Una excursión: Capítulo 57
- Fama de Epumer. Me esperaban en su toldo. Recepción. Indias y cristianas. Pasteles y carbonada entre los indios. Amabilidades. Celo apostólico del padre Marcos. Puchero de yegua. Insisto en sacar a Macías. Negativas. Un indio teólogo. Un espectro vivo.
El toldo de Epumer distaba un cuarto de legua del de Mariano Rosas.
No hay indio más temido que Epumer; es valiente en la guerra, terrible en la paz cuando está achumado.
El aguardiente lo pone demente.
Sea adulación, sea verdad, todos dicen que no estando malo de la cabeza es muy bueno.
No tiene más que una mujer, cosa rara entre los indios, y la quiere mucho.
Vive bien y con lujo; todo el mundo llega a su casa y es bien recibido.
A mí me esperaban hacía rato.
El toldo acababa de ser barrido y regado; todo estaba en orden. Epumer estaba sentado en un asiento alto de cuero de carnero y mantas.
Enfrente había otro más elevado, que era el destinado para mí. Las chinas aguardaban de pie, con la comida pronta para servirla a la primera indicación.
Las cautivas atizaban el fuego.
Epumer se levantó, me estrechó la mano, me abrazó, me dijo que aquélla era mi casa, me hizo sentar, y después que me senté se sentó él.
Los demás circunstantes, que eran todos chusma agregada al toldo, no se sentaron hasta que Epumer se lo insinuó.
La conversación roló sobre las costumbres de los indios, pidiéndome disculpas de no poder obsequiarme, en razón de su pobreza, como yo lo merecía.
Un cristiano bien educado, modesto y obsequioso, no habría hecho mejor el agasajo.
Epumer me presentó su mujer, que se llamaba Quintuiner, sus hijas, que eran dos, y hasta las cautivas, cuyo aire de contento y de salud llamó grandemente mi atención.
-¿Cómo les va, hijas? -les pregunté a éstas.
-Muy bien, señor -me contestaron.
-¿No tienen ganas de salir?
No contestaron y se ruborizaron.
Epumer me dijo.
-Si tienen hijos, y no les falta hombre.
Las cautivas añadieron: -Nos quieren mucho.
-Me alegro -repuse.
Una de ellas, exclamó:
Ojalá todas pudieran decir lo mismo, güeselencia.
Era una cordobesa.
Epumer les indicó a su mujer y a sus hijas que se sentaran, y mandó que sirvieran la comida.
Obedecieron.
Estaban vestidas con lo más nuevo y rico que tenían.
El pilquen era de paño encarnado bastante fino: los collares y cinturones, las pulseras de pies y manos, de cuentas, los grandes aros en forma triangular y el alfiler de pecho, redondo, de plata maciza labrada.
La manta era, contra la costumbre, de pañuelo escocés de lana. Se habían pintado los labios y las uñas de las manos con carmín, se habían puesto muchos lunarcitos negros en las mejillas y sombreado los párpados inferiores y las pestañas.
Estaban muy bonitas.
La mujer de Epumer, sobre todo, me recordaba cierta dama elegantísima de Buenos Aires, que no quiero nombrar.
¡Pero no faltaría más; compararla a ella, tan simpática y prestigiosa por la gracia y la belleza, por su carácter dulce, su talle flexible como el mimbre, su voz de soprano, que tan bien interpreta los acentos delicados de Campagna, con una china! Trajeron la comida, platos de loza, cubiertos, vasos y mantel. Empezamos por pasteles a la criolla. Una cautiva los había hecho. Aunque acababa de almorzar con Mariano, comí dos. Luego trajeron carbonada con zapallo y choclos. Epumer me dijo que me habían buscado el gusto, que le habían preguntado a mi asistente lo que me gustaba. No pude rehusar y comí un plato. Estaba inmejorable; la carne era gorda, la grasa finísima.
En seguida vino el asado, de cordero y de vaca, después puchero. El pan eran tortas al rescoldo. El postre fueron miel de avispa, queso y maíz frito pisado con algarroba.
Con la carbonada quedé repleto como un lego; rehusé de lo demás. Fue en vano. Me instaron y me instaron. Tuve que comer de todo. ¡Pobres gentes! A cada rato me decían:
-Si no está bueno, dispense. Aquélla lo ha hecho -y señalaban a tal o cual cautiva, y ésta me miraba, como diciendo: Por usted nos hemos esmerado.
¡Qué escena aquella! En medio del desierto, en la Pampa, entre los bárbaros, un remedo de civilización es cosa que hace una impresión indescriptible.
El espía de Calfucurá, como un búho, observaba con inquieta mirada cuanto pasaba.
-¿Quién es ése? -le pregunté a Epumer.
-No le conozco -me contestó.
-Pues yo sí.
-Llegó hace un rato, tenía hambre y le hemos dado de comer.
-¿Y no le conocen ustedes?
-¡No!
-Es un pillo mentiroso.
-¡Y aquí, qué mal nos puede hacer un pobre!
La contestación me avergonzó. El perro de Quenque estaba con el cuarterón. Me acordé de que aquel hombre tenía corazón, que era quizá más desgraciado que yo, y cambié de conversación.
El espía me oyó hablar de él y no hizo mas que lanzarme una mirada extraña y replegarse más y más sobre sí mismo.
Saqué mi libro de memorias, le pregunté a Epumer y su familia qué querían que les mandara del Río Cuarto y tomé nota de sus encargos. Bien poca cosa me pidieron; tela para pilquenes, hilo y agujas. Epumer me dijo que quería un chaleco de seda...
-¿Colorado? -le interrumpí.
-No -me contestó-, negro.
Me levanté, me despedí, me acompañaron violando los usos de la tierra, hasta el palenque, monté a caballo y partí.
A cierta distancia di vuelta.
Me seguían con la vista.
Saludé con la mano, me contestaron con el pañuelo.
Llegué al toldo de Mariano Rosas.
Estaba sentado en la enramada, solo. Las visitas se habían retirado. Eché pie a tierra, até su caballo en el palenque, le di las gracias, pasando de largo, y me metí en mi rancho.
Los franciscanos disfrutaban en santa paz las delicias de la siesta. El ruido que hice al entrar los despertó.
Les conté mi visita al toldo de Epumer, discurrimos un rato sobre la franca y cordial hospitalidad que me había dispensado después de las escenas tumultuarias de los primeros días, y, por último, les comuniqué que había resuelto partir a los dos días.
El padre Marcos me manifestó el deseo de quedarse, a ver si arreglaba lo concerniente a la fundación de la capilla de que hablaba el Tratado de Paz. No pareciéndome prudente su resolución, me opuse amistosamente a ella. Le hice algunas reflexiones con tal motivo, y el padre Moisés, deduciendo de ellas que mi negativa provenía de que no quería que su compañero se quedara solo, me observó que él le acompañaría, permaneciendo a su lado. Le tranquilicé viendo su generosa oferta; amplié las razones de mi negativa, y, finalmente, les dije que pensaran en hacer al día siguiente algunos bautismos.
Al efecto le indiqué al padre Marcos fuera a hablar con Mariano Rosas solicitando como cosa suya el permiso competente. Mandó ver con su asistente si estaba en disposición de recibirle y contestó que sí.
Salió el padre y entró en el toldo del Cacique, que acababa de recibir visitas.
Detrás de él me fui yo.
Mariano Rosas le había sentado a su lado; le había concedido el permiso solicitado y le había rogado le bautizara su hija mayor, de la que yo sería padrino.
Trajeron de comer.
Era un puchero de carne de yegua.
-Padre -le dijo Mariano al buen franciscano-, para probarle que soy buen cristiano, y el gusto con que veo aquí unos hombres como ustedes, comamos en el mismo plato.
Y esto diciendo puso entre él y el padre uno que le daban en ese momento.
-Con mucho gusto -le contestó aquél.
Y sin más preámbulo, empuñó el tenedor y el cuchillo y sin repugnancia alguna comenzó a engullir la carne de yegua, como si hubiera sido bocado de cardenal.
Yo rehusé comer, explicando el porqué, no lo atribuyeran a desaire. En la tierra, la costumbre es comer al cabo del día tantas veces cuantas hay ocasión.
Algunas de las visitas eran conocidos. Entablé conversación con ellos. El padre Marcos por su parte, le hizo a Mariano Rosas una larga explicación de lo que significaba el bautismo, quien varias veces contestó:
-Ya sé.
Le exigió que a la hijita que iban a bautizar la educara como cristiana, lo que le fue prometido; dejó de comer puchero, cuando el plato dijo no hay más, y en seguida se despidió y salió.
Yo me quedé en mi puesto, busqué una postura cómoda, la hallé acostado, dejé que Mariano Rosas hablara con sus visitas y me dormí.
Cuando me desperté, el toldo estaba solo.
Salí, de él; Mariano había vuelto a la enramada, me senté a su lado y le dije:
-Hermano y, ¿me lo llevo o no a Macías?
-Entremos -me contestó, levantándose y dirigiéndose al toldo.
Le seguí y entramos, cediéndome él el paso en la puerta.
Nos sentamos.
Tomó la palabra y habló así:
-Hermano, el dotor es mejor que se quede.
-Usted me lo había cedido ya -le contesté.
-Es cierto; pero es mejor que se quede.
-¿Y el Tratado de Paz, hermano? ¿Usted olvida que Macías no es cautivo, que si me exige que lo saque, yo lo debo reclamar y que usted no me lo puede negar?
-Yo no se lo niego, hermano, le digo que se lo daré después.
-¿Y qué dirán en el Río Cuarto los cristianos luego que sepan que vuelvo sin Macías? Dirán que no me he atrevido a reclamarlo, se quejarán y con razón. Usted me compromete, hermano.
Macías entró en ese momento, con el intento de cruzar por el toldo. Mariano Rosas lo miró airado, y con voz irritada le dijo textualmente:
-Donde conversa la gente no se entra. Salga.
Macías retrocedió humillado, murmurando:
-Creía...
-¡Salga, dotor! -le repitió con énfasis, y el desdichado salió.
Comprendí que alguien había influido en el ánimo del indio y me pareció de buena táctica no insistir mucho.
Hice, empero, una insinuación final diciéndole con expresión:
-¿Y, hermano?
Fijó sus ojos en los míos y me dijo textualmente:
-¡Hermano, el corazón de ese hombre es mío!
¿Qué misterio hay aquí? dije para mis adentros, y como no le contestara y siguiera mirándole, añadió textualmente:
-La conciencia de ese hombre es mía.
Una mezcla de asombro y de temor por la vida de Macías me selló los labios.
Se levantó el indio, tomó de sobre su cama el cajón del archivo, lo abrió, revolvió sus bolsitas, halló lo que quería, sacó de ellas unos papeles y dándomelos, me dijo:
-¡Lea, hermano!
Tomé los papeles, que eran manuscritos, abrí uno de ellos, reconocí la letra de Macías y leí.
Era una larga carta dirigida al Presidente de la República.
Macías le relataba cómo se hallaba entre los indios; pintaba con colores bastante animados su vida; daba una noticia de lo que eran los cristianos en Tierra Adentro; los comparaba con los indios, quedando aquéllos en peor punto de vista; y por último invocaba la protección del Gobierno para reivindicar su libertad perdida. La carta estaba mal redactada. Macías no escribe bien; pero tenía la elocuencia del dolor.
Mientras yo leía, Mariano Rosas se limpiaba las uñas con el puñal.
Acabé de leer la carta y le miré; no me vio.
Leí otro de los papeles, era otra carta, muy parecida a la anterior, dirigida al Gobernador de Mendoza.
Los otros papeles eran apuntes sin importancia, eran de un corazón lacerado por el infortunio.
Terminada la lectura de todo el mamotreto, exclamé:
-¡Ya he concluido!
-¿Ya ha visto?
-Sí.
-¿Qué le parece?
-No hallo nada contra usted.
-¿Nada?
Y esto diciendo me miró, como preguntándome: ¿me engaña usted?
-¡Nada! ¡Nada! -repetí.
-¡Hermano! -me dijo con intención.
-Nada, hermano, le doy mi palabra.
Y como no me contestara y no me quitara los ojos y le conociera que quería sondar mis pensamientos agregué:
-Hermano, si alguien le ha dicho que estas cartas hablan mal de usted, le ha engañado.
-Léamelas, hermano.
-¿Quiere más bien que venga el padre y se las lea él?
-No, léamelas usted, hermano.
Se las leí; la lectura duraría un cuarto de hora.
Mientras leía le miré varias veces; tenía los ojos clavados en el suelo y la frente plegada.
Cuando acabé de leer, dije: -¿Y qué dice ahora?
-Que ese hombre es un desagradecido. (Textual).
-¿Por qué, hermano?
-Porque habla mal de los cristianos que le han dado de comer. (Textual).
Hice una composición de lugar con la rapidez del relámpago, y dije:
-Tiene usted razón, hermano, que se quede entonces.
-Sí, -me contestó-, dos años más.
-El tiempo que usted quiera.
Tomó los papeles, los puso en orden, los colocó en su bolsita, cerró el cajón y me dijo:
-Mañana bautizaremos a su ahijada.
-Está bien -le contesté y salí dándole las buenas tardes.
Macías estaba a la puerta del rancho.
Parecía un espectro.
Nada había oído. Pero su corazón sabía lo que había pasado.
El corazón de los que sufren suele ser profético; anticipándose al dolor, lo prolonga.
Le miré sonriéndome por tranquilizarle, y exhalando un hondo suspiro, me dijo al pasar:
-Ya sé que te ha ido mal.
-Nunca es tarde, hombre, cuando la dicha es buena -le contesté.
Meneó la cabeza como diciéndome: Me había engañado; y para acabar de tranquilizarle, agregué:
-Todavía no le he hablado.