Una traducción del Quijote: 04

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


IV.

Una mañana aquel sitio no estaba completamente desierto: habia en él un jóven que, sentado en uno de los bancos de piedra, leia.

Representaba de veinte á veinticinco años de edad. Era esbelto, de mediana estatura, de rostro trigueño, agraciado é inteligente. Sus grandes ojos negros, muy separados entre sí, le daban un aspecto noble y bondadoso, y su negra y fina patilla, así como también sus ricos cabellos, contrastaban con la imberbe juventud de su bigote.

Tenia el empate de una persona que ha venido á ménos. Su traje conservaba restos de elegancia; pero su sombrero comenzaba á arruinarse, y sobre el cuello de su levita hubiérase podido hallar las huellas del álcali volátil. Llevaba una camisa de irreprochable blancura, y las manos esmeradamente cuidadas.

Como es natural, la Princesa, al llegar á su sitio predilecto, reparó en el jóven, y éste no pudo menos de mirar con alguna frecuencia á la Princesa, aunque con la discreción conveniente.

Pasado este primero y rápido movimiento de curiosidad, uno y otro se entregaron á la lectura.

En los días siguientes se repitió esta escena. Cuando la Princesa llegaba á la calle de árboles, ya estaba allí el jóven, sentado siempre en el mismo banco y al parecer siempre leyendo. Alguna vez, sin embargo, interrumpía su lectura y parecía distraerse con las carreras de la perrita de la Princesa. Esta también cerraba el libro de cuando en cuando y miraba hacia todas partes, como admirando la naturaleza.

Y ciertamente en aquellos dias el Retiro estaba admirable.

Reinaba el crepúsculo de la Primavera y del Verano: era la época de la venida de las aves de paso más retrasadas, y presintiéndose ya los ardores del Estío, aún se aspiraban los perfumes de la estación de las flores. La sávia habia concluido su obra, de suerte que la mayor parte de las plantas se hallaban en plena virilidad.

Las margaritas se iban acabando: la Princesa, que era muy aficionada á ellas, difícilmente encontraba alguna entre las yerbas del inculto terreno, próximo á la calle de árboles. El reinado de esta flor se limita á la Primavera: debia ser la flor del poeta.

Un dia, sin embargo, al sentarse en el banco de piedra se encontró en él unas cuantas, olvidadas, sin duda, por alguna persona aficionada también á estas humildes hijas de los campos.

La Princesa, como hemos dicho, miraba hacia todas partes, pero (en honor de la verdad), las menos veces hácia el sitio en donde se hallaba el jóven lector.

No obstante, un observador malicioso hubiera notado algunas ligeras variaciones en el carácter y costumbres de la Princesa.

A esta, quizá por causa de su altivez aristocrática, y además, con objeto de entregarse á sus correterías, gustábala la soledad, y sin embargo, no parecía contrariada por la presencia del jóven desconocido, y eso que por causa de éste tenia que limitar sus carreras, y cuidar de la falda de su vestido, agitada á veces por el viento.

Por otra parte, sus paseos hacia el baño de la elefanta eran cada mañana más breves, aunque esto estaba justificado por el calor que cada dia comenzaba á molestar más temprano.

La Princesa, que ántes siempre hablaba en su idioma patrio, dió en usar el francés, exponiéndose á que el jóven incógnito se enterase de sus conversaciones con su aya.