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Una excursión: Capítulo 51

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Mariano Rosas y su gente. ¡Qué valiente animal es el caballo! Un parlamento de noche. Respeto por los ancianos. Reflexiones. La humanidad es buena. Si así no fuese estaría perturbado el equilibrio social. El arrepentimiento es infalible. Lo dejo a mi compadre Baigorrita y me retiro. Un recién llegado. Chañilao. Su retrato.


Mariano Rosas y su gente estaban acampados en una colina escarpada; trepábamos dificultosamente a la cima, los caballos se hundían hasta los ijares en la esponjosa arena; cada paso les costaba un triunfo, caían y se enderezaban; temblaban, se esforzaban ardorosos y volvían a caer; la espuela y el rebenque los empujaban, por decirlo así; endurecían los miembros, recogían las patas delanteras, y sacándolas al mismo tiempo, se arrastraban y desencajaban poco a poco las traseras; sudaban; jadeaban, se paraban, resollaban y subían; a veces teníamos que apearnos, que tirarlos de la rienda y animarlos, accionando con los brazos, gritando:

-¡Aaaah!

¡Qué potente y valiente animal es el caballo!

Llegamos a la cumbre de la colina.

Bajo dos coposos algarrobos, había sentado sus reales el cacique general de las tribus ranquelinas.

Parlamentaba solemnemente con los capitanejos e indios circunvecinos y lejanos que sucesivamente llegaban al lugar de la cita.

A todos los recibía con la misma consideración; a todos les hacía las mismas preguntas; a todos los conocía por sus nombres, sabía de dónde venían, cómo se llamaban sus abuelos, sus padres, sus mujeres, sus hijos; y a todos les explicaba el motivo de la junta, que al día siguiente se celebraría. Y todos contestaban lo mismo, y después de contestar se sentaban en hilera dándoles la derecha a los capitanejos más caracterizados y a los viejos. Entre éstos fue objeto de las mayores atenciones un tal Estanislao. Venía de muy lejos,de la raya de las tierras de Baigorrita con Calfucurá. Tendría como setenta años; era alto pero estaba encorvado bajo el peso de la edad; sus largos cabellos canos cayendo en lacias crenchas sobre sus hombros, le daban a su rugosa cara, tostada por el sol, un aspecto simpático de veneración.

Su traje era el de un paisano.

Poncho y chiripá de tela pampa, camisa de Crimea, calzoncillos con fleco, botas de potro cerradas en la punta. No llevaba sombrero. Una ancha vincha azul y blanca adornaba su frente.

Para bajarse del caballo tuvo necesidad de que dos indios robustos le prestaran ayuda.

Una vez en tierra le colocaron un par de muletas hechas de tosca madera de chañar. Apoyado en ellas, y abriéndole paso todo el mundo avanzó sobre Mariano Rosas. Púsose éste de pie y le recibió con marcadas muestras de cariño, echándole los brazos y estrechándolo con efusión.

Los capitanejos e indios de importancia que ocupaban los asientos preferentes se corrieron a la derecha, cediéndole el primer puesto en el que se colocó. Aquel homenaje respetuoso en medio del desierto, a la luz de las estrellas, tributado por los bárbaros, me hizo comprender que el respeto hacia los que nos han precedido en la difícil y escabrosa carrera de la vida es innato al corazón humano. Yo tengo la peor idea de los que no se inclinan reverentes ante la ancianidad.

Cuando me encuentro con algún viejo, conocido o desconocido, instintivamente le cedo el paso.

Cualquiera que sea la condición del hombre, sea su porte distinguido o no, vista el rico paño de la opulencia, o los sucios harapos del enemigo, una cabeza helada por el invierno de la vida, me infunde siempre religioso respeto.

¡Quién sabe, me digo, al verle pasar, cuántas injusticias no han herido ese corazón!

¡Quién sabe cuántos dolores no han desgarrado su alma!

¡Quién sabe de cuántos desdenes no es víctima, después de haber sacrificado los más caros intereses en aras de la patria y de la amistad!

¡Quién sabe cuántos infortunios indecibles no han anticipado su vejez!

¡Quién sabe si habiéndose hecho la ilusión de ver en el último tercio de la vida, amenizado el hogar con los afanes de la tierna esposa, y de los hijos, no es un desterrado de la familia por sus liviandades o por la fatalidad!

¡Quién sabe si esa existencia trémula, enfermiza, que se apaga, que no destella ya sino moribundos rayos, como el sol de brumosos días al ponerse, no necesita un poco de consideración social para disfrutar de un soplo más de vida!

Los niños y los viejos son como los polos del mundo: opuestos, pero iguales.

En los unos hay el candor prístino, en los otros hay la inofensiva debilidad.

...Last scene of all,
That ends this strange eventful history
Is second childishness, and more oblivious;
Sans teeth, sans eyes, sans taste, sans everything.

Los unos merecen nuestra atención y nuestro amparo, porque vienen; los otros nuestra lástima y nuestro sostén porque se van.

Como la luz del día, bella al nacer, bella al morir, así son ellos. El alfa y el omega de la humanidad se encierra en estas dos palabras: nacer y morir .

Nacer es elevarse, sentir, aspirar; morir, es hundirse en el abismo del tiempo. La vida y la muerte son dos instantes solemnísimos. Pensad en el placer de ver venir al mundo un hijo, placer inefable, inmenso, y veréis que sólo es comparable a la amarga pesadumbre de ver el objeto querido que nos dio el ser darle a esta vida fugaz y transitoria un eterno adiós. ¡Los niños! ¡Ah!, ¡los niños son una cifra!

¡Cuántas esperanzas para la madre, para el padre, para la familia no encierra el recién nacido! ¡Ellos labrarán algún día la soñada felicidad de todos! Gratas esperanzas mecen su cuna. Hasta el egoísmo se afana por ellos sin darse cuenta de sus recelos. Si muriera, ¡cuántas ilusiones desvanecidas!

El tiempo pasa, la vejez llega. Todos han desaparecido. Sólo el objeto de tantos anhelos y cuidados sobrevive, y solo, solo en el mundo, su pecho encierra impenetrables arcanos!

¡Cuántas historias lúgubres no sabe!

¡Sus ojos no lloran ya, su corazón está frío, helado! Pero palpita aún. El mundo de los recuerdos es su suplicio. ¡Si pudiera olvidar! ¿Olvidar? ¡No! Debe arrastrar la pesada cadena de sus decepciones, o de sus remordimientos.

¡Ah!, ¡los viejos! No desdeñéis esas existencias retrospectivas, que adustas o risueñas, ocultan en insondables profundidades terribles misterios de amor y de odio, de constancia y versatilidad, de nobleza y ambición, de generosidad y cálculo frío y meditado. Si ellos os abrieran su pecho, leeríais allí severas lecciones para conformar vuestras acciones; para no incurrir en las mismas faltas y errores que ellos cometieron.

Callan, porque son discretos; porque la discreción es la última y la más difícil de las virtudes que aprendemos.

¡Ah! ¡Si los viejos hablaran!

¡Si en lugar de contarnos sus grandezas, sus glorias, sus triunfos juveniles, nos contaran sus miserias! ¡Cuánto desaliento no nos infundirían!

Su silencio es la postrera prueba de amor que nos dan. Ellos son como las páginas de un libro atroz. Si hablan con su experiencia, desencantan, confunden, anonadan.

No os empeñéis en leerlas.

Amad y respetad a los viejos, no porque hayan sido buenos, sino porque deben haber sufrido.

El dolor es fecundo y purifica.

No les creáis cuando haciendo esfuerzos levantan erguida la cerviz, diciendo con orgullo insolente como J. J. Rousseau: ¿Cuál de vosotros ha sido mejor que yo?

Van haciendo su papel en la comedia de la vida.

Todos han sido iguales en un sentido. En otro tribunal que no está en este mundo habrá quien les arranque con mano segura el antifaz. Allí será en vano disimular. Mientras tanto, inclinaos ante sus canas.

¡Quién sabe si cuando lleguéis como ellos al último término de la jornada no habéis incurrido en sus mismas debilidades!

La vida es así. Lo que no se hace por amor debe hacerse por caridad; lo que no se hace por caridad, debe hacerse por reflexión.

Trabajados por opuestos sentimientos y pasiones, caminamos vacilantes, pretendiendo que tenemos confianza en nosotros mismos, y es mentira: todo lo esperamos de los demás.

En las tribulaciones pasamos revista de los que nos pueden ayudar, y dudando ocurrimos a ellos. Y el último de los castigos, es que nos sirvan los que menos obligación de servirnos tienen. Sí, es el último castigo de los hombres sin fe.

Viven quejándose de la humanidad, y ella está siempre presente ahí para socorrerlos en todo, con su bolsa, su sangre y su vida. La misma blasfemia se escapa de sus labios; haz bien y espera mal. ¡Qué ingratos somos!

La mano que ayer recibió nuestra limosna generosa, mañana nos desconocerá, quizá. ¡Pero cuántos hijos pródigos no se cruzarán por nuestro camino!

El equilibrio social estaría perturbado si las cosas pasaran de otra manera. Y Dios que ha echado a rodar los mundos en los espacios sin fin, para que giren eternamente sin chocarse jamás, ha querido que la ley consoladora de la solidaridad nunca sufra tampoco perturbación alguna.

En buena hora; no esperéis el bien de aquel que recibió vuestros favores. Esperadlo, sin embargo, de los desconocidos.

Maldeciréis vuestra estrella, renegaréis de la vida en las amargas horas, y al encontrarnos cara a cara con la muerte tendréis que reconocer que los hombres no han sido tan malos.

No hay quien a las puertas de la eternidad maldiga a sus hermanos. Sea justicia o pavor, cuando el cuadrante del tiempo marca el minuto solemne entre el ser y no ser, todos se arrepienten del mal que hicieron o del bien que dejaron de hacer.

¡Los viejos!, ¡los viejos!, no les neguéis, os lo vuelvo a repetir, ni el paso, ni la mirada, ni el saludo.

¡Cuesta tan poco complacer a los que con un pie en el último escalón de este mundo y otro en el dintel de las puertas de la eternidad esperan sin rencor ni odio el instante fatal!

Estanislao tuvo un largo diálogo con Mariano Rosas. En seguida le llegó su turno a Baigorrita y demás capitanejos e indios de importancia que les acompañaban.

Yo saludé al cacique particularmente, me senté al lado de mi compadre, y como el ceremonial no rezaba conmigo, me llamé a sosiego. El galope había excitado mi estómago, despertando el apetito. Traté de abandonar el campo, pero Baigorrita, que se fastidiaba mucho de aquella inacabable letanía de dimes y diretes, me dijo que no me fuera, que le esperara, que camparíamos juntos. Di mis órdenes, mandé que los caballos los rondaran lejos, en lugar seguro, que hicieran campamento allí cerca, en un montecito muy tupido, y que nos esperaran con buen fuego, puchero y asado. Mientras mi compadre se desocupaba, no faltó quien me obsequiara con mate; Hilarión me pasó una torta riquísima hecha al rescoldo y a hurtadillas, lo mismo que un niño mimado y goloso delante de las visitas, me la manduqué.

No hay quien no conserve algún recuerdo imperecedero de ciertas escenas de la vida: éste, de una cena espléndida en el Club del Progreso; aquél, de otra en el Plata; el uno, de un almuerzo campestre; el otro, de un lunch a bordo. Yo no puedo olvidar la torta cocida entre las cenizas que me regaló Hilarión con disimulo, diciéndome:

-Para usted la tenía, coronel.

La mirada perspicaz de Mariano Rosas se apercibió de ello, y calculando que tenía hambre me hizo pasar un par de palomas asadas, diciéndome el conductor que las había hecho cazar para mí.

Efectivamente, el doctor Macías fue quién cumplió la orden. Al día siguiente lo supe. ¡Pobre Macías! ¡Ya tendré ocasión de ocuparme de él! ¡Qué pena me daba verle! No habíamos sido nunca amigos. Pero conservaba por él ese afecto de escuela que muchas veces vincula más a los corazones que la sangre misma. ¡Cuántas veces al través del tiempo, lo mismo en el seno de la patria que en extranjera playa, sean cuales sean las borrascas que hayan azotado el bajel de nuestra fortuna, el título de condiscípulo suele ser un talismán! Viendo que la charla no cesaba y que amenazaba continuar hasta medianoche, según el número de personajes que aún no habían cambiado sus saludos; viendo también que el negro del acordeón andaba por allí y se preparaba para darnos una serenata, le hice una indicación a mi compadre.

Me contestó que no podía retirarse todavía; que me fuera, que más tarde iría él.

Mariano Rosas estaba en lo más fuerte del entrevero; lucía su remarcable retentiva y hacía gala de sus habilidades oratorias. Le hice una seña, como diciéndole, me voy, me contestó con otra, como diciéndome, hace bien, esto no es con usted; me levanté, me abrí paso por entre una espesa muralla de chusma que escuchaba el parlamento, llamé a mi asistente, me acercó el caballo, puse pie en el estribo y me disponía a montar, cuando unos acordes destemplados hirieron mis oídos, de atrás. ¡Era el negro del acordeón! Al mismo tiempo que volteaba la pierna derecha, le pegué con la izquierda en el pecho un fuerte puntapié, le di contra el suelo y me tendí al galope. El artista estaba achumado .

Llegué al montecito donde me esperaba mi gente; el fogón ardía resplandeciente lo mismo que una hoguera de la inquisición; daba ganas de saltarlo, como los muchachos saltan las fogatas de viruta y alquitrán en el día de San Juan. Hay tentaciones irresistibles. Piqué mi valiente caballo, pasé por encima del fuego e hice un desparramo. Y como ni el asado, ni el puchero, ni la caldera, cayeron, todos aplaudieron de corazón.

Contento de mi triunfo eché pie a tierra, con más agilidad que otras veces, ocupé mi puesto en la rueda y empecé a pegarle al mate. Mi compadre no venía, cenamos; ordené que le guardaran algo, y antes de recogerme mandé ver dónde y cómo estaban los caballos.

Más de veinte formábamos el círculo del fogón. Hablábamos quién sabe de qué: de repente oyóse un tropel de caballos. Es Baigorrita, dijeron unos. Los jinetes sujetaron casi encima de nosotros, y una voz firme, varonil, desconocida para mí, dijo:

-¡Buenas noches!

-Es Chañilao -dijeron unos.

-Buenas noches -dijeron otros.

-Eche pie a tierra, si gusta -dije yo, fingiendo que no había reparado en el recién llegado. Pero a la vislumbre del fogón había visto perfectamente bien su cara.

Chañilao se apeó, y hablando en lengua araucana y haciendo sonar unas enormes espuelas, se acercó a mí y con aire indiferente se sentó a mi lado.

No me moví.

Nadie, excepto los indios, lo conocía.

Era un hombre alto, delgado, de facciones prominentes y acentuadas, de tez blanca, poco quemada; de largos cabellos castaños, tirando al rubio; de ojos azules, penetrantes; de ancha frente, cortada a pico; de nariz recta como la de un antiguo heleno; de boca pequeña, cuyos labios apenas resaltaban; de barba aguda, retorcida para arriba, en la que se veía un hoyo; lampiño; de modales fáciles; vestido como un gaucho rico; llevaba un sombrero de paja de Guayaquil, fino; espuelas de plata, y un largo facón de lo mismo atravesado en la cintura; rebenque con virolas de oro, y su gran cigarro de hoja en la boca.

Sin cuidarse de mí, habló con varios indios ostentando un aire y un tono marcadísimos de superioridad.

Me parecía estudiado.

Les hice una seña a mis ayudantes con el dedo, para que no dijeran quién era yo.

Le hice pasar un mate y al recibirlo preguntó:

-¿Dónde está el amigo Camilo Arias?

Mi compadre Baigorrita se hacía sentir en ese momento.