Una excursión: Capítulo 56

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La paz estaba definitivamente hecha. El doctor Macías. Gotas maravillosas. Padre e hijo indios. Lo pido a Macías. Visita a Epumer.


Las paces estaban definitivamente hechas.

El sufragio popular les había puesto su sello soberano en la junta. Las sospechas habían desaparecido.

Yo era mirado ya como un indio.

Numerosas visitas llegaban a saludarme.

El viento de Leubucó me era favorable.

Los intrigantes, corridos y avergonzados, solicitaban mi perdón con estudiadas sonrisas y amabilidades.

Fingí que no me había apercibido de sus manejos, estaba en tierra diplomática, y reservé el castigo para la oportunidad debida.

El doctor Macías me preocupaba.

Su espíritu abatido por las humillaciones y padecimientos que había sufrido durante dos años, nada esperaba de los hombres.

Como el náufrago que después de haber luchado brazo a brazo con la muerte viendo venir la onda irritada que va a tragarle y sumergirle en las frías y tenebrosas cavernas del océano, hace un esfuerzo supremo y coge la tabla de salvación, que otros le arrebatan desesperados, en el instante mismo en que la barca del arrojado pescador viene en su ayuda, así es la vida.

Las penas secan los ojos, las ingratitudes hielan el corazón; los desengaños matan las últimas ilusiones; parecemos momias ambulantes, descendiendo marcialmente sin consuelo por los obscuros escalones de la eternidad, y sin embargo, algo nos estremece y nos conforta aun a la manera de un sacudimiento galvánico, inefable, es la esperanza en Dios. ¡Ay de aquél que después de haber perdido la fe en todo, no conserva en su esqueleto un santuario siquiera para refugiar en él esa fe pura!

Macías no creía que yo me atrevería a exigir su libertad; aunque no me lo decía, lo comprendía.

Abatido por el infortunio me confundía con los aduladores del cacique.

Su actitud era digna, aprovechaba toda ocasión de manifestar que su existencia se hacía cada vez más insoportable, pero no suplicaba. El desgraciado tenía impresa en su frente las huellas de un dolor punzante, reconcentrado; celaje de amargura; sus grandes ojos negros rasgados, vagaban inquietos, fijábanse a veces en tierra, y al recordar, sin duda, la dulce libertad perdida, brillaban cristalizados por comprimido lloro.

Macías tiene cuarenta años; es hijo de una respetable familia de Buenos Aires y está enlazado a una joven de origen inglés. Su padre es un español conocido en este comercio.

Imaginaos un árabe con gran nariz aguileña, de barba y cabellos canos y tendréis su retrato.

Sus primeros estudios los hizo en la escuela del señor don Juan A. de la Peña, donde yo le conocí.

Después cursó las aulas universitarias, preparándose para entrar en la escuela de medicina, de la que salió doctor.

Su vida ha tenido grandes alternativas; ha sido médico, leñatero en las islas del Paraná e industrial en el Chaco, entre cuyos indios pasó algunos años voluntariamente. Hay algo de poético, de novelesco y misterioso en esta existencia, mas yo no debo descorrer el velo sino hasta aquí.

Por muchísimos años, Macías y yo nos perdimos de vista: desde la última vez que nos vimos en la escuela de primeras letras, no nos habíamos vuelto a encontrar hasta el día de mi arribo a Leubucó. Macías había tenido el desgraciado talento de ponerse mal en Tierra Adentro con casi todos los que habrían podido ayudarle a pasar los menos malos tratos posibles.

Tiene un carácter extraño, indómito y dócil, firme y versátil a la vez. Es capaz de acometer una empresa arriesgada y no tiene valor personal.

Estas dos últimas faces de su carácter explican su presencia entre los indios, sin ser cautivo, y su falta de prestigio entre ellos. Macías estaba en el Río Cuarto por el año 1867.

El coronel Elía, jefe de la frontera de Córdoba, había iniciado una negociación de paz con los indios.

Se ofreció y partió con las credenciales correspondientes. Pero sea que el coronel Elía no estaba autorizado para negociar un tratado de paz, sea lo que fuera, el hecho es que el plenipotenciario fue abandonado a sus propios recursos y a su suerte.

Por falta de tacto o por falta de suerte, fatalidad que suele obscurecer las dotes más relevantes del hombre, burlar sus planes y desvanecer sus ilusiones unas tras otras, lo mismo que los vendavales deshojan los árboles más frondosos, Macías se convirtió de plenipotenciario en prisionero.

Escribió y escribió; sus cartas no fueron contestadas. Hasta el soldado que en calidad de asistente le acompañaba, le abandonó. Solo, sin sirviente ni medios de subsistencia, maturrango , ¿de qué había de vivir, ni cómo había de escaparse?

Tuvo que aceptar el pan de los indios y de los cristianos refugiados entre ellos por causas políticas.

Por debilidad, por falsos cálculos, por conveniencia, qué sé yo por qué, se vinculó a los últimos y riñó con ellos después. No le quedaba más arbitrio que apelar a los indios; se hizo amigo de Mariano Rosas.

Mejoró de condición, y de prisionero se elevó a la categoría de secretario .

Las primeras notas que yo recibí en el Río Cuarto de aquel cacique eran escritas por mi antiguo condiscípulo.

A la distancia le juzgué mal.

Corrían tantas historias sobre los motivos que lo llevaron a los indios, que era muy difícil substraerse a la influencia de las sospechas populares.

¿Quién resiste a los juicios de los conocidos sobre los desconocidos?

¿Cuál es la cabeza bastante fuerte para despreciarlos, para esperar?

¿El criterio que tenemos de la generalidad de las personas es acaso el resultado de nuestra observación directa?

¿No amamos, no aborrecemos, no simpatizamos, no antipatizamos por refracción?

Una secretaría hace celosos en cualquier parte, lo mismo en París, que en Berlín, en Buenos Aires, que en Leubucó.

Macías despertó la emulación de los cristianos.

Temieron su ascendiente.

Comenzaron a intrigarle y lo consiguieron.

Yo, desde el Río Cuarto contribuí sin intención dañina a su caída.

Le juzgaba mal, ya he dicho por qué, y le escribí a Mariano Rosas, que el secretario que tenía no era bueno, que sus notas decían todo lo contrario de los recados que me llevaban sus mensajeros.

El hecho era cierto.

Lo que faltaba averiguar era si Macías ponía lo que le mandaba o no; si las contradicciones entre lo que me escribían y me decían, no era gramática parda, diplomacia ranquelina.

El tiempo, iniciándome en las cosas de Leubucó, me aclaró el misterio de todo.

Macías cumplía al pie de la letra las órdenes que recibía, sus notas le eran leídas a Mariano Rosas por otros cristianos antes de salir de la Cancillería de Tierra Adentro.

Macías cayó, pues, de la gracia y del favor.

Los que viéndole de secretario le consideraban, le abandonaron, y los que ni por eso le habían considerado, redoblaron sus hostilidades.

Tuvo que pasar por todo linaje de humillaciones, quedando agregado como uno de tantos al toldo del cacique.

Dormía donde le tomaba la noche; comía donde le daban la limosna de una tumba de carne; sus vestiduras eran pobrísimas.

¡Desgraciado Macías!

Cuando yo le vi, su traje consistía en una camisa sucia y rota, en un calzoncillo de algodón ordinario y en un chiripá de paño colorado; un resto de sombrero cubría su frente y unas botas llenas de agujeros eran todo su calzado. Sus pies estaban destrozados, sus manos encallecidas.

En una bolsa de cuero de gato tenía todo su caudal, hilo, botones, piedritas, agujas, azúcar, yerbas medicinales, tabaco, yerba, papel, y envuelto en un trapito un relicario de oro, de cuatro faces, con los retratos de sus padres y de sus dos hijos.

¡Desgraciado Macías!

¡Ah!, ¡imaginaos el efecto que me haría ver aquel hombre que había nacido bien, que había recibido educación, gozado de la vida y frecuentado la buena sociedad, reducido a aquella condición! ¡El mismo no lo comprendió!

Me veía alegre, festivo, contento, fingiendo que todo cuanto me rodeaba me parecía óptimo, y me creía insensible al infortunio. Su corazón, atrofiado por el dolor, creía que el mío estaba seco.

¡Desgraciado Macías!

Los indios hablaban mal de él, le creían loco.

Los cristianos lo mismo; contaban cosas horribles del pobre.

Todos sus vicios se los atribuían a él.

En tal situación escribió al Presidente de la República.

No le contestaron.

¿Cómo le habían de contestar?

Sus cartas habían sido interceptadas y detenidas. Llamé al capitán Rivadavia y le mandé preguntar con él a Mariano Rosas, si estaba visible.

Me contestó que fuera cuando quisiese, que estaba por almorzar. Entré a su toldo.

Su cara revelaba la agitación de la noche; estaba más pálido que de costumbre.

Al verme entrar, me dijo, sin cambiar de postura (estaba sentado al lado del fogón):

-Buenos días, hermano, dispense que no me pare, estoy medio enfermo.

Me insinuó un asiento a su lado.

Sentándome le contesté:

-Esté cómodo, hermano, ¿cómo ha pasado la noche?

-Mal -repuso, arrugando la frente como cuando un recuerdo mortificante nos asalta.

-¿Qué tiene?

-Me duele la cabeza.

¿Quiere tomar un remedio muy bueno que yo traigo?

-Lo tomaré si usted lo conoce.

Salí y volví al punto con un frasquito de gotas maravillosas de la corona.

Era todo mi botiquín.

Abrí el frasquito, pedí un jarro de agua, lo derramé dejándole sólo dos dedos y eché en él sesenta gotas.

Para que las bebiera sin aprensión, le dije:

-Vea -proseguí, y esto diciendo tomé un trago.

-Si no tengo recelo, hermano -me contestó, y tomándome el jarro bebió hasta la última gota que contenía.

-Un poco amargo no más -dijo.

Sí -repuse.

-¿Y ha descansado bien?

-Muy bien.

-¡Qué diablo de indios, eh!

-¡Hum!, anduvo medio mal la cosa en la junta.

-¡Eh!, no todos comprenden.

-¡Es cierto!

-Y su amigo, el padre Burela, ¿por qué no le ayudó ?

-No sé, estaba medio asustado, me parece.

Se sonrió, como diciendo, "uno y medio", y acariciando a uno de sus hijos que se echó sobre sus rodillas, exclamó:

-Ese toro.

Era el hijo que había defendido a la madre la noche antes.

-Tiene muy buena cara -le dije.

-Pero no es bueno, ya me ha querido matar -repuso, mirando al hijo con una mezcla de complacencia y admiración.

El indiecito entendía lo que su padre hablaba; pero no le prestaba atención.

Se desperezó, bostezó, se levantó, habló en la lengua y salió quebrándose como lo hacen sólo nuestros gauchos. Mariano le siguió con la vista hasta la puerta del toldo, y volvió a repetir:

-¡Toro, hermano!

-¿Cuántos años tiene?

-Debe tener... -me hizo la seña de doce con las manos.

-Es muy chico todavía.

-Pero es gaucho ya.

Trajeron el almuerzo; era lo de siempre: puchero con choclos y zapallo, carne asada, de vaca y de yegua.

-Bueno, hermano -le dije-, yo pienso irme pronto para mandarle cuanto antes las raciones.

-Cuando quiera, hermano -me contestó-; yo no tengo ya sino un poquito que conversar con usted.

-Pienso irme dentro de dos días.

-Hablaremos mañana entonces.

-Está bien.

-Me lo voy a llevar a Macías.

No me contestó; en su cara leí una negativa.

-A usted no le sirve de nada aquí.

Siguió callado.

-Es un pobre diablo -le dije.

-Mire, hermano -me contestó; iba a proseguir; unas visitas nos interrumpieron.

Saludaron y se sentaron.

Yo seguí almorzando, acabé, me levanté y diciéndole a Mariano, luego conversaremos, salí del toldo bastante contrariado.

En seguida me fui a visitar al cacique Epumer.

Mariano Rosas me prestó su caballo.

En el toldo de Epumer me recibieron con toda galantería.

En un rincón, acurrucado como un tullido, estaba el espía de Calfucurá, que tanta curiosidad me dio en Quenque.

Me vio entrar como a un perro.

¿Qué hacia allí?