Una lágrima del Gral. San Martín: 2
Cumplen noventa y un años de la noche en que llegó á oídos de San Martín el primer rumorcito amotinador, ocurriendo á la hora en que reunidos los conspiradores en medio de ellos, y al abrir de pronto las puertas de la sala, desciñéndose la espada que colgara con su falucho, se adelantó, exclamando en su buen humor de pocos momentos:
— ¡Hola, mis amigos! Cuánto celebro encontrar reunidos los compañeros de Chacabuco y Maipo. Esta noche es de alegría; llegan noticias de los chapetones que se descuelgan de la sierra, y aproximándose, nos evitan marchas y contramarchas por cordilleras y vericuetos. Vamos á brindar por aquellos primeros laureles que juntos recogimos en la cuesta de Chacabuco y en el valle de Maipo.
Todos sorprendidos alzaron, no sus espadas, sino las copas, renovando sentimientos tan a tiempo recordados.
Presentándose en la hora de la ingratitud el General desarmado, en medio de compañeros que condujera tantas veces á la victoria, había desarmado á los más exaltados.
Transcurridos algunos días, el vientecito revolucionario, corriendo y recorriendo tomaba mayor fuerza, amenazando tempestad, por lo que reunió en palacio los jefes de la división argentina, chilena y peruana, y exponiendo San Martín ante la Junta la denuncia, incitó al Coronel Heras (colombiano y jefe del Numancia, regimiento pasado del enemigo), quien estaba á cabo de la conspiración, indicara los jefes que proyectaban sublevarse.
Con sorpresa, contestó que su delicadeza no le permitía nombrar personas, limitándose á denunciar el hecho para evitarlo, como en otra ocasión. El General Alvarado propuso que por el honor del ejército se mandara levantar sumario.
No muchos días después, al ir Las Heras á embarcarse para Chile, despidiéndose de San Martín, se paseaban ambos en el salón de palacio á puerta cerrada, cuando deteniéndose de pronto exclamó:
— Puesto que dice saber mejor lo que ocurre en el ejército, ¿quiénes son los conspiradores? usted debe conocerlos.
— Los conozco, señor; mi honor me impone reserva.
En un arranque de irritación, hasta entonces no visto, clavando su mirada penetrante sobre ojos que nunca se bajaron, y tocando su espada, exclamó:
— Soy su jefe y me debe la verdad.
— Ni con la muerte — contestó — me arrancará una deslealtad. El general Las Heras no será jamás delator.
Pocos minutos después, aquellos amigos de tantos años, separáronse disgustados.