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Una traducción del Quijote: 21

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


VIII
"San Petersburgo, 14 de Noviembre.

»Pablo, mi querido Pablo: Te escribo un poco más animado. No obstante la esperanza de verla más ó ménos tarde; puesto que los periódicos habian anunciado su regreso, creo que á haberse prolongado su ausencia un mes más, mi muerte era segura. Juzga de mi desesperación sin ella, en este clima triste y nebuloso, en esta ciudad, en donde estoy perdido como un átomo helado. Mas al aparecer ella brilla para mi el sol con un esplendor meridional, iluminado por el fiat lux de mi corazón.

No quiero hablarte de mis trabajos y pequeñas miserias en esta carta; seria profanarla. Sólo te diré que estoy estudiando el idioma ruso con encarnizamiento, pues de esto depende en gran parte el que yo pueda tomar pié aquí. Ahora me siento otro y ya no tengo frio sino cuando veo tiritar al pobre Damián. Comprendo la insensibilidad de los mártires enmedio de los tormentos, absortos en el pensamiento del cielo; pues del mismo modo yo, cuando la veo me elevo á un ideal divino, sobreponiéndome á las sensaciones y necesidades materiales.

¡Si supieras cuanto he gozado la primera vez que la vi!

Sabia que habia regresado á San Petersburgo. Incesante rondador de su palacio, porque vive en un palacio precioso. ¡Dónde habia de vivir! espié la animación de aquella morada, las idas y venidas de los criados, las faenas de los jardineros que arrancaban las yerbas parásitas en la estufa del parque, y limpiaban las estatuas. ¡Aquí está! me dije con el corazón palpitante de alegría, y esperaba verla aparecer como una estrella después de un inmenso nublado.

Asi esperé dos dias: dos dias de mortal impaciencia, hasta que por fin... Pero no quiero anticiparte mi felicidad, gozo al recordarla y al trasmitírtela. ¡Qué noche, querido Pablo, qué noche tan llena de vida y de emociones! En la pasión del juego debe haber cosas parecidas á las que yo sentí en aquella noche eterna en mi memoria.

Fuí por primera vez al teatro Imperial y quedé deslumbrado al aspecto de aquella sala magnífica. Pero en medio del arrobamiento que embriagaba mis sentidos, me asaltaron crueles ideas... Al ver reunidos en aquel sitio los favoritos del nacimiento y de la fortuna, sentí toda mi pequeñez; comprendí la inmensa distancia que de ellos me separaba. Un profundo abatimiento se apoderó de mí; una sensación de envidia, de orgullo humillado, me atormentó en lo más intimo del alma... ¡Ah! pensaba yo, ¿qué es la vida sin los goces que ahora se me revelan? ¿Cómo podré romper la valla que me aparta de ese mundo del que me separa tan inmensa distancia? Y en medio de estas dolorosas reflexiones, la imagen de María, de María que vive entre esos privilegiados de la sociedad, se me representó para aumentar mi tristeza y desaliento... Si al ménos la viese... ella debe venir aquí, ese mundo es el suyo... el suyo ¿y por qué? ¿Porque no ha nacido pobre como yo? entónces... pero no; prefiero que no sea mia nunca. Ella debe vivir dichosa, elevada sobre los demás. No debe oír más que suaves y poéticas palabras, no debe pensar en los innobles cuidados de la vida. ¿Yo no puedo elevarme hasta ella? ¿Pues bien, la amaré desde lejos y en silencio. Seré feliz con su dicha, gozaré viéndola admirada por todos; reconcentraré en ella todos los amores que los demás sienten hacia su familia, y seré feliz si alguna vez recompensa mi pasión con una de sus miradas, de aquellas dulces miradas...

Mas ¡ah! el espectáculo comienza, las notas de la orquesta se elevan vibrántes y sonoras. Se alza el telón: cien voces unidas á otros tantos instrumentos inundan el teatro en torrentes de armonía... ¡Qué cosa tan hermosa! ¡Cómo podré expresar el éxtasis que se apoderó de mi! ¡Aquellos sonidos, ora suaves como un lamento, ora bulliciosos como una exclamación de alegría, resonaron en mi alma... Luego aparece una mujer. ¡Dios mio! Es María, sí, aquel es su talle, su blanco seno, sus manos más blancas aún. ¡Mas ay! No, no es ella... María es más jóven, más hermosa: en su semblante infantil no se marcan las huellas de los dolores y del cansancio como en el de esa mujer tan bella y tan pálida al mismo tiempo... y sin embargo, ¡se parece tanto á María! ¡Hay tanto atractivo, tanta elegancia en sus movimientos, que yo la aMaría á haberla conocido ántes... De sus labios se escapan dulces y melodiosos cantos; sus ojos, lánguidos de ternura, expresan el ruego; su voz modula armoniosas palabras; llama á su amado con la arrebatadora elocuencia de la pasión.

Esta mujer se llama la Frezzolini.

Pero ¡Dios mió! ¿Qué veo? ¿Qué objeto puede distraer mi atención, y hacerme apartar los ojos de aquella mujer incomparable? ¡Ay! María aparece en un palco próximo á la escena; María, más bella, más encantadora que nunca. Sus cabellos caen divididos en uno y otro lado de su frente; sobre su seno, oculto bajo la blanca batista del vestido, se ostenta un ramo de flores menos fragantes que sus labios entreabiertos: la paz de la inocencia, la majestad del nacimiento y la hermosura brillan en su sereno rostro: sus ojos suaves como la vida dichosa, revelan inefables promesas de amor; sonríe primero, como aceptando el homenaje de admiración, que la rinden todas las miradas fijas en ella, y luego, absorta en el espectáculo, oye aquellos cantos admirables, que ella solamente puede comprender.

¡Cómo podré expresar lo que he gozado! Yo escuchaba con la mayor atención aquella deliciosa armonía, aquel magnífico poema, grande y magnífico no obstante de ser obra del talento solamente, en el que para nada interviene el verdadero sentimiento. Hay en Hernani tanta grandeza, figuras tan colosales, tan inconmensurables dolores, que arrebatan la mente á otra época, á otras ideas, á otros sentimientos, que el corazón comprende, pero que ningún lenguaje humano podria expresar. Allí hay un hijo que espera vengar á su padre, que lucha para conseguirlo con la sublime pertinacia del amor y de la honra ofendida; un anciano que sacrifica su venganza á la fuerza de un juramento; un Príncipe grande y magnánimo que se vence á sí mismo; y en medio de estos admirables tipos del honor antiguo, una mujer doliente y apasionada sufre las más espantosas peripecias. Trémulo yo de dolor y de deleite, oia embebecido aquella epopeya del corazón humano, realzada por las más encantadoras armonías, pues en esta ópera, Verdi no es sólo el maestro de los estrépitos. La unión de las dos cosas más bellas que conozco, de María y de la música, me hizo gozar éxtasis divinos que me compensaron de todos mis pasados tormentos. Apacentando mis ojos en aquel semblante adorado, no perdia ni una sola nota, ni un solo movimiento, ni una sola queja de aquel drama sin igual. Lágrimas de entusiasmo y de ternura corrieron por mis mejillas al final del acto tercero, cuando un Emperador grande por su clemencia endir el tributo de su admiración á otro Príncipe encerrado en la tumba... Mas luego comienza el último acto, que resume todas las dichas, todos los dolores más inminentes que pueden aquejar á la humanidad. Primero, los alegres rumores de un baile; mágicos sonidos se pierden en el espacio; bulliciosas parejas vagan por todas partes: todo es júbilo, animación y amor... Luego aparecen dos amantes que aquel dia han alcanzado el colmo de sus deseos, embebecidos en su dicha, viviendo el uno en el otro, identificadas sus almas en un mismo sentimiento, gozando con las alegrías presentes y con las que esperan en el porvenir. ¡Qué fuego, qué arrebatadora ternura brillan en los ojos de él! ¡Qué púdica gracia, cuánto abandono hay en las caricias de ella! Los ángeles envidiarían su ventura, si toda felicidad no emanase del Cielo,

Mas súbito, un sonido lúgubre hiende el espacio: los dos esposos se estremecen, el uno de espanto, la otra de admiración, al oir aquel acento funeral que turba los rumores de la fiesta; la terrible llamada se repite; y por último, el genio de la venganza y del dolor aparece como un remordimiento en medio de agradables ideas: viene á reclamar el cumplimiento de una promesa, fulminando una sentencia más terrible que la del dedo divino en el festin de Baltasar.

¿Qué voz, qué palabras podrían expresar el horrible atractivo de aquella escena? ¿Qué dolor puede compararse al de aquellos amantes, tan dichosos un momento ántes, que rodeados de cuanto embellece la existencia, hermosos, jóvenes, nobles, llenos de prestigios y de riqueza, separados por algunas horas solamente de los goces inefables que esperan hace tanto tiempo, tienen que renunciar á la esperanza, á la felicidad, y mueren cuando la vida comenzaba para ellos y en medio de los tormentos de la desesperación. Un vértigo indescriptible se apoderó de mí: el semblante conmovido de María, las luces, la escena, todo se confundió ante mis ojos... Las mil facetas de los diamantes de las señoras se multiplicaron como otras tantas estrellas... y, yo no sé por qué fenómeno psicológico, recordé las caricias de mi madre y todos los más leves acontecimientos de mi niñez...

Al dia siguiente volví á ver á María en el Muelle de los Ingleses, acompañada de su padre. Es imposible que no intervenga ella en la elección de sus carruajes y de sus caballos, porque nada be visto comparable á aquel elegante tren. La severa riqueza de las libreas, lo bien casado de los colores, la belleza del tronco, que conducido por un hábil cochero, arrastraba pausada y aristocráticamente el lando, formaban un perfecto conjunto, en el que he creido adivinar el exquisito gusto de María. Al ver aquel carruaje atravesar elegante y deslumbrador entre tantos otros, eclipsándolos á todos y excitando la general admiración, sentí un movimiento de orgullo y felicidad y goce en el triunfo de la que quisiera ver elevada sobre todo el mundo.

María está hermosa en todas partes. No obstante, la encuentro aquí aún mas bella que jugueteando en el Retiro de Madrid. En esta atmósfera oscura se destaca más la láctea blancura de su tez. Las pieles la sientan admirablemente: hay algo de soberano en su belleza.

No te burles de mí; estoy loco. Mi pobre alma vuela en pos de ilusorios devaneos, de goces que sólo brinda el Cielo al triste corazón que nunca debe alcanzarlos! La felicidad humana tiene un límite; de otro modo el mundo no fuera un valle de lágrimas, y los amántes serian los privilegiados de la tierra. Al hacer estas dolorosas reñexiones, siento accesos de frenética desesperación contra esa potencia caprichosa y cruel que nos hace entrever la dicha, apartándola cada vez más de npsotros. Algunas veees me acuso de cobarde, me propongo acercarme á María, hacerla comprender y participar del amor que me devora; y si me rechaza, si desprecia los tesoros de ternura que encierro en mi corazon, y que ninguno de cuantos la rodean puede ofrecerla... Entónces... ¡Oh! entónces, pienso en la muerte, único asilo del que pierde la esperanza: pero morir tan jóven, abandonar el mundo, donde se pueden gozar tantas delicias, y en el que, por un contraste horrible, son más desgraciados aquellos que mejor comprenden su hermosura. Ama y serás amado, dice un poeta árabe: yo lo creo así, y esto es mi mayor tormento. Si, yo creo que María no podría resistir á la trasmisión de mi amor; y sin embargo, no puede, no debe ser mia; media entre ambos un obstáculo superior á su mismo desden...»