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Una mata de helecho: 12

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.



XI.

Más enamorado que nunca el mancebo, y pareciéndole imposible hallar tamaña discrecion y modestia, á la par de tanta juventud y hermosura, ciego de cariño y escaso de experiencia, acudió á Yusef. Recibióle éste, como quien trata de curar á un enfermo de aprension; no llevándole desde luego la contraria, pero mostrándole cuan imposible era que Moraima Ben-Lope y Juan de Silvela fueran esposos.

— ¿Y por qué ha de ser imposible? —exclamó éste, lleno de desesperacion. — ¿No puede hacerse cristiana Moraima?... ¡Perdona! —añadió;— no te ofendas, Yusef. Veo el ceño con que me escuchas. Antes que ofender á mi salvador y amigo, arrostraria la muerte, por segura que fuese, Yusef. Serénate y óyeme....

— ¿Y no valdría más —respondió el Moro— que me contestases á una sola pregunta?

— Hazla, pues.

— ¿Te harias Musulmán, para casarte con Moraima? Porque, entonces, tuya es.

— ¿Y serías, capaz de dar tu hermana á un infame renegado?

— ¿Te enojas? —exclamó Yusef.— Y Moraima, por ventura. ¿no seria renegada, si se tornase cristiana?

— La mujer no es lo mismo.

— Esa mujer es mi hermana.

— Es un ángel. — ¡Y la quieres tornadiza!

— La quiero para mi fe, que es la única verdadera. Quiero que se salve, y no que vaya al infierno, como la sucederá, siguiendo la maldita ley de Mahoma.

— Eres un niño, —exclamó Yusef, conteniendo á duras penas el enojo.— Vé á tu tierra, Juan, cobra fuerzas, deja pasar tiempo, y si, como, con harto dolor lo temo, Allah no estorba que la hueste de Castilla se extienda por los alrededores de Málaga, á modo de nube de langosta, ya sabes, entónces, adónde puedes llegarte, para tener una hermosa cautiva.... Yusef, el último Ben-Lope, habrá muerto defendiendo la ley del Profeta Mahoma, por quien jura morir, antes que merecer el nombre de renegado que llevaron sus abuelos.

— Véngate, Yusef. Créeme capaz de acudir, á la cabeza de una banda de foragidos, á saquear la casa de Ben-Lope y cautivar á Moraima.... Véngate.... Ya te has vengado, con sólo decirlo, Yusef.

En ciertas épocas solemnes, general presentimiento anuncia á los corazones la ruina inevitable de un pueblo. El Musulmán, que á su entrada en España habia convertido en poco tiempo á su fe provincias enteras; acorralado luego en el hermoso reino de Granada, que iba cayendo á pedazos en poder de Castilla, más qua de hacer prosélitos, tenía que cuidar de defenderse de enemigo superior y ya incontrastable. Lo contrario sucedía al Cristiano, cuyo empeño en convertir Musulmanes, Judíos y cuantos profesaran agena religión, habia de ir cada vez aumentando, en proporcion del buen éxito de siete siglos de resistencia y lucha, no sólo contra los Moros españoles, cual hoy pretenden algunos enemigos de la gloria de nuestros abuelos, pero contra buena parte del poder musulmán.

Conforme hablaban, iban bajando Moro y Cristiano, sin saber qué hacian, al arroyo. Molestaba el sol, y, como era ya mediada la tarde, siguieron hacia la Mina, en cuyo recodo, el tajo ofrecia grata sombra y fresco ambiente.

Juan de Silvela llevaba en su gorra la rama de helecho, airon de la capellina, de donde la habia quitado, á poco de jurar que Moraima sería la dama de sus pensamientos, y, si Dios lo permitía, su esposa. Juan queria llevar consigo á todas partes lo que, para él, era ya, no solo emblema del cariño de su madre, pero de fe en Dios y de honra. Al llegar á la Mina, no pudo ménos de sorprenderse Yusef de ver poco más allá á su hermana, que acababa de tomar agua en una alcarraza para Fátima, á quien por la desigualdad y recodos del arroyo, no habian visto sentada en una peña Juan de Silvela ni su amigo. Bebió la anciana, y, dejando Moraima la alcarraza en la verde franja de yerba del arroyo, saludó á Yusef y al Cristiano. Nadie habló palabra, y era tal el silencio, que, sólo de vez en cuando, se oian las gotas que las húmedas peñas de la Mina enviaban al puro y limpio fondo del manantial.

Llegóse Moraima á cerrar la puertecilla, y cuando tornaba á sentarse al lado de su madre, Juan de Silvela, movido de irresistible impulso, exclamó:

— ¿Será licito á un pobre hidalgo dejar en manos de la hermosa á quien ama.... sin esperanza, el único joyel que posee?

Nadie contestó. Sólo Moraima dijo breves palabras en voz baja á Fátima, la cual replicó al punto negativamente, más aún con el gesto que con las palabras.

El Cristiano vio la acción y comprendió lo que significaba. Quitóse la gorra, y tomando la rama de helecho, dijo:

— ¡Hé aquí mi único joyel!... ¿Nadie le quiere?

No halló más respuesta que la primera vez.

Habia —y todavía existe— á la derecha de la Mina, un pequeño ribazo de tierra, donde la humedad del venero mantiene perpétuo verdor, aun en verano.

— Pedazo de tierra de Andalucía, —dijo Juan de Silvela,— que me recuerdas la tierra bendita y adorada de mis padres; montón de yerba, que tan á menudo has traido á mi mente el color de esmeralda de Galicia, recibe, más piadoso que ningún ser humano, recibe en tu seno, ampara y da vida á esta planta, criada en tan luengas tierras, que semanas de jornadas las separan de tí....

Y el Cristiano, sin acertar apénas á ver, porque le enturbiaban lágrimas los ojos, añadió, ahondando con su puñal la tierra, plantando la rama de helecho, y separándose luego, no sin piadoso temor:

— ¡Dios lo quiere! Sé benigno, monton de tierra, que alguna maga trajo aquí desde Galicia, sé más benigno que el hombre, con el único joyel del triste Juan de Silvela. Cuando mi madre me abrace, quiera el cielo no pregunte por la rama de helecho, pues tendré que decirla dónde ha quedado su raíz enterrada, á la par de mi corazón.... ¡Dios lo quiere! — Estaba escrito! —dijo con sereno y triste acento Yusef.

Oyóse en esto como el gemido de una tórtola y ambos acudieron hacia Fátima, en cuyo regazo dormia, al parecer, Moraima.

Llegó primero el Cristiano, mas Yusef le separó blandamente, diciendo:

— ¡Aparta.... sólo está desmayada!»


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Quince dias después, al rayar del alba, llegaban á la vista de Antequera dos hombres á caballo. Era uno de ellos Musulmán, iba montado con los estribos cortos á la gineta, y llevaba lanza y adarga; el otro montaba á la brida, esto es, con los estribos largos y las piernas por consiguiente extendidas; eran sus armas blancas, á saber, sin empresa ni insignia de ningún género, y en la cabeza llevaba capellina ó capacete sencillo, sin airón.

— Ahí tienes á la que fué nuestra Antikeyrah, —dijo á esto el ginete, que, por la voz, se conocía era Yusef.— Un Fernando la ganó, como otro á Sevilla, como el que amenaza á Málaga y Granada.... Allah-Akbar! Dios es siempre Dios, ampare ó no á los verdaderos creyentes....

— Él te ilumine, Yusef; —exclamó Juan de Silvela, que era su compañero.— A Moraima cuando se restablezca del todo de la gran enfermedad que ha tenido.... ya que me haya de olvidar.... dila mire al menos por la rama de helecho, que, espero en Dios, reciba jugo y vida del manantial.... ¡y de la vista de Moraima!!

Separáronse cariñosamente; puso el Cristiano espuelas á su bridón, y, miéntras en lo alto doraban los primeros rayos del sol las almenas del castillo, iba tambien corriendo la luz por la Torremocha y barbacana de Antequera.

De lo alto de la loma, en donde ámbos amigos se habían despedido, decía Yusef, con acento, á la vez místico y guerrero:

¡Guala ghalib illa Al-lah!

— Sólo Dios es vencedor, —repitió Juan de Silvela.

Alzóse, en esto, un escucha de entre las quebradas del terreno, mas dejó de tender el arco, al ver que el Cristiano, santiguándose, gritaba con guerrero acento:

— ¡Santiago y Galicia!!