Una excursión: Capítulo 52

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Quién es Chañilao. Su historia. El carácter es un defecto para las medianías. Diferencia entre el paisano y el gaucho. El primero no es nada, el segundo es siempre federal. ¿Tenemos pueblo propiamente hablando? Sentimientos de un maestro de posta cordobés cuando estalló la guerra con el Paraguay. Chañilao y yo. Frescas. Intrigas. Una china.


Chañilao es el célebre gaucho cordobés Manuel Alfonso, antiguo morador de la frontera de Río Cuarto.

Vive entre los indios hace años.

No hay un baqueano más experto, ni más valiente que él.

Tiene la carta topográfica de las provincias fronterizas en la cabeza.

Ha cruzado la Pampa en todas direcciones millares de veces, desde la sierra de Córdoba hasta Patagones, desde la Cordillera de los Andes hasta las orillas del Plata.

En ese inmenso territorio, no hay un río, un arroyo, una laguna, una cañada, un pasto que no conozca bien.

El ha abierto nuevas rastrilladas y frecuentado las viejas abandonadas ya.

En la peligrosa travesía, donde pocos se aventuran, él conoce escondido guaico , para abrevar la sed del caminante y de sus caballos.

Ha acompañado a los indios en sus más atrevidas excursiones, y muchas veces se salvaron por su pericia y su arrojo.

Sus constantes correrías, de noche, de día, con bueno o mal tiempo, llueva o truene, brille el sol o esté nublado, haya luna o esté sombrío el cielo, le han hecho adquirir tal práctica, que puede anticipar los fenómenos meteorológicos con la exactitud del barómetro, del termómetro y del higrómetro.

Es una aguja de marear humana; su mirada marca los rumbos y los medios rumbos, con la fijeza del cuadrante.

Habla la lengua de los indios como ellos, tiene mujer propia y vive con ellos. Es domador, enlazador, boleador, pialador. Conoce todos los trabajos de campo como un estanciero; ha tenido tratos con Rosas y con Urquiza, ha caído prisionero varias veces y siempre se ha escapado, gracias a su astucia o su temeridad.

Poco antes de la batalla de Cepeda le tomaron, junto con veinte indios, en la frontera oeste de Buenos Aires. Sólo él burló la vigilancia de las guardias y se salvó.

Es un oráculo para los indios cuando invaden y cuando se retiran; vive por desconfianza en Inché , treinta leguas más al sud que Baigorrita, a cuya indiada pertenece; tiene séquito y es capitanejo , con lo cual está dicho todo sobre este tipo, planta verdaderamente oriunda del suelo argentino.

Chañilao no es sanguinario; ha vivido entre los cristianos y entre los indios alternativamente. En el Río Cuarto tiene amigos; Camilo Arias, mi fiel e inseparable compañero, es uno de ellos. La última vez que emigró de allí fue por prevenciones infundadas.

Esa es nuestra tierra -como nuestra política suele consistir en hacer de los amigos enemigos, parias de los hijos del país-, secretarios, ministros, embajadores de los que nos han combatido. Solemos ser justos con los nuestros , con los adversarios somos siempre débiles.

Solemos ser tolerantes con los que transigen, con los que se hacen un honor y un deber de tener conciencia, jamás.

Para ellos está reservada la crítica irritante, acerba.

El peor papel que puede representar el patriotismo a los ojos de las medianías, es tener carácter.

Más hábiles en el arte de reclutar nulidades, de seducir traficantes y especuladores, que dispuestos a admirar el talento y la probidad; más capaces de claudicar que de imponerse por la elevación moral, prefieren los que se doblegan a los que firmes sobre el pedestal de sus creencias tienen la osadía de exclamar: ¡yo pienso así!

¡Ah!, ¡si el país no estuviera jadeante! ¡Ah!, ¡si no estuviera arraigado en todos los corazones el convencimiento de que hay que preparar la tierra antes de arrojar en sus entrañas fecundas las semillas!

¡Ah!, ¡si el país no estuviera jadeante! ¡Ah!, ¡si no fuera que una verdad escrita con sangre es siempre una conquista fratricida!

Camilo me había hablado largamente de Manuel Alfonso. Había sido el apoderado de los pocos intereses que dejó en la frontera la última vez que huyó de ella. Tenía por él ese cariño respetuoso que el paisano le profesa siempre al gaucho cuando no le cree malo; había sido su maestro en los campos; y como aborrecía de muerte a los indios, con los que se había batido muchas veces cuerpo a cuerpo, perdiendo dos hermanos en dos invasiones, se hacía la ilusión de arrancarlo de su guarida.

Camilo Arias, es igual a Manuel Alfonso en un sentido, su reverso en otro.

Camilo sabe tanto como Alfonso; es rumbeador como él, jinete como él, valiente como él; pero no es aventurero.

Camilo es un paisano gaucho, pero no es un gaucho.

Son dos tipos diferentes. Paisano gaucho es el que tiene hogar, paradero fijo, hábitos de trabajo, respeto por la autoridad, de cuyo lado estará siempre, aún contra su sentir.

El gaucho neto, es el criollo errante, que hoy está aquí, mañana allá; jugador, pendenciero, enemigo de toda disciplina; que huye del servicio cuando le toca, que se refugia entre los indios si da una puñalada, o gana la montonera si ésta asoma.

El primero, tiene los instintos de la civilización; imita al hombre de las ciudades en su traje, en sus costumbres. El segundo, ama la tradición, detesta al gringo ; su lujo son sus espuelas, su chapeado, su tirador, su facón. El primero se quita el poncho para entrar en la villa, el segundo entra en ella haciendo ostentación de todos sus arreos. El primero es labrador, picador de carretas, acarreador de ganado, tropero, peón de mano. El segundo se conchaba para las yerras . El primero ha sido soldado varias veces. El segundo formó alguna vez parte de un contingente, y en cuanto vio la luz se alzó.

El primero es siempre federal el segundo ya no es nada. El primero cree todavía en algo, el segundo en nada. Como ha sufrido más que la gente de frac , se ha desengañado antes que ella. Va a las elecciones, porque el comandante o el alcalde se lo ordenan, y eso se hace sufragio universal. Si tiene una demanda la deja porque cree que es tiempo perdido, se ha dicho con verdad. En una palabra, el primero es un hombre útil para la industria y el trabajo, el segundo es un habitante peligroso en cualquier parte. Ocurre al juez, porque tiene el instinto de creer que le harán justicia de miedo, y hay ejemplos, si no se la hacen se venga, hiere o mata. El primero compone la masa social argentina; el segundo va desapareciendo. Para los que, metidos en la crisálida de los grandes centros de población, han visto su tierra y el mundo por el agujero; para los que suspiran por conocer el extranjero, en lugar de viajar por su país; para los que han surcado el océano en vapor; para los que saben dónde está Riga, ignorando dónde queda Yavi; para los que han experimentado la satisfacción febril de tragarse las leguas en ferrocarril, sin haber gozado jamás del placer primitivo de andar en carreta, para todos esos el gaucho es un ser ideal.

No lo han visto jamás.

La libertad, el progreso, la inmigración, la larga y lenta palingenesia que venimos atravesando hace dieciocho años lo va haciendo desaparecer.

El día en que haya desaparecido del todo será probablemente aquél en que se comprenda que tenemos una masa de pueblo sin alma, que en nada, ni en nadie cree; que desparramada en inmensas campañas, no tiene iglesias, ni escuelas, ni caminos, ni justicia, nada que la ampare eficazmente, que la prepare para el gobierno propio, para la verdad del sufragio popular, para el respeto siquiera del extranjero que viene a compartir con nosotros todo, menos el dolor, porque no nos estimula; nada, nada en fin, sino un caudillejo armado o togado que la oprima o la explote.

Entonces recién tendremos, propiamente hablando, pueblo; pueblo con corazón, con conciencia, con convicción y pasión.

Entonces no habrá paisanos honrados, con intereses que perder, que encerrándose en el egoísmo, que todo lo seca, hasta el patriotismo, sientan sólo los males sociales que pueden asolar su casa.

Entonces no habrá en Córdoba, un maestro de posta, hacendado, que conteste lo que me contestaron a mí en el Molle.

Era el mes de abril del año 1865. Ibamos de pasajeros, de Mendoza para Córdoba en una galera, el doctor don Eduardo Costa, Alejandro Paz y don Francisco Civit, todos excelentes compañeros de viaje. En el primero, sobre todo, nadie habría sospechado un hombre tan avenido y varonil.

En el Río Cuarto el general don Emilio Mitre nos había dado la noticia de la primera agresión de López. Teníamos una impaciencia febril de llegar a Córdoba, donde se hallaba el doctor Rawson.

En la referida posta le pregunté yo al dueño de casa, que era un vejete bastante alentado:

-¿Y, qué noticias tiene, paisano?

-Ningunas -me contestó.

-Pero hombre -agregué asombrado-; ¿no sabe usted que los paraguayos han invadido la provincia de Corrientes con cuarenta mil hombres; que nos han apresado unos vapores; que han robado, incendiado y cautivado muchas familias?

Por toda contestación exclamó, con la tonada consabida:

-¡Lo bueno que por aquí no han de llegar!

¡Qué consoladora ingenuidad! Pero qué bien pinta el estado moral de un país.

Después de esto habladme cuanto queráis del patriotismo argentino. Yo os diré, que el patriotismo es una virtud cívica, que no apasiona las multitudes sino cuando la noción del deber se ha encarnado en ellas; que todo deber responde a un ideal; que la libertad, la religión, la patria, el honor nacional son un ideal; pero que ese ideal no está sino en la conciencia de cierto número de elegidos. Tenemos el germen, falta difundirlo.

¿De qué manera? Haciendo que la patria sea para el hombre del pueblo, la libertad en todas sus manifestaciones, la justicia, el trabajo bien remunerado, no el abuso, el privilegio, la miseria. Entonces no se encontrará quien diga lo que frecuentemente se oye: ¡Para lo que yo le debo a la patria!

No basta que las constituciones proclamen que todo ciudadano está obligado a armarse en defensa de la patria. Es menester que la patria deje de ser un mito, una abstracción, para que todos la comprendan y la amen con el mismo acendrado amor. Hay fanatismos necesarios, que si no existen se deben crear.

Manuel Alfonso volvió a preguntar por el amigo Camilo Arias.

-Que lo llamen -dije yo.

El gaucho, ni me miró siquiera.

Pero comprendiendo quién era, y con la intención sin duda de calmarme , preguntó:

-¿Y cómo se entienden estas paces? Aquí de amigos ya, Calfucurá invadiéndolo los porteños.

-Mire, amigo -le contesté-; delante de mí no me venga hablando barbaridades. Si no le gusta la paz mándese mudar.

Se dio vuelta entonces, me miró, y pegando maquinalmente con el rebenque en el suelo unas cuantas veces, repuso:

-Yo digo lo que me han dicho.

-Pues le repito que es una barbaridad -le contesté.

Me miró con más fijeza y por toda contestación se sonrió maliciosamente como diciendo: ¡mozo malo!

Estaba provocativo. Iba mal parado si le aflojaba; así es el gaucho taimado.

-Y este fogón es mío -le agregué, como diciéndole: "No quiero que en él se hablen cosas que no me gustan".

-¿Y usted quién es? -repuso, jugando siempre con el rebenque y fijando la vista en el fogón.

-Averigüe -le contesté.

En ese momento una voz conocida dijo al lado mío:

-Ordene, señor.

Era Camilo Arias que venía a mi llamado.

-Aquí tienes un amigo -le dije, señalándole a Manuel Alfonso.

Los paisanos son generalmente fríos, se saludaron como si se hubieran visto el día antes.

-Vamos -le dijo Camilo.

-Vamos -contestó el gaucho, levantándose. Dio las buenas noches y se marchó.

Me quedé sumamente preocupado. En un hombre, tan sagaz como él, tan conocedor de los indios, tan influyente entre ellos por sus servicios, sus conocimientos y su valor, aquellas palabras soltadas en mi fogón, revelaban malísima intención.

No había subido aún a caballo Manuel Alfonso cuando mi compadre Baigorrita se presentó.

Echó pie a tierra y se sentó a mi lado; pedí su cena, se la trajeron, y sacando el cuchillo, me dijo:

-¿Conociendo Chañilao?

-Ahí va -le contesté indicándoselo. Acababa de armar un cigarro en ese instante y lo encendía, montando ya.

-Ahí -dijo mi compadre.

-¿Hay algo? -le pregunté a San Martín.

-¡Creo que sí! -me contestó.

Baigorrita estaba más pensativo que de costumbre. Sus preguntas, sus exclamaciones, su aire sombrío, acabaron de convencerme de que Manuel Alfonso no había venido a mi fogón a hablar de la paz y de Calfucurá sin objeto.

¿Qué podía haber?

En vísperas de una gran junta, cualquier mala disposición era alarmante.

-¿Hay alguna cosa, compadre? -le hice preguntar a Baigorrita con San Martín.

-Sí, compadre -me contestó él mismo.

Habló con San Martín y en seguida me dijo éste:

Que Mariano Rosas le había contado muchas cosas de mí; que estando campado en Calcumuleu los había tratado muy mal a los indios; que a él le había mandado decir una porción de desvergüenzas; y que yo era muy altanero.

Le referí todo lo que había sucedido y su respuesta fue por boca de San Martín:

-Alguna intriga, compadre, porque nos ven de amigos.

Comprendí todo.

Durante mi permanencia en Quenque, me habían hecho la cama en Leubucó.

Mi compadre acabó de cenar, él y yo éramos los únicos que quedaban al lado del fogón; los demás se habían recogido.

-Vamos a dormir, compadre -le dije.

-Bueno -me contestó.

Llamé a Carmen.

Me enseñó mi cama. Estaba al pie de un hermoso caldén.

Me sentaba en ella, cuando una china se apeó allí cerca del caballo, y viniendo a mí me dijo con aire misterioso:

-Tengo que hablarle.