Una traducción del Quijote: 27

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


V.

Una tarde la Princesa hallábase en la cama ligeramente indispuesta. El Príncipe habia hecho avisar á Madlle. Guené, y estaba con ésta en la habitación de su hija.

Se aproximaba la semana de Carnaval, llamada en San Petersburgo la semana loca: reinaba gran animación en la Corte de Rusia, y el Príncipe habia recibido invitaciones para varios bailes, entre ellos para el que debia dar el Gran Duque heredero en su palacio de Anitchkoff. María, no obstante, no habia hecho ningún preparativo, y con este motivo el Príncipe, cada vez más preocupado por la tristeza de su hija, hizo llamar á la modista.

Hacia un frio intenso. Madlle. Guené estaba sentada al lado de una chimenea, en donde ardia un gran fuego, y desde allí hablaba con la Princesa, que, como hemos dicho, hallábase en su cama.

El Príncipe paseaba por la estancia, deteniéndose algunas veces para mirar por la ventana.

Una de estas exclamó:

— ¿Qué sucederá? Se ha formado un grupo de gente junto á la puerta de la fábrica.

— Rodean á una persona, —observó la modista, que se habia acercado á la ventana; y luego, lanzando una exclamación, añadió: — ¡Gran Dios, es M. Miguel!

— M. Miguel, —dijo el Príncipe.— ¿Y quién es M. Miguel?

— Mi pupilo, un jóven español... Le entran en la fábrica. ¡Dios mio! ¿Qué será? ¿Se habrá helado? ¡Oh, señor Príncipe! permitidme; voy á ver qué le ha sucedido. Volveré luego.

— Os aguardo, Madlle. Guené, —dijo el Príncipe;— no dejéis de venir. Tenemos que hablar. Si necesitais algo, avisad inmediatamente.

No bien hubo salido la modista, el Príncipe se acercó á la cama de su hija, y la halló privada de sentido.

Cuando ésta volvió en sí, merced á los cuidados que se la prodigaron, medió entre padre é hija una larga conversación, interrumpida por la presencia de la modista una hora después.

Al verla aparecer en el dintel de la puerta del gabinete, el Príncipe, por medio de un ademan, la indicó que no pasara adelante, y dejando á su hija ya más tranquila, condujo á Madlle. Guené á un aposento cercano.

— Lo sé todo, —dijo el Príncipe, ofreciendo un asiento á la modista.— Acabo de hablar con mi hija.

—Supongo, señor Príncipe, que os referireis á M. Miguel.

— Sin duda. ¿Qué le ha sucedido?

— ¡Oh! que empezaba á helarse,

— ¿A helarse?

— ¡Ah! sí señor; y á no haber sido por un trabajador de la fábrica, que conoció los síntomas, á estas horas estaria muerto.

— Pero ¿cómo le habeis dejado?

— Ya enteramente bien. Apénas le hicimos entrar en calor, desde la fábrica, en donde le proporcionaron los primeros auxilios, me le llevé á casa en mi coche, y allí le dejo al lado de un buen fuego, porque no ha consentido en meterse en cama.

— Madlle, es preciso que busquemos un medio de animar á mi hija: su estado me inquieta.

— Yo, señor, tendré una satisfacción en contribuir á ello, tanto por la señora Princesa, cuanto por ese jóven, digno de mejor suerte.

— Pensemos pues, Madlle. Segun parece, hemos dado con dos caracteres á cual más vidriosos y excéntricos...

La conversación del Príncipe y de la modista duró mucho tiempo, y el lector comprenderá el resultado de ella por los sucesos subsiguientes.