Una traducción del Quijote: 26
¿Qué causas habian motivado esta súbita resolución de Miguel? Y decimos súbita, porque desde el dia anterior, hasta el momento de presentarse al Príncipe, el enamorado jóven, si bien después de muchas vacilaciones, determinó acceder al deseo de María, lo cual le proporcionaba una dicha que él ni siquiera podia imaginar. Con tal propósito salió de su casa, con el mismo entró en la del Príncipe, y atendiendo á estas razones, parece inexplicable su conducta.
Tal vez los modales poco corteses del Príncipe y su tono un tanto altivo, hirieron la orgullosa fibra de nuestro héroe; acaso á estos motivos se unió algún penoso recuerdo. ¡Quién sabe! El hombre llegará á sondar las mayores profundidades del Océano, mas nunca las del humano corazon.
Lo cierto es que Miguel salió del palacio de Lucko en un estado que renunciamos á describir.
El Príncipe, sin darse cuenta de la brusca desaparición de aquél, trasmitió á su hija las palabras del jóven maestro de idiomas, y la propuso hacer avisar á otro.
— No, por ahora no, —dijo María;— estos dias no tengo gusto para nada.
Y cuando se halló sola, inclinó la cabeza sobre el pecho, como la flor dobla su tallo al sentir la influencia del ocaso del sol.
Desde aquel dia la Princesa vivió, digámoslo así, automáticamente. Se dejaba vestir, paseaba y asistía al teatro, por no contrariar á su padre, y con una indiferencia casi estúpida. Experimentaba los síntomas de esa absorción febril, clasificada por la ciencia, que es la voluptuosidad del padecimiento. La desesperación tiene también su éxtasis, y nada hay más peligroso que el corazon que se resigna al dolor, y por consiguiente á la muerte
Las cosas que pasaban á su vista se la figuraban lejanas, y aunque comprendia el conjunto, no se daba cuenta de los pormenores; era como un sonambulismo triste. Habia en ella, en todas sus acciones y en todas sus palabras, algo de la vaguedad de los cuerpos próximos á disolverse.
— ¿Qué tienes, María? —decíanla su padre y su aya, que la observaban con inquieta solicitud.
— Nada, —contestaba ella;— estos dias no me siento bien; pero ya pasará.
La Princesa era altiva y recta: en su corazon no hubiera hallado cabida el amor desdeñado; pero era el caso que siempre que se asomaba á los cristales de las ventanas que daban al parque de su palacio (y se asomaba todas las tardes), veia á Miguel pasar, ó sentado siempre en un mismo sitio.
Un poco más allá del palacio de Lucko, y lindando ya con el campo, habia una tapia que cercaba el patio de una fábrica de fundiciones de hierro, y en esta tapia una puerta, siempre cerrada, con dos asientos de piedra á uno y otro lado. Miguel solia sentarse allí, porque desde allí veia una ventana de la habitación de la Princesa, que miraba al campo.
María se asomaba á los cristales de esta ventana, desde donde veia y era vista por el infeliz jóven.
Miguel estaba desconocido: su semblante tenía una palidez y una fijeza espectrales, y sus grandes ojos negros habían perdido su inteligente expresión. Andaba con lentitud y como vacilando, y los rosetones de la fiebre coloraban sus enflaquecidas mejillas.
Merced á los cuidados de su viejo criado, su traje estaba aún limpio y aseado; pero sus cabellos caían en desorden, y su sombrero y calzado hallábanse en completa ruina. El pobre jóven habia perdido el sentido moral del amor, y no se cuidaba de presentarse ante la vista del objeto amado con aquel aspecto lamentable.
No trabajaba, no daba leciones, porque habia abdicado la vida. La miseria comenzaba á devorarle poco á poco, y á no haber sido por la caritativa solicitud de Madlle. Guené, que en connivencia con Damian le engañaban para mitigar su infortunio, Miguel hubiera muerto de hambre y de frio.
La Princesa le observaba desde su ventana, y presentía sus padecimientos. A veces, cuando ella se asomaba al cristal, él cruzaba las manos y la miraba en éxtasis. entónces María se retiraba al fondo de su habitación, y sollozando murmuraba:
«Pero ¡Dios mio! ¿por qué no querrá venir?»