Víctimas del Chic
Señora:
Vuestra Altaza Real con su ingénita bondad que cautiva el corazón y obliga la gratitud, se ha dignado juzgar mis tres primeros libritos de un modo tan lisonjero, qué no hay como atribuír ese juicio al mérito del que los ha escrito en el último tercio de su vida, época en la que nada se aprende ya, sino á la benevolencia de Vuestra Alteza Real, á lo sano del intento y á la sinceridad de las convicciones que los inspiraron.
La inteligencia tan cultivada de Vuestra Alteza Real, su genio y su buen gusto literario, que en edad temprana produjeron ya poesías tan excelentes, tiernas y profundas, y, sobre todo, las nobles prendas del alma que la distinguen, y que en todas partes la han granjeado admiración entusiasta y unánime, dan á la benevolencia que se digna demostrarme, un precio inextimable. Dígnese Vuestra Alteza Real ejercerla una vez mas en mi favor, permitiéndome consagrarle esta novelita cuya aspiración no es otra que la de procurar detener el desarrollo de una de las modernas aberraciones sociales.
Queda,
á los pies de Vuestra Alteza Real,
con el más profundo respeto,
al más humilde y agradecido de
sus servidores.
Paris, Mayo 1892.
La bella é ilustrada marquesa de Tallenay, rusa, viuda de un diplomático francés y digna amiga del autor, le habia prometido un prólogo para esta novelita, y sólo esperaba las pruebas para escribirlo. En el mismo día que iba a recibirlas, fué llamada por un telegrama de San Petersburgo, en donde su estaba para morir. Habla, escribe y declama perfectamente el español; y además habría sido curioso leer lo que le habria sugerido, con su gran talento, el tipo de la protagonista de la novelita y la critica de ésta.
En vez dé ése prólogo, cree el autor que le es lícito poner enseguida la carta de un ilustrado escritor amigo suyo á quien sometió, en su natura desconfianza—aumentada por el estado de su ánimo al escribirla—, el manuscrito antes de imprimirse; y aunque no estaba destinada á la publicidad, la da á luz con su venia, pero, según sus deseos, firmándola con un seudónimo; hela aquí:
»Debo ante todo dar á usted las gracias más expresivas por haberme favorecido con las primicias de su nueva novela Víctimas del «Chic». Tengo el manuscrito, que acabo de leer, á la vista, y aun no vuelvo de mi asombro por el deseo que usted manifiesta de conocer mi opinión acerca de ella.
»¿Es posible tal deseo después de lo dicho sobre sus novelas por un critico eminente, de gusto tan acrisolado como don Juan Valera, y por un diplomático tan distinguido como el marqués de Casa Laiglesia, que ha tenido usted la suerte de hacerle volver á coger la pluma de correcto y brioso escritor que tanta fama le diera?
» Quien no conozca á usted ha de serle dificil encontrar satisfactoria explicación á semejante empeño. Los que le conocen, no tardarán en encontrar la clave; éstos no ignoran que es usted un escritor que no sabe que lo es, y que de este desconocimiento nace la desconfianza que le hace pedir opiniones, basta á los que, como yo, no son abonados para ello. Ya es tiempo de que se vaya usted convenciendo de que sus obras tienen méritos sobrados para andar por el mundo; y que, además de lo mucho bueno que enseñan y de los vicios que afean, sirven de lectura sabrosa y entretenida.
» En Víctimas del «Chic» ha adornado usted uno de los personajes más simpáticos con las cualidades de una gran dama española: tan transparente es el traslado que no hay medio de negarlo aunque usted lo quisiera, y creo que lejos de negarlo, se alegrará usted muchísimo se descubra en seguida á quien alude.
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» Virtud y vicio, ciencia é ignorancia, las hay arriba y abajo, y abajo y arriba. Lo que debe sentirse es que todas las mujeres no sean como aquella ilustre señora: algo mejor andaría el mundo.
» Dificil seria para mi dar dictamen sobra la novela, si hubiera de ser serio estudio crítico. Pero supongo que á usted le bastará conocer la impresión que me ha dejado su lectura, y esto es cosa más llana. Puedo decírselo sin ambáges ni distingos: su novela me parece excelente.
» La trama es interesante, y aunque no conozco el medio en que se mueven los personajes - mundo muy alejado del que vivo —, se ven en los periódicos, con triste frecuencia, tales síntomas de la enfermedad terrible que aqueja una parte de la sociedad contemporánea (quizá no peor que la que la precedió), que no me queda la menor duda de que usted ha interpretado la realidad con acierto. Es usted el único, que yo sepa, que se ha ocupado en cuestión de tanta actualidad.
» Entiendo que ha hecho usted muy bien en presentar al frente de la vida irregular de Yulande y la baronesa de Pessac, la honrada y noble de los marqueses de Fleurance y sus hijos. La gente tiende á generalizar, y podría figurarse que aquélla es la vida orriente del París rico y elegante. Por suerte no es asi y nadie mejor que usted ha presentado en sus novelas ejemplos de que aún se encuentra honradez, alteza de miras y amor al trabajo que dignifica, sin que tales virtudes sean patrimonio de ninguna clase.
» Pocas veces me satisface el modo como los novelistas tratan ciertas escenas escabrosas, como aquella que hizo chic por completo á Yolande. Usted la describe con mucho arte y con sobriedad digna de imitación. Pereda en su Pedro Sánchez,y el maestro Pérez Galdós no recuerdo en cuál de sus novelas, salvan también con grandisima habilidad estos escollos: no á todos es dado hacerlo.
» Los caracteres da la obra están pintados de cuerpo entero. hasta á los do segundo orden ha llevado usted ese mérito, y es que está usted dotado de notable espíritu de observación. Á Esternay le conoce todo el mundo: tanto abunda el género. Un mentecato semejante no podía manifestar de otro modo su alegría, después de la fastuosa inauguración de sus salones, sino bailando un zapateado. Algo parecido hizo Sancho Panza, que tenía, sin embargo, más sentido común que el marido de Yolande, al creer á su amo condueño del reino de Micomicón.
» Encuentro, pues, los caracteres de Víctimas del «Chic», más acabados que los de sus novelas anteriores. El de Yolande está bien estudiado, y el de la baronesa de Pessac es una maravilla en su espantosa fealdad moral. Con dos rasgos consigue usted poner de relieve un personaje: el tío Benito está de mano maestra.
»La verdadera víctima del chic es la santa madré de Yolande, en el estudio de la cual se ha detenido usted con deleite. Paréceme, sin embargo, que usted dejó sin escudriñar un rincón del alma de aquella mujer superior que podía aplicarse la humorada de un poeta famoso que quiero y respeto mucho[1]:
"Me atrae tanto el cielo,
"Que extraño alguna vez como no vuelo".
»¿No amargaria aún más sus últimos días el pensar que, buscar en la contemplacion de lo alto el goce puro que su alma anhelaba, dejó de mirar lo que á su lado ocurria y quizá de evitar la caída de Yolande?
»Sin ahondar mucho esta cuestión, pareceme que, cuando una madre tiene la desgracia de casar su hija con un Esternay por el estilo no debe dar por terminados sus deberes en la tierra.
»Me agrada mucho el final de la obra. Hallo original y sublime la resolución de la arrepentida, y la última frase da Mercedes es digna de semejante dechado de perfección.
»Lo que más me admira es que en el estado actual da su ánimo pudiera usted escribir Victimas del «Chic». No comprendo como encontrándose abrumado por la tristeza, y por tristeza retrospectiva, que es la más desconsoladora de todas, se pueda producir obra por el estilo. Leyéndola, nadie creería en la existencia de aquel estado psicológico, pues á pesar del aire melancólico que usted imprime á sus obras, ésta es á ratos divertida y de ninguna manera parece fruto de autor embargado por los pesares. Tentado estoy de creer que hay en usted dos naturalezas; una, la del caballero que todos conocemos, y otra, la da un escritor que usted mismo pugna porque no se revele. Usted no encontrará esto muy claro; confieso que yo tampoco. Hay que ser espiritista para hallar explicación fácil de éstos fenómenos.
»Díceme usted que la novela llevará un prólogo de la marquesa de Tallenay. Una señora de talento, como la futura prologuista ha de encontrar, con el delicado y sagaz ingenio femenino, muchas bellezas de su libro que pasan inadvertidas para mi. Por mi parte, insisto en que cren la obra interesante; la he leído con grandísima satisfacción, y paréceme que su amigo de usted don Juan Valera, la encontrará escrita «por estilo fácil y ameno que se lee de un tirón con agrado», como dijo de su segunda novela La Sed de Oro.
» Dispense usted lo descosido de esta carta y créame suyo afectísimo servidor y amigo
París, 10 de Mayo de 1892.
«... por aquellas cosas
en que uno peca, por esas
mismas es uno atormentado.»
(Libro de la Sabiduría,
cap. XI, V. 17)
En la capital de una de las provincias más ricas de Francia, cuyo nombre no importa en esta historia, habitaba una honrada familia burguesa, que había alcanzado un buen caudal por el trabajo y la suerte; que si ésta no acierta siempre en los bienes que procura, hay que aplaudir á veces si recae en quien lo merezca.
El punto de partida fué humilde. Un hombre llamado Bounet había sido capataz en unas minas de fierro, con gajes pingües y una mínima parte en los productos, que le habrían permitido vivir holgadamente, para su clase; pero era económico de suyo, y dejaba ciertas comodidades de la vida para cuando, por cualquiera circunstancia ó por su avanzada edad, se viese privado de su puesto.
Las minas cesaron de producir, y se encontró sin ocupación; pues la insistencia en hacerlas volver á su antigua prosperidad, trae casi siempre el desengaño y la ruina. Pero te sucedía lo que á los actores que se retiran á concluir sus días en el campo, que de vez en cuando sienten la nostalgia de las tablas, y van á ver los sitios de sus labores y quizás de sus triunfos.
Triunfos, no habia tenido el buen Bonnet; labores sí, y muchas, en las que fué muy apreciado por su honradez é inteligencia; y á fuerza de visitar aquellos sitios, acabó por imaginar, sea por acierto de su experiencia ó por inspiración, que en otros cercanos había una mina virgen.
La afición al oficio, la ociosidad que le pesaba, el deseo de ser propietario y la esperanza de alcanzar la riqueza, le tentaron de tal manera, que quiso formar una sociedad modesta, y reunir un capitalito para los primeros trabajos.
Le sucedió lo que acontece siempre en esos casos; unos no tienen fe en las empresas, y se abstienen; otros que la tienen, pierden su dinero, y otros el día que menos piensan se encuentran retribuidos de un modo que parece fabuloso. Y si no, ahí está lo que pasó hace años con las minas abandonadas de la California, y en otra empresa más reciente, en el África austral, en el Transvaal, que ha tenido un éxito inesperado para el atrevido que fué alli á beneficiar unas minas de diamantes, y para los que arriesgaron aquí su dinero, que no fué mucho.
En fin, encontré tres hombres resueltos como él, no sólo á arriesgar el suyo, sino á trabajar personalmente, dirigiendo ellos mismos los trabajos con algunos operarios. El éxito empezó desde luego á corresponder á las esperanzas, y en pocos años ganaron millones, que si no competían en número con los muchos que habían producido otras veces, habian sido bastantes para hacerlos muy ricos.
Pero luego volvieron las minas á ser improductivas, y los avisados beneficiadores no insistieron más, retirándose con sus riquezas á vivir y á morir tranquilos.
Bonnet tenía un hijo, que había sido educado en la escuela de los modestos Hermanos de la Doctrina Cristiana; y en cuanto tuvo edad de trabajar, concluídos sus estudios é imbuido de las ideas de orden, moralidad y disciplina alli adquiridas, lo asoció á sus faenas, tratándole con una parsimonia que le hiciera ver que lo que le daba era la retribución de su trabajo y nada más, para que así apreciara mejor el fruto que procura, en vez de entregarse á la ociosidad de los jóvenes que tienen padres ricos.
Bonnet era hijo de uno de esos lugareños valientes que se sublevaron en la Vandee á fines del siglo pasado hasta un tercio del presente, en favor de la monarquía legítima; así es que conservaba tanto culto por ella como desdén por las instituciones modernas, y esa firmeza de carácter que mostraron los que llevaban en su estandarte aunadas las creencias religiosas con legitimidad.
Cuando por cosas de su oficio venía á París, sentia una repugnancia invencible por esta capital que consideraba como un infierno, y por consiguiente como diablos á sus moradores. Así que jamás se le ocurrió lo que á tantos que improvisan caudales fuera de aquí, es decir, venir á gozar, á brillar y á tratar de penetrar en la sociedad. Compró una buena casa en la ciudad, la amuebló con decencia y nada más, se instaló en ella con su hijo solamente, pues era viudo, hizo mucho bien á los pobres y al clero, fué Marguillier ó mayordomo de su parroquia, no quiso ser ni elector ni elegido en los cargos municipales, y así vivió hasta que Dios le llamó á si.
No quiso empero dejar este mundo sin ver establecido á su hijo, y la elección era muy difícil. En una ciudad de provincia todos se conocen, todos saben la vida y milagros de cada uno, lo que pasa día por día en cada casa; hay frecuentemente chismes, rivalidades, envidias, piques y enemistades, siquiera haya familias virtuosas, distinguidas y apreciables; pero no sucede lo que en París, en donde la independencia de la vida es tal, que no se sabe lo que pasa en los otros aposentos de la casa en que se vive. Y luego, en las provincias, la nobleza, por ser menos numerosa y más compacta, es severa, por no decir intolerante, y si mira de reojo á las familias antiguas, con más razón á las advenedizas.
Ni faltaban por eso quienes habrían aceptado emparentar con los Bonnet, siguiendo la corriente de esta época en que se dejan á un lado las pretensiones nobiliarias, si asi se ha de allegar dinero; pero esto es más fácil en los hombres, y cuando se dice que un joven noble se casa con «una burguesa de provincia», si hay quien revele su origen, hace siempre menos efecto lo que se dice que lo que se ve.
La superiora del Sagrado Corazón resolvió el caso de un modo que llevó á la casa el contento y la alegría. Desde algunos años estaba á su lado una joven guapa, perteneciente á una familia distin- guida. Huérfana en edad temprana, fué recogida por la superiora á quien su madre la encomendó al morir.
Norina, que así se llamaba, tenía otra hermana, poco mayor que ella, Zoé, que la madre confió en París á una parienta con renta tan modesta, que si les procuraba lo necesario para vivir era gracias al orden y economia que observaban. No teniendo, pues, medios de darla la educación tan completa é ilustrada que convenía á su nacimiento, la puso como externa en la escuela dirigida por las hermanas del Sagrado Corazón, hasta que sabiendo ya los elementos de la instrucción y descubriendo en ella el deseo de saber todo lo que su inteligencia reclamaba, la envió á los cursos públicos, á que acuden aún señoritas con medios de pagar buenos profesores en sus propias casas.
Penosa fué para ambas hermanas esta separación; pero no había otro medio da evitar el abandono y la miseria. Se escribían frecuentemente, se comunicaban sus impresiones, sus deseos, pero no sus esperanzas, que no abrigaban en medio de la caridad en que vivían y aceptaban resignadas.
Norina era también de una inteligencia superior, muy dada al estudio, única distracción, fuera de sus deberes piadosos, á la tristeza que el día y la noche la acompañaba; doliéndose como su hermana, de haber apenas conocido á sus padres, que tanto habrian querido, y habrian dado á su corazón los goces filiales cuya necesidad sentían sin poder satis-facerlos. Su edad reclamaba ya que se pensase en su porvenir; ó profesar, ó ser aya, como otras jóvenes pobres y distinguidas, si no encontraba con quien casarse. Los jóvenes se conocieron; se trataron y se agradaron, y la boda se arregló y se hizo en seguida.
Aquel triste y desesperanzado corazón sintió un verdadero alivio al contemplar su nuevo estado. No porque se prometiese los goces brillantes que señorean la mente de las jóvenes al casarse, sino porque iba á encontrar en el afecto de la familia la dicha serena que estaba en consonancia con el estado de su alma.
No sentia esos ímpetus que da la fiebre á las jóvenes que al casarse se ciegan con el brillo, la elegancia, los trajes, los diamantes, las fiestas suntuosas, los triunfos personales, el fin de la tutela maternal que las ha tenido encadenadas, y las alegrías que embriagan en la libertad que se prometen.
Cuando le preguntaron qué regalos deseaba, respondió que una pequeña biblioteca escogida, en que pudiese estudiar con la amplitud que le permitía ya su nuevo estado, era lo que más deseaba: la historia, la literatura, las artes y demás conocimientos, era lo que anhelaba para el cultivo de su inteligencia.
Sin embargo, el buen Bonnet hizo bien las cosas, sobre todo para una provincia. No le ofreció ese ajuar cuyo lujo en Paris suele ser de una exageración tanto mayor, que lo primero que preocupa es el efecto que producirá el día en que se ponga de manifiesto en los salones y lo relaten los periódicos con minuciosa complacencia. Renovó además los muebles, compró vajilla, carruajes y caballos, y puso, en fin, la casa en buen pie, como pueden permitirlo los usos de provincia, cuyo lujo tiene límites que no conocen las grandes capitales, en donde hay cada día necesidades costosas, tentaciones irresistibles, emulaciones insensatas, y en que lo que antes era superfluo, es hoy lujo necesario; así que apenas gastaba la tercera parte de sus rentas.
No era el joven Bonnet, lo que se llama un elegante, pero era presentable é inteligente, modesto, afectuoso y sumiso á su padre con respeto y cariño: la primera impresión que hizo en Norina, ya su esposa, fué la estima. Ella se consideraba feliz y no tenía exigencias de ninguna clase; y si al bueno del viejo Bonnet no se le hubiere ocurrido que viniesen a París á distraerse en la luna de miel, ni uno ni otro lo habrían solicitado.
Pero en el cazarro de Bonnet había más que el deseo de que se distrajeran en París; la segunda intención era que viéndolo de cerca les inspirase el mismo horror que á él le inspiró; como el romano que llevó á su hijo á ver á los ebrios para que cobrase horror á la bebida, y pudiesen volver a su casa convencidos de que lo más cuerdo y seguro es vivir en le calma y tranquilidad da la provincia que era, sin embargo, la voluntad, expresada terminantemente, del bueno y rígido Bonnet.
Á los jóvenes esposos toda sorprendió en París, admiraban todo, no dejaron de ver nada, ni aun esas piezas verdes, siempre á la moda, que son la especialidad de ciertos teatros; pero no movidos de esa comezón de las jovencitas parisienses, que, á fuerza de oír que no pueden verlas, Dios sabe lo que se figuran, y lo primero que piden á sus maridos, al día siguiente de la boda, es que las lleven á ellas.
Volvieron á su casa contentos y satisfechos de su viaje, con el conocimiento práctico del torbellino de París, que sólo conocían de oídas; pero sin sentimiento de dejarlo ni concebir esperanzas de establecerse aquí, casos raros en los que han gustado, siquiera poco, de sus placeres deslumbrantes.
Al año siguiente tuvieron una robusta niña, que pesaba siete libras, de cuyo peso se encargó el abuelo, como cosa de su competencia, y se la puso por nombre Yolande. Era el encanto de la familia, la delicia del abuelo, el que desgraciadamente sucumbió dos años después, pero con la conciencia tranquila y la esperanza de que todos serían felices y conservarían de él grata memoria.
La vida de provincia es triste, monótona, retraída; las calles casi desiertas, las persianas cerradas, escasa la circulación de carruajes, excepto los de los médicos, los simones con raros clientes; los hombres vacan á sus negocios ó viven con monotonia de sus rentas; las mujeres encerradas, apenas si salen á tiendas ó á una que otra visita; y sólo en la tarde, sobre todo los dias de fiesta, van con trajes domingueros al jardín público si hay música, único sitio donde se nota algún movimiento. Las familias están divididas por opiniones políticas; las realistas no van á las raras recepciones ó bailes de la Prefectura; las comidas, veladas y bailes en ciertas casas, en el invierno, son un acontecimiento; en la noche los hombres suelen ir al círculo ó al teatro, casi vacíos; y cuando una notabilidad está de paso, causa un alboroto pasajero que saca á lucir lo mejor que cada uno tiene; todos se acuestan temprano, y hoy hacen lo que hicieron ayer, y mañana lo que hicieron hoy, es decir, vegelar, con raras, rarísimas excepciones; la conversación, en general, tiene por tema lo que pasa en casa del vecino, y si por acaso hay un escándalo, la ciudad se alborota, hay aspavientos, comentarios y se apasionan como si fuera la abominación de la desolación; mientras que en París ya se está destelado de esas agitaciones que sólo aguzan el ingenio para alegrar la situación. En cada ciudad, en cada villa, y aun en el último villorio, hay siempre una mujer que da el tono y un pisaverde, que es el gallito del lugar, y son el punto de mira, ya para ponerse en favor con ellos, ya para zaherirles por envidia. Pero en todas partes surgen hombres que alcanzan una fama justísima y damas de méritos tan grandes, que sus provincias se enorgullecen con razón de haberlos producido.
Ningún deseo ni interés tenía la guapa Norina de llamar á la puerta de casa ninguna ni de insinuarse, siquiera diestramente, para ser recibida, no ya en las familias nobles, aunque ella lo fuere por su nacimiento, sino en las que tenían antiguo arraigo, y formaban lo mejor de la sociedad. Y además, bien comprendía que Bonnet era uno de los apellidos del estado llano que más se prestaba á chafalditas, por sus varios significados de gorra, bonete, birreta, que llevan también magistrados, médicos, ingenieros civiles y militares; pero estaba muy por encima de esas pequeñeces, y sólo veía en el que le había dado ese apellido, un hombre honrado que la aceptó sin dinero, cosa tan rara en esta época interesada, en que lo primero que se pregunta con descaro, es cuánto se tiene de dote.
Llamaban á su casa la del Capataz, lo que lejos de sonrojarles, hacia ver que los bienes se habían adquirido por el trabajo, el timbre más bello que pudiera ponerse al frente de su morada, y el que hubiese penetrado en ella, habría visto que lo era de la paz y de la armonía.
Las prendas de su corazón, su egregia inteligencia, su agradable instrucción, empezaron á traslucirse por la fuerza de las cosas, por lo mismo que allí todo se sabía y se comentaba, y hasta se sabía la adoración que tenia por su hija y sus desvelos por ella. Al fin y al cabo, empezó á decirse la gente: ella es noble, muy recomendable, y aunque el apellido do Bonnet no sea muy poético, se repetía tanto, que se acostumbró el oído, y ya nadie reparaba en ello [3]. Lo mismo sucede en todos los países, en que los hay más ridículos y chocantes, que oídos por primera vez hacen reír, y luego se dicen naturalmente.
Empezaron las miradas benévolas, la actitud simpática, cuando se tropezaba con ella; y al ver su dignidad en el retraimiento, con la simpatía aumentaba el deseo de conocerla. De ello se encargó una dama que por su edad y posición tenia autoridad para enviarle una esquela cortés, convocándola á una junta de caridad.
Á la cual asistió con un traje sencillo, pero elegante, bien que su verdadera elegancia estuviera en la distinción de su persona. Al entrar hizo una reverencia á aquellas señoras, y se dirigió á la anciana que la había convocado, agradeciéndola en breves y corteses frases de que hubiese pensado en ella para obra tan meritoria. Le presidenta le dió la mano y la presentó á las otras damas, que se la tendieron con cortesía. No tomó la iniciativa en nada, respondió breve y acertadamente, y aceptó la parte que se le encomendó, dejando excelente impresión al retirarse.
Hizo luego visitas á las damas de la Junta, en compañía de su marido, á quien presentó y fué muy bien acogido.
Las relaciones aumentaron necesariamente, sin que por su parte hubiera un apresuramiento de mal gusto; pero había tal dignidad en el agrado que mostraba por la acogida con que iba siendo recibida, que se ganaba en seguida todas las voluntades.
Así, casi sin quererlo, fué cobrando tal autoridad, se encontraba tanto placer en su trato, hacia los honores de su casa con tan natural afabilidad, que se acudía á ella con gusto singular, y quizás con más frecuencia que lo de costumbre en provincias; pero ella misma lo facilitaba, abriendo sus salones una vez por semana, dando pequeñas comidas, tés íntimos, que acabó por tener tertulianos distinguidos, encantados de encontrar un centro en que la señora de la casa pudiese acoger con inteligencia su variada conversación y tomar parte en ella, si bien con temor y discreción para no darse aires de sabidilla. Si su marido no lo era, se hacía agradable y útil en todo, y no se le desdeñaba.
Los años corrieron en aquella apacible morada, sin que ningún disgusto, ni siquiera una enfermedad, hubiera venido á turbar al honrado matrimonio. Yolande crecia á la par en beldad y gentileza, siendo el encanto de sus padres, cuyo entrañable amor por la hija única que les había concedido el cielo, les hacía transportarse á las delicias de un paraíso en que la veían como ángel de luz y de esperanza. La madre la contemplaba como el ser arrancado á sus entrañas, recordaba con ternura sus dolores y sus lágrimas al dar su primer vagido; ¡y en ese inefable amor se reflejaba la luz que se desprendía de su corazón de madre! ¡Mil vidas tuviera, otras tantas daría, si en su sacrificio se cifraba la felicidad de la hija de su alma!
Para ella eran todos los pensamientos de su existencia; su sonrisa era su vida, sus dichos su deleite, su inteligencia su orgullo y su encanto su instrucción. Fuera de la música y del dibujo, ella había sido su profesora en todo, y en todo lucia con primor é inteligencia. ¡Ay! al contemplar esa felicidad terrestre de que brotaban da continuo raudales de contento, habría querido que la naturaleza suspendiese sus leyes, y que Yolande se quedase de esa edad, de esa talla, con esa gracia y ese candor propio de la inexperiencia de la vida. ¿Qué destino la esperaba? La sola idea da que no fuera feliz, obscurecía el brillo de su imaginación, traspasaba su alma; y luego esperaba todo lo que deseaba, y volvía á sonreír estrechándola entre los brazos, entusiasta y radiente como si la viera ya envuelta en la dicha que anhelaba!
La belleza y la generosidad de los sentimientos de las dos hermanas, les hacían sentir y desear el mismo bien en la una para la otra; así que cuando Zoé vió á Norina casada con un hombre honrado, cuyos bienes iban á proporcionarle una existencia que no podían soñar en lo triste de su situación ni en lo modesto de sus aspiraciones, se regocijó sinceramente sin pensar en sí misma, como es propio de la generosidad de los que tienen idéntica sangre.
Lo primero que pensó Norina fué en señalar á Zoé una pensión para que pudiera vivir con ese sosiego que da la seguridad de que el día siguiente y el mes y el año entrante, se ha de contar con qué satisfacer las necesidades de la vida, que de no ver aseguradas quitan toda calma, el sueño, y obligan, cuando se es bien nacido, á llevar esa máscara de impasibilidad y aun de amenidad que impone un legítimo orgullo y el deseo de no ser compadecido, de veras ó fingido, y ser asunto de conversación.
Zoé asoció naturalmente su parienta bienhechora al bienestar relativo que esa pensión procuraba, y se instalaron con otras comodidades, mayores siempre en los matrimonios franceses, que tienen el don de gozar con poco de lo que cuesta más á los que no saben gastar y carecen del buen gusto innato en las francesas, de las que pudiera decirse además que nacen costureras, al ver como, con sus propias manos, imitan las modas más intrincadas.
Las familias con quienes Zoé tenia amistad eran pocas, honradas y, naturalmente, de su posición, sin buscar fiestas que no faltan en todas las clases ni las ocasiones de agradar y establecerse bien, siquiera fuese natural y permitido.
Su distracción favorita era la lectura. Ella misma se había formado el gusto, muy pronunciado por la historia y por esa hermosa literatura, sana en los principios, ingeniosa en la invención y de encanto en el estilo, que hace pasar horas tan bellas en la existencia; pero no esa literatura malsana con que >>algunos autores modernos nos descomponen los nervios>>, como se dignó escribir al autor una augusta y encantadora joven princesa, cuyo corazón de oro brilla en todos sus actos y palabras, como brilla su nítida y cultivada inteligencia. Hoy la afición á la lectura está muy desarrollada en todas las clases; así que, cuando se tropieza con las jóvenes, que por ignorancia, pereza, ó absorbidas por gustos frívolos y vanidosos, no abren un libro, ó, si hacen excepción, es para deleitarse en lo que mancha su inteligencia, debilita los escrúpulos y quizás las prepare al mal, siente uno por ellas tanta compasión como desdén y alejamiento.
Fuera de algunas comidas y reuniones íntimas, la vida de Zoé era aislada y no recibía jóvenes en su casa, aunque muchos lo solicitaban, porque el encanto de su persona y su agradable conversación, le atraían las simpatías y el deseo de cultivarla.
En el verano gustaba de ir al jardín de las Tullerías á oír, tres veces por semana, la música militar, mientras su buena parienta leía el popular y barato Petit Journal, y ella comía barquillos que compraba a los que llaman la atención con el ruido de las argollas de fierro que sacuden fijas en una tablilla.
En el jardín de las Tullerías ó al del Palais Royal, no es chic: una elegante miraria como desdoro verse sentada entre aquellas burguesas; pero si un día se le ocurriera á una cuantas de las que dan el tono, ir á sentarse en esos jardínes, al día siguiente irían otras, y así, sucesivamente, se volverían centros elegantes y animados : ya serían chics, y hasta se señalaría un día para cada jardín. Dígalo si no, lo que acaba de pasar con la <<Ópera Cómica». Sabido es que la alta sociedad miraba como deshonra ir á las butacas de los teatros, no era chic; pero hacer pocas semanas se les ocurrió á un Príncipe y á una Condesa, que hacen la ley, decretar que el jueves sería un día elegante, y que las damas podían ir á butacas de patio y de balcón, y dieron el ejemplo. En seguida se abonó todo lo chic, con asombro y gusto del empresario; y es curioso ver ahora en los puestos, antes desdeñados y, para ellas, deshonrosos, las damas más encopetadas luciendo sus gracias y sus trajes, lo animado de la conversación, las miradas, el ruido y movimiento, sin ocuparse, por supuesto, del espectáculo. Como el balcón tiene dos filas, los maridos están detrás sirviendo de fondo á sus esposas con fraques negros y corbatas blancas, que sólo por la calidad se diferencian del traje de criados y de enterradores.
El día que á una veintena de elegantes se les ocurriese también llevar un penacho de medio metro, todas las damas se lo pondrían, y las calles parecerían una selva plumífera de variados colores; porque los carneros de Panurgo existen en todos los países; basta que salte uno para que lo sigan los otros. ¡Oh Rabelais!
Durante la hora de la música, pasean los jóvenes que no la echan de chics, al rededor del kiosko, menos para recrear el auditivo que para contemplar á las damas que están sentadas. Entre ellos paseaban un verano dos hermanos españoles, descendientes de los nobilísimos caballeros Renfijo, de las montañas de León, que, según los cronistas, siguieron la voz del rey Enrique IV, en Ávila; en el vetusto solar se ven aún armas con león azul, rampante, en oro, sobre campo azul, y por orla ocho aspas azules. Habían heredado más gloria que bienes, pero la honra era mucha, huérfanos y establecidos en Madrid, hacían su excursión veraniega al extranjero.
Á fuerza de dar cada día vueltas y más vueltas al rededor del kiosko, acabaron por reparar en Zoé, tan guapa como era distinguida su actitud, con modesto paro aseado y bien cortada traje, que veía pasar á la gente con dignidad y compostura. No habría sido hija de Eva si no hubiese percibido en seguida la impresión que en ellos producía, y con su instinto femenino desecubrió que al más moreno, el de los ojos negros y fijos, y bigotes retorcidos, era al que más había deslumbrado, lanzándola esas miradas de la raza española que á veces parecen transmitidas por los moros.
El mirar de la raza española, en que hay tanta expansión, suele engañar á los extranjeros que suponen ser efecto de la excelente impresión que producen, sin saber que una joven mira á quien la admira, ó porque sí, sin que esto quiera decir que la han dado flechazo. Los que enviaban á Zoé los ojos del guapo Marcelo Renfijo, el menor de los hermanos, quedaban sin respuesta; Zoé le miraba con aquella tranquilidad, con esa serenidad propia más que de su educación, de su propio carácter. Pero esto no quería decir que no fuese sensible al afecto, que contuviera el deseo de amar y ser amada, y establecerse en condiciones que le parecían legítimas porque eran modestas.
El joven Marcelo no sabía cómo hacer para conocerla. Apelar á esa costumbre poco ejemplar de los países de raza española, á la tradicional cartita confiada á la criada y aun al aguador; no era posible en París; ni siquiera debía servirse del barquillero, como se le ocurrió en un momento de impaciencia; era ponerse en mal lugar.
Por otra parte, el niño alado había tocado suavemente el corazón de Zoé, y poquito á poco fué envolviéndole con sus alas. << Yo quisiera saber quienes son esos jóvenes - decía Zoé á su parienta, - deben ser españoles o italianos, más bien españoles; confieso que me gusta el moreno de los ojos negros que parecen querer comerme. Pero temo que me tome como diversión durante la música; y si es esa su intención, ya esta aviado, pues lo que es yo, no he de divertirle. ¡Si á lo menos supiéramos quiénes son! si son dignos y de miras honradas, y si la inclinación que me manifiesta ha de tener sanción: herrar ó quitar el blanco. >>
Así seguían los días, ó mejor diciendo, las tardes, hasta que el cielo fué propicio á Marcelo, quien al ver á un joven francés, más bien conocido que amigo, que se había parado á hablar á esas damas, se acercó y de sopetón dijo!- <<¿Quiere usted hacernos
Marcelo no cabía de gozo; no había tenido que matar, como sus ascendientes, á ningún moro para entrar en la plaza.
Los tres se alejaron, mitad á pie, mitad paseando, como decía uno, y el joven parisiense les instruyó minuciosamente de la familia, situación y vida de Zoé. Al separarse les dijo: - « Conque quedan ustedes enterados de que si la chica es guapa, instruida é inteligente, no tiene ni pizca de dote. >>
Aquel joven, como casi todos, « estaba en el movimiento >>, como ahora se dice, es decir: que se deja á un lado todo sentimiento noble y elevado, para no ver la vida sino por el positivo.
« Para el que no tiene nada, lo poco es mucho >>, respondió Marcelo mentalmente á esa advertencia. Los hermanes discutieron largamente, y como Marcelo estaba impresionado é impaciente, decidieron no perder tiempo. Al días iguiente se acercaron á hablar á las señoras, que les dijeron se sentaran con ellas. Rogelio dijo pocos momentos después de hablar del tiempo y de la música: - « Como hermano mayor pido á ustedes la venia para presentarles nuestros respetos en su casa >>, lo que acordaron en seguida amablemente.
Era indudable que ellas habían previsto la demanda; hecha en esos términos equivalía á una introducción al matrimonio, y convinieron en aceptarla, conduciéndose con circunspección suma, sin alentar ni desanimar, mientras que, por intermediarios complacientes, tomaban informes. Ni les pesaba, en tanto, que Marcelo viera lo modesto de su habitación, y por ahí dedujera la ausencia de dote, y pudiese retirarse si no le convenía aceptar sin él á Zoé.
Grandemente satisfactorios fueron los informes que vinieron de Madrid y los que en París dieron las familias españolas, todos convenían en la respetabilidad de la de Renfijo, el tierno cariño que los hermanos se profesaban, su irreprochable conducta, y que tenian cada uno ocho mil duros anuales de renta. En tanto llegaban esos informes, que Marcelo ignoraba se hubiesen pedido, menudeaba sus visitas; y su gracia, su naturalidad, la sinceridad que rebosaba, sin acudir á frases pretensiosas ni á entusiasmos afectados, le granjeaban el corazón do Zoé, que si era naturalmente todavía menos expansiva, estaba tan enamorada como él. Al un llegó el momento de explayarse con el abandono que permitían su amor y sus propósitos, y Marcelo fué autorizado á pedir su mano.
Rogelio se presentó al día siguiente, y pidió hablar á solas con Zoé.
— Al verme solo, ya comprenderá usted á lo que vengo, amable señorita.
Zoé se puso un tantico colorada.
— Á pedir á usted su mano para Marcelo, que ya pidió á usted su corazón; y si le da usted la una como pretende que lo ha dado el otro, esa unión será una honra y un placer para nosotros.
— Si ha llegado el momento de declarar lo que siento, digo llena de júbilo que le quiero y le acepto con todo corazón. Su gallardía, su carácter, su sinceridad, que todo revela, me han cautivado más de lo que él puede sospechar; su noble desinterés me conmueve y hace vibrar todas las fibras de mi ser; eso me lleva más allá de lo que pudiera ya haber soñado; juzgue usted da lo que me parece por lo poco que poseo.
— Con lo que tienen ustedes pueden vivir holgadamente, con ese orden de que usted ha dado tantas pruebas. Marcelo es de raza generosa, no es « fin de siglo », pone el corazón por encima de toda riqueza, y entrega á usted el suyo con la esperanza de que con lo que tiene se encuentre usted satisfecha.
— Más que satisfecha; feliz y agradecida.
— Pues voy á traerle, que me espera con la impaciencia de los enamorados.
Rogelio dió un beso en la frente de su futura cuñada y se retiró volando.
Norina y su marido vinieron á París para asistir á la boda, é hicieron á Zoé primorosos regalos. Norina insistía en que conservase la pensión para <<alfileres>>, pero Zoé le pidió la continuidad á la generosa parienta que la había recogido, en lo que Norma consintió de mil amores.
Tomaron una bonita habitación en que, siguiendo la costumbre francesa, emplearon en el alquiler la décima parte da la renta, y se instalaron con todo lo que ofrecen los magnificos « Almacenes del Louvre », de donde se puede salir sin tener que buscar en otra parte ni un clavo. Tienen telas, muebles y todo, lo mismo para los millonarios que para todas las clases, aun las más modestas, y tapiceros que van á las casas á ponerlas con gusto y prontitud ; si bien hoy no sucede lo que antes, que, en general, se les dejaba que arreglasen todo á su modo. Hoy las damas conocen bien el estilo de cada época, el valor y mérito de las telas, muebles, objetos de arte, tienen un gusto exquisito y son competentes para dirigir una instalación, sobria en los colores, armonizando los matices, nada cargado, desterrando esa profusión de dorados, hoy ya de mal gusto, que sólo encanta ya á los cursis y á los advenedizos, que imaginan lucirse con salones que rivalizan con los comedores de las grandes fondas, que recrean la vista de los parroquianos de mesa redonda. Zoé mostró en todo su buen gusto, poniendo especial cuidado en esas comodidades interiores, que son un real y constante goce en las familias que no las sacrifican para poder gastar más en lo que se ve.
Rogelio no tenía inclinación por el matrimonio, y si por viajes largos y empresas exóticas, así que se marchó á Filipinas, embarcándose poco tiempo después en Cádiz para el gran archipiélago.
No había transcurrido el año cuando tuvieron un robusto niño, al que pusieron un nombre francés, Raoul, y luego no se hizo esperar una niña, á la que pusieron la advocación española de Mercedes, en memoria de la madre de Marcelo, que asi se llamaba.
Muchos años y muchas cosas habían pasado desde
que se dió punto á la primera parte de esta historia.
Yolande se había desarrollado ventajosamente: era guapa, bien formada, simpática y había aprovechado con inteligencia de la instrucción que se le había dado. Este y su caudal hacían que fuera la joven más á la moda, codiciada y observada en su provincia, que los pretendientes fueran muchos y las envidias numerosas.
Pero á la par se había desarrollado en la madre ese cariño, esa pasión, ese frenesí, ese delirio por su hija, que no conoció más límite que el cielo, porque no podía ir más allá. Si no fuera creyente tan fervorosa, piadosa tan tierna, cristiana tan convencida y temerosa de Dios, le habría olvidado para no tener más deidad en la tierra, más culto idólatra que rendir, sino á su hija que había avasallado su corazón, enardecido su imaginación, y parecía custodiar su alma en el santuario de la suya propia. Al pensar en su porvenir, temblaban sus carnes ; á veces era una verdadera tempestad su cerebro, y otras se entregaba al arrobamiento de la esperanza.
Bien comprendía que iba á llegar el momento de casarla; y si en su exaltación habría deseado para ella una corona, su razón le decía que debía desear un hombre como el que ella misma había encontrado, que fuera del agrado de Yolande, y de su mismo lugar, para no salir de esa vida en cuya feliz monotonía había hallado los goces conyugales con la paz del alma.
Los husmeadores de dotes han alcanzando en estos últimos tiempos un olfato que se dilata y penetra en los sitios más apartados, y su vista se ha afinado hasta ver brillar los escudos encerrados en las arcas más ocultas. Los que desesperanzados de atraparlos en París, dirigen sus tiros á las provincias, habían descubierto á Yolande, y se pusieron en movimiento para ofrecerse, valiéndose, ya de las personas que la conocían, ya dirigiéndose directamente á sus padres, con el obligada retrato, los apuntes de la familia, el título y blasón que han de redorar, y la perspectiva de la posición elevada en la sociedad, con todo lo cual pretendían seducir á la joven y deslumbrar á sus padres.
Pero éstos tenían decidido no casarla sino en su provincia, ya por lo feliz que en ella habían sido, ya porque el padre no olvidaba el deseo del suyo, y decía que mientras él viviera no había de establecerse en París: lo único que haría era no forzar á Yolande á casarse con quien no fuera de su gusto.
Entre los pretendientes de la provincia, el que agradó A Yolande fué un joven huérfano, Esternay, que había heredado un caudal, sobre cuyo origen se decían cosas que, de ser ciertas, los que lo hicieron deberían aún estar penando en el otro mundo, puesto que no lo restituyeron á sus víctimas. Pero de esto no era él responsable, como no lo era de no haber nacido feo y si tonto; más era fatuo, insulso como si tuviera corazón de paja, ignorante, y su engreimiento creció cuando vió aumentado su caudal y se halló en posesión de una mujer bonita y codiciada : Yolande lo quiso y se le dió gusto: el tonto y la lista habían de encontrarse un día en un sentimiento común.
Terribles momentos fueron para la madre los del matrimonio y separación; los primeros porque nadie conoce el porvenir, y luego, la idea de ver alejarse de su casa á aquella hija idolatrada, quebraba su corazón, le arrancaba el alma en medio de un dolor que sólo una madre como ella podía sentir. Porque sabía muy bien que la paz y armonía no se mantienen sino á costa de esa independencia que da el vivir cada uno en su casa, y, esclava de su deber, comprendía el sacrificio, lo ofrecía á Dios, y estrechando á su hija con brazos amorosos, como alas que la rodeaban, levantaba la vista como si la viera volar al cielo, la inculcaba las ideas más cristianas, los consejos más bellos para seguir en el camino á que Dios le llamaba á su vez, la besaba, la bendecía y, exclamaba con doloroso transporte a: «¡Señor, si ha de ser mala, llévatela[4].»
Yolande no había dado hasta entonces motivo de queja á sus padres; suave y sumisa, no había jamás turbado con genialidades ó exigencias la paz de aquella bendita casa; pero el cariño y obediencia que mostraba no estaban á la altura de aquel amor maternal, cuya grandeza y exaltación brotaban ora con ternura, ora con entusiasmo, que habrían electrizado á otra joven que no tuviese esa naturaleza rebelde á las grandes emociones filiales.
Yolande vino á París á pasar la luna de miel. Sus padres la vieron partir desolados; era la primera separación, y no sabían con cuales impresiones volvería, si deslumbrada por tanto esplendor, tanta magia en los placeres y por tantas casas magníficas encontraría la suya un cuchitril y le vendrían deseos de habitarlo, ya que no podrían menos que deslumbrarla y seducirla, como acontece en general, pues ellos habían sido una excepción, sucediéndoles lo primero, pero no lo segundo.
El matrimonio Renfijo había sido también muy feliz. Ambos conyuges habían llevado á él la honradez; la inteligencia, el afecto, el amor á los hijos, que constituyen la verdadera felicidad doméstica.
Con lo que podían gastar mensualmente, sin tocar al capital, vivían con todas las comodidades, y aun podían regalarse con goces modestos de que hacían participes á las familias amigas que vivían como ellos. Una de las cosas que más contribuye á la dicha es estar contento de lo que se posee : la tranquilidad acaba en donde empieza la ambición y, ó viene la decepción, ó si se satisface, ya no se limitan los deseos, y á la serenidad del alma suceden temores y zozobras que no siempre valen la pena.
Limitaron, pues, sus gastos á lo que sus rentas permitían, y sus relaciones á las necesarias para el agrado de la vida. Lo que acontecía más alto les dejaba indiferentes, y el deseo de elevarse hasta allí no vino jamás á turbar la paz interior.
Á la educación de los hijos consagraron su alma y su tiempo, viendo cada día con contento y orgullo que á su gallardía y á las simpatías que se granjeaban, se adunaban la ternura del corazón filial, la inteligencia más despejada y un ardiente y perseverante amor al estudio.
Raoul los había hecho brillantes con los jesuitas, y en los exámenes oficiales había sacado la nota de sobresaliente. Guapo y simpático, de conducta irreprochable, sin más íntima amistad que la contraída en el colegio con un joven rico y noble, hijo de los marqueses de Fleurance; dos inseparables, digno el uno del otro por la belleza de sus corazones, sin que preocupase al uno lo que el otro tenía ni la prosapia más ó menos superior. Si el uno tenía título y muchos bienes, y el otro no tenía el primero, no cambiaría su nombre de abolengo por tantos títulos modernos, y la diferencia de bienes ni envanecía al uno ni humillaba al otro.
La hija era una bonita y deliciosa criatura en la que se posaba la mirada con complacencia, como si se leyera en su alma lo más puro y bello que el Críador puede inspirar al dar el soplo divino. De mediana estatura, ojos claros como su inteligencia y puros como su alma, pelo de un rubio suave, expresión que atraía seduciendo, sonrisa que halagaba, y á través de una dignidad que imponía sin amedrentar, se veía una modestia innata, y todas las prendas de su corazón abrigadas por las blancas y puras alas de un serafín cual dosel brillante.
Había nacido poetisa, y en edad temprana brotaron de su corazón los versos más fáciles y delicados como brotan en el albor de una bella primavera los botones de bellas y fragrantes rosas, versos que su modestia no permitió salieran de su familia. Si invocaba á la Virgen, había tanta fe y tanta esperanza, en sus acentos, que las infiltraba en quien las leía; si contemplaba el mar, ya en el espanto de sus furias, ya sereno y azulado, su alma se elevaba al Señor para reconocer su poder y admirar su grandeza; si contemplaba una regia cuna, la inspiraba ideas tan elevadas, tan filosóficas, que uno se preguntaba asombrado si eran realmente de una jovencita ó de un filósofo en quien había la experiencia; en otras poesias hacía reflexiones tan melancólicas sobre las realidades de la vida, con tanta dulzura y naturalidad, que parecía oírse el acento de un corazón en que se confunden la ternura y un conocimiento precoz de la humanidad. Y todo en forma tan bella, inspirada por estro tan puro que la llevaba á una facilidad, poética que sin conocerla se la admiraba y se decía: «Dejadme ver ese tesoro».
Se diría que sus padres le habían dado lo mejor de las prendas de sus paises respectivos. Á su alma poética y artista, pues pintaba muy bien, se añadía un alcance prematuro para comprender y penetrarse de todos los deberes que deben regir á la humanidad, que una madre cristiana é ilustrada había tenido la dicha de poder inculcarla; una disposición maravillosa para sus estudios, y un carácter igual, don raro é inestimable, firme en los principios y suave en su manifestación, y un tanto asustadiza por instinto de las cosas mundanas.
Se llamaba Mercedes, y en un trono habría sido su dicha derramarlas con discernimiento para que fueran merecidas; podría llamarse Paz, porque la de su corazón reflejaba en su semblante, de donde irradiaba en su camino, imponiéndola su sola presencia; podría llamarse Remedios, por los que prodigaba con amor y en secreto á sus enfermos pobres; podría llamarse Consuelo, por los que procuraba en cuantas ocasiones se acudía á su corazón é inteligencia; podría llamarse Amparo, porque nadie se acogía á ella en vano, si en su mano estaba remediarlo; podría llamarse Soledad, porque más tarde en su retiro, gozó é hizo gozar á los suyos de la beatitud de su alma que no turbaban deseos brillantes ni grandezas imponentes; en fin, podría llamarse Virtudes, por las que en ella, resplandecían, y otras advocaciones á la Virgen inspiradas por la piedad española.
Nada hacia para distinguirse de las demás jóvenes, ni en su modestia se creía superior á nadie. Pasaba casi todo su tiempo en sus estudios, fuera del que consagraba á ayudar á su madre en las faenas de la casa. Su carácter no se prestaba á coqueteos; si era de una dulce amenidad en su trato, su corazón era serio, y se necesitaba un corazón serio para cautivarlo. En los bailes modestos á que asistia, bailaba como todas, y luego volvía á su asiento á seguir discurriendo con una persona ilustrada, cuya conversación era su regalo, como lo eran pura él las discretas respuestas y preguntas de Mercedes, que las limitaba á lo preciso para no perder el deleite é instrucción.
Naturalmente, su hermano y el amigo del colegio, Sylvain, se veían á menudo, y esto era una ocasión para que Mercedes le tratora y pudiera apreciar su mérito. Lo propio le sucedió á él, y poco á poco se estableció entre ellos una corriente magnética cuyo sacudimiento ocultaban á porfía, tratando de regolfar, por decir asi, á su fuente ese afecto recíproco, porque al pudor natural de ambos seguía la reflexión de las dificultades que había para una agradable sanción.
El uno sabía que sus dignísimos padres habían conservado con firmeza las tradiciones de no enlazarse más que con familias exclusivamente de su clase, posición y caudal, de que no era fácil apartarles, ni podría intentarlo sin crear disgustos que su amor filial se había jurado no darles jamás.
Á ella nada de eso se le ocultaba, y puso su esmero en no aparecer como que alimentaba esperanzas que habían de evaporarse y llevar á un alejamiento que por su naturaleza seria penoso para el amor propio y dignidad de su familia.
Por una casualidad, que no por curiosa era inverosímil, una simpatía muda y vehemente nació también en los corazones de Raoul y da Irene, hermana de Sylvain. Comprendiendo la situación tal cual era en en desconsoladora realidad, callaban su afecto con pena y sin esperanzas.
Si Raoul consentía en ir de vez en cuando á casa de Sylvain, jamás quiso prestarse á asistir á sus fiestas en que se veía reunido lo mejor de la aristocracia, y podría figurar con lucimiento: pero su fiereza y el amor á su familia no le permitían asistir á grandezas de que ni su madre ni hermana podían disfrutar; bien que la respetabilidad de las familias de sus padres y su nacimiento fuesen de más valía que la de tantos que se ven sin mérito alguno codearse con los grandes de la tierra.
Guardando cada uno en su pecho su secreto, Raoul no se negaba á aceptar de vez en cuando convites íntimos en casa de los marqueses de Fleurance, en donde llegó á captarse las simpatías, y se apreciaba mucho su mérito y su conducta, su inteligencia y agrado en la conversación; estando además satisfechos y tranquilos de que su hijo tuviera por único amigo á tan cumplido caballero. Así es que le invitaban con gusto, no pasándoseles por las mientes ni un segundo el peligro de poner en contacto á un joven guapo y agradable con una joven bonita y codiciada.
Irene tenía corazón e inteligencia, no era frívola como la mayor parte de las señoritas de esta época insustancial y vanidosa; tenía una voluntad y supo mostrarla en su día. Pero en sus padres había tan buena fe en el apego á sus tradiciones, que no podían ni soñar siquiera que sus hijos no sintieran y obrasen como ellos. Cuando veían, lo que acontece á menudo, eso que se llama mésalliance, es decir, enlaces de familias como la suya con burgueses ó extranjeros ricos, pero desconocidos, ponían el grito en el cielo, como un desacato á esas tradiciones. Era una de esas familias que no transigía, y no se prestaba, como otras, á rozarse con las clases antes estaban excluidas del círculo aristocrático, que hace veinte años eran obscuras é ignoradas, y ni en sueños entreveían recibir, como hoy sucede, á la aristocracia, y ser recibidas y festejadas en ella.
Toda buena fe es respetable; pero ese apego sincero á las tradiciones ofrece al parecer curiosas anomalías. Tal gran dama, virtuosa y caritativa, que no desdeña subir, sin que nadie lo sepa, á buhardillas que abrigan á cancerosos ó enfermos de otros males contagiosos, movida de una sincera caridad cristiana, miraría como un desdoro seguir el ejemplo de las de su clase que hoy acuden á las fiestas de burgueses advenedizos ó de extranjeros cuyo origen y caudal son un misterio.
Amáronse, pues, en silencio, esperando que el tiempo, y Dios sobre todo, arreglaría todo conforme á los deseos de sus corazones.
Tal era la situación cuando llegaron á París Yolande y el babieca de su marido, que apenas se vió en la estación del Norte, exclamó ufano:- < ¡Ya estamos en la moderna Babilonia », sin saber lo que decía. En ésta no hay las cien puertas de bronce, ni las doscientas cincuenta torres, ni los espléndidos jardines suspendidos, ni su empezada torre da Babel; pero es seguro que si Nemrod, que fundó aquélla, y Alejandro, que la embelleció, vinieran á la que se llama moderna, más de una vez quedarían boquiabiertos, y olvidaría el uno que fué <<forzudo cazador á vista del Señor », y el otro á su bella Rosana, para contemplar otras maravillas y el refinamiento de placeres modernos, que quizás también la llevarán un día á la decadencia y ruina que alcanzaron á aquel imperio.
Naturalmente, Raoul y Mercedes se pusieron gustosos á su disposición para pilotearlos en este mare magnum, y formaron de antemano un plan metódico para que vieran cada día lo hermoso y variado que encierra esta capital, y los espectáculos y las modas que naturalmente habían de atraer á una joven rica y recién casada.
El marido veía, oía y admiraba sin comprender gran cosa; ella, inteligente é instruida, si comprendía el mérito y sabía la historia de todo; pero, aunque no lo decía, le parecía cosa baladí al lado de lo que bullía en su imaginación, que era ver cómo se divierte la gente y se deslumbra con las modas cotidianas de los casas cuyos nombres han atravesado los mares, aumentado su fama y su riqueza.
El movimiento y la alegre animación de los muchos boulevares, sus numerosas y lujosas tiendas, los atractivos de la calle de la Paix, emporio en que de un golpe se abarcan las riquezas más exquisitas en sus escaparates, ya diamantes, perlas y demás piedras preciosas que deslumbran por su profusión y riqueza y sorprenden por sus precios, ya objetos de arte antiguos y modernos y porcelanas primorosas; ya lo que encierran las casas de costureros y costureras, modistas, lenceras y demás artistas, que hace se formen cada día dos hileras de carruajes de las elegantes que acuden allí á pasar buena parte de su tiempo, todo seducía y mareaba á Yolande.
Y veía con curiosidad y envidia á aquellas damas que entraban ó salían, unas que se saludaban de prisa, otras que se contaban lo que habían visto y encargado ó lo que iban á encargar, y las novedades con sus detalles, interminables cuando el bello sexo discurre sobre trapos y moños con una fruición que parece olvidar, en esos afanes y preocupaciones, que hay cosas que debieran serles más caras y útiles en la vida.
Y cuando ya dentro de esas casas veía aquellas telas preparadas para cautivar la vista, aquellos vestidos ya hechos para las parisienses ó extranjeras de París ó para soberanas y princesas; y aquellas modistas simple y elegantemente vestidas y peinadas, las manos coquetamente cuidadas, maneras distinguidas y lenguaje pulcro é insinuante, con que engatusan á las ya deslumbradas parroquianas ávidas de poseer tanta cosa bella, Yolande acababa de perder la cabeza.
No la perdía Mercedes, y aun cuando hubiera tenido el caudal de su prima, habría limitado, en su buen juicio, el número y lujo de los trajes y el tiempo de consagrar y de hablar de modas, que es en las damas hoy día como una enfermedad; así que vió con asombro y bien disimulado disgusto lo aturdida que Yolande elegía numerosos y costosos trajes, como si los necesitara en una provincia; pero no quiso intervenir por temor de que tomara como envidia lo que sería la expresión del buen sentido. Bien veian aquellas sagaces que era una ricacha de provincia, que pagaría al contado, cosa que no les sucede siempre. Si se sumara lo que se debe en las grandes casas á la moda, se encontraría un verdadero caudal [5] .
Para respirar otra atmósfera, los llevó en seguida á paseo en carruaje descubierto por la calle de Rivoli, con sus bellas arcadas, paralela á los jardines da las Tullerías, siguiendo por la hermosísima plaza de la Concordia, con sus fuentes monumentales, en donde empiezan los soberbios Campos Elíseos, siempre tan animados, y acaban en el gigantesco Arco de Triunfo ó de la Estrella, que ambos nombres tiene el monumento consagrado á las glorias de Napoleón.
Aquí empieza el famoso paseo del Bois de Boulogne, que cautivó de otra manera á la agitada Yolande. Al ver los jinetes caracoleando á vista de las damas, á diestras amazonas, á damas en elegantes carruajes luciendo sus lindos trajes, sonriendo y saludando, y un sin fin de victorias con una sola dama tan bien vestida, y á veces mejor que las otras (gente non sancta, que remeda cuanto puede la actitud do las damas de la sociedad, de las que muchas, ¡ay! no pueden vencer la curiosidad de examinar y copiar sus galas, siempre de buen gusto; mujeres tan limpias y flamantes en el exterior, como socias en la conciencia y vida de codicia, procaz y de libertinaje, que tiene asegurada la impunidad y la comitiva de la juventud dorada), Yolande nada podía discernir en esa confusión brillante, dominando empero el deseo de verse siempre allí, ya un jinete gallardo galopando á su lado, ya á pie en la alameda de las Acacias, en compañía de otras damas elegantes y de jóvenes á la moda que la rendían el tributo de admiración de elogios que creía merecer, sin sospechar que eso es moneda de pega para halagar y seducir.
Para que los primos vieran todo, condescendió Raoul, aunque sus gustos fueran otros, en llevarles á comer al gabinete de uno de los restaurants á la moda, distracción de que las damas aprovechan cuanto pueden y las divierte, como lodo lo que es salir de los usos establecidos. Esos gabinetes son frecuentados por las damas de las victorias de que se ha hablado, á donde las llevan los pisaverdes que pierden con ellas su reputación y su dinero, y no siempre se ve en los pasillos ni se oye en los gabinetes de los lados, en donde aporrean al piano, lo que aprueban el buen gusto y la moral.
Como Mercedes no podía ir allí ni tampoco á esos teatritos que desternillan de risa á los que comprenden el sentido de las enormidades que capetan á los oídos no castos de los espectadores, los llevó Raoul, sólo á dos ó tres de ellos, en donde Esternay nada comprendió, y ella algo, ayudada por su inteligencia y malicia. Hay señoras que por inteligentes que sean, como viven en una atmósfera sana, no comprenden, cuando suelen descarriarse allí, lo verde, lo crudo é indecente de las alusiones que son más fuertes cuanto más encubierta es la alusión. Los palcos principales de la Ópera son propiedad que se hereda en la familias, y no puede irse á ellos sino como convidado. En el anfiteatro se admiten damas y caballeros; pero las elegantes no van allí, á donde sólo acuden burguesas, y, en mayor número damas non sanctas que todo lo invaden en esta época de desvergüenza. Aunque se admite el sombrero, por nada se lo pondrían allí; van escotadas, luciendo trajes y ricas alhajas, presentes de la vanidad ó de la estupidez, ó de las dos cosas, de hombres burlados por las favorecidas, que dejan su afecto, si son capaces de sentirlo, para pelafustanes de su laya : ¡triste espectáculo para la moral! Los cuatro primos fueron, pues, al anfiteatro, y Yolande no hacía más que mirar á esas mujeres solas, provocantes y lujosas, y hacia reflexiones que á nadie transmitía.
Pero cuando, entre nueve y diez, ya estaban llenos los palcos (hay muchas damas que nunca han visto un primer acto), y Mercedes, que conocía á todos de vista, empezó á nombrar á Princesas, Duquesas, Marquesas, Condesas, Embajadoras, y hermosuras á la moda, hacían esos nombres en Yolande el efecto de una copa de Champaña, y las miraba como si quisiera interrogarlas para saber por qué eran lo que eran, y qué goces sentían en su elevada posición. Este fué el primer martillazo que recibió su vanidad, dejando honda lesión en su cerebro. Si su madre era noble, olvidaba que se llamaba Bonnet, que su abuelo fué capataz, y se preguntaba airada en sus adentros por qué estaba allí, en lugar modesto, obscura é ignorada, y las otras en una cumbre radiante cortejadas por nobles caballeros.
Desde entonces empezó a discurrir sobre todo lo elegante con una verbosidad, una volubilidad, que hacían contraste con la serena actitud de Raoul y de Mercedes, que sólo anhelaban los puros goces del afecto, sin preocuparse de grandezas deslumbradoras.
Había pasado mucho más tiempo del convenido, y sus padres la llamaban; pero ella retrasaba la vuelta con mil pretextos, siendo casi siempre la informalidad de los proveedores. Al fin recibió un telegrama diciéndole que su padre había tenido un ataque fulminante, que se temía viviese pocas horas y pedía ver á su hija.
Al acompañarlos á la estación y ver partir el tren, dijo tristemente Mercedes: « Nuestra primita se perderá por la vanidad ».
Eran los marqueses de Fleurance una de esas familias que habían conservado un culto por las bellas tradiciones y elevados sentimientos de sus ascendientes, sin que nada fuese parte á turbar sus creencias ni á alterar su vida. Y si obligada por la fuerza de las cosas á aceptar, lo menos que podía, lo que chocaba á sus ideas y á sus gustos en esta época de trastornos sociales y políticos, en el hogar doméstico se consideraba siempre un jefe cuya autoridad sin limites se acataba sin discusión.
Pero no era intolerante con ciertos cambios modernos, ni altiva con nadie; antes bien, benévola con todas las clases, caritativa, y con una dignidad y dulzura en el trato que se respetaban tanto cuanto agradaban.
Había en los Marqueses una buena fe, casi un candor, en creer que la felicidad conyugal consiste en seguir el mandato y ejemplo de los padres, por que ellos mismos la habían encontrado completa en su unión, que no comprenderían ni asomo de desobediencia ni temor de que sus hijos no fuesen felices. Creían haberles transmitido con su sangre esos sentimientos é ideas, y ya se figuraban el contento y aun el agradecimiento de los hijos, y la alegría de toda la familia cuando se estableciesen.
Por eso, siguiendo esas tradiciones, se preocuparon desde la más tierna edad de sus hijos con la elección de los que podían convenirle. Sylvain é Irene tenían ya la necesaria para casarse, y esto decidió á los Marqueses á discutir seriamente la elección. Procediendo por eliminación, se fijaron en una joven que no era aún núbil, y era preciso esperar dos años para hacer la demanda, cultivando, en tanto, estrechas relaciones con la familia y preparando el ánimo de Sylvain, que nada objetaba.
Irene temía con razón que pronto llegaría su vez, y empezó en su corazón la lucha del respeto y del amor filial con las inspiraciones que la arrastraban á Raoul; ceder á sus padres era hacerse infeliz y hacer infeliz á Raoul, y ella quería ser feliz y serlo con Raoul, á la vez que temblaba de ser la primera que turbara la paz de la casa con el enojo y las lágrimas que su resistencia produciría.
En las familias que siguen esas tradiciones, cuando se explayan y conciertan los enlaces, llevan larga fecha de haberse adivinado el intento; así que pueden animarse ó hacerse el sueco, según convenga. Lo segundo se hacía el Marqués cuando se trataba de Sylvain, al que reservaba el partido brillante que todavía era su secreto; pero daba oídos cuando se trataba de Irene, y de todos los pretendientes, dos le parecieron en idénticas circunstancias para ser aceptadas, y con ella no quiso perder tiempo.
Reunió, pues, á su mujer y á sus hijos, y dirigiéndose á Sylvain, le dijo:
- He querido que asistas á esta conversación, porque en una familia como la nuestra, en que hay una feliz comunión de ideas, no debe haber un minuto secreto ni para los goces ni para las penas, si Dios nos las envía. Por dicho, en su bondad infinita, es bien placentero la que voy á comunicaros, sin que tenga yo necesidad de insistir en que mi cariño y mi razón están en consonancia. Dos partidos se ofrecen á Irene...
Ella se estremeció, miró asombrada á su padre, y bajó los ojos.
- ¿Te sorprendes, hija mía? Es natural; para una joven es un momento tan nuevo, tan solemne... Voy á decirte quiénes son; tú elegirás el que quieras, y desde ahora te aseguro que tu elección será la mía.
Y esto lo dijo con un aire de magnanimidad, como si fuese Irene la que hubiese dispuesto de su mano.
Con respeto, pero con una resolución propia de su carácter, respondió:
- No los nombre usted, papá mío.
- ¿Qué? dijo asombrado; ¿intentas oponerte á la voluntad de tu padre, que no quiere más que tu bien?
- Lo sé, y el respeto y gratitud filial se confunden en mi corazón, pero éste ya no me pertenece.
- ¡Cómo! dijo airado; ¿te lo han pedido sin mi consentimiento? - No me lo han pedido, lo he dado yo, respondió reposadamente.
- ¡No entiendo, vive Dios!...
- Al que se lo he dado no se lo he dicho, sé que el suyo me lo ha dado sin que yo se lo haya pedido,
- ¿Qué misterio es este? ¿Es acaso una novela á la moderna, impropia de tu cuna y de la educación que has recibido; ó un súbito arrebato de locura?
- Lo único que me haría perder el juicio es dar á mis padres una pesadumbre.
- Pues evítala, obedeciendo.
- Obedecer, es decir, no casarme con quien no sea del agrado de usted, sí; ¡casarme sin amar, no!
- ¡Nombra al seductor! dijo levantando los brazos como si fuera á caerle el techo encima.
- Raoul de Renfijo, respondió con entereza.
-¡Eso es! ¡Señor mio! dijo volviéndose á Sylvain;¡has metido al lobo en el aprisco!
- Yo no pensé en lo que podría suceder, pero lo comprendo y lo aplaudo; y si todos los hombres fueran como Raoul, el mundo estaría lleno de caballeros.
- No lo niego, porque sé lo que es ser un caballero. Pero no es una razón para que en mis manos se rompan las tradiciones de mi familia, para ver destruidas mis esperanzas y perdidas mis ilusiones, ese enlace es imposible.
Sylvain, como quien toma una resolución, dijo con voz vibrante:
- Pues que estamos en momentos de confesiones, yo quiero hacer la mía. Tampoco mi corazón me pertenece; ya lo he dado á quien me ha dado también el suyo; amo con pasión á la hermana de Raoul, y mi dicha depende de unirme á ella.
- ¡Qué oigo! dijo sofocado el Marqués. Estos hijos quieren matarnos, ¿Qué te parece á ti, que fuiste hija incomparable como eres esposa modelo? Sí, estos hijos quieren matarnos ¡que novela, Dios mío! ¡qué novela! ¿Es eso lo que se llama fin de siglo?
La Marquesa dijo:
- He estado callando y sufriendo; siento con mis hijos, comprendo tu enojo, y pido á todos cese esta conversación, en tanto que el cielo á todos nos ilumine.
- Que cese en buen hora, - dijo el Marqués con refrenada indignación, pero conservando siempre esa cortesía tradicional que no le abandonaba ni en los momentos de mayor contrariedad.
- Si, tiene que cesar, pero permítanme ustedes diga mis últimas palabras, añadió Sylvain: El afecto, tierno, sincero, desinteresado, que brota de un pecho honrado, sin buscarlo y á veces sin desearlo, debe tomarse como inspiración del cielo si recae en quien sea digno de compartir esos sentimientos, que en su fuerza y pureza llevan su justificación y el legitimo deseo de que tenga sanción, á menos que haya razones de tal magnitud que impongan esos dolorosos sacrificios en que el deber oculta aún las más puras aspiraciones del alma. Venero á mis padres, reconozco el amor á sus hijos, respeto los pergaminos de mi familia y me inclino ante los antepasados que atravesaron tantas generaciones con honra y aun con gloria, me siento orgulloso da llevar su sangre y su nombre sin mancilla; pero ¿son acaso esas damas advenedizas sospechosas? Usted mismo podría preguntar á los contemporáneos si la madre no perteneció á una de esas familias nobles, que fueron víctimas de la primera revolución, arrolladas y destruidas hasta desaparecer en el abandono; mostrando en esa vida obscura y aun de miseria, esa dignidad callada de las razas que usted justamente pregona. He visto también los pergaminos de los Renfijo, no llevan títulos ni lo necesitan ya los que atestiguan con la historia que hace tantos siglos eran sus ascendientes preclaros infanzones y algunos fueron continuos[6] ; añadiré que si las prendas del corazón y de la inteligencia de Mercedes, las hubiese encontrado en una de las más humildes y desconocidas familias del estado llano, de ahí la habría sacado triunfante, porque también es criatura de Dios cual nosotros, como se saca el diamante de la arcilla que lo cubre!
La madre é Irene le miraban con ternura ; el Marqués escuchaba con los ojos bajos, aplaudiendo en sus adentros tan bellos sentimientos; pero dominado siempre por sus ideas y por su amor propio, permanecia inmóvil.
Viendo Sylvain que todos escuchaban con deferencia, concluyó así:
-Ya ve usted, padre mio, que nada hay aquí de novela, ni de eso que se llama <<fin de siglo», que no es otra cosa que la licencia, las extravagancias que ofenden con hechos, con aforismos impudentes á todo lo que era normal, sensato, culto, que hoy se repite alegremente: <<eso es fin de siglo », en vez de castigar esa desvergüenza que acabará por matar todo lo exquisito y delicado en esta época en que no se hunden ni los que debieran estar en la prisión.
El Marqués se levantó y con aire benévolo dijo:
- No hablamos más de esto; dejemos pasar el tiempo, que venga la reflexión á todos; no hay peligro en esperar, dadme un año para decidir...
- Dos, tres, cuatro, dijo vivamente Irene, si en tanto no se me habla de otra boda.
- Lo prometo.
- Pero Raoul podrá seguir visitándonos como siempre, dijo Sylvain con timidez.
- Si, pero sin frecuencia, y si sospecha que yo sé su... inclinación --no se atrevió á decir atrevimiento-- no volverá más.
El Marqués quería ganar tiempo, pero en aquellos momentos el corazón de padre parecía conmovido.
Irene se echó en brazos de la Marquesa; Sylvain besó respetuosamente la mano de su padre, y todos se retiraron silenciosos.
Yolande y su marido llegaron tarde. El buen Bonnet acababa de sucumbir en brazos de su amante esposa, que, con cristiano valor y santa resignación, le ayudó a morir con el consuelo inefable de nuestra fe. ¡Ah! - decía Napoleón en medio de la sangre de los campos de batalla - qué bello es ver morir con la fe de los católicos!
Á aquella apacible vida, á aquella tierna armonía de esa casa de bendición, sucedieron el silencio y el dolor Sin Yolande, que la ataba á la vida, la viuda se habría retirado a un convento para consagrarse á la piedad y á la oración por el hombre de bien que la había hecho tan feliz desde el primer día del matrimonio.
Desde que murió, su viuda, á pesar de todas las pruebas de simpatía que recibió y de que dió gracias con sincera gratitud, ya no quizo pertenecer al mundo, y no salia de su casa sino para ir al cementerio á llevar sus lágrimas y preces, cirios y flores. Al volver, húmedos sus ojos, que no enjugaba, y al encontrarse con la hija querida de sus entrañas, una dulce sonrisa producía en aquel rostro imponente el contraste del dolor y del consuelo.
Yolande y su marido observaron una actitud cariñosa y correcta en todas las cosas ; pero esto no impedía que Yolande empezase á madurar el proyecto de venir á establecerse en París, sin que nadie lo sospechase, y solo á su marido le iba aleccionando sin consultarle, pues le era superior en capacidad y carácter; y luego, el marido no había de hacerse rogar para venir á gozar de placeres que sólo entrevió sin poder alcanzarlos.
La viuda, entregada á su dolor y al amor por la hija, no sospechaba, no pensaba ni remotamente que eso podría acontecer. Comprendía, sí, que pasado el luto, sus hijos volverían á la vida mundana de la provincia, disfrutando de sus bienes y logrando una posición que les colocase en primer lugar en su sociedad: á eso se limitaban su cariño y sus deseos.
Seis meses habían pasado ; la madre en el dolor, la hija soportando su aislamiento con la resignación de quien sabe cuando he de tener término. Seis meses es mucho tiempo para el dolor de la juventud: Yolande empezaba á cansarse de lo negro, y en aquella cabecita hervían los recuerdos de París de un modo que tenía que estallar.
Al cabo de ese tiempo empezó á lanzar indirectas que iban alarmando á la madre á medida que las repetía, hasta que vino la vez de que se encontró con la resolución necesaria para intentar convencerla de que á todos convenía establecerse en París.
Jamás habría creído la madre que llegara la ocasión de contrariar á su hija; la voluntad de ésta eran los deseos de la otra; la obediencia de la madre á la hija era ciega, absoluta, y se habría considerado la más desgraciada y aún la más culpable de las madres si fuese causa de un minuto de descontento de Yolande. Pero tuvo valor de decir esta vez, siquiera tímidamente:
— ¿Y tu padre?...
— Pero, mamá mía, no viviremos siempre en París; conservaremos aquí la casa y vendremos cada año una buena temporada, llevando otra vez nuestra vida de costumbre. Y no me diga usted que papá se oponía á que nos estableciésemos allí; lo que dijo fué que eso no sucedería mientras él viviera, porque no le gustaba aquella vida, pero no que no fuésemos nosotros si así nos agradaba y convenía. Dos lágrimas fueron la única respuesta de la madre.
Desde aquel día Yolande empezó á mostrarse triste, y á su madre hizo esto tal impresión, que hasta la veía desmejorada ; ya no tenía aquellas cariñosas espansiones que eran su encanto y su consuelo cuando la tenía en su regazo ; ya la vela enferma, hipocondriaca, con deliquios alarmantes, en fin, sin salud y desgraciada.
Durante algunos días nada volvieron á hablar sobre esto. Yolande sabía bien el tamaño del sacrificio de su madre, pero conocía también la grandeza de su amor por ella, y sabía bien que ni vivos ni muertos tenían poder para impedir que no consistiese en todo lo que á su gusto ó capricho se presentaba.
Ambas pasaron varias noches en claro; la una porque quería, la otra porque no quería ir á París. En la mente de la una bullían le vanidad y los placeres; en el corazón de la otra luchaban el dolor de abandonar el sepulcro del esposo querido, con el deseo irresistible de dar gusto á su hija en todo y por todo.
Al fin, la desolada viuda se dirigió una mañana al sepulcro con paso lento, y se arrodilló llorando como quien viene á pedir perdón. Creyó que sus
había más resignación que consentimiento.
Salió de allí con su resolución tomada, pero sin ver aplacado su dolor. No quiso perder tiempo, porque no sólo temía por la salud y contento de Yolande, sino porque su imaginación se la presentaba ya mostrándola un desvío que acabaría quizás en aborrecimiento, lo que seria para ella un suplicio que la haría sucumbir en seguida, en medio de los mayores dolores del alma, y llegó á su casa resuelta á seguir á su hija, como una esclava, aun á China ó á Australia, si su capricho imponía esa extravagancia.
En cuanto Yolande oyó el consentimiento, saltó al cuello de su madre y la besó con demostraciones de alegría que no habían vuelto á resonar en aquella casa desde la muerte del jefe de la familia.
Yolande vió brillar en su imaginación la portada de un paraíso terrestre, sin sospechar el abismo que hay detrás, casi siempre sin salida, y corrió desalada á dar órdenes, sobre todo al marido, al que sacudía como una peonza.
Zoé y Norina tuvieron un placer inmenso de volver á verse, y para ésta era un consuelo vivir cerca de su hermana, la única persona que quería ver en París. Raoul y Mercedes hicieron honda impresión en Norina, y allá en el fondo, muy en el fondo de su cerebro, sintio la diferencia que había entre su sobrino y su yerno, y aun, lo que le era más doloroso, entre su sobrina y su hija. Su corazón de madre se turbó, á pesar suyo, con esa comparación que la asaltó sin buscarla, pero que no podía menos de imponerse á una mujer inteligente y sensible, los actos y las palabras de sus sobrinos se imponían con una autoridad que la dejaba confusa y preocupada.
Yolande y su marido no se coraban de ese valor intelectual y moral de los primos, y sólo veían en ellos á dos hermanos relativamente pobres, que habían de considerarse felices de ponerse á sus órdenes y servirles en cuanto se les ordenase.
No habría sido así si no mediase el cariño y profundo respeto que el carácter y las grandes virtudes de su tía les inspiraba, y el temor de que su negativa se tomase á envidias de su caudal y del lujo con que se proponían vivir. Por eso aceptaron buscar con ellos un hótel entre cour et jardin (entre patio y jardin), lo que es chic, que sin grandes dimensiones tuviese las bastantes para dar fiestas, que no fueran demasiado numerosas, con el lujo que deseaban.
Así que consintieron también en amueblar la casa, para lo que Yolande les dió carta de crédito ilimitada, con tal de que se confiase á tapiceros á la moda, para repetir con énfasis sus nombres cuando recibiesen cumplidos del buen gusto. La afición que hay ahora en las damas á dirigir ellas mismas tales trabajos, viene de la moda que quiere conozcan el valor de las cosas y se formen el gusto hasta discutir con ventaja con los mejores tapiceros. Es una distracción que las encanta, pero es preciso no tener prisa, porque la proverbial informalidad de aquéllos, que achacan á la holgazanería de los obreros, desde que se han vuelto hombres políticos, ó el no ser comprendido á veces lo que se quiere, traen demoras que, impacientan y retrasan la inauguración.
No había para Yolande peligro en esperar, pues antes de seis meses no podía aliviar su luto y empe-ar á recibir. Raoul y Mercedes mostraban celo y gustos artísticos, conocían además los precios y no se dejaban engañar por las arterías de los listos proveedores; pero no por eso encontraban el gusto que otros en esas ocupaciones que les distraían de las suyas, más recreativas para su inteligencia y más útiles para su vida.
Por disposición de Yolando, que la madre aceptó, alquilaron la casa de al lado, á la que abrieron una puerta que la pusiera en comunicación con la de Yolande, para verse cuando quisiesen, y en el caso de recibimientos, que no llegase el ruido mundano á los oídos de aquella mujer para quien Dios y su marido arriba y su hija aquí abajo eran la sola preocupación de su alma!
Yolande y su marido, de luto y sin conocimientos en Paris, encontraron distracción y agrado en casa de los tios que recibían con frecuencia familias distinguidas, cultas y honradas, de sus mismas ideas y posición. De ellas hicieron, presurosos, conocimiento, que cultivaban cuanto podían en aquella casa, ya que todavía no les era licito, por el luto, hacer visitas ellos mismos.
Cuando concluyó y quedó amueblada la casa, ya empezaron á recibir á esas familias en pequeñas comidas y tés íntimos, con gran contentamiento de la madre de Yolande, que decía era preciso que su hija se distrajera, pero ella á nada asistia.
Esas dignas familias recibiendo á su vez á Yolando y á su marido, les hicieron hacer otros conocimientos, y llegaron á ser un número regular, con las que más tarde pudieron dar veladas elegantes, y pasado algunos meses hasta hacer bailar.
Por supuesto, si estaban encantados de su instalación y aceptaban para ellos los cumplidos de su buen gusto, apenas se mostraron agradecidos, por la forma, á los primos que tanto tiempo consagraron en su obsequio; que si mantenían con ellos cordiales relaciones, en el fondo no los estimaban ni pizco, pero el saber vivir, el parentesco y el amor á la paz, les hacían aparecer otra cosa.
Ni Raoul ni Mercedes tenían más confidentes que sus padres; y si por imposible hubieren sentido la necesidad de explayarse fuera de ellos, de fijo que no habrían elegido á sus frivolos y casquivanos primitos.La sociedad que formaba las reuniones del joven matrimonio Esternay era, como salida de la casa de los Renfijo, compuesta do señoras honradas, de jóvenes pudorosas, de hombres dignos y do jóvenes que poseían esas prendas que en general se van perdiendo en ellos en todos los países: el respeto de sí mismo, la actitud respetuosa con las damas, la deferencia no menos respetuosa á la edad y posición, saber callar y escuchar, y, cuando les llegue su vez, hablar con esa mesurada expansión tan agradable en la juventud.
Las reuniones llamadas de conversación eran las más agradables porque eran las menos numerosas; y no porque Esternay, que con su nulidad y Yolande con su inexperiencia, podían dirigirla ó alimentarla con acierto, sino porque á ello contribuían Renfijo y su señora con Raoul y Mercedes, en quienes la conversación era un don. Ea la pieza contigua había cuatro mesas de juego para los que no pueden privarse de su partida; nadie había llevado allí la reciente pasión del bésigue, que cada uno es libre
de jugar con tal de que no absorba á casi todos los presentes, dejando callados y desairados á los que no juegan.
Cuando un embajador veneciano introdujo la basselie (especie del faraón, que Luis XIV acabó por prohibir) Fontenelle decía: <<Esta maldita basselle ha venido á despoblar el imperio del amor, y es la mayor plaga que podía enviar la cólera del cielo; podría llamarse á ese juego el arte de envejecer en poco tiempo.>> Hoy podría decirse que el bésigue ha venido á matar el encanto de esas conversaciones que hacían pasar las horas sin contarlas.
Hay tantas y tantas cosas de qué hablar, cuando se sabe discurrir, y tantas las maneras de decir, que no se necesitan historias escabrosas ni sucedidos escandalosos para mantener la conversación á una altura que deleite si es seria, que distraiga sí es amena. Todo lo que allí se decía podían oírlo y comprenderlo las señoritas, sin esa funesta costumbre de decirlas que se marchen á la otra pieza en tanto se dice lo que no deben oír; corriéndose el riesgo, si la educación no ha sido esmerada, de que escuchen detrás de las cortinas ó se pongan á cavilar en qué cosas pueden acontecer que no deben saber. Cuando ven que se vacila en decir algo porque están presentes, dicen: <¿Me voy mamá?> todo eso es peligroso.
Esternay y su mujer eran demasiado jóvenes é inexpertos para comprender la dicha de verse rodeados de una sociedad honrada; ilustrada y agradable, observando las reglas del sabor vivir, á lo que jamás le venia la idea de salir esa situación para encumbrarse, brillar y alcanzar en un mundo frívolo y á veces mal sano, goces ficticios que acaban con la tranquilidad, porque aumentan los deseos, en vez da aquel sereno encanto, de esa paz del alma en que se deslizaban los días de su existencia. ¡Feliz el que reflexiona y limita sus votos á que el cielo le mantenga en esa aurea mediocritas social, en que le plugo colocarla!
En tanto la pobre viuda, encerrada en su aposento, no salía más que á la iglesia, no sonreía sino cuando entraba á verla su hija idolatrada que iluminaba su alma, cual un rayo de sol alumbra de
Una vez que, con su cara hermana, discurría sobre los pecados mundanos, le dijo Zoé que hasta ella habla llegado que una gran pecadora muy mundana se complacía públicamente en declarar que para ella era muy divertido el pecado mortal (1), y esto la hizo tan penosa impresión, que se propuso mentalmente consagrarla sus preces y penitencias.
Yolande no comprendía aun que la felicidad de esta vida, que tiene en la otra eterna recompensa, consiste en la conciencia tranquila, que no puede dar á una mujer sino la pureza de su conducta, para verse libre de sustos y peligros, de zozobras y remordimientos, que no conoce la placidez celestial do las que no turba el sueño un pensamiento que no puedan elevar A Dios.
La impresión primera de cuando vino á París, se había arraigado en ella ahora que, viviendo aquí, podía ver y comparar, juzgar y apetecer más aún lo que su ambición le había hecho sólo entrever. No lo decía, pero era un roedor para su autor propio no figurar esa esa sociedad brillante que da el tono es el pasto de las conversaciones y de las ditirámbicas descripciones de los diarios de la mañana.
Su lectura es lo primero que preocupa á las elegantes al despertar, y después de los primeros bostezos y de la señal da la cruz, que es de suponer no olvidan, recorren con avidez lo que dicen de las fiestas á que han asistido la víspera, para ver si están sus nombres, y lo que ha pasado en aquéllas á que no asistieron, sintiéndose vejadas y desabridas cuando se añaden cumplidos á nombres que no son los suyos. Sin embargo, si se achaca á muchas que, cuidan de enviarlos para que no se olviden, también hay muchas damas que sinceramente sienten ver impresos sus nombres y, cuando pueden, impiden que se publiquen. Muy antigua es esa costumbre de publicar diarios de los sucesos sociales. Los griegos tenían Las Efemérides; los romanos los llamaban Acta diurna, que hacían las delicias de las damas, según dice Juvenal, y Tácito refiere que se leían en los ejércitos. Aunque no eran sino simples noticias, se temían los comentarios que los acompañaban, y Domiciano, siguiendo el ejemplo de Tiberio, vigilaba la redacción. Cesaron ea la edad media, pero cuando se descubrió la imprenta siguió esa costumbre á través los siglos hasta la célebre y temida Gaceta de Holanda, que hablaba de toda Europa á fines del siglo pasado y concluyó con la extraordinaria libertad de imprenta que otorgó la revolución francesa.
Esos picaros diarios parisienses no daban nunca cuenta de las recepciones de Yolande, ni nunca veía tampoco que á las elegantes asistiera ninguna de las personas que iban á las suyas, y esto le exasperaba hasta el punto de que sentía deseos do venganza, y de buena gana habría pegado á Raoul y á Mercedes. ¡Qué baño de agua rosada habría tomado cada vez que leyese que á las grandes recepciones de la señora Esternay acudía el «todo París elegante», y á las pequeñas las que habían sido triées sur le volet (entresacadas de lo más escogido) y que alli todo era elegante, chic, chic!
¡Chic! ¡chic! Este vocablo seductor y deslumbrante para la gente frívola, había penetrado en los oídos de Yolanda y asomádose en el cerebro con tal fuerza, que fué como el germen de una locura. Los locos, aunque sean mansos, no reparan en nada, y toda gasto, sacrificio, escrúpulo y aun humillaciones, estaba dispuesta á deponer en el ara que podía servirle de pedestal para codearse y aun intimarse con las chics más celebradas.
Lo primero que se le ocurrió, para empezar á intentarlo, fué llamar la atención haciendo volver á pintar les carruajes, que el buen gusto de Raoul había ordenado obscuros, y, sin consultarle, dijo al maestro de coches los pintara con colores en que los rechampis (de un color el fondo y de otro al lado) fuesen tales quede lejos llamaran la atención. Puso nuevas libreas lujosas y chillonas, como si quisiera rivalizar con los carruajes-réclames, ó con la famosa carretela del Hipódromo, que perteneció al celebérrimo duque Brunswich, de risible memoria.
Menos habría bastado para llamar la atención en las calles, y cuando llegaban al paseo del Bois de Boulogne, producian una risa repentina y miradas que atribuían á su lujo y elegancia. Los que acostumbran ir á ese paseo, acaban por conocerse de vista, y les dieron en seguida carta de naturalización en la falange de los rastaquoéresó cursis que pululan y son blanco de pullas y burlas sin piedad
Yolande era bonita, vestía con lujo, así que ella y sus coches eran objeto de la curiosidad general. En la estación propicia en victoria y en la otra en berlina, se la veía circular en París, ir á tiendas elegantes, para ver y que la vieran. Una nueva cara agita á los jóvenes y azuza su amor propio, creyendo han de ser distinguidos y llamados; así que la miraban con tanta más impertinencia que querían llamar la atención, y empezaron á dar pasos para conocer á los rastaquoéres de provincia, pues los hay de todos los paises. Ella estaba encantada de su éxito, y bien se percibían de ello los futuros capigorrones de su casa. Muy divertido es observar á algunas damas cuando se perciben que las miran, por la actitud estudiada que toman, como si les fuese natural ó estuviesen distraídas, pero no se la pegan á los corridos.
Existe en el Bois de Boulogne un bonito Club descubierto, en que se tira al pichón en el verano, y se patina en el invierno, al que acuden las familias elegantes, en donde reina la alegría y á donde acuden, tengan o no flirts, pues hay damas tranquilas que no los tienen y se contentan con el efecto que producen sus bonitas caras y sus elegancias. Fuera de sus miembros, dan permisos, pagando, á los que se les recomienda: y aunque Raoul y Mercedes habían aflojado un tanto en servir á sus primos, y éstos no lo sintiesen porque tenían sus planes de encaramarse sin su auxilio al pináculo elegante, consintió Raoul en procurarles el permiso, pero sin acompañarles.
Apenas apareció esa pareja rastaquoère ó cursi, empezaron las risitas disimuladas, las chafalditas en voz baja y las miradas indiscretas de damas y caballeros. Ni faltaron algunas que criticaron su presencia alli; otras respondían que no había por qué sulfurarse, y las más lanzadas, para quienes el placer es un hormiguillo constante, opinaban que debía hacerse su conocimiento, pues era bonita y rica, y se podía domesticarla, quitándola lo que pudiera quedarle del pelo de la dehesa, citando con razón á otras rastaquoéres que habian sido admitidas, aún por enlaces, sin ser tan bonitas ni tan ricas.
Los pobres andaban por allí mustios y aislados, como gallinas en corral ajeno, pero algunos elegantes empezaron á revolotear en torno suyo, hasta que el más osado, el vizconde de Bozel, dirigió la palabra á Esternay con pretexto de que le había visto en otra parte. El babieca se puso encantado y con vino en que asi era, lo que animó á Bozel á presentarle los amigos que con él estaban. Lo cual, visto por la baronesa de Pessac, llamó á Bozel y le dijo que le presentara el matrimonio.
No cabían allí de anchos; la Baronesa estuvo muy amable, interrogó poco á Yolande, pero con la habilidad de un juez de primera instancia, y la dijo fuese al día siguiente á verla, pues una joven nueva en París necesitaba consejos, y si los suyos y la protección que podía dispensarle podían servirle, se ponía á su disposición. Ellos se manifestaron agradecidos con palabras y reverencias á la vez que tenian algo de cómico. La Baronesa veía en Yolande una recluta útil para su mesnada, alegre, elegante y gastadora, siempre dispuesta á divertirse, y una casa de que podía disponer y hacer dar fiestas que nada le costarían, ea donde se divertirían como acostumbraba.
Al regresar estaban radiantes y miraban á los transeúntes como si quisieran que adivinaran que venían de una sociedad chic.
Madame de Girardin decía: « Hay mujeres que vienen al mundo grandes damas, otras burguesas, otras zapateras ». — Otro escritor contemporáneo dice « que las mujeres son todas buenas ó malas, según el hombre que las guie, como los caballos de pura raza. »
Nada puede juzgarse de una manera absoluta, pues las excepciones en pró y en contra son demasiado frecuentes en esos aforismos. Desde el palacio hasta la cabaña, el corazón humano es el mismo, la índole y la educación hacen que la manifestación de la virtud ó del vicio no sea la misma en todas las clases; pero en todas ellas se puede admirar la belleza de la virtud ó lamentar la fealdad de los vicios.
La educación y el ejemplo ejercen grande influencia en las mujeres; pero hay naturalezas que se rebelan en su día, sea para protestar contra el molde que han dado testimonio, sea contra el bien que no han querido imitar. Las hay que mientras han tenido que obedecer, no hacían sospechar que eran aguas mansas prontas á desbordar el día de su emancipación; las hay alegres y turbulentas que asustan con sus ímpetus, y que luego son esposas admirables; las hay que habiéndolo sido largo tiempo y citadas como modelos, de repente asombran por el desbordamiento de su ruidosa conducta las hay que nacieron, vivieron y murieron buenas ó malas pero en todos los casos echan por tierra las teorias de los que sujetan á reglas el corazón del bello sexo.
Por eso no puede someterse á ellas el de la barenesa de Pessac, sino tomarla y presentarla tal cual es. Era muy guapa y lo sabía bien á juzgar por su actitud que era una pose perenne, tan familiar en ella, que á solas en su tocador había de poser delante de su espejo. Eso que su llama pose es un achaque muy común en que cada uno cree llamar la atención estudiando su actitud, sus gestos, sus miradas para producir efecto, como si fuera natural. Joven, soltera, osada y sin escrúpulos, quiso disputarle á una rival en belleza y posición al hombre que tenía á sus pies, y á esa satisfacción de amor propio añadir una buena expeculación casándose con él. Obtenido ese ruidoso triunfo, satisfecho su amor propio y envidiada su nueva posición, ya no conoció freno para domar sus pasiones, á las que dió rienda suelta en medio de una sociedad que en vez de castigarla, la convidaba y la acogía como ornamento indispensable de toda fiesta chic. Viuda poco tiempo después, menos reparo ni escrúpulo encontraron sus vicios y el cinismo con que los ostentaba, que no la impidieron casarse segunda vez, por pura conveniencia material, lo que prueba que siempre se encuentran hombres imbéciles ó fatuos que se deslumbran con el oropel de las mujeres á la moda sin curarse de la moral ni de los peligros que ocultan, ó consienten de antemano en ese papel indigno y desairado que les hace asquerosos á los ojos de las personas dignas. Encenegada en sus vicios, segura de la impunidad, ebria de su éxito y de su influencia mundana, lo que no hace el elogio del círculo en que vivía, se creyó todo permitido sabiendo que en estos tiempos todo se tolera, y más á ella, una de las reinas á la moda, satisfizo sus caprichos y probó su imperio y desprecio del que dirán, rozándose con actores celebrados. Llamábase descaradamente á sí misma << fin de siglo >>, y profesaba la doctrina de que no se está en este mundo más que para satisfacer, en cualesquiera circunstancias y situaciones, las pasiones y apetitos de su temperamento; y si, como Epicúreo, hubiese expuesto sus doctrinas á sus discípulos en su jardín, le habria dejado atrás de sus teorías, pues á lo menos el filósofo griego recomendaba también los goces da la inteligencia y del corazón, y ella no se curaba de la una ni sentia el otro.
En esa vida frívola y pecaminosa se deslizada la existencia de esa escandalosa mujer, siempre ávida de divertirse y de gozar de la impresión que producia — que no siempre sospechaba era la del asco en la gente de bien; — para la que no había ni moral, ni respeto humano, ni Dios, ni eternidad.
¡Y esa era la mujer en cuyas manos había caído Yolande, de la que iba á sacar todo provecho para divertirse en las fiestas que la haría dar en la vida chic! ¡Y esa era la mujer por quien la santa madre de Yolande pedía al cielo la trajese al buen camino desde que oyó horrorizada que había dicho que nada la divertía más que el pecado mortal!!!
La Baronesa no perdió tiempo y quiso que Yolande diera un baile en seguida, yendo á la casa para visitarla y dar sus órdenes. Todo lo encontró de muy buen gusto, y comprendió que no era el de una ricacha de provincia, sino de un entendido parisiense; pero fingió mil cumplidos á Yolande, que aceptó ufana, olvidando al buen primo á quien lo debía. La Baronesa indicó en donde debían ponerse las plantas y flores, la orquesta, el aparador y mesitas para cenar después del cotillón, calculando el número de personas que podían convidarse para que no hubiera apreturas que ajaran su traje y la impidiesen lucir en terreno despejado.
Se sento después y pidió a Yolande la lista de sus conocidos, que dió temblando, y la otra leía haciendo momos que indicaban lo que desconocía y desdeñaba esos nombres.
— Amiguita mía, es preciso barrer todo eso le dijo poniendo la lista sobre la mesa
—¿Conoce usted a los Renfijo? — le dijo, temiendo que su omisión le trajere disgustos.
— Figo, figo: jamás podré pronunciar ese nombre; me huele á la jota española, que sólo los alemanes pueden pronunciar. ¿Por qué me lo pregunta usted? ¿Son parientes ó amigos?
— Muy lejanos — sin decir si eran parientes ó amigos; pero á esa ingratitud y descaro le daba alientos el afán de someterse en todo á la Baronesa para ser chic.
Se grabaron las invitaciones en que ella añadió el apellido de su marido la partícula de, que es en Francia distintivo de nobleza, en lo que no hizo más que seguir el ejemplo de los muchos que se lo atribuyen, y gracias que no se dio título, imposturas que acaban por aceptarse. La Baronesa envió las invitaciones á sus conocidos, poniendo manuscrito: « De parte de la baronesa de Pessac. >> Yolande las vió despachar orgullosa y risueña al releer los nombres en los sobres. ¡El del matrimonio de Esternay en los salones chics! ¡qué gloria!
Cuando se encontró con sus primos, les dijo: « Doy un baile dirigido por la baronesa de Pessac, con quien he hecho conocimiento, y está muy amable conmigo y va á introducirme en su sociedad. No os convido porque os fastidiariais...
— ¿Y cómo sabes que nos fastidiariamos?
— Como no conocéis á esa sociedad...
— Ni querríamos conocer tampoco, respondió airado Raoul, á esa mujer da malas costumbres...
— Esas son calumnias que han llegado hasta tí, y...
— Y bueno es que sepas que tu madre sabe, por casualidad, lo que es, y la matarías de pena si supiese que ella es la que te introduce y proteje en esa sociedad chic, como la llamas, es decir, frívola y descarada.
— No lo es, y en todo caso mamá no la sabrá; no recibe á nadie ni lee periódicos, y á menos que tú...
— ¿Por quién me tomas? ¿Crees que me voy á meter en lo que no me toca, siquiera me duela tu insensatez, y me crees capaz de dar semejante pesadumbre á la más santa de las mujeres?
Y le volvió la espalda: la ruptura era completa, pero la madre de Yolande la ignoró por supuesto, y la familia Renfijo sintió por esta más desprecio que inquina, á pesar de que la había barrido.
« Todo cambio en nuestra vida es para nosotros un peligro, pero al que no le falta lo necesario y no puede quejarse de su situación presente, es una verdadera locura renunciar á sus hábitos y cambiar su condición. »
Esto decía Numa Pompilio, según refiere Plutarco, y esto puede repetirse dos mil seiscientos años después.
El que se cree feliz con lo que posee y el que se resigna á no alcanzar lo que legítimamente debía esperar, obran el uno con cordura y el otro con virtud.
La ambición, el deseo de elevarse es muy natural, y no es vituperable; antes merece protección cuando aquello á que se aspira es razonable y merecido. Todos deben hacer lo posible para alcanzarlo con cordura en la conducta y moderación en las aspiraciones. Á veces sucede como si la Providencia llevase de la mano, y poco á poco concede prosperidades que asombran á los favorecidos porque no las soñaban siquiera.
El soldado que está sujeto á la férula de un cabo, no sueña será general; el dependiente á quien hace trabajar el banquero, no sueña serlo y millonario; el obrero que trabaja doce horas al día, no sueña será propietario de fábrica; el simple escritor no sueña será ministro; el simple abogadillo no sueña será honra del foro; el agregado sin protección no sueña será embajador, y en fin, un pobre no sueña ser millonario. Y sin embargo, todos los días se ven generales, banqueros, fabricantes, ministros, magistrados, embajadores y millonarios que, cuando vuelven la cara atrás, han de preguntarse asombrados, al contemplar su punto de partida, si realmente son ellos mismos los que están en tan culminante posición.
Una mujer pobre no sueña heredar un tesoro; una pobre y hermosa no sueña encontrar un millonario que se case con ella; una rica y casi ignorada del estado llano no sueño ser princesa, duquesa u otro titulo; y sin embargo, se ve luego millonarias á las pobres, lo mismo que á las hermosas humildes, y á las otras con nombres aristocráticos y brillar en la alta sociedad.
En todo eso han favorecido las circunstancias y la suerte ha sido propicia; pero es peligroso forzar las situaciones con impaciencias y medios absurdos que traen desilusiones amargas y comprometidas. Solo al genio es dable forzar, romper, destruir los obstáculos que encuentra en su camino, y el genio no se halla á la vuelta de cada esquina: el genio se impone y avasalla ofuscando con el brillo de su gloria.
Á Yolande no podría echarse en cara su deseo de elevarse y penetrar en la alta sociedad. Joven, bonita, rica, inteligente y elegante, era natural lo intentase; pero entró de mala manera en un centro poco respetable, siquiera á la moda. Fácil le habría sido invocar el nacimiento de su madre entre los que supiesen quién era su familia, y ponerse bajo la protección de una dama respetable y virtuosa, como hay
tantas en la aristocracia, que habria tenido tanto más gusto en presentarla, cuanto tenía mayores títulos que los desconocidos de tantas rastaquoéres de origen dudoso y aun conocidamente poco recomendables.
Bien aconsejada y dirigida, habría tomado con moderación los placeres mundanos, observando cortés y prudente conducta con las damas peligrosas, sin intimarse con ninguna, gozar de las fiestas y halagar su amor propio, tan natural á su edad. Esa moderación habría hecho que cuando acudiese á una fiesta, tuviese para ella más novedad que si fueran cotidianas, dejándole gustar los goces tan bellos y tranquilos del hogar doméstico, que imponen tan gratas ocupaciones, y encontrar en el seno de la familia el contento y la paz del corazón que no puede procurar el ruido mundano.
Pero la picó la tarántula del chic y la descompuso la máquina del cerebro como la de un reloj en que, roto el muelle, corre á escape la cuerda hasta que salta. En su inexperiencia por la edad y por no haber vivido en París, no veía el riesgo del contagio que la llevaría á una conducta que ciertamente no buscaba ni sospechaba, hay que hacerle esa justicia; pero
tenía fatalmente que sucumbir ante el ejemplo, ó no ser chic; viendo además la impunidad de faltas sobre las que no caían centellas del cielo y aqui abajo recibían como galardón la acogida festiva que se hacía á las damas entre quienes iba á empezar su noviciado.
Llegó la noche del baile, y desde las diez estaba Yolande, con elegante vestido de la Doucet, rival de Worth á la entrada del primer salón con el memo de su marido y la Baronesa para presentarla los convidados que iban llegando. El convite era á las diez, pero una dama exacta es rara avis in terris, y hasta las once no empezaron á llegar. Decía uno que si Dios hiciera publicar en todos los rincones del mundo que el primero de enero, desde las doce á la una del día, repicaría las campanas y dejaría entrar en el cielo á todos los que llegaran á tiempo, pero que á la una en punto cerraría las puertas por toda la eternidad, inmensa cantidad de mujeres llegarían demasiado tarde, y en la noche misma no estarían aún prontas.
Todos los días se ve que no se curan de la hora,
llevan el reloj como adorno, y de fijo que no agradecen al Papa Silvestre II que, siendo el religioso Gervert, inventase el reloj hace más de nueve siglos.
La gente está siempre pronta á acudir á donde hay fiestas, y pocos son los que no se prestan fácilmente á ir á las casas que se abren por primera vez, sin estar ya bien acogidas; pero la Baronesa había llevado allí su sociedad elegante. Todos en el fondo creían hacer un honor á los rastaquoères, así que no gastaban muchos cumplidos, y el bullicio y movimiento dió gran animación al baile, sin curarse apenas de los anfitriones. El baile pasó como pasan todos y como dice un ilustre jesuita: « Perecía aquello un convulso revoltillo de joyas, plumas, flores, telas vistosisimas y mujeres medio desnudas, entre las que se destacaban las manchas obscuras[7]de los hombres, revolviéndose entre ellas sofocados y sudosos, como un enjambre de gusanos negros que hubiera fermentado aquella compacta masa de mundo, demonio y carne... viendo desfilar con la misma amable sonrisa grandes nombres y grandes vergüenzas, inocencias completas y malicias refinadas, honras
sin tacha y reputaciones escandalosas, barajadas y confundidas en aquella casa, sin disputa alguna noble y honrada, por la impúdica y funesta tolerancia de las grandes sociedades modernas. »
El vizconde de Bozel, protegido de la Baronesa, la secundaba en vigilar que todo marchase bien, entendiéndose con la orquesta y con el repostero, y preparando los regalos y demás accesorios del cotillón, que bailó con Yolande, con la que muchos jóvenes habían bailado rigodones y valses. Éstos jóvenes, por costumbre, porque creían lisonjearla, y también en su fatuidad, para preparar el porvenir, la colmaron de requiebros, que oía por la primera vez, y le parecieron música agradable, ya que ni de soltera ni casada la habían regalado así el oído. Comprendió que esos requiebros eran moneda corriente en esa sociedad, pero, a fuer de hija de Eva, los encontró merecidos; los de Bozel privaban.
Á las cinco de la mañana se marchó el último convidado, y en medio de flores marchitas por el calor, de velas medio consumidas, de mesitas de la cena con restos de lo que se había servido con buen gusto y eran ya repugnantes á la vista y al olfato, y cuando se habían refrigerado los músicos se miraron gozosos Yolande y Esternay, y éste no encontró otro modo de manifestar su alegría, que bailando una especie de zapateado con gestos y gritos. Yolande, que no era tonta, dejó su regocijo para su corazón que rebosaba de satisfacción, y ambos se retiraron orgullosos de haber recibido una sociedad chic.
La Baronesa no había descuidado de dar al reporter que conocía, la lista de convidados, los detalles de la fiesta, los regalos del cotillón, que todo París pudo leer, inclusos Raoul y Mercedes, que se preguntaban asustados en qué pararía todo aquello.
Había transcurrido más del año que el Marqués había pedido para resolver. En los cuatro enamorados se había arraigado el amor con más fuerza cada día, conservando en el afecto la ternura y dignidad propias de los sentimientos y educación de cada uno. Raoul no menudeaba las visitas, y el Marqués no eludía su presencia; acabando por encontrarle enteramente de su agrado, porque sus ideas religiosas, políticas, sociales y literarias eran idénticas á las suyas, y discurrían largamente y con gusto siempre que se veían. El porte del simpático joven cautivaba al Marqués, lo que causaba naturalmente un jubilo callado á Irene; pero lamentaba en sus adentros que no reuniera todas las condiciones de su familia, y lo que sentía su corazón solía debilitarlo su razón. Sylvain iba con la frecuencia á que se le brindaba á casa de los Renfijo, y él y Mercedes eran, por consiguiente, más felices.
Raras son, por fortuna, las madres en quienes la razón de Estado aboga el sentimiento filial, y son siempre intermediarias, tiernas y bienhechoras, con los maridos cuando se trata de los hijos, por los que un padre, por mucho que los quiera, no puede sentir esos estremecimientos del alma que producen los que son pedazos de las entrañas de la mujer que los dió á luz con dolor, para ser luego su encanto e idolatría. Así que poco á poco, con ese tacto, suavidad y sutileza con que las mujeres saben obrar cuando se proponen un fin, había tratado de ablandar y convencer á su marido de que sus hijos encontrarían su felicidad en seguir las honradas aspiraciones de sus corazones, sin que hubiera desdoro para su lustre, ni fuera tanta la diferencia que encontraba en las familias la severidad del Marqués. Nobles eran, al fin, siquiera sin grandes títulos ni grandes bienes; y más valía aliarse por amor con quienes tienen hechas sus pruebas de honradísima conducta, grande ilustración y de todos los sentimientos que enaltecen, que ceder á la razón de Estado que no siempre engendra el afecto y estima que asegura el porvenir.
El Marqués tenía demasiada nobleza en el corazón para no sentir y comprender esas razones, pero sentia apartarse de esas tradiciones - sin desconocer, y aun estimando, el nacimiento de virtudes de la familia Renfijo - que llegan á ser un culto de que ciertas familias aristocráticas no han osado apartarse, resistiendo con firmeza á las ideas de las revoluciones políticas y sociales, y dando el ejemplo de que sus creencias y costumbres son más fuertes que la corriente á que se han dejado arrastrar otras al abismo de que no han podido salir; todo era en aquella casa noble, generoso, cristiano y respetable.
Pero el Marqués amaba á sus hijos, le dolía no ceder á sus deseos, temía que si no eran felices se lo echasen un día en cara y aun disminuyese el cariño que le profesaban; la voz de su mujer había tenido siempre en él benéfica influencia, y no quería, tratándose de sus hijos, que fuera la vez primera que desoía sus ruegos y consejos.
Cediendo á un impulso sincero, dijo á la Marquesa que consentía en los dos matrimonios, y que como no gustaba de hacer las cosas á medias, todo lo haría tan bien como se había propuesto hacerlo en sus primeros planes: una de las primeras cosas que pidió fué conocer a los padres de Raoul.
No hay para qué encarecer cuánto se agradaron ambas familias, cuánto se comprendieron; y el Marqués tuvo que convenir á solas con su mujer y sus hijos que no valían menos que las familias con quienes había pensado aliarse, y valían más que otras que se habían unido á las de su propia alcurnia y posición.
XIV.
Una de las cosas más agradables para los enamorados es hacer planes para cuando estén casados. Irene hablaba siempre de viajar, de conocer países y costumbres; y como á Raoul le pasaba lo mismo, convinieron en viajar largo tiempo, y á fuerza de hablar de ello, se le ocurrió á Raoul que podía hacerse nombrar agregado á una embajada de España.
Sylvain y Mercedes, por lo contrario, encontraban sus gustos de acuerdo para vivir en el campo la mayor parte del año; y como el Marqués le cedía uno de sus dos castillos, - el que está á hora y media de París - convinieron en pasar en él ocho ó nueve meses del año, viniendo aquí en la estación de fiestas, no por el deseo de gozar de ellas, sino porque entonces se encuentra reunida la sociedad, y era preciso y razonable cultivar sus relaciones.
Todo sonreía a todos, y si Mercedes iba á ser rica y condesa de Fleurance - en tanto que era Marquesa - Raoul, además de rico por su mujer, se encontró como llovido del cielo, con el título de marqués de Villaluzón. Su tío había hecho grandes servicios en Filipinas, ya en mejoras materiales, que había introducido para bien de la población, ya en los estudios morales que había organizado, y, últimamente había sido heroica su conducta durante el cólera. Era muy popular, muy entendido, y en todo tan desinteresado, que llegó á ser unánime el deseo de que el gobierno le diese un testimonio público de reconocimiento y ese voto popular, ratificado y encomiado por las autoridades, decidieron al gobierno á concederle el título de marqués de Villaluzón, sin duda porque la primera isla de aquel archipiélago se llama Luzón. Pero no teniendo hijos, quiso cederlo á su sobrino, en memoria del cariño que tenía por su hermano, en tanto le dejaba lo que allí había podido adquirir.
Las familias convinieron en que ambos matrimonios se verificarían el mismo día; pero no en una gran parroquia, con el boato y ruido de las grandes bodas, que son realmente espectáculos públicos, sino en la Nunciatura; y como su capilla es muy exigua, era pretexto para no convidar sino á los amigos más íntimos.
Los reporters, que andan á caza de noticias del high-life, y van á las alcaldías á ver qué matrimonios de marca están ya anunciados en sus paredes, publicaron enseguida los de las familiar Fleurance y Renfijo, y uno de los diarios de la mañana los anunció en estos términos:
<< Dos matrimonios aristocráticos. >> Son ya oficiales el del conde de Fleurance con la señorita doña Mercedes Renfijo: su padre es español y su madre compatriota nuestra; y el del hermano de esa señorita, que acaba de heredar el título de marqués de Villaluzón, con la señorita doña Irene de Fleurance. » Toda la aristocracia se ha apresurado á dar los más cordiales parabienes á esas dignisimas y respetables familias».
XV
La mañana en que salió ese suelto, habían tenido que ir á las diez Yolande y su marido á un encierro chic, á la parroquia de Santo Tomás de Aquino. Vestía un elegante vestido negro, y al concluír la misa puso una <<cara de circunstancias>>, como se dice aquí, al saludar á los parientes después de los funerales, como si la muerte fuera su mejor amiga. Si la difunta hubiera sido otra, de fijo no se molesta en salir tan temprano para ir á la lejana parroquia, y la habría dejado marchar al otro mundo sin echar al ataúd el agua bendita: eso la había impedido leer los periódicos.
Al volver á casa y mientras preparaban el almuerzo, se puso á leerlos; y al tropezar con el suelto dió un grito y un salto, volviendo á caer en el sillón con los ojos fijos en el suelo, como si soñara.
De repente se levanta y muy agitada se pone á dar vueltas en su cuarto, exclamando: << ¡Raoul va á enlazarse con una de las más nobles familias del barrio de Saint Germain, y va á emparentar con lo más selecto de la aristocracia! ¡Y es Marqués, y Mercedes será Condesa, y llamarán tíos y tías, primos y primas á esas grandezas!... Raoul y Mercedes son mis primos hermanos y no valen más que yo; pero esos enlaces van á darles una superioridad sobre mí de que quizás abusen para vengarse y hundirme. ¡Y no sólo no puedo hacer estallar la rabia que me causa esa desigualdad de situación, sino que me pesa haber reñido con ellos por el mal que puedan hacerme y por que no podré ser aceptada públicamente como parienta de los nobles de Fleurance! ¿Qué hacer? Disimular, mentir, y por el momento correr á ver á mis amigas para que sepan que soy prima hermana de un Marqués y de una Condesa, de lo más grande de la sociedad.
Y empujando nerviosa el botón de la campanilla eléctrica, acudió corriendo la doncella temiendo hubiese ocurrido algo grave. - ¿No sabe usted que mi primo Raoul es Marqués y mi prima Mercedes es Condesa y que soy parienta de la aristocracia? Dígalo usted á todos y que no quede bicho viviente en el barrio que lo ignore... ¿Pero qué hace usted ahí parada? Corra usted, vuele y haga que el cocinero se despache con el almuerzo; que vuelvan á enganchar la berlina, y prepáreme usted el vestido de paño verde con zibelina y el sombrero adecuado, que ya no me tarda que mis amigas lo sepan y me feliciten, ¡Prima hermana de Marqueses y Condesas! ¡Oh, qué chic!
Y al salir dijo la farsante al portero: - Si viene mi primo el Marqués, dígale usted que no he podido esperarle. El portero, que jamás había visto allí un primo Marqués, vió alejarse la berlina sin comprender una jota.
Naturalmente, la Baronesa fué la primera á quien se apresuró á hacer saber que era prima de los Renfijo, explicando su silencio hacia ellos y el no haberlos convidado, porque estaban enamorados y no gustaban de fiestas. Diez minutos estaba en cada casa, agitada, febril al hablar de que eran sus primos hermanos el nuevo Marqués y la nueva Condesa, y en una casa hasta lo gritó á través del elevador á una dama que vió pasar por la escalera.
Volvió á su casa con la esperanza de que todos repetirían en París tal parentesco, y tuvo la audacia ¿qué no da el chic? de escribir á sus primos felicitándolos y esperando que en su nuevo estado se reanudarían unas relaciones que siempre le habían sido tan agradables. Y volvió á salir, y fué a casa de Aucuc á encargar un servicio de vermeil para postres, lo más acabado que pudiera salir, para Raoul, y en casa de Boucherón compró un rico brazalete para Mercedes, comprando también lo que Esternay debía darles.
Le dieron la callada por respuesta, y más tarde tuvo el humillante desengaño de que devolvieran los regalos.
Sin embargo, la familia Renfijo no quiso dar un disgusto á la virtuosa madre de Yolande ni exponerse á imprudencias de ésta y á tonteras del manequí de Esternay, que trajeran historias y disgustos públicos, y resolvieron convidarlos á la boda, salvo á alejarles más tarde; pues no era de su dignidad ni de sus gustos cultivar relaciones con ingratos que les desdeñaban cuando les consideraban pobres y obscuros, y ahora se humillaban ante ellos porque eran felices y en brillante posición: llevaron en el pecado la penitencia.
La ingratitud, tan común por desgracia, es un defecto despreciabilisimo, que subleva á todo pecho honrado; los que tienen corazón bien nacido saben sentir las tiernas emociones del agradecimiento, la dulce satisfacción de estar satisfechos de sí mismos y de mostrarse en todo dignos y cumplidos. Cuando se tiene la desgracia de esa vileza, el más vulgar buen sentido aconseja se finga la gratitud para aparecer como se debe á los ojos de los demás, que no pudiendo leer en el corazón si hay sinceridad, pueden tomar como moneda de buena ley las falsas demostraciones de ese saber vivir, y se conforman con ellas.
Hay corazones que nacen con irresistible propensión á ser útiles o agradables, y lo son, aun cuando no se les pida, por el goce interno que tienen de procurarlo; si se ven pagados en ingratitud, se indignan y estallan, siquiera en silencio, porque los corazones levantados se sublevan cuando se hace con ellos lo que su conciencia les dice que serían incapaces de hacer con los otros; y sin embargo, vuelven á servir á otros y á otros más, sin que el escarmiento domine la inclinación: y así pasan la vida en rasgos de cariño y de abnegación, llegando al fin de aquella contemplando lo engañados que han sido por su propio corazón, y no ven en el vacío que forman los favorecidos, cuando pasan al lado con descarada serenidad, dar siquiera un mudo apretón de manos que revele un recuerdo agradecido: el servicio les pesa, les irrita, y obran sin vergüenza: ¡almas viles que inspiran un irritante desprecio hasta que llega la hora del perdón!
¡El perdón! virtud tanto más meritoria cuanto es más difícil de practicar; pero desgraciadamente no siempre se aprecia ni se comprende se les haya concedido, y no tratan de obtener también el olvido por una actitud decente en vez de la innoble que agrava sus ofensas. Hay seres que han sido predestinados á ver el bien que han hecho pagado en ingratitud, y aun en despecho de los favorecidos, y podrían escribir un volumen antes de bajar á la tumba.
En Yolande, la locura del chic había ahogado la decencia de los sentimientos en que había sido educada, y Esternay tenía un corazón seco como su meollo. Por vanidad la una y por tontera el otro, y ambos porque tenían dinero, creian que la recompensa de lo que con ellos se hacia era el honor de servirles, como si todos los tesoros del mundo pudieran sobreponerse al valor moral y á la estima de la gente digna y respetable, que tienen derecho de poner bajo la planta su dinero y su necio engreimiento. Él les da la pretensión de mirar de arriba abajo como el cernicalo lagartijero que quisiera cernerse sobre el águila real. Los millonarios que son caballeros no conocen la vanidad de esos sentimientos y se hacen perdonar, con tacto y con bondad, la posesión de su riqueza, lo que no impide, llegando la ocasión, muestren firmeza y dignidad. Si Yolande y Esternay hubiesen sido capaces de adivinar y comprender el desprecio que su ingrata y mezquina conducta inspiraba, les habrían salido los colores á la cara.
Los preparativos para las bodas se hicieron sin precipitación, pero sin levantar mano, y en plazo no muy largo se celebraron el mismo dia en la Nunciatura, en medio de las dos familias, los parientes y los amigos más íntimos.
Raoul y Mercedes habían dicho lo estrictamente necesario á la familia de Flourance, para que comprendieran que sus relaciones con sus primos no eran tan íntimas como pudiera creerse; y como por otro lado, era notoria la intimidad que tenían con la Baronesa, á quien los Marqueses ni saludaban siquiera por el disgusto que les inspiraba la ruidosa y poco estimable elegante, se limitaron á esa cortesía que sabe tener á distancia á las personas con quienes se ve uno obligado á rozarse sin estimarlas ni querer relaciones con ellas.
Como no hubo velada de contrato, y por consiguiente exposición de regalos, ni lista en los periódicos, Yolande y su marido no pasaron por humillación de que no figuraran los suyos, cuando se prometían que iban á hacer mucho efecto.
También les fué favorable la determinación de los recién casados. Raoul, obtenido su nombramiento de agregado cerca de la Santa Sede, marchó al día siguiente con su radiante esposa á vivir en la Ciudad Eterna, y Sylvain y la no menos radiante Mercedes, se marcharon en seguida al castillo, cerca de Paris, en que habían de vivir la mayor parte del año, y había de ser testigo de tanta felicidad y de tantas virtudes.
Esas ausencias pusieron á Yolande y á su marido al abrigo de preguntas acerca de por qué no se veían con los primos y no les daban fiestas para celebrar esos himoneos en que un amor tan acendrado había reunido cuatro corazones de prendas tan exquisitas.Yolande tuvo que resignarse á no hacerse ver con sus primos, en lo que ganaron todos, pues les habria primeado los oídos con su parentesco y títulos, y sus nobles alianzas que hinchaban su vanidad.
Se consoló en ese círculo chic de que era la Baronesa directora espiritual y de placeres, y aun pudiera decirse de enredos y chismes, tomando como entretenimiento iniciar y dirigir á Yolande en esa vida de que no sería digna a no obrase como ese conáculo retozón y mal sano. También le convenía explotarla pues siendo rica y dócil á sus consejos ó mandatos, daria comidas, veladas, tés y tomaria palcos, de que ella aprovecharía sin tocar á su propio bolsillo.
-¡Amiguita mia!- empezó por decirle,- ya que usted es de las nuestras, preciso es hacer lo que nosotras, y deje esos hábitos que tanto se critican y la ponen en ridículo, si, en ridículo. ¿Por qué va usted á pasen con su marido? ¡Vaya un estorbo! ¡Eso no es chic! ¿Acaso ve usted que vayamos con ellos? ¿De qué habríamos de hablar ni qué distracción puede haber cuando ya en casa se ha agotado todo? Bueno es ir juntos de cuando en cuando, para que se vea ó parezca que se está bien con el marido, y para que los que no conocen á uno, sepan que se tiene marido: vaya usted sola o con amiga chic. ¿Por qué hacen hacen ustedes visitas juntós? Fuera de casos especiales, cada uno las hace por su lado, y cuando por casualidad se encuentran, sigue cada uno por su camino. ¿Y por qué van ustedes á los teatros solos, sin una amiga y un amigo? ¡Buena figura hacen cuando se les ve de lejos! Y cuando se tiene casa tan amplia, ¿por qué no tiene cada uno su habitación independiente y lo más lejos posible, sin que el marido venga á colarse cuando está una ocupada con sus costureras y modistas, sus lecturas y su correspondencia? En las mañanas, en que tanto tenemos que hacer, es preciso enviar al ayuda de cámara á preguntar si la señora puedo recibir al señor.
— Como en las comedias — dijo Yolande tímidamente.
— Vamos, amiguita, deshágase usted de esos hábitos de provincia, burgueses, impropios de una elegante que anda en la intimidad de las que dan el tono: eso no es chic. Y no lo es tampoco: no tener un flirt[8], como dicen les americanos é ingleses; un attenlif, como decirnos aquí; un patito, como las italianas; un galán, como los españoles, y un namorado como los portugueses. Es preciso un joven á la moda que esté a nuestro servicio, que el público lo vea y no estemos desairadas en ninguna parte. Conozco uno que está ardiendo por ser el de usted, es mi amigo; estoy seguro de que á usted agradará, y así estaremos juntos con nuestros cavalieri serventi, como también dicen los italianos.
-Sé quien es, no me desagrada.
-Pues pecho al agua, que el pobrecillo esta auspirando. Y es preciso que Esternay se deshaga también de esos hábitos, y adopte los elegantes en que Bozel podrá iniciarlo cual ninguno; es preciso sea chic. Cada consejo de esa descocada hacía en Yolande el efecto de un vaso de champaña, y no estando acostumbrada á beber, la trastornaban la cabeza como las de chorlito que había elegido como amigas.
- ¡Ah! ¡que no vaya Esternay á hacer el ocloso! Todas caeriamos sobre él con el ridículo y no le quedaría hueso sano.
- ¡Oh, no! no hay cuidado, yo me encargo de eso.
- Pues hasta la noche, y ya que nos entendemos en todo, vamos á tutearnos, como hacemos entre nosotras y sellemos el pacto con un beso en los labios. Y se besaron como dos palomas.
Ya en la pendiente, Yolande tenía que ir dejando poco á poco los escrúpulos que la educación y el ejemplo que había recibido debían hacerle conservar, y en su vida nueva trataba de ir tan lejos como las otras para no desmerecer de ser chic y exponerse á las burlas de sus buenas amigas.
La corte que le hacía Dozel era ya pública, y á nadie asombró tuviese un galán cuando las otras lo tenían; llegando el descaro de Bozel hasta admitir las felicitaciones que le hacían por su nueva conquista.
Esternay no estaba aún acostumbrado á ver á nadie tan asiduo en su casa, entrarse de rondón á la hora que le parecía, y no sabía cómo explicarse la presencia de Bozel, el que trató de cutivarle poco á poco, cosa fácil, porque su amor propio se lisonjeaba de tener por intimo un joven chic. Por esto y porque su mujer le dominaba en todo y le hacía callar apenas empezaba á dar su opinión sobre cualquier cosa, Yolande y Bozel podían verse a cada día, y él tomaba esa actitud impertinente del fatuo que se sabe preferido, para que lo sepa el público, y creía que favorecia á una joven nueva que quería brillar en la sociedad.
Iban también otros jóvenes á casa de Yolande de la pandilla de la Baronesa, y, aleccionados por Bozel, un dia se metieron con él en el cuarto de Esternay á punto que leía «Robinson», que le deleitaba.
Confuso de esa visita, y ridículo en las ceremonias con que las recibió, no sabía qué hacer ni qué decir. Después de hablar de cosas indiferentes, empezaron á felicitarle de haberse establecido en Paris y echándose en la sociedad elegante, para la que, le decían, estaba tallado y debía obrar como los demás.
— Vamos, amigo — le decía Bozel — es preciso se vista usted de otro modo; eso está muy mal hecho.
— Muy mal — repetían los otros en coro, haciéndole girar sobre los talones, tirándole por todas partés para examinarlo.
— ¿Quién le viste á usted?
— En el Old England ó en las «Montañas rusas».
— ¡Horror! — exclamaban en coro.
— ¿Y no pertenece usted á un club?
—No.
—No pertenece á un club — repetía el coro, levantando los brazos al techo.
—¿Y no juega usted al bacará?
—No.
—No juega al bacará— volvió á entonar el coro.
—¿Y no ha distinguido usted á una mujer elegante?
—No— dijo muy humilde.
—No ha distinguido á una elegante — repitió coro con los brazos en el aire. Esternay estaba cortado, humillado de ese asombro en que se veía rebajado, sin sospechar que se burlaban de él. Luego le repitieron todo lo que la Baronesa había dicho á Yolande sobre la manera de vivir, y él creyó de buena fe que esa vida era la de todos los elegantes de Paris y de buen tono.
Cuando volvieron al salón en que estaba Yolande, le contaron lo que había pasado; ella rió de buena gana, autorizando con su risa á que aquellos viveiers siguiesen burlándose de su marido en su presencia, sin reflexionar que por lo mismo que era nulo y ridículo, á ella tocaba obrar de manera que no se faltase al hombre de quien llevaba el apellido. Una mujer que echa en pasto su marido á la murmuración, dando ella misma el ejemplo, no tiene derecho á ser respetada y autoriza el atrevimiento y esperanza de los galanes de oficio.
El primer resultado de esa vida fué romper los lazos íntimos del matrimonio, introduciendo la indiferencia, que no se preocupase el uno del otro y á absorber el tiempo en esa fiebre mundana que no se desaltera jamás.
Desde entonces se veía á Yolande más frecuentemente con Bozel que con su marido, lo que no se extrañaba, pues eso es cosa corriente, y ya se vitupere ó sirva de broma, á nadie daña, y si gusta á ciertas damas que el público vea esa galante asiduidad.
Los meses pasaban en los ruidosos placeres de ese circulo, que es preciso se vean ó se sepan, y que los diarios den cuenta de ellos para estar siempre en la escena mundana. Ya entre ellas, ya mi las demás fiestas de la alta sociedad, que lejos de desdeñarlas las llama y acoge como elemento elegante, pasaban los días y las noches, siempre con sus galanes, siempre con sus historias y siempre sin escrúpulos. Á veces tenían cenas, después de haber estado en pandilla en teatritos, ya en una, ya en otra casa en que, como elegantes madrigueras, ocultaban sus alegrías.
Á fuerza de andar entre lobos, Yolande acabó por aullar con ellos, y aun más que ellos, pues con el ardor de neófita mundana, afectaba de exceder á lo
das en la frívola alegría, y se burlaba de Bozel díciendo que le tenía con el pico en el agua. Respirando esa atmósfera viciada, ya no le era posible salir de ella, y se dejó arrastrar fatalmente por esa corriente, siendo cómplice forzosa, creyéndose excepción humillante en el medio ambiente que vivía.
Una noche en que todos estaban mejor dispuestos para esas francachelas, bebieron tanta champaña, que alumbró á todos y á todas la imaginación, apagando en el corazón todo sentimiento pudoroso, y las historias, las licencias de que quizás no se daría cuenta al día siguiente; tomaron un tono más subido del verde que soler tenían.
Yolande no sabía lo que hacía ni lo que decía; Bozel afectó cuidarla con amistad y miramiento, como si le inspirase la compasión. En la imposibilidad de que volviera sola á su casa, se ofreció amablemente á acompañarla, y subió á ella, en tanto llegaba Esternay que andaba en los picos pardos en que Bozel le había iniciado...
Al día siguiente ya Yolande era chic de veras.
Al saberse ciertas faltas, suele uno encontrar en
seguida no la justificación, sino la explicación que
atenúa ó compadece, pero de otras se dice uno ¿por
qué? Yolande se había casado á su gusto, era
feliz, dueña de su voluntad y de la de su marido, el
ídolo de su madre; no cedió á la pasión que ciega y
extravía, no tuvo venganza que satisfacer, no tuvo
ni la excusa de la tontera, no necesitaba dinero, no
la dominó el temperamento, ¿qué fué entonces? El
contagio del ejemplo que día por día hizo en ella lo
que la continua gota de agua en la roca, que acaba
por perforarla ¡La impunidad alcanzada por las galas
de la elegancia! En las virtudes como en los vicios,
el ejemplo tiene grandísima influencia; y es preciso
ser una triste excepción, para no imitarlas primeras
y aferrarse en los segundos. Por desgracia, Yolande
no tuvo el marido que podia y debía dirigirla. La
conducta é influencia de los maridos son casi siempre decisivas en la felicidad ó desgracia de los matri
monios; y á menos de caer también en lamentables excepciones, ellos son los que traen la una ó la
otra.
Sí Yolande queria penetrar en la sociedad, le habría sido fácil si hubiese obrado con cordura. Si la tranquilidad de las burguesas honradas e ilustradas, le parecia monótona, no le habrían faltada medios de ir poco á poco más arriba; pues siendo joven, bonita, rica y elegante, se la habria aceptado como ornato. de los salones, y habría adquirido luego la estima, por su conducta, de las familias distinguidas, ya que otras, con menos elementos que ella, lo habian alcanzado.
Con más corazón y menos prisa, sus primos se lo habrían procurado, introduciéndola, antes de partir, en algunas de las familias de que ya eran parientes; y asi habría visto de cerca y respetado las virtudes de esas familias de la aristocracia que han conservado de sus mayores las virtudes cristianas y los principios sociales, para las que no ha pasado el tiempo ni habi- do autoridad ó ejemplo que haya alterado su pureza. Allí habria visto qué no debe juzgarse á una sociedad por grupos superficiales; que aunque admitidos y festejados, tienen sóló el brillo y la solidez del oropel, y habrían visto también, como dice un eminente y antiguo amigo del autor [9] <<que en el mundo francés hay dechados de perfección por el conjunto de sus cualidades, y sobre todo, por la singular distinción de sus maneras, y por la bien ponderada medida de su cortesia, tan diferentes de lo que está hoy en uso muy generalizado, y se manifiesta por la vulgar familiaridad y la no más tolerable incontinencia de palabras y cumplimientos que suenan á moneda falsa, y que, como chorro monótono y continuo, son igualmente ofensivas en el espíritu y al oído.>>
Así pues sea que Yolande se hubiese conservado en esa sociedad burguesa ó que hubiese penetrado en la que acaba de describirse, en ambas habría encontrado licitos goces y distracciones. Pero tuvo la aberración de fijarse, deslumbrada por llamas de ese fuego fatuo que despiden las substancias en putrefacción, metiéndose de hoz y de coz en esos grupos que no son hoy exclusivos de ningún país; sino que son, en todos ó casi todos, escándalo y azote de las buenas
costumbres, en este <<fin de siglo>>, en que todo lo malo se generaliza y acoge con fruición.
Yolande veía poco á Esternay y apenas le hacia caso; esto, la libertad á que le obligaba, los consejos de Bozel y de sus seides, y la afición que también tenía por el chic, hicieron que se transformara en todo, y se despabiló, en cuanto fué posible, con su contacto, hasta aprender ese guirigay que han inventado los jóvenes chics.
Le estilaron vistiéndole como grabado de modas, con jaquelle corta, pantalones estrechos y cortos que hacía parecer los pies más grandes; el calzado puntiagudo como si fueran á ensartar lo que hay por el suelo; gran pechera con gran botón solitario en medio; chaleco en forma de corazón con sólo dos botones, ese rídiculo sombrero minúsculo que llaman <<Cronstadt>>, y el bastón, en que ya no se apoyan, cogido por la contera, como si fueran á dar palizas; cantoneo en el andar y balanceando los brazos como si hicieran gimnástica; y aunque tenía buena vista, le aplicaron un monóculo en el ojo izquierdo, enseñándole cómo debia dejarlo caer para no quitarlo con la mano, sin olvidar el clavel verde, hoy á la moda, que por teñido es feo, como todo lo que no es natural: estaba desconocido, pero chic.
Y no se limitaron á eso. Le presentaron en un club, adonde le hacían jugar; y alli vió desmentido el proverbio, pues siempre perdía y pagaba puntualmente, ya que le tenían aterrado con el espejo en que se pondría su nombre para expulsarle en seguida si no pagaba. Esos buenos amigos le explotaban además, haciéndose dar comidas, regalos, palcos, dinero prestado, que no pagaban, y hasta le hicieron conocer pécoras, que se burlaban de él y le saqueaban, para iniciarlo en la vida elegante. Pronto cobró afición á esa vida, con gran contentamiento de Yolande, que se veía lo más libre posible de su presencia, y además le tenía cogido por si alguna vez mostraba conatos de hacer acto de autoridad.
Los placeres, el lujo, los triunfos mundanos, habían embriagado de tal modo á Yolande, que pasaban meses y meses sin que hubiera tenido tiempo ni voluntad de volver la cara atrás y pensar en la época en que fué honrada y tranquila. Cuando se trastorna la imaginación de la mujer, no repara en nada, como el enfermo que no sabe lo que hace en el delirio; lo mismo que en la virtud, abnegación, valor y con todos los sacrificios humanos no conoce límites, y deja muy por debajo todo mérito del hombre.
Una de sus manías fué la del lujo; y siendo rica, gastaba sin medida, sin contar ni pensar en el porvenir. Los trajes de famosos costureros, que cuestan un sentido, los renovaba por el prurito de no ponerse más de dos veces cada vestido, ni tampoco dos el mismo sombrero. Esto se citaba y aun se imprimía, su amor propio de elegante gozaba de esa fama; y como no sería chic venderlos, como hacen, empero, muchas damas, los cedía á la doncella que los vendía á las célebres marchandes à la toilette, las que los revendian, á su vez, á damas modestas y á actrices de segundo orden, pues las de primero visten con el mismo lujo que las millonarias.
La doncella se reservaba los trajes de día, y cuando salía á la calle, con ese aire con que se sabe llevar el traje en todas las clases, nadie diría que esa elegante era una simple criada, lo que da lugar á chascos muy divertidos. Lo mismo hacía Yolande con las alhajas en cuya riqueza y profusión había inmovilizado tanto dinero. Y luego, las fiestas y las comidas, éstas tan repetidas, citadas como lo supremo del arte, en que no había alegría sin ruido, ni conversación sin galantería y sin la obligada murmuración. Las comidas eran abundates y refinadas, y se servían platos que no se conocían en otras casas. Mr. L... decía de las comidas de Mr. de A... <<que si con su pan no se comiese también al prójimo, se moriría uno allí de hambre>> pero en casa de Yolande se hacía gran consumo de ambas cosas.
Fuera de su five ó clock tea, recibia Yolande á sus intimos todods los dias de tres á cuatro, y allí se reunian alegremente damas y galanes. Recostada en una chaise longue o canapé, vestida con un rico tea-gown, un cigarrillo ruso en la boca, y, como las antiguas romanas, rodando en sus manos una bola de ámbar gris para darse un fresco dulce y al calentarse un perfume suave y delicado, dejaba ver, en postura indolente, más que los pies, reía de loque oía y decía las insanias que se le ocurrían. La Baronesa, que encontraba en esa casa perenne diversión y costosos regalos, no faltaba á esas visitas, dominando siempre á Yolande, que nada hacía sin su voluntad; la que no inspiraba ciertamente la cordura;
Si su madre la hubiese visto en esos momentos y oído lo que se decía, habria retrocedido espantada, como si creyera verse en la antesala del infierno; y su virtud y su entrañable cariño á Yolande, la habrían hecho sucumbir en medio de esos horrores y temiendo cayese fuego del cielo sobre la cabeza de su hija.
Yolande no se conducía mal con ella, si por tal se entiende que la rodeaba de cuidados y de atenciones, la veía dos veces al día, y á menudo almorzaba con ella, refiriéndola el agrado con que se la recibía, el aprecio que merecía á personas cuyos nombres respetables podían sonar muy bien á los oidos de una madre honrada que tanto lisonjeaba saber lo apreciadas que por ellas era su hija. Cuando iba á una gran fiesta, entraba en el aposento de su madre para hacerla ver sus galas, y la madre se miraba en ella hasta que desaparecía con el crugir de la seda, la riqueza de los encajes y el brillo de las alhajas. ¡Pobre madre! á nadie veía, nada leía, y no era ciertamente su digna hermana la que había de sacarla de un error que de fijo le costaria la vida, estando ya tan delicada de salud, viendo en su hija una precita en las penas eternas, mientras que en sus momentos de delirio de amor maternal, se le figuraba verla en el cielo ≪revestida de un ropaje blanco, con palmas en sus manos, señal de pureza y símbolo de su triunfo≫, como dice el Apocalipsis.
Tres años habían pasado desde que Yolande era chic, y dos desde que aceptó la corte de Bozol. Éste empezó á aflojar, á ser menos asiduo, menos embustero en las protestas de afectos, y buscaba pretextos para eludir el acompañarla. Ella lo veía bien, rabiaba y no sabia qué hacer. No porque quisiese de veras á Bozel, pues no habia cedido á una de esas pasiones que avasallan y creen encontrar en su sinceridad la justificación de su conducta. Lo aceptó porque era preciso tener un flirt y que fuera un chic, y para ella lo era también que la sociedad le viese á sus pies, esclavo del afecto que debia suponer le había inspirado, siendo su dueña y señora. Él tampoco había sentido por ella esos espontáneos sentimientos que arrastran y hace olvidar todo lo que no se haría con un poco de reflexión. Lo que le lisonjeaba era ese amor propio tan común en los hombres y tan fatal para las mujeres que se dejan engañar, era que la sociedad y el público hubiesen visto que él había sido el primero que había sabido inspirar á Yolande un afecto que la había llevado á él, desdeñando á tantos otros adoradores; satisfecho ese amor propio y cansado de ella, buscaba sin pudor otra mujer que diese nuevas satisfacciones á su fatuidad. Si esas relaciones hubiesen sido un misterio para el público, como no había afecto en ninguno de los dos, se habrían separado riendo y quedando amigos.
Pero el amor propio de Yolanda sufría horriblemente, y fué llorando de cólera á echarse en brazos de la Baronesa, que reía á mandibula batiente de ese despecho; y después de calmarla con razones propias de una mujer corrida, práctica y sin escrúpulos, convinieron en que era preciso anticiparse á la pública retirada de Bozel y despacharle con cajas destempladas sin perder tiempo.
-¿No te persigue Libertón?
-Sí, no me deja en paz.
-Pues aceptarlo, es de los nuestros, y hoy mismo debes decir á Bozel que no encontrando ya su proceder digno de ti, no le verás más en la intimidad, si bien quedando amigos para el público.
-Sí, voy á escribirle.
-¡Tonta! no escribas jamás esas cosas, y aun en las cartas más insignificantes mira bien lo que dices. Los hombres son faunos, y hay quienes pueden abusar de esas cartas, sea para darse un tono culpable, sea como amenaza, que también los hay capaces de ello. ¿No recuerdas aquel que quiso explotarlas con un chantage innoble? ¿Y aquel que llevaba en el bolsillo esquelas de convites á comer ó tomar el té, que en el club enscuaba sólo la firma á sus amigos, haciendo creer que eran amorosas?
-Pues es verdad...
-Esta noche dan una nueva pieza en Variétés y Bozel no falta nunca á una primero. Procúrate un palco á toda costa, convida á comer á Libertón y lo llevaremos allí; y cuando Bozel pasee en los entreactos poniendo la puntería con los gemelos á las damas, te encontrará con Libertón contenta y riendo con él, y como sabe te perseguia, pondrá una cara, ¡qué cara! ya río sólo de pensarlo.
Y así lo hicieron. Cuando Bozel andaba en el segundo entreacto echando vistazos á los palcos y vió á Yolande con Libertón y la Baronesa, tuvo un momento de sorpresa rabiosa, y á poco deja caer los gemelos al suelo. ¿Qué hacer? El público estaba acostumbrado á verle siempre con ella en el teatro; si no iba á verla, diría que lo había enviado á paseo, y si iba era para presenciar el triunfo de Libertón. Se decidió á ir, y entró sonriendo con la risa del conejo.
-¡Hola, amigo!- dijo Yolande con ese aplomo que nadie habría creído cuando era la joven de provincia- ¿cómo encuentra usted la pieza?
-El primer acto es más bonito que el segundo; veremos si acaba mejor.
-¡A propósito! tengo un encargo para usted; si fuera mío lo diría en presencia de todos, pero no siéndolo, venga usted acá.
Y se lo llevó al fondo del palco, diciéndole en voz baja: -Usted tiene la culpa de que yo le abandone ante un proceder sin dignidad para mí, y...
-¡Burlarse así de mí!
-No es perderme lo que usted siente, lo que le duele es su amor propio ofendido, pues usted habría querido ser el primero en abandonarme: cuando los hombres corren, las mujeres vuelan!... Pero quedamos amigos; voy á dar una comida de veinticuatro cubiertos, y cuento con usted.
-No iré.
-Si, vendrá usted...
Bozel la echó una mirada furiosa y dió la media vuelta, pero no sin oír: ≪tú lo quisiste fraile Mostén, tú te lo ten≫.
Al volver á su butaca el despedido galán, se iba diciendo: ≪Esta agua mansa de provincia, acabará por jugársela de codillo á esa ladina de Baronesa≫...
-Al volver Yolande á su asiento, se sonríeron ésta y aquélla, que se entendían ya en todo como tramposos en feria.
Libertón, como su nombre lo indica, era de origen escocés. Su padre vino á Paris como agregado á la embajada de Inglaterra, casó con una francesa y tuvieron un hijo. Huérfano ya de madre, murió el padre, dejándole bienes que eran un riqueza para un soltero. Hijo de parisiense y nacido en Francia, optó á su mayor edad por la nacionalidad francesa; y desde temprano fué íntimo de los elegantes y recibido en uno de los clubs de la juventud dorada. Bien parecido, inteligente, divertido, muy divertido, insinuante, gorrón y familiar en el círculo frívolo en que se lo permitían, llegó á tener en él una de esas situaciones excepcionales que no se explican sino porque el capricho de una familia de tono lo pone de moda: pero el papel de gorrón y de gracioso no es aceptado por todos, y las familias que se respetan y sabían á qué atenerse sobre su carácter é indignidad en muchas cosas, le tenían en un alejamiento de que se vengaba su mala lengua. En el círculo chic era recibido con una intimidad que le permitía saber los secretos de muchas familias y procuraba los de las que no trataba, para tener cogidos á todos y servir su interés ó malos instintos. Muchos disgustos causó en matrimonios, revelando las debilidades de las mujeres á sus maridos y á éstas cuando ellos andaban á la briba. Ese proceder quedaba impune; su mala lengua era temida, y seguro de la protección de esas damas, abusaba de todo como si fuera suyo, y encontraban muy gracioso todo lo que hacía. Todo París le llamaba por su nombre de bautismo, Ives, como si no hubiera en el mundo más que él de ese nombre.
Al verse en candelero con Yolande, cuando menos lo esperaba, formó en seguida su plan, que era desquitarse de la pérdida de la mitad do sus bienes, y para ello se captó las simpatías de Esternay, á tal punto que, como suele suceder, éste ya no podía vivir sin él, á veces más de lo que el otro hubiera querido. Le hizo asociarse con él para jugar en el Círculo y en la Bolsa, aceptando las ganancias, que eran raras, y aplazando pagar las pérdidas, que eran frecuentes. Le llevó además á picos pardos, más que para divertirse, para tenerle cogido, y le hizo jurar que nadie había de saberlo, esto por discreción, ni lo del juego hasta alcanzar un caudal que les daría mayores goces y consideración. Todo lo aceptó el babiera, y estaba encantado de esa vida y de esa amistad.
Yolande veía en Libertón lo que vió en Bozel, un complemento indispensable á su chic, el corazón nada tenía que ver en ello. Áquel era más ameno y bullicioso; y como estaba convenido que tenía mucha gracia, se creían obligados á reir de cuanto decía.
Le encontraba drôle, es decir gracioso, si bien seria más propio llamarle un drôle, que no es lo mismo, pues el adicamento del un significa que se es un pillo.
Yoalnde y él se sonreían en público como si se amaran, como se sonreían los augures a encontrarse, y así pasaba el tiempo sin que llegara hasta ella que tenía la indecencia de echarla de comidilla á sus amigas para divertirlas con las confianzas que les hacía, y lisonjear al mismo tiempo su amor propio, villania más frecuente de lo que sospecha la gente que vive en una atmósfera sana é ignora hasta dónde va la desvergüenza de muchos de la juventud dorada.
¡Quién sabe cuánto tiempo habrían continuado así, si al cabo de un año no hubiese surgido un acontecimiento que dió al traste con todo!
En todas las operaciones de Bolsa, Libertón daba los consejos y Esterna el dinero, partiendo ambos el beneficio, si lo hubiera, y como nunca lo había, los corredores de Bolsa se pagaban con lo que Esternay habia depositado como garantía, y así de operación en operación se quedó sin nada. La que le dió el golpe de gracia fué la pérdida en la estrepitosa baja de los metales, en que se habían empeñado febrilmente tantos capitales, que arruinó á numerosas familias conocidas y á la misma empresa. Al mismo tiempo habían propuesto á Libertón un negocio que creia seguro, infalible, y naturalmente se lo ocultó, metiendo en él todo lo que le quedaba, con la certeza de ganar veinte veces más de lo que arriesgaba, y ya echaba en su cabeza las cuentas de sus ganancias y de sus grandes futuras.
Pero el uno por tonto y ambicioso, y el otro por codicia y mala fe, se arruinaron al mismo tiempo, y ambas pérdidas se hicieron públicas, achacándose con razón á Libertón la ruina de Esternay.
Gran golpe fué para Yolande la ruina de su marido, cuyo nombre se citaba públicamente entre las víctimas; pero casada bajo el régimen dotal, su caudal quedaba salvado, y con él iban á vivir ambos el resto de su vida. Difícil habria sido á Yolande emprenderla contra su marido; el mal estaba hecho, la querolla era inútil, y sobre todo, el riesgo de que se vengase en ella con un escándalo, debia evitarse; así que, de acuerdo con la Baronesa, afectaba compadecerle y hasta le mimaba con tanta más tranquilidad, que ni un centavo salía de sus arcas para pagar esas imprudencias, que á menudo se ve arruinan á hombres más prácticos ya visados que el nulo de Esternay.
Arruinado Libertón, no le era posible permanecer en París; no era su corazón el que sufría por alejarse de Yolande, sino su amor propio; bien sabía que en breve sería reemplazado con la misma prontitud que él reemplazó á Bozel. La idea de suicidarse, como hizo una persona muy conocida por haber también perdido en los metales, era contraria á su apego á la vida, y pensando en lo que han hecho tantos jóvenes conocidos, arruinados por el juego y los placeres, se enganchó en la misma semana y es fué á servir como, soldado en Argelia.
Todo esto contrarió y puso de mal talante á Yolande; pero tenía que disimular y seguir apareciendo alegre y feliz, como lo aparecia el día y la noche desde que era chic.
En un largo coloquio con la Baronesa, le decía:
-No tengo suerte; el uno por ingrato y el otro por pillo, me quedo sin ninguno.
-Asi es, pero mira, necesitas distraerte; ya sabes lo que hice antes de casarme; hazlo tú casada. No tienes idea de lo divertido, de lo que embriaga la conquista de un hombre que está á los pies de una dama guapa; es una lucha sujeta á peripecias picantes, á situaciones difíciles que aguzan el ingenio y dan valor para todo hasta alcanzar el triunfo. Sigue mi ejemplo y verás que la vida perderá para ti su monotonia, que la imaginación se distrae en la estrategia, como los generales que en la víspera de la batalla meditan sus planes para ejecutarlos al día siguiente. Y el combate no será en apartado sitio y callandito, sino en vistoso palenque, como brillante torneo en que resuenan los aplausos al vencedor, ó mejor diciendo, á la vencedora... Vas á sentirte otra, crecerás á tus propios ojos, hasta el día en que puedas recrearte en el triunfo ante ti misma y ante el público, que dirá eres la mujer más hábil y seductora que se ha visto.
La vehemencia, la energía de la Baronesa, infundía á Yolande un ardor bélico, como la marcha militar da entusiasmo al soldado para arrojarse al enemigo. Su orgullo femenino se amparó de ella, olvidó á Libertón, se consoló de la ruina de su marido, ya no pensó sino en planes, combates y triunfos.Los condes de Fleurance, es decir, Sylvain y Marcedes, se establecieron, apenas casados, en su castillo de donde solían venir á ver á sus familias, y sólo en la primavera pasaban tres meses en Paris, no porque fuera la estación de fiestas, sino para cultivar sus relaciones; se alojaban en la preciosa habitación que los Marqueses les habían arreglado en su casa.
Dios había bendecido su unión, dándoles, un niño y una niña preciosos, listos, encantadores, que eran la adoración de sus padres.
Aquél corazón de Mercedes, que tan hermoso vino al mundo, sintió, en el amor por su marido y por sus hijos, despertarse toda la fuerza y hermosura que inspiran el amor conyugal y el amor maternal, en cuya ternura lo honestamente humano se confundía con el sentimiento religioso, á que sometia. todos los goces inefables y la práctica inteligente de sus deberes de esposa y de madre. El germen que la suya habia echado en su corazón, se había desarrollado por la conciencia de su nuevo estado, y se sentía arrastrada á todas las bellezas de la honradez y á todos los sacrificios que fueren necesarios para cumplir tan grata y consoladora misión para ella misma y para su esposo é hijos, con una naturalidad tal, que no creía hacer nada meritorio, convencida de que el cielo lo inspira y la razón aconseja que así sea; y no podía comprender que se pudiese sentir ni obrar de otro modo cuando con ello se alcanza esa paz del corazón, que es una bendición del cielo, bastando la sensibilidad natural y la fe en Dios que señalan el verdadero camino de la vida. Porque lo creía natural, no esperaba galardón, antes bien daba gracias al cielo cada día de poder obrar como sus angélicos instintos le inspiraban: había actos de su vida, expresiones tan bellas que brotaban como la vibración de un corazón que la mano de un arcángel hubiese tocado.
Su inteligencia tan precoz, aquella intuición que siendo soltera la acercaba al conocimiento de ciertas cosas en que su inocencia no podía aún penetrar,
se desarrollaron luego que su nuevo estado la puso en el caso de comprender; y esa intuición la llevó en seguida á conocer las serias realidades de la vida en que no perdía, empero, las ilusiones propias de la juventud; pero la hacían, lo que mostró soltera, asustadiza y cuidadosa de no permitir llegara hasta ella nada que no fuera de la moral más pura ni de los sentimientos más elevados.
Esa inteligencia tan cultivada por la instrucción inteligente que había recibido, se ensanchó de modo considerable y en poco tiempo, por el estudio á que se consagraba, cuando sus deberes se lo permitían, de libros que ya podía meditar, adornando más y más su inteligencia y complaciendo á su corazón. Esas meditaciones, el conocimiento práctico de la vida que iba adquiriendo, sus instintos y sus principios, los aplicaba en su roce con la humanidad, que ofrece, en general más peligros que satisfacciones. Amaba y respetaba á los que lo merecían, pero no agraviaba á nadie, ganándose á todos por su gracia y benevolencia.
La literatura, la bella y sana literatura, era un manantial que derramaba sus aguas cristalinas en ese ser privilegiado; y si soltera había hecho poesías fáciles, tiernas y con pensamientos superiores á su edad, en el retiro de su castillo las continuaba, escribiendo también en prosa con estilo terso, en que la claridad de la expresión, la dignidad y el sentimiento, eran un encanto aun para los que no la conocían; pero su modestia no quiso iniciar al público en sus composiciones, que aun con seudónimo las habría aplaudido. Artista por instinto, se consagró también á la pintura, y de sus manos salían las más bonitas y acabadas, que su cariño enviaba sólo á su familia, parientes ó íntimos.
La felicidad en que vivía no la impedía pensar en que fuera de su mórada de paz y de bienestar, había quienes sufrían; y cada vez que besaba á sus niños, que los vestía, que les hacía balbucear una santa oración, que reía con ellos, que les daba de comer, pensaba con dolor y amargura en que en la comarca había huérfanos sin conocer las caricias ni quien los vistiera, sin oír el nombre de Dios, sin quien riera con ellos, sin quien los alimentara, y esto la decidió á consagrarse á la inocencia desvalida. Inspirándose en esas hermosas palabras del Redentor: « Cualquiera que acogiere á uno de estos niñós por amor mío, á mi me acoge, cualquiera que >> me acoge, no tanto me acoge á mí, como á Aquél >> que me ha enviado>>, fundó cerca de su castillo un asilo de huerfanitos, á los que se consagró cual madre amorosa; les vistió, les dió pan y asilo, les inculcó el amor y el temor de Dios, y les instruyó para que cuando fueran hombres lograsen su subsistencia por el trabajo, y al recordar su horfandad, mitigara su dolor al ser creyentes y dignos á sus propios ojos: no se preocupaba un momento de si un dia bendecirían su nombres. No quiso dar el suyo al asilo, como legítimamente podía hacerlo, por ser la costumbre, y le llamó Horfandad, pues al hacer el bien, siguiendo los impulsos de su noble corazón, no pensaba sino en Dios, en el amparo de la horfandad, y sólo les pedía preces por su marido, sus niños y los bienhechores del asilo que la secundaban con admiración del modo que podían. Al ver esa abnegación, ese olvido de sí misma, sin buscar elogios ni esperar recompensa, parecía inspirarse en el final de una deliciosa poesía de una joven é ilustre Princesa, que lo sería, aun sin haber nacido en las gradas del trono, por la gracia, la virtuda y el saber, que, siendo muy niña, llevada por la mano al destierro, volvió cerca del solio, con precoz experiencia, y terminaba sus filósofos consejos á la recién nacida que había de ocuparlo un día, diciéndole:
«Haz el bien, nunca esperando
» En la tierra galardón,
» El mundo paga olvidando
» Y Dios recompensa dando
» La paz en el corazón».
El don más bello que el cielo pudo hacer á Mercedes era Sylvain, como para éste lo era Mercedes. Sus corazones nacieron para amarse, sus inteligencias se crearon para entenderse, y su instrucción para recrearse recíprocamente. En el amor puro é ilustrado pasaban los días en nítida serenidad; solo Dios podía alterarla, y Él se complacia en ampararla.
El noble carácter de Sylvain, la sólida instrucción, la elevación de miras, y el conocimiento profundo y razonado de la situación del país, hubieron podido decidirle á arrojarse en medio de las convulsiones políticas que agitan á la generación presente, y descollar aún más que otros que con menos méritos figuraban. Pero desalentado por la falta de cohesión en su partido, impotente por ahora á hacerse oír del país, como lo sería dar voces enfrente de la tempestad que ruge y apaga todo eco humano, esperaba el momento de mostrar el desinterés de su patriotismo, la verdad de sus doctrinas, y ese valor cívico que va desapareciendo en la molicie á que invita el bienestar general que se teme perder.
El cor unum et anima una (un solo corazón, una sola alma) de los Apóstoles, es decir, que nadie miraba como suyo lo que poseía, siendo todo común, era cosa tan natural en Sylvain y en Mercedes, que dividieron entre si lo que podían disponer para la caridad, y así como ella se consagró al abrigo de la horfandad, él al alivio de la humanidad deficiente. No se contentó con fundar un hospital, sino que se instituyó su director; y aunque puso á su frente á un doctor que ejercía legalmente la medicina, él la había estudiado como aficionado, con grande éxito y sobresalía sobre todo en el diagnóstico, así que eran numerosas las acertadas curas que operaba. Ambos hacian de esas filantrópicas ocupaciones, fuera del cuidado y adoración de sus hijos y de sus otros deberes, las más bellas de su existencia, sintiendo alegría y consuelo cada vez que un enfermo sanaba ó que recogían
Si Yolande hubiese ido allí, habría encontrado aquel castillo lúgubre, fastidioso, assomant, como llama la gente frívola á lo que no la divierte, y habría querido huir en seguida, riéndose y burlándose, sin comprender cómo podía llevarse en esa vida; pero si hubiese podido penetrar en sus corazones y contemplar la heatitud de esas almas el contento tan puro en ese recíproco afecto, habria visto cómo se goza de esa paz que nada agita, de esa conciencia que nada turba, de ese porvenir que nada teme. Las bendiciones de la comarca coronaban esa existencia, y ellos las recibían agradecidos, pero sin envanecerse, que la recompensa de sus acciones la encontraban en la voz de su conciencia.
Cuando uno ha podido arreglar la vida á sus gustos, acaba por ser como una segunda naturaleza que la contraría lo que viene á alterarla. La gente mundana, cuando pasa un día sin fiestas, se lamenta y desazona, y dice como Tito cuando pasaba uno sin hacer una buena acción, diem perdidi (día perdido). La gente que no lo es, las evita cuando puede y sólo acude á ellas por cumplir con la amistad ó los deberes sociales, porque distraen su ánimo y trastornan la marcha de ocupaciones que son el consuelo y la mejor distracción para el alma.
Sin embargo, el placer de ver ambos á sus padres, á sus parientes y amigos, y la necesidad de cultivar sus relaciones, les hacía pasar en París, como hemos dicho, una temporada en la primavera. Gozaban de tantas simpatías, se tenía tan merecida estima del valor de ambos, y se respetaba tanto su carácter, que aun en aquellas familias que por nada llevarían su vida de aislamiento y de abnegación, se los disputaban para sus fiestas, en donde podían ver que, en en medio de la frivolidad general, la gente sabía apreciarlos, y las deferencias que con ellos se tenían, salían de esa frivolidad para mostrar, bajo una forma agradable, un cierto respeto á su carácter y virtudes.
Bien veían y oían lo que hacia y se decía de Yolande; pero no se les oyó jamás una crítica, y se mantenía con sus primos en esa cortesía que impone sin autorizar la familiaridad, lo que vejaba á Yolande, más por lo que pudiera creer el público, que por verse privada de la estima de tan dignos parientes. Ni desde el punto de vista social, ni por lo que afecta á la conciencia, podían contemplar con vista serena la vida de esa osurdida y su intimidad con la Baronesa, cuya sola reputación bastaba para calificar á las que disfrutaban de aquella.Temían, con razón, que acabaría mal, y lo deploraba, tanto más, que la nulidad de su marido no podía ampararla ahora ni salvarla más tarde. Ni se asombraban de que se contase con ellos para todas las fiestas, pues bien sabían que es cosá corriente atraer á las damas elegantes y á la moda , que parecen retar á la sociedad con el descaro de su conducta, porque saben que serán siempre llamadas y festejadas.
Por contra, Sylvain y Mercedes mantenian frecuente y grata correspondencia con Raoul é Irene, cuya felicidad era completa é inalterable, que también habian tenido hijos en Roma, en donde ascendió, por su mérito, en la embajada; constándose de la ausencia, fuera de las licencias que les permitian venir á París, con el agrado de la sociedad romana, tan distinguida, amena y dulce, que apreciando la gallardía y demás: prendas del joven matrimonio, lo había acogido como de los suyos en la Ciudad Eterna; como la memoria que deja cuando se ha tenido la suerte de hacer en ella larga residencia.Una joven condesa, 'guapa, amable, á la que el autor llamaba << luz eléctrica>>, por lo que brillaban sus ojos, algo sencilia, le decía un día:
-Yo deseo ser chic; soy honrada y quiero a mi marido, pero el vizconde de Vorey me dice que para ser chic debo tener un flirt. (1)
-Lo tendrá usted.
-¡Cree usted?
- Désde ahora lo veo.
Y lo tuvo. Porque es bien dificil para una joven bonita y adolada, que vive cada día en esa atmósfera en que se respiran perfumes deletéreos, que embriagan al ver el exito de las chics, brillar y parecer felices con sus culpables alegrias, que, por lo públicas, son escándalos, no caen en los lazos que le tiende el amor propio y la curiosidad, terribles escollos en el bello sexo. Y luego, en esos triunfos mundanos que las humilla, en esos desconoci los placeres que anhelan, ven aplausos en vez de castigo, y alentadas por —
(1) Histórico. esta impunidad, caen sin más reflexión en lo que quizás no habrían pensado, si no fuera por la mal dada elegancia de las chics. Por fortuna, hay damas bellas y de costumbres ejemplares; pero el mal está en que se codean y confunden con las que, en vez de ocultar sus flaquezas parecen hacer alarde de sus impudencias; la Condesa empezó por flirter y acabó sucumbiendo.
Poco tiempo después no se hablaba en los salones si no de la flirtation en regla de la condesa de Nonvion y del vizconde de Vorcy, del que había sido catecumena mundana; y, durante muchos días, fué el pasatiempo de las conversaciones hasta que se acostumbraron á ello, con grande algazara de la pandilla chic que abrió los brazos á la nueva afiliada.
Era Voray uno de esos bellâtres ú ostentosos elegantes de maneras y de traje, muy á la moda, favorito de las damas, que gustaban de su conversación, espiritual, pero de voz monótona y pagado de sí mismo, sin pizca de escrúpulos, ocioso, gastando sin que nadie supiera de qué, muy convidado, llevando de frente la vida de salones y la de tabucos de mujercillas galantes, intimo en unos y otros con los copurchics de su ralea, que le felicitaban de haber hecho caer á la Condesa, como de una buena acción.
Mucho ruido hizo tal acontecimiento, y por eso pensó la Baronesa que el triunfo de quitarle Vorey á la Condesa, sería tanto mayor cuanto más ruido hacía, é inició á Yolande en las artimañas de que ella se valió á su vez para que el golpe fuera seguro, comprometiéndose irónicamente á componerle, después de su derrota, una nenia con tiernas alabanzas.
Aleccionada por ella, y secundada por sus propios instintos femeniles, emprendió Yolande la conquista con miradas, coqueteos, frases insinuantes, abandono en la actitud cuando se veían solos,. y todas esas artes que las mujeres saben inventar instantáneamente con esa astucia y pertinencia que es raro no sea coronada del éxito apetecido.
Vorcy, atusándose las patillas ó retorciéndose los bigotes, se dignaba mimar á su victima y devolver miradas propicias á la otra, la que á la vez que veía lisonjeado su amor propio en el triunfo que esperaba, era para ella un juego muy divertido ese sitio emprendido ante una fortaleza de cartón, como el corazón del objetivo. De ese manejo lo percibían todos; todos lo seguian como si marcaran los puntos de sus avanzadas, todos hacían comentarios, vaticinios, y muchos creían que Vorcy quedaria bien con las dos, porque á ambas engañaría.
Pero Yolande no sospechó el peligro de jugar con fuego, y poco á poco, sin sospecharlo, acabó por enamorarse de veras de él, con esa fogosidad de una primera pasión en quien ha tenido el corazón adormecido en medio de vanidades y de alegrias. Y aunque no faltaron quienes la refirieron sus antiguas fechorías é indelicadezas, sus amores escandalosos, sus aventuras extravagantes, y aun, que si fuera su mujer, seria capaz de jugarla á una carta, todo eso no hacia más que exaltar su imaginación, pues hay mujeres que se entusiasman con las calaveradas de esos Don Juanes de pacotilla, por indignos que sean; y ella, en su lamentable cariño, decía que aun sabía más sobre él y no había de dejar por eso de quererlo. (1)
Eso no podía convenir á la Baronesa: quería una mujer frivola, vanidosa y dominada por el chic, que hacía lo que quería de ella y lo explotaba; pero una enamorada de veras, tierna y obcecada, no era divertida ni podía servir ya para nada. Hizo cuanto pudo para disuadirla, representándola que ella en sus triunfos conservá su libertad, porque el corazón no tenía que ver nada en sus relaciones; que iba á volverse esclava de Vorey, que la dominaría y obligaría á cosas que acabarían con sus goces presentes y le pesarían cuando ya no tendrían remedio.
Es un mal ejemplo -añadía- y en nuestro grupo no puede ya tener cabida una mujer atortolada por el amor.
-Será verdad todo eso, pero, resuelta á todo, iré tan lejos como él quiera; esto ha venido como un cañonaxo que no me esperaba y en que no pensaba siquiera.
En ella había tanta sinceridad en medio de su aberración, como en él cálculo, mala fe y propósitos deshonrosos y funestos para ella. Yolande era rica y una vez dueño de su corazón, podia disponer de su caudal á su voluntad, pagar sus deudas y quizás arreglar un matrimonio, pues deseaba establecerse en la buena sociedad.
En tanto la buena y sencilla Condesita, encantada de ser chic, de que todos lo vieran, mostraba más buena voluntad que disposiciones para esa vida poco ejemplar, lo que, hasta cierto punto, hacía honor á su índole; pero ya adoptada por ella, no tenía la excusa en esa, digamos flirtation, de un amor verdadero, porque entonces, dado su carácter, había ocultado sus peligrosas emociones; pues hay mujeres en quienes las debilidades no las hace perder el respeto de si mismas y el pudor con el público, y observan ante él una actitud correcta, que impide penetrar en su conciencia, que sólo Dios ve y puede juzgar; pero cuando hay escándalo, el público tiene derecho á calificar lo que se le echa á su faz, como á cada uno lo parezca.
La pobre Condesita no estaba hecha para esa vida, y pudo ver en esa intimidad cosas que la sorprendian y la asustaban; pero el amor propio la sostenía y los consejos de Yorey la alentaban. Quizás en sus adentros comprendía que obraba mal, y no encontraba en ese ambiente mal sano los goces que hubieran podido neutralizar los remordimientos, que pudiera sentir.
Aquéllos eran estériles para su corazón, y aun peligrosos si su marido se mostrase menos complaciente que los otros, cuya indiferencia raya á veces en lo increíble sea por carácter, por cálculo, por miedo ó no comprender lo que se deben á sí mismos. Toda esa vida la fatigaba, veía un descanso moral y físico en la paz de su aposento, en donde reflexionaba y quería volver atrás; pero llegado el momento fingía la animación, la alegría y esos aires retozones de su grupo: ¡aparentando moralmente lo que otras que, enfermas, sin fuerzas y quizás sin alientos de divertirse, acuden por amor propio á las fiestas, se aprietan el corsé y con los afeites y la sonrisa ocultan en los salones sus padecimientos, con cuyo tormento aceleran frecuentemente el fin de su existencia!
Embarcada por Vorcy en frágil barca, de que él llevaba el timón con pérfida mano, se dejaba ir á sotavento, sin darse cuenta si se estrellaría y á veces queriendo pararse arrepentida; pero seguía dejando llevar, y no podía volver la cara sin ver á Vorcy que con su voz y gesto la tenía supeditada, y bajando los ojos le obedecía. ¡Pobre ángel caído, más bien que por su voluntad empujado por satánica mano, que en vez de amparar su pureza abriéndole los ojos ante los placeres falaces tras de que corría, la hizo presa de un amor propio criminal y objeto de su diversión!
<< La voz de la conciencia - dice madame Staël - >> es tan delicada, que es fácil de ahogarla; pero es >> tan pura, que es imposible de desconocerla >>. La pobre joven pudo ahogarla en los primeros tiempos, pero reflexionó y no pudo ya desconocerla. Se entabló una lucha en ella, entre su deber, que le hacia ver más claro y punzante el vacio que al fin y al cabo le dejaba toda fiesta y mundamas ocupaciones, de que era víctima desde que ofuscada se enganchó en esa falange, y el amor propio que le ataba á ella.
Tristezas, remordimientos, hasilo, loco la hacía desgraciada, sin haber ganado nada, teniendo posición adquirida y estima hasta entonces bien ganado. Reflexionó porqué sufría, y sufría porque su corazón engañado creyó que la dicha era otra en esa vida, y acabó por sentirse con ese valor que infunde la idea del deber, y querer romper con Vorcy y volver á aquella vida de placeres tranquilos porque eran lícitos, sin emociones malsanas, goces engañosos á que la había llevado un pueril é insensato amor propio que, en cae vía, no se cree jamás satisfecho.
Yolande seguía haciendo rápidos progresos en el asalto de una fortaleza que pedía rendirse en seguida; y en cuanto entró triunfante en la plaza, y después de recibir mil promesas y juramentos en cambio de su afecto, lo primero que quiso fué que el público supiera que había arrebatado el galán á una joven guapa, que se reputaba inexpugnable, tímida y no de rompe y rasga, como ella había llegado á ser por el ejemplo de las descocadas entre los que descollaba. Porque la fuerza de su pasión no la hacía olvidar las satisfacciones del amor propio, y con desparpa, o, que de fijo no trajo de su provincia, hacia alarde de su conquista y gozaba ya de ver á la otra abandonada y olvidada.
Por eso exigió de Vorcy que su actitud en público con la pobre Condesita fuese tal que no quedase duda á nadie de que la había plantado por su voluntad; y que dijese á todos que no había encontrado ningún agrado en el trato de ella; pues, fuera de los coloquios amorosos, cortos, monótonos y fingidos, era nula, y pasaba el tiempo bostezando y buscando pretextos para marcharse, lo que era verdad, pero también era cruel é indigno en él propalarlo.
Lo Condesa se vió de repente desairada en público por su innoble galán, que afectaba no mirarla, y no ocuparse de ella sino cuando la cortesía lo demandaba. Corrida y avergonzada, humillada y despechada, no sentía un rompimiento que ella misma deseaba; pero habría querido con razón que se supiese ser ella la que le había abandonado por su voluntad, y mostrar luego con su conducta que volvía á su vida honrada y de sosiego. Pero el público, que ignoraba esos sentimientos y propósitos, la haría objeto de sus burlas, y quizás de su desdén, exagerándose de tal modo lo intolerable de su situación, que era preciso desaparecer para que se olvidara el percance; en esos momentos tuvo la debilidad de preocuparse más de su amor propio que del deber á que quería retornar.
Con tos de mentirijillas desmayos muy bien imitados y tristeza de veras, empezó á quejarse de su salud y á pedir cambio de aires, pues se sentía morir y sólo un clima como el del Cairo, por ejemplo, podría darle confianza y aliviaría de los males que tanto la alarmaban. Consintió en ello su marido, y se marcharon á Egipto, él ignorando la causa y ella haciendo reflexiones sobre tas ignominias que había presenciado en ese grupo á que la llevó un estúpido amor propio que no la trajo más que disgustos, desengaños y remordimientos, sin la excusa de haber cedido á una pasión no buscada, y pensando en que quizás muchas se habrían perdido como ella por las mismas causas, compadeciéndolas de perseverar y deseando sinceramente que la reflexión las volviese á su primer estado; pero no las deseaba, en su buen corazón, fuese por verse desdeñadas y humilladas ante el público, como ella lo había sido, porque al fin era mujer y el amor propio privaba en todas las cosas.
No descuidó Yolande de anunciar á trompa tañida que la Condesa, víctima de su pasión por Vorcy, había caído enferma, y que para disimular su derrota, que había aumentado por el despecho de verle á sus pies, y á ambos tan felices, se marchaba lejos, muy lejos, para no morir de la pena. De la derrota de la Condesa y de la conquista de Yolande se habló naturalmente muchos días en todas partes, hasta que todos se acostumbraron á ver esa nueva pareja más vistosa que estimable.
La Baronesa y su grupo se burlaban del amor de Yolande y sabiendo á qué atenerse sobre Vorcy, encontraban que en el pecado llevaría la penitencia, y que el desengaño sería amargo é irremediable.
El amor de Yolande por ese seductor de oficio, tomaba incremento cada día, pues creía descubrír en él prendas y encantos que la hacían abandonarse á sinceras expansiones, mientras que él, que conocía bien á las mujeres, se mostraba, lo que era propio de su carácter y más de su sistema, sereno y dominante, porque sabía que nada les gusta más, cuando están enamoradas de veras, que el dominio del hombre á quien han entregado el corazón.
De esos casos se da testimonio todos los días; mujeres que, engañadas por su propio corazón, lo entregan de buena fe á hombres que no tienen de decente más que el traje, las maneras y el lenguaje de convención, que abrigan los sentimientos más viles y son el oprobio de sus razas y la vergüenza y aflicción de sus familias, Tal cual está hoy organizada la sociedad, cuando esos sentimientos se traducen en hechos, caen en el dominio del pueblo, siempre dispuesto á gritar contra las clases elevadas, y poco ó nada á reconocer é imitar las virtudes que haya en la sociedad. Si hoy, en su mayoría, los pueblos están minados y terriblemente corrompidos; y si, como dice Balmes, « la irreligión y la inmoralidad cuando » están abajo despiden un vapor mortifero que mata »; también dice que « cuando están arriba son una lluvia » de luego que todo lo convierte polvo y ceniza ». Por lo mismo que las clases elevadas tienen la autoridad y la ilustración, deberían cuidar de no nadar malos ejemplos públicos ó privados, que no se escapan al vulgo, y pierde con el respeto el freno á sus instintos malhechores.
Los escándalos privados no sólo se saben y comentan en los salones por los criados, sino que los repiten en el barrio y en las antesalas cuando se reúnen á esperar á su amos por los nombres de los cuales se llaman entre ellos. Esas conversaciones cunden en el pueblo, y aun las leo en ciertos periódicos que las relatan con tales detalles, que no hay para qué escribir el nombre. ¿Quién que corra el mundo y salga á pie, no ha oído al pueblo decir: « Si yo hubiese robado un panecillo, me meten en la cárcel; pero á ese como es un aristo (sic), no le hacen nada; ya llegará nuestro día >>? Eso hace estremecer.
La Baronesa, vejada de lo que llama una mala acción en Yolande, por haber ido más lejos que sus instrucciones, recordaba lo que dicen que dijo Satanás á un hombre grandemente célebre en este siglo, al verle llegar al infierno: << Habéis ido más allá de mis instrucciones >>.
Los periódicos que llegaban á la provincia de Yolande, y lo que contaban allí que venían á París, tenían al corriente á todos de la vida de su paisana, y era la comidilla de las conversaciones, haciendo reír á unos y escandalizando á los más. Pero lo que todas deploraban era la ruina de Esternay, el lujo desenfrenado de Yolande, el deslustre para la provincia por su conducta, cuya posición causaba envidias ocultas, y el dolor de la madre, que gozaba de tantas simpatías y de tanta estima, el día que supiera, más que la ruina, la conducta de su hija.
Un antiguo amigo de Bonnet, que había conservado por él una especie de culto, al que llamaban << el tío Benito >>, vivía retirado, haciendo mucho bien, pero no disfrutaba del lujo que podría procurarlo su caudal, atesorando los intereses, por lo que le llamaban avaro, de lo que se burlaba, pensando en lo qué dirían después de su muerte, al ver el uso filantrópico que hacia de su caudal.
Era una especie de don Frutos Calamocha, excelente corazón, francote, enemigo de ceremonias, sensato en todas las cosas, nada pulido en las maneras, brusco y breve en sus frases; con su gran barba blanca, chaquetón de terciopelo negro de diario y castaño el domingo, ancho pantalón siempre negro, sombrero de fieltro, copa magullada y grandes alas, parecía una cabeza de Rembrandt. Siempre tenía en la mano un garrote, única arma defensiva y ofensiva que conocía; y cuando le contradecían á ola cosas vituperables, blandía como los << Increibles >> del principio de este siglo ese grueso bastón que llamaban << poder ejecutivo >>, como si quisiera caer sobre el culpable; garrotazo y tente tieso.
Llegaron hasta él las malas noticias de la familia de su difunto amigo, é indignado de que nadie advirtiera á su viuda de lo que pasaba, creyó de su deber de amigo del capataz, venir á Paris, á pesar de que, como aquél, aborrecía esta capital.
Al verla llegar el portero de la viuda de Bonnet con aquella cara, aquel arreo, aquel garrote y un paquete debajo del brazo, que eran bizcochos de su provincia que traía como regalo, lo tomó, asustado, por un anarquista que iba á hacer volar con dinamita la casa, según la destructora usanza de estos días. Al fin llegaron á entenderse, y al tío Benito pudo penetrar en el aposento de la señora Bonnet.
Grande fué su sorpresa al verle.
-¿Usted aquí, en París?
-No vengo á divertirme.
-¿Pues qué vientos lo traen á usted?
-No son los buenos.
-No entiendo, explíquese usted.
-Si usted supiera lo que debe saber, yo no habría venido.
-Acabe usted, por Dios.
El tío Benito, que no entendía de rodeos ni ambages, de perifrases y eufemismos dijo bruscamente:
-¿Cómo puede usted ignorar que Esternay está arruinado?
-¡Mi yerno! ¿qué dice usted? ¡Si es un modelo!...
-Del perdido. En esos clubs se le ha ido mucho tirando de la oreja a Jorge, en la Bolsa ha pagado diferencias enormes, y luego, con amigos que le han explotado, con las sangrías de las pécoras, con las francachela y borracheras...
-¡Por amor de Dios, no siga usted! Es imposible lo que usted dice, Yolande me lo habría dicho...
-La buena pieza de Yolande no se lo ha dicho á usted porque habría que ajustar cuentas con ella, descubrir que el furor del lujo, el despilfarro, la ha hecho ha tiempo encetar el capital, que pasa la vida pindongueando, para hacer como las otras, como su gran amiga la baronesa de Pessac.
-¡Jesús Dios mío! ¡Calle usted! Eso no es, eso no puede ser; en la provincia han inventado esas calumnias y usted nos hace el agravio de creerlas, usted, antiguo y buen amigo; pero, ¿no ha pensado usted en que me mataría can sólo repetirlas? ¿Qué he oído, Santo Dios?
-He pensado que si el mal hecho no tiene ya remedio, se puede á lo menos salvar lo que queda y hacer que su hija de usted vuelva al redil. ¿Quién lo hubiese creído? ¡Si mi compañero Bonnet viviera!...
-No, eso no es verdad - decía llorosa y angustiada - no lo es, no puede serlo, pero me mata el oírlo... Usted no sabe que un nombre que ha pronunciado ha hecho más mal á mi corazón que el anuncio de la pérdida de los bienes.
-¿Qué nombre?
Y al decirla esto, la vio cerrar los ojos, palidecer, estremecerse como si tuviera escalofrío, quedarse inerte.
-¡Vamos, amiga! cálmese usted, todo se arreglará.
Y la daba palmaditas; pero viendo que no volvía en si, se asustó, tocó la campanilla y accedió la doncella.
-¡Ay, mi señora! ¿Qué le ha hecho usted?
Y la hizo respirar sales, la dio fricciones en las sienes hasta que abrió, y viendo al tío Benito, miró del otro lado, como si su vista le importunase. -Mejor será dejarla, que se repose, ya volveré mañana á saber cómo sigue, pues me vuelvo á mi provincia. Pero si algo se ofrece, llámeme usted, señora, que el tío Benito es amigo de veras y hará todo lo que usted quiera mientras viva, y ha de serlo en memoria de mi compañero; lo juro por este garrote, que nunca me ha oido mentiras. Tú, chica, cuida bien á tu señora y hasta yo te recompensaré... -Con una coz, animal, dijo aparte la doncella.
El retiro en que por su voluntad se Italia confinado la señora Bonnet, le había dado esa serenidad en la existencia, propia del despego de las cosas de este mundo, encontrando su mejor distracción en la lectura seria que la deleitaba instruyendo, pues por más que se sepa siempre se aprende; y su mayor goce en las que llevan el alma á la contemplación del amor divino y de la nada de las cosas Ihumanas, ignorando ese ruido mundano en que se agitan tantas pasiones y se ven tantas miserias, que no pasaban el umbral de su morada. Era un alma que vino enferma al mundo, y de ahí ese carácter melancólico , esa ingénita bondad, ese corazón tan propenso á la ternura y tan deseoso de sosiego, que no podían llevar al deseo de brillar y divertirse, sin que por esto dejase de convenir tu que con todas las virtudes posibles, es licito y á veces necesario, ya por los gustos ó por las obligaciones de cada uno, acudirá á las fiestas, gozar de ellas, pero con moderación, y no haciéndolas el principal objeto de la vida. Para ella el más consolador era la caridad, pensando sin
duda, que se dice con razón que el que da á los pobres, presta á Dios.
Sumisa y resignada á su voluntad, habría acogido la muerte con esa poesia que le da fe, le esperanza de una mejor vida y sin deseos cuando se ha alcanzado la misericordia divina: pero daba gracias al cielo de qua se la conservase para amar y contemplar á su hija, en la que se miraba con amor y ternura inefables, su única alegría, su único consuelo, admirando su donaire, complaciéndose en la acogida que recibía en la sociedad, por creerla de buena ley, é imaginándose que su conducta era apreciada por lo irreprochable, habiéndose salvado de los escollos que á cada paso presenta la vida mundana. No sabia de la de Yolande más que lo que ella le decía, que naturalmente era lo que podia lisonjear sus sentimientos y alejar sus temores, á lo que llamaba embaste piadoso. Y al estrecharla en sus brazos y darla aquellos besos que parten del alma, la contemplaba radiante y derramaba sobre ella las bendiciones que creia merecer
Esa beatitud tan rara, que debe ser como precursora de la eterna del paraíso, fué destruída ante el bronco acento de un hombre que reveló una situación que para el alma, para el amor maternal, entrañable, celestial, de una madre, habia de ser una de esas grandes amarguras con que sólo el poder de un Dios puede probar á sus criaturas.
La muerte de Yolande la habría traspasado de dolor; pero la condenación de su alma la entregaba á todos los tormentos de una madre amorosa y creyente; y en la exaltación de ese amor, unido al terror que dan las creencias, veía ya á su hija en el peor lugar entre las réprobas, y le dolía no haberla perdido cuando era inocente, pues preferia saberla ángel en el cielo que verla culpable en la tierra.
Pasó la noche orando de hinojos en el reclinatorio, ante el Crucificado, los brazos en cruz y derramando lágrimas de amargura, pidiendo al cielo llamase al corazón de su hija para el arrepentimiento, la confusión y la penitencia que pudieran rescatar sus culpas, poniendo la pobre madre á Dios, como dice madame Swetchine, << entre el dolor y sí misma >>, Así la sorprendió el alba, y al oír tocar las campanas del convento cercano, recordó la hora en que en el suyo abría los ojos y el corazón para entonar los cánticos de alabanza al Señor, al saludar el nuevo día. Los crujidos del corazón de una madre deben resonar en el cielo y hacer llorar á los ángeles. Al ir á buscar algún reposo, se dijo tristemente como el Redentor: << Mi alma está triste hasta la muerte >> y al abrir los ojos, parecia buscar con amarga sonrisa á la hija que quería salvar.
Al día siguiente se presentó Yolande con su sonrisa de costumbre, y se quedó sorprendida é impresionada al ver á su madre durmiendo á esa hora en un canapé, pálida como jamás la habia visto, palidez que realzaba el vestido negro que llevaba siempre. La fijó la mirada con espanto, como si viera algo grave en ese semblante, que parecía con el hielo de la muerte. Al ruido abrió los ojos que tenian como ese brillo siniestro de los que van á morir, se estremeció exhaló un ¡ay! tan doloroso, que Yolande no sabía qué pensar, y algo conmovida le dijo:
-¿Qué tiene usted, mamá?
-Pregúntalo á tu conciencia.
-No veo en qué...
La infeliz madre, con escasas fuerzas y avergonzada y afligida de lo que su imaginación le representaba de la conducta de Yolande, encontró alientos en el deber de madre y en el amor á su hija.
-Eres amiga íntima, inseparable, de la baronesa de Pessac y por tanto llevas su misma vida y tienes su misma reputación. Al oír ese nombre sin pudor unido al tuyo, sentí como si me abrieran las carnes y una mano impura desgarrase el corazón. Tú debes saber que sólo un alma condenada puede jactarse de encontrar << su mejor distracción en el pecado mortal >> !!!
Yolande se turbó visiblemente.
-No mientas, es horrible mentir: pero mentir á una madre ha de hacer velarse la faz á los mismos ángeles con quienes en mi delirio había osado compararte.
-La Baronesa tiene muy buena posición, ella es le que me ha presentado en la sociedad, y es natural seamos amigas.
-¿Y tener la misma conducta? ¡Mírame bien, y dime si juras ante los Evangelios que no has faltado á los juramentos que hiciste al pie del altar, á los elocuentes y cristianos consejos del obispo de nuestra diócesis, que bendijo tu unión, ofendiendo al cielo y martirizando el corazón de tu madre, que humillada te contempla ya con el anatema de Dios!
Yolande, sorprendida y aterrada, no acertaba á defenderse ni quería confesar, y se echó llorosa en brazos de su madre, abrazándola y besándola, como si con eso quisiera tranquilizarla. El tope que habla adquirido en el trato con damas galantes, cayó allí á los pies de su madre, como en el tribunal el reo que se ve acogido y confiesa callando.
-¡Callas porque no te atreves á ser perjura! ¡Dios mío! ¡Dios mío! — decía con la expresión más dolorosa, que sólo el dolor y la religión pueden inspirar- ¿por qué no me oíste cuando te pedía yo en su niñez que si iba á ser mala te la llevases del mundo? Grande habría sido mi amargura pero me habría quedado el consuelo de que la habrías puesto entre tus querubines quisiste hacerme conocer tanto dolor, para probarme en lo más sensible del alma, que es el amor á la hija que me diste para mi consuelo y mi alegría. ¡Señor! renueve su corazón, y ya que desconociste mis doctrinas y no escucha mis ruegos, haz tú que la vea yo arrepentida á tus pies, pidiéndote perdón...
-Pero mamá, si...
-¡Ah!¡Yolande! leo en tu corazón, leo en tu conciencia, veo en tu ignominia, veo en el enojo de Dios, tiemblo por tu alma, y la sola idea de que le hayas ofendido va á abrirme las puertas del sepulcro. ¡No me dejes bajar á él sin que, al cerrarme los ojos, el arrepentimiento haya purificado tu alma, y contrica y humillada, elevando tu corazón, al cielo lo pidas en mi tránsito, te perdono como yo quisiera bendecirte, ya tranquila, á ti que has sido el bálsamo de mis pesares, el soplo que cada día daba alientos a mi existencia!
Yolande se conmovió realmente, y se echó otra vez en los brazos de su madre.
-Mamá, usted, retirada, ignorando lo que pasa en la sociedad, ha dado oídos á calumnias que no comprendo de donde vienen. Acaso Mercedes...
- No la culpes, que no es ella, es el eco de lo que se dice en nuestra provincia, en donde has perdido toda estima y se propalan hechos de que ¡ay! no haces misterio; ¡sé que tu marido se ha arruinado, como tú estás en camino de serlo, que es indigno de ti, aunque, ¡Dios mío! el pudiera decir lo mismo!
- Es verdad, pero era inútil dar á usted esa pesadumbre...
- No hablemos hoy de los bienes de la tierra, que los que deben ocupárnos son los inmortales del alma, que por culpa nuestra pueden perderse para siempre.
- Cálmese usted, mamá mía, su virtud, su retiro, su vida ascética, le hacen ver en su imaginación situaciones que no existen y culpas exageradas. Yo vivo en una sociedad elegante, es verdad, pero eso no quiere decir que yo haga ni más ni menos que las demás de mi círculo, que viven tranquilas y gozan de tan lisonjera acogida. ¡Vamos, cálmese usted, quiérame como siempre, como yo la quiero, mamá mía! Y dándole nuevos abrazos y besos, quería tranquilizarla y volverla á las sonrisas y cariño que su presencia producía.
La madre no se convenció, pero la fatiga la hizo callar, y se quedó algunos momentos respirando apenas y postrada.
Procurando dominarse, le dijo:
-Tú eras lo que me ligaba á la vida, pero no he pedido por eso al cielo que no abreviase la mía, pues es un deber someterse á la voluntad divina, siquiera se sufra ó se padezca cruelmente. Si mi naturaleza, el dolor de haber perdido á tu padre, me ha hecho asceta, como dices, entregarme á la meditación que aleja todo apego á la existencia, la miraba como un favor del cielo, porque estabas á mi lado, atenuabas mis dolores y veía en ti un ángel á cuya peana habría querido arrodillarme para contemplarte mejor, y hacer subir hasta ti, con mis miradas amorosas, las preces para que el cielo le conservase el ángel que para mi bien había puesto á mi lado!
Y volvía á llorar amargamente en ademán de suplicar, extendiendo los brazos como si quisiera recibir en ellos á la hija que derramando las lágrimas del amor filial y del sincero arrepentimiento, la jurase ante Dios que haría todo lo que su madre le dijese para probarle la sinceridad con que volvía á las prácticas de las virtudes inspiradas por ella y á la conducta que deja contenta de sí misma y da derecho de mirar á los demás con frente serena. Tan creyó que podía ser asi, que le dijo:
- ¡Hija de mis entrañas! no me niegues lo que voy á pedirte ¡Retirate unos dias á un convento, vuelve en ti misma, piensa en Dios, en tu padre, en el amor y aflicción de tu madre, y sé como siempre crei verte, y ya verás que dichosa eres y que dichosa me haces á mí!
Yolande comprendió que sí eso hacía iba á ver humillado su amor propio y á sacrificar una pasión que la tenía ciega, obcecada; y cedio cobardemente á esos móviles para evitar la zamba de sus amigas y el abandono de su amor, todo lo que la pondría en ridículo. Calló, sin atreverse á aceptar ni á discutir lo que su madre le pedía.
Ésta, con su inteligencia, con su corazón de madre, comprendió que ese silencio era una negativa, y poniéndose de pie, bañado el rostro en lágrimas, extendió los brazos y se echó á los pies de su hija, -¡Hija mía! ya que no escuchas mis consejos, no desoigas mis súplicas, y únete á mi para pedir al señor por ti. Haz lo que te digo si no quieres verme morir y perder tu alma.
-¡Por Dios, mamá mía! ¡usted á mis pies! cálmese usted, ya volveré, y espero que habrá usted reflexionado que es un fantasma que ha forjado la acalorada y piadosa imaginación de usted para hacerla sufrir á su pobre hija, que la adora y le duele tanto ver sufrir á su buena mamá.
-No, mi corazón no me engaña y el cielo me inspira. El sacrificio más doloroso para mi es no verte, no darte aquel beso en la frente cada día en ese rostro en que me miraba y creia ver la perfección que era el goce perpetuo de mi existencia! Pero lo prefiero, á volver á verte sin haberte purificado. Vete, hija mía, reflexiona, piensa en Dios, en tu alma y en tu madre, y no vuelvas á entrar aquí sin que la luz de la fe vuelva a iluminarte. Piensa que has dado escándalo << ¡Ay del mundo por los escándalos! >> dice el Redentor; Él nos enseña que un arrepentimiento sincero puede abrirnos las puertas del paraíso; la Iglesia lo repite cada día, y los creyentes, como Cháteaubriand, que leía yo ayer, dice: << Es >> preciso muchos años de arrepentimiento para borrar una falta á los ojos de los hombres; una sola lágrima basta á Dios. >>
No quiso hablar más. Yolande la besó y, por la primera vez, la dejó marcharse sin decirle una palabra de cariño, y darle ese beso, tan puro goce para el alma de una madre, y sin seguirla ya, como antes, con ojos amorosos hasta que la perdia de vista.
Yolande salió de allí conmovida y pensativa, porque si por un lado sentía sinceramente que su madre sufriera por ella, por otro se sentía abochornada de verse cogida en las faltas que más desgarradora impresión podía producir en el corazón de madre tan cristiana, y se fué echando periquitos contra el tio Benito que, por meterse en camisa de once varas, había descubierto lo que, sin él, no habría jamás sabido su madre.
Afectada, pero no arrepentida, volvió al torbellino mundano, pero tan nerviosa, que las listas de sus amigas se percibieron y creyeron que su tirano lo habia dado algún disgusto. Al volver á las delicias de creerse amada cuando ella quería al Vizconde, y á las engañosas alegrías, comparó esa vida elegante con la que su madre la invitaba á observar, empezando por ir unos dias al convento á alcanzar el perdón. Ya se guardó de confiarlo á sus burlonas amigas; pero no tenía secretos para el Vizconde, mientras que éste no le confiaba más que los que inventaba, encaminados á cogerla más y más, y á lisonjear su amor propio de mujer, que tanto gusta, en general, al bello sexo saber secretos - lo que no hay que echárselo demasiado en cara, ya que lo heredaron de Eva - salvo la dificultad para algunas de guardarlos; y el mejor medio de que los revelen, es decirles que nada saben, pues se pican y sueltan la sin hueso sin pararse en barras. Hay quienes, al revelarlos los adornan de tal manera, que no los reconoce ni el desdichado que se los confió: esto no va con todas.
Yolande sentía esa necesidad de desahogar las cuitas, que es difícil contener, y con nadie podía hacerlo mejor que con el dueño de su corazón, el que la oyó en son de fisga, y dijo tales burlas que la excitaron y acabaron de remacharla en esa vida, haciéndola nacer un despecho, una humillación por la esceta con su santa madre, que no habría tenido entregada á sus propios instintos; pero el pérfido Vizconde, al herir su amor propio, apagó todo sentimiento filial, y la alejó completamente de su madre.
—No la veré más hasta que me prometa no ocuparse en lo que hago — dijo picada, cediendo á la maléfica influencia del Vizconde, que fría y lentamente la dominaba para llegar á sus fines.
—Y hará usted muy bien; usted no es una niña que necesita andadores ni dedadas de miel.
—Ya verá usted si me mantengo firme.
El corazón del bello sexo, tan débil, tan dúctil cuando quiere de veras, tan fácil es para seguir el bien como el mal, según las manos en que caiga. ¡Pobre Yolande! ¿quién lo hubiera creído de la jovencita de provincia? No era posible otra cosa cuando en el ejemplo que la maleó veia el brillo que ofusca y la impunidad que alienta!
Trató de olvidar, de aturdirse en los placeres, diciendo con Doudan: « cuando se está triste, á lo menos que sea en un sitio ameno ».
El Vizconde veia en ella materia maleable á su capricho, y en él abdicó toda voluntad, todo sentimiento, tanto deseo que no fuese el suyo.
Él era prudente como la serpiente, y encontró picante ragatarla lo que podría ser su imagen; una pequeña serpiente viva, á la que se había cortado el veneno, que en las noches de calor en la Ópera, podia refrescar el escote, dejando en la piel un fresco más buscado para producir efecto que para gozar de él. Todos los gemelos se dirigian á ella, siguiendo los movimientos del negro reptil en aquella blancura nivea de Yolande, viéndole aparecer, desaparecer lentamente por pecho, espalda y brazos, con horror verdadera en unas y fingido en las envidiosas.[10]La puerilidad del triunfo de atraer las miradas con una novedad que sólo ella poseía, la hizo olvidar más aún sus disgustos de familia, y ufana y contenta enviaba saludos y sonrisas á sus amigos.
-¡Qué audacia del Vizconde! - decía la Baronesa - ¡pasearse así en el busto de su amiga!
-Ya no hay riesgo - respondió otra - ya comió la manzana que le ofreció. - Pero no le ha abierto los ojos, como á Eva - añadió la Baronesa.
Puesto el pie en la pendiente del bien ó del mal, es más rápida á medida que se avanza; el uno encuentra, en los primeros pasos, la aprobación secreta de su conciencia, redobla el celo, el desinterés, no se cura de los aplausos ni de recompensas humanas, va derecho al bien y muere tranquilo por haber cumplido con su deber como sus fuerzas se lo permitieran; el otro lleva al abismo, si no lo ataja la reflexión, el recuerdo de los buenos principios, el temor de la deshonra ó el castigo del cielo; así es en todas las cosas y en todas las clases.
Mientras Yolande resbalaba en la pendiente del mal, entre risas y alegrías que habían acabado por hacerla perder toda noción de recato y dignidad de si misma, entregada ciegamente á un seductor sin escrúpulos, la infeliz madre pasaba los días en el abatimiento y la oración, padeciendo, porque sentía su salud alterarse de modo alarmante, y sufriendo su alma todos los horrores que su imaginación y sus creencias le presentaban de la conducta de su hija, buscando el remedio, y no encontrándolo más que en la oración y las lágrimas que derramaba á los pies del Cristo que en su aposento tenía.
–¡Señor!– le decía – tu mano bienhechora me ha guiado desde mi horfandad. Me diste un asilo en que vi practicar las virtudes de tu santa ley, la adoré y, aunque indigna, procuré seguirla, quizás con menos fervor de la intensidad de mis creencias y de mi deseo de servirte. Me diste como esposo á un hombre que hizo de nuestra vida una bendición perpetua, porque todo lo remitíamos á tu voluntad.
Como si hubieras desprendido del coro de tu dominación un ángel para el encanto y consuelo de mi vida, me enviaste una hija que me transportó de felicidad hasta llegar á la idolatría como reflejo de la morada celeste. La amé ¡Señor! que sentía en mis arrobos elevarse mi alma y ver y palpar el coro celestial de donde había venido! Esperaba morir con el consuelo infalible de dejarla digna de ti, y no oir ningún reproche tuyo al comparecer ante ti é implorar amparo para ella y misericordia para mi! ¿Qué, Señor? ¿no comprendí mi deber, no supe inspirarla el amor á ti, las virtudes que más te agradan y sabes recompensar, y tu castigo á mi empieza en este mundo? ¡Si yo soy la culpable por incapacidad ó la debilidad á que me llevó tanto, tanto amor por ella, hiéreme ¡Señor! pero aparta de ella tu enojo y tu castigo haciéndola volver á tu seno arrepentida y purificada!
Y extenuada, tuvo un ligero desmayo, de que volvió en seguida, á punto que entraba Mercedes, que solía venir cuando Yolande no estaba allí.
Mucha imprensión hizo en ella la cara de su digna tía, por quien tenía tanto cariño y respeto; y como ignoraba que supiese ya la vida de Yolande, creyó con espanto que era una enfermedad grave y repentina lo que así la tenía.
– ¡Con cuánto gusto te veo, sobrina mía! Se diria que el cielo te envía en este momento para consolarme y quizás para aliviar mi dolor ; no sabes cuanto sufro, lo que me ahoga, lo que me mata.
Yolande...
Mercedes no se atrevió á decir palabra.
– No me digas lo que sabes, es inútil martirizar más mi corazón; me basta saber que tú no lo ignoras y que sabes que tampoco lo ignoro: ¿me comprendes?
– Sí, tía.
– Pues bien, por más que me duela confesártelo, decir una palabra que no sea en elogio de mi hija, a tí puedo decirte, porque me parece que me inspira el cielo, que ni mis consejos, ni mis ruegos han podido ablandarla y decidirla á seguir otro camino. Quizás tú...
Y no se atrevió á continuar.
– Pero tía, lo que no ha logrado una madre tan buena como usted, ¿cómo podría lograrlo una prima que ha vivido lejos de ella, y por lo mismo no hay esa intimidad que daría la expansión ni esa influencia que da el cariño?
– Mirame bien, Mercedes, y dime si no te parece que mis días están contados. Si el cielo hace por tu medio lo que a mí me niega, ¡qué consuelo sería para ti haber contribuido á que mi muerte sea tranquila, y saber que con mi gratitud te dejo mis bendiciones y la esperanza de que el Señor pueda permitirme un día le pida por ti, siquiera no lo necesites, porque eres buena, Mercedes, una perfección.
Mercedes se conmovió muchísimo, y tomando la mano de su tía, la besó, y una lágrima que cayó en ella fué la revelación más elocuente de su dolor y simpatía, que todas las palabras que hubiera podido pronunciar.
La buena señora vió en esa lágrima como un principio de redención; y como el dolor de una madre ve en la menor cosa un asomo de esperanza, estrechó la mano de Mercedes, y le dijo:
– No me niegues este servicio, no lo niegues á tu tía que tanto te quiere y te admira, y si nada alcanzas, vuelve aquí, á mi lado, á verme morir, porque siento que no podré sobrevivir á este nuevo desengaño.
– Si tía, iré á verla; bien sé que seré mal recibida, que me echará en rostro el ningún derecho que me asiste para ingerirme en su vida, é intentar abrirla los ojos á la verdad que salva, y volverla á los brazos de su madre, tal cual usted lo desea.
– ¡Benditas seas, Mercedes!
Jamás creyó Mercedes que llegaría el caso de ir á casa de su prima, pues la diferencia de caracteres no las hizo jamás amigas; y luego, la conducta de Yolande la había alejado por completo de ella, y si Mercedes no la estimaba, Yolande no la quería. Por más modesta, y cristiana que fuera, tenía su dignidad, y era menoscatarla, y hasta humillación, ir á verla; pero hacía el sacrifcio de todo por dar gusto á una santa mujer que veía realmente á las puertas de la tumba, y aunque con escasa esperanza, no quiso que dejara este mundo con un sentimiento contra ella y la idea de que quizás habría logrado lo que su amor maternal y su piedad cristiana deseaban de consumo. Se presentó temprano para encontrarla sola.
XII
Cuando anunciaron á Yolande que su prima deseaba verla, se lo hizo decir dos veces, como si hubiere oído mal; y mostrando disgusto en la sorpresa, estuvo á punto de no recibirla.
- ¿Tú en mi casa? ¡qué honor! dijo con cierta ironia.
- Ya lo comprenderás después de haberme oido.
- ¿Es un sermón que vienes á echarme?
- En otras circunstancias, lo que acabas de decir me habria hecho retirar; pero he vistoá mi tía, á tu madre, que cree, y yo lo temo, que va a morir...
- ¿Y qué hace, reza por mí? [11] dijo en son de burla.
- ¿Así hablas de tu madre?
- ¿Pero á qué vienes? ¿Quiere verme?
- Si, pero tan pura como si fueras ante la presencia de Dios.
- Mi madre se cree más enferma de lo que está, y á mi me cree peor de lo que soy. Ni se morirá, ni la veré si ha de ser dándome golpes de pecho, oír sermones, enviarme al convento, derramar lágrimas inútiles.
- ¡Si es así, haré bien de retirarme; tienes empedernido el corazón, pero sabe que si no vuelves á esa existencia propia de tu educación, de los ejemplos, de la virtud que recibiste y de lo que debes á tu salvación, tu santa madre perderá la vida porque tú pierdes el alma. Adiós.
- Si, vete en paz.
Mercedes se retiró con dignidad, pero afectada, y
ofreciendo á Dios esa humillación que aceptó por complacer á la que en breve estaría en el cielo.
¿quién podría penetrar en el corazón de la mujer, tan sublime, tan heroica, tan santa, alegría y consuelo del hombre, al que le es superior, cuando á veces se tropiezan con quienes cierran el pecho á esos sentimientos tiernos y generosos, tan propios de la mujer, que es la obra más acabada del Creador?
La pobre madre había tenido el candor, que lo era muy grande, de creer que lo que sus ruegos y lágrimas no habían alcanzado, lo lograrían el ejemplo y la elocuencia de Mercedes, y la esperaba con febril impaciencia.
Cuando llegó, el rostro de su tía tomó una expresión de dolor y de ansiedad, que afligió á Mercedes.
-¿Qué me traes, hija mía, la dicha ó la mierte? Mercedes le besó la frente, se sentó, la tomó la mano, y no dijo nada.
-¡Mercedes mía! ¡Me siento morir! Pero, ¡Señor! ¡no se haga mi voluntad sino la tuya! <<Oh, Dios mío, haz que mi dolor no sea la desesperación >>.[12]
Mercedes se echó a llorar,
-¡No llores, hija mía! Quizás el cielo, al enviarme el castigo que mis culpas merecen, quiera que al ir á gozar, como lo espero, de la misericordia divina, oiga el Señor mis súplicas para ver á la hija de mis entrañas tan pura, tan arrepentida que cuenta también con ella ante el juicio de Dios!...
La transformación dolorosa y resignada del rostro de aquella santa mujer, inspeccionó á Mercedes y se alarmó hasta el punto de hacer venir á sus padres y telegrafiar á Sylvain viniese al castillo, haciendo en tanto venir al médico.
Reunidos en la estancia, deliberaron sobre si no sería necesario pedir á Yolande viniese á echarse ó los pies de su madre, bañar su rostro con las lágrimas del perdón, pues Sylvain, acostumbrado á ver morir, decia que tenía pocas horas de vida y no había tiempo que perder para procurarla el consuelo de morir, dando á su hija una bendición que merecía. El doctor encontró el caso grave, <<Es una crisis -decía- que, si se repite, será la última. >> No vió, pues, el peligro en ese día como Sylvain, pero la postración aumentaba con síntomas fatales, alarmantes; y aunque comulgaba todos los días, los pasaba orando con Dios en el corazón y palabras tan cristianas, y tan resignadas, como si en esos momentos fuera á morir, que la llevarían al cielo en seguida; hay tal consuelo en las preces que acompañan el alma, al dejar este mundo, elevadas á Dios por los que rodean el lecho del moribundo que todos aman tiernamente, que decidieron prepararla.
Dios, en sus altos juicios, no lo permitió. Cerrados los ojos, inerte, con la palidez de la muerte, apenas se la veía mover los labios como si orase, mientras todos la contemplaban como se contempla á una santa cuya alma va á volar al cielo. ¡Eran las once de la noche, y en esos momentos se oyó el ruido sordo del carruaje de Yolande que iba sin duda á un baile!...
Viendo que aquella santa no se movia, se acercó a su hermana y vió ¡que había muerto!!!
¡Yolande la había matado!...
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Entraron los criados, que la veneraban, y todos, empezando por su hermana, la besaron la mano con el dolor de los que aman tiernamente y la fe con la que se besa á una santa. Su hermana rezó la letanía, haciéndole coro los demás, llorosos y angustiados.
No era posible dejar á Yolande un momento en la ignorancia de la muerte de su madre, y cuando cerca de las cinco de la mañana, se oyó entrar el carruaje, Mercedes fué por la puerta que ponía en comunicación á ambas casas, y la encontró subiendo la escalera.
- Tu madre acaba de morir; ven á lo menos á arrodillarte ante su cadáver...
- ¡Santo Dios! - dijo aterrada.
Y corrió a la estancia de la madre, espantada y llorosa, con las galas de la fiesta, resplandeciente de diamantes, el pelo ya en desorden, el rico vestido rasgado, la cara fatigada, los ojos marchitos como las flores del ramo que llevaba en la mano, lujos que formaban terrífico contraste con la simplicidad de los trajes de los que rodeaban á la muerta...
Yolande tiró el ramo al suelo y se echó de rodillas al lado de su madre, besándola el rostro y las manos, y llorando amargamente. Era imposible que en esos momentos no recordase lo que la quiso, cuanto le debió y sintiese lo que por ella había sufrido; le dolia haber sido causa de su muerte, y ese dolor fué sincero como fueren sus lágrimas; pero no le vino la idea de jurar ante el cadáver de su madre que observaría en adelante otra conducta, haciendo todo lo que fuera posible humanamente para alcanzar su perdón en el cielo y que desde allí viese su enmienda. No se le ocurrió hacer por su voluntad, lo que hizo hace pocos años una gran dama, que obligó á su nuera á ponerse de rodillas en el salón, en presencia de toda la familia y de todos los criados, y pedir perdón á Dios y á los hombres del escandalo que había dado [13].
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No faltará quien crea inverosimil esa muerte, diciendo que el mundo está lleno de madres de familia que no sólo no han muerto pero ni han tenido siquiera una jaqueca, al verla vituperable conducta de sus hijas, lo que es verdad. El mundo está lleno de madres de familia á quienes sus propios recuerdos ó la tibieza de sus creencias hacen indulgentes; otras lo deploran y tienen que callarlo; otras hacen esfuerzos, ya inútiles, ya con éxito, y otras, si no son las más, encuentran la escusa en la conducta de los maridos, casi siempre responsables de la de sus mujeres. Pero no ha de decirse que una madre no puede morir por eso; todos han conocido y recuerdan á la Condesa de *** que murió de pesadumbre que le causaron las caduveradas del único hijo que tenía, por el que sentía el mismo amor idólatra que la madre de Yolande por su hija. Cada uno tiene su manera de sentir, de comprender los deberes sociales, los que impone la religión y, sobre todo, el temor de Dios, que en un alma creyente y una imaginación exaltada, puede llevar á la pérdida de la razón ó al sepulcro. SEXTA PARTE. I
Yolande se retiró á su casa seguida del memo de Estarnay, que había estado con la boca abierta, como si soñara, después de haber cenado, pues como nadie le hacía caso, se desquitaba comiendo de todo. Sólo la inseparable Baronesa vio á Yolande en los primeros días después del entierro, y, pasados algunos, empezó á escribir esquelas á las intimas para que fueran paco á poco á verla, hasta que llegó á fijar horas en que podían ir todos á darla el pésame.
El dolor de Yolande había sido sincero, pero, naturalmente fue fugitivo; el más profundo si no se olvida, lo mitiga el tiempo y se acaba por volver á esa serenidad y esa vida con todas sus preocupaciones y con todas sus distracciones. Dos años después, en los mismos salones, tapizados de negro, en que un día se derramaron lágrimas sobre el ataúd de un ser querido, y en que habían resonado los sollozos, se baila y se oyen las músicas que invitan á la alegría; pero á nadie puede hacerse un cargo por ello, ya que esa es la vida, y tiene que seguir su curso en todas las cosas.
Sin embargo, si eso es natural, no lo era tanto que tan pocos días acelerasen, si no el olvido el término de la tristeza; y á fuerza de ver cada día una sociedad frivola que huia de todo lo que no era ameno, volvieron las conversaciones mundanas, burlonas y chispeantes, hasta no haber en la casa más luto que el vestido.
Las conveniencias empero impedían á Yolande frecuentar la sociedad, y se fastidiaba; y una mujer que se fastidia es capaz de todo, hará lo que jamás se le habría ocurrido si no se aburriese.
El Vizconde vío que Yolande se fastidiaba, y la propuso hacer un viaje á Italia, con él, por supuesto, y llevando, por la fortuna, al babieca de Esternay. Ella lo acogió encantada, viéndose libre de oír cada día los detalles de las fiestas á que no podía asistir, y entregarse, en medio de las bellezas de Italia, al cariño cada día más entusiasta, por el frío y calculador Vizconde, que no había de gastar ni un ochavo en el viaje, aceptando todo con esa cara impasible que parecía tener escrito el proverbio: «Quien no tiene vergüenza, todo el campo es suyo. »
Las amigas de Yolande no la escasearon las ohuladas por el viaje con su sweet-heart (dulce corazón) como llaman las inglesas al preferido, ni á éste, aunque no los oía, los chistes y sarcasmos que merecía por las condiciones en que hacía el viaje, lo que la mortificaba, porque no podia desconocer lo indecoroso que era para él y, porque le dolía ver objeto de ellos al que tanto quería.
Ocho meses después regresaron, contentos de su excursión, pero más de verse otra vez en París, que vuelve intolerantes los viajes, por no encontrar lo que aquí se tiene acostumbrado. Yolande venía con una plétora de templos y palacios, de monumentos, y grandiosas ruinas, de pinturas y de estatuas, de sitios históricos y de grandezas pasadas, de riquezas artísticas, y hasta de macarrones; pues no hay ciudad, por pequeña que sea, desde el Piamonte hasta Sicilia, que no sorprenda, cautive, imponga y recree la imaginación, con la historia aprendida ó con los monumentos y ruinas de la dominadora del mundo de entonces; como no hay villorrio en que no sepan hacer los sabrosísimos macarrones, ya con jugo de carne, ya con tomates, que los italianos llaman pomi d'oro, en recuerdo, sin duda, del jardín de las Hespérides, bien que no fueran tomates, ni «manzanas» como se dice vulgarmente, sino naranjas las que cogió en él el legendario Hércules.
Gran algazara produjo en el círculo de Yolande su llegada, al que trajo recuerdos de varios puntos de Italia, curiosos sólo por su origen, pues nada puede competir con la industria francesa. El Vizconde se guardó para su aposento los bibelots ó chirimbolos hoy de tanto precio, sólo por ser antiguos, que compró con el dinero de Yolande. En seguida empezó ésta á aliviar el luto, como ya había aliviado el dolor, y las costureras fueron su primera preocupación, si bien esperó piafando que pasara el año para volver á embriagarse en la vida que era una necesidad de su existencia. En tanto, asistía y daba comidas y tés íntimos, lo que no impedía fuesen más que amenos.
Al fin, llegó el primer aniversario da la muerte, y los matrimonios Renfijo y Fleurance hicieron decir una misa por el alma de la virtuosa señora, cuyo punzante recuerdo no se apartaba de ellos, pero no convidaron á nadie. Movidos de un sentimiento de generosa piedad y pensando en que sería un escándalo se supiese que no había asistido, escribieron á Yolande una esquela, un simple aviso, sin decir quien lo envíaba : ella asistió á la misa con tupido velo, y apartada en la iglesia del resto de la familia, bien que debiere ocupar el primer lugar con su marido, y asistió y rezó con buena voluntad.
Pero al día siguiente, ya se creyó con derecho de volver á la vida mundana, y lo acogió con la alegría que se oye repicar la gloria del Sábado Santo, después de tristezas y oraciones.
El tiempo pasaba sin que á Yolande se le ocurriese que todo podía tener un término; creía que su bonita cara, el caudal, la salud, y sobre todo el amor del Vizconde, todo había de ser eterno, y que ni los años pasarían por ella: era una embriaguez, apurando la copa voluptuosa de la vida, siempre en mano.
Pero el Vizconde, satisfecho su amor propio de haber engañado á una joven cándida é inexperta, y de haberse dejado seducir públicamente por quien nada sentía, empezó á cansarse de ella, y cada día aumentaba el hastio hasta un punto que tenía que estallar. Á lo cual ayudaba grandemente el deseo de casarse, acariciado tanto tiempo, con una joven rica, que le emparentaría bien y le daría posición asentada en la sociedad. Es de saber que la señorita de Nolay, huérfana de madre, le había mostrado siempre tan notoria simpatía, que él acabó por creer posible unirse á ella; pero el padre le hizo decir, por una amiga común, que aunque lisonjeado de la elección del Vizconde, no podía darle su hija por tener ya otro proyecto que pensaba realizar en breve. Era una manera cortés de alejar á un hombre que no podía convenirle por esa vida ociosa y de aventuras, que no daba garantías para el porvenir. Pero la chica se obstinaba en preferirle por esa fascinación que á menudo influye en la imaginación de algunas jóvenes, las proezas de los calaveras, y dan por ello no pocos disgustos á sus padres — «Quiero un marido chic, y ese me gusta á, decía con decisión á cada momento.
Cuando dicha joven llegó á su mayor edad y entró en posición del caudal de su madre, creyó que ambas cosas le daban derecho de llevar á efecto esa boda, y hasta amenazó, como sucede también, con las somantivas respectacases are, esas indicaciones de los hijos qua la ley autoriza.- Nada de sommations- decía el padre- no quiero ese escándalo en mi casa; prefiero darte el consentimiento, pero es un sacrificio y una pesadumbre para mi[14].
Desde que él había tomado sobre si dar esas corteses calabazas al Vizconde, éste había seguido su vida galante de costumbre, esperando á la mayor edad da la joven y á la posesión del candal, con el cálculo que le guiaba en todo. Por medio de una amiga común, afición tan general á estas cosas, te entendió primero con la chica, y luego con el padre, ofreciendo solemnemente romper con su pasado y ser un modelo de esposos y da yernos. Algo contribuyó á que cediera al padre el que el Vizconde no pedía, como suele acontecer, que se te pagaran sus
deudas, que él decía no tener y si rentas para vivir. -¿Cuál será el porvenir de esa joven con el Viz- conde?
IV
Él era demasiado artero para dejar que Yolande sospechara siquiera su cansancio y sus proyectos. Al contrario, parecía redoblar sus agasajos, las frases engañosas que iban derecho al corazón de Yolande, y la envolvían en una atmósfera de bienan- danza que la llevaba á transportes y á deseos de mos- trarle cuanto le quería, haciendo todos los sacrifi- cios que exigiera. En la turbación de su alma, en ese estado de ánimo, que era como un arrobo pe- renne al contemplarle ó pensar en él, si él lo hu- biese querido, habría huído con él, plantado al ma- rido; habría hasta renunciado á esa vida de vanidad y de placeres y á ese lujo desenfrenado en el vestir, que eran las dos cosas que, después del Vizconde, amaba más en la vida. Ni contaba cuando gastaba, y seguía decentando y disminuyendo el capital de un ronde tal, que si hubiera parado mientes en ello, habría retrocedido espantada, llevándose las manos á la cabeza y esclamando: <<¿qué va a ser de mí?>>
El Vizconde, avezado al artificio y al engaño, empezó á mostrarse triste, preocupado, y eso alarmó á Yolande, que acabó por caer en una verdadera angustia, que aumentaba en proporción de los suspiros y del silencio obstinado del Vizconde, que parecía abrumado bajo el peso de una desgracia tan grande, que no le era posible revelar.
Perdió ella todo gusto, toda tranquilidad; preguntó, instó, rogó y lloró tanto, que al fin, como quien hace un esfuerzo supremo, acabó por decirle que era una preocupaión de dinero. Yolande respiró, pues prefería eso, que podia remediar, al abandono del hombre á que había dado su corazón.
-Toma todo lo que quieras, todo lo mío es tuyo, sal de tu apuro, por grande que sea: sí, te daré todo, siquiera me quede con poco para vivir, con tal de que te vea yo tranquilo y feliz á mi lado.
-La suma es algo fuerte, son quinientos mil francos, y no me atrevo...
-Te daré mis alhajas, véndelas ó empéñalas, y si no bastan, te daré el dinero que falte.
-Eso no seria más que un préstamo, cuyo reembolso podría yo hacer en un plazo no muy largo, porque espero dentro de poco tiempo una liquidación de Londres, que excede á esa suma.
-Voy á dártelo en seguida.
Y fué á su gabinete, y abrió el cofre con el secreto que ella sólo conocía, y trajo las alhajas que habían costado unos quinientos mil francos, aplazando para el día siguiente lo del dinero, porque los títulos estaban en el Banco de Francia, y era preciso tiempo para retirarlos. Él dijo que por las alhajas prestaría el Montepío doscientos mil francos, y eran necesarios trescientos mil más.
Partió llevándose las alhajas y dejando la vergüenza por los suelos, sin que Yolande, en su aberración, reflexionara en lo feo del proceder de un hombre que así se envilecía. Eso suele acontecer, y aun se recuerda una dama extranjera, arruinada por otro extranjero, en la Bolsa, la que murió de la pesadumbre, pues era una fastuosa elegante.
Pausada y friamente se fué reflexionando el Vizconde en lo que haría. No era posible vender las alhajas, porque no podía evitarse que se supiese eran las de Yolande, y además se venderían mal, pues cuando se venden, se sabe es porque se necesita dinero, y entonces no se obtiene más que la mitad. Y luego, nunca se ha vísto que un novio venda ricas alhajas en visperas de casarse; así que decidió empeñarlas en los doscientos mil francos que calculaban.
Una vez en posesión de ellos y de los trescientos mil que produjo la venta de los títulos, se dispuso, secundado por su amiga, á pedir la mano de la señorita de Nolay, seguro ya de que le sería concendida, y empezaron los preparativos de la boda, que hasta entonces se había tenido secreta. Enseguida fué con su amiga á comprar el rico anillo, primera prenda de la alianza, á encargar el ramo de flores cotidiano hasta la celebración de la boda, el primoroso canastillo, que había de llevar los valiosos presentes que ofrecía á la novia, y demás regalos.
Al día siguiente no apareció en casa de Yolande, y esta era la primera vez que faltaba; pero ello lo atribuyó á estar absorbido en el arreglo de sus asuntos, y esta idea le consolaba de su ausencia, siquiera fuese de un solo día. No sabiendo qué hacer, sin
humor de ver á nadie, y pensando en el gusto que tendria de volver á verle tranquilo, contento, y que á ella se lo debía, se le ocurrió pasar el tiempo examinando la cuenta del Banco, y se puso á hacer sumas. Á medida que las hacía, se iba espantando de la disminución de su caudal, que creía inagotable, y se encontró con que después de la sangría del Vizconde, le quedaban apenas, trescientos cincuenta mil francos! ¿Qué era eso para seguir en auge y vivir con el boato acostumbrado? Y eso, contando con lo poco que le dejó la madre, pues apenas se había reservado una mesada, y todo lo que había dado á Yolande. Si no había de alterar su vida, la ruina era completa é irremediable dentro de año y medio, sin tener que esperar nada de Esternay, incapaz de trabajar, de ocuparse en nada que pudiera allegar recursos, y en su espanto hasta se le representó que el Vizconde tardaría en reembolsarla... si es que lo hacía.
No cerró los ojos en toda la noche, estremeciéndose cada vez que pensaba en la miseria que la achecaba, en la necesidad de desaparecer del brillo y de los placeres, y hasta llegó a dudar, con ese terror que inspira la obscuridad, de la constancia del Vizconde: pero luego le venía la ilusión de que no podría ser así, y la calmaba la idea de que su afecto encontraría el consuelo á su miseria y á la desaparición de la sociedad elegante.
Al día siguiente, pálida y triste - su primera tristeza - se echó, como de costumbre, en su canapé y se puso á leer los periódicos elegantes de la mañana. Lo primero que todos leen son los Ecos, y en ellos pudo ver : << - Desde ayer es oficial el matrimonio del vizconde de Vorey con la señorita de Nolay; la boda se celebrará á fines de mes en la parroquia de Saint-Pierre de Chaillot >>. Apenas podía creer lo que leían sus ojos aterrados; creía que era la continuación de esa horrible pesadilla en que su imaginación le representaba todo lo cruel de su porvenir; y volvía á leer, abriendo más y más los ojos, ya llorosos, como si con ese esfuerzo pudiese salir de la duda dolorosa que la dominaba. Vió claro a fin, y llevó las manos al rostro, prorrumpiendo en sollozos que nadie veía, nadie consolaba, pero que adivinaban sus analiciosas amigas, que á esa misma hora leían los díarios á la moda; y en esa sopresa, en el juicio severo por el proceder del Vizconde, encontraban empero, las más, ese gusto que, dice La Rochefoucaoldt, hay siempre en el fondo, al saberse la desgracia de los amigos, bien que ese sentimiento inhumano no pueda aplicarse de un modo absoluto.
La Baronesa, aun con su bata, saltó en un simón y fué á sorprender tan de mañana á su discípula, que se echó en sus brazos llorando sin decir palabra.
Ya sabia yo que iba á encontrarse así, ¡ánimo! si te amilanas, si te eclipsas, si te ven pálida y afectada, ¡estás perdida por el rídiculo! Es preciso que yo y todas tus amigas esparzamos el rumor de que eres tú la que le has plantado; que, harta de él, le aconsejaste se casara, y que aún tú has contribuido á su boda. Y da una comida y un cotillón, en que brindes por el matrimonio, y en que lo bailes con un galán á la moda, que haga ver lo buscada que eres y tu ningún desabrimiento: te certifico que eso haria yo. Va, cómprale hoy mismo un bonito presente que figure en la acostumbrada exposición de regalos en casa de la lluvia.
El consejo de esa diablesa tuvo que ser aceptado por Yolande, para salvar su amor propio y ocultar lo profundo y sincero de su dolor, pero lo aplazó para cuando estuviera más serena, y tuvo que callar la escala - que tal aparecía á sus ojos - del Vizconde, y que estaba al borde del abismo de la misericordia.
Hay tal falta hoy de sentido moral y es tal el público descocó, como se quiera - no en todos, gracias á Dios - que cuando hay relaciones que han recibido la consagración del tiempo, y cesan por el matrimonio del galán, se suele dar seriamente el pésame á la dama y se la compadece como de una desgracia de familia: aquel día fué una procesión de visitas de las íntimas de Yolande, y en los salones no se habló de otra cosa.
Nada consolada con las frases de las falsas amigas, volvió á pasar la noche sollozando, deseando y temiendo el día siguiente, cavilando sobre las excusas y explicaciones que el Vizconde vendria á darle, y no acertando con ninguna, porque en todo lo encontraba culpable. No movía su corazón ni el perdón. ci la venganza; sólo sufría y lloraba pensando en el dolor del abandono, en la pérdida del caudal, que remataba su desgracia, que nadie compadecería ni nada podría aliviar.
Contando las horas llegó a las doce del día, que recibió una carta del Vizconde; se le nubló la vista, asomaron otra vez las lágrimas, y, trémula, la tuvo unos momentos en las manos, fija la vista en ella y vacilando abrirla; al fin, se decidió y la leyó temblando.
<< Mi querida amiga: la voluntad de mi anciana madre, expresa y tiernamente manifestada, que no quiere morir sin verme casado, me ha decidio a unirme á la señora de Nolar. Usted, con su buen juicio, aprobará esta obediencia filial, que crea una situación que si me aleja de usted, no disminuye en nada la amistad y el sincero aprecio de sus cualidades, que deja en mi corazón un recuerdo imperecedero. Andando el tiempo podrán ambas familias conocerse y quererse con esa cordialidad en las relaciones de quienes abrigan los mismos sentimientos. Y con este grata esperanza, me despido haciendo fervientes votos porque el ciclo dé á usted siempre todo el bien que se merece, que es mucho, y créame por la vida el más humilde y afectuoso servidor y amigo.
Apenas acabó de leer la carta, se le cayó de las manos y se echó llorando en el canapé, como si fuera la primera noticia que recibiese del matrimonio, pero notando una post-data, volvió á tomarla, y leyó:
<<En cuanto al asunto en que nos ocupamos el otro día, espero que todo se arreglará en breve á la completa satisfacción de usted.>>
Apenas cayó enteramente la venda que la había cegado al entregarle su corazón, su tranquilidad, su reputación y hasta su dinero. Y ¡claro toda la fealdad del fingimiento, la perversidad del carácter y la crueldad del proceder. Burlada primero y abandonada después, veía en su dolor el ludibrio para ella y ningún oprobio para él; pues no había ella de revelar la estafa sin agravar su situación ante el público, ni siquiera podia intentar recobrarlo un día, no teniendo pruebas para exigir el reembolso. Lo maldijo y se maldijo á sí mismo, culpándose sola de una desgracia que se había atraido en el adurtimiento
á que la llevó una vanidad insensata, satisfecha de modo tan culpable, en vez de recordar lo que tantas veces oyó decir á su santa madre, con la Escritura: <<¡El que busca el peligro le hallará!>>
Sintió tanto dolor como vergüenza, y entonces recordó á su madre, y, presa del delirio, creyó verla en el cielo, orando de hinojos por ella, implorando la misericordia y rogando para que borrase, con el arrepentimiento y la penitencia, la vida de escándalo y las amarguras que por ella hizo gustar al alma de su santa madre! Y se quedó por más de una hora como en éxtasis.
La carta del pérfido Vizconde no podía comprometerle. El rompimiento de unas relaciones, que eran públicas, no podía soprender á nadie, ni habia para qué negarlo. Lo que dijo, así, como de paso, con avieso laconismo, tampoco podría comprometerle, pues no precisando, nadie podria acusarle ni siquiera comprender de que se trataba.
Echó sus cálculos con su acostumbrada malicia, y decidió como el augur Calchás en <<La Bella Elena>> devolver la mitad, es decir las alhajas. Y esto, porque no era posible otra cosa. Venderlas era peligrosisimo
, y no quería hacer nada que diese derecho al suegro de averiguar la verdad y de decir á voces que había tenido razón de oponerse al matrimonio. Decidió, pues, que al concluir el año de renovar el empeño, empezaria á sacarlas con el dinero de su mujer, y las iria devolviendo á Yolande; y con esa resolución se quedó muy orondo, como si le hiciese un favor, quedándose con el dinero como premio, no de sus virtudes, sino de la felicidad que por tanto tiempo había procurado á Yolande.
VII
Los grandes dolores y desengaños traen la desesperación, la enmienda, la inercia ó la resignación,
según el caso y naturaleza de cada uno. Mucho podría discurrirse sobre cada una de esas fases; pero
lo que en Yolanda produjo fué la resignación, movida por lo que, en su visión, creyó su madre la
inspiraba, y, sin duda, porque sentia volver á los
sentimientos de que no debió jamás apartarse. No
hay resignación sin calma, sin esa serenidad que
permite volver la vista atrás, y considerar el cuadro
de su propia existencia, á veces con más sombras que luz, con más tristezas que sonrisas. No siempre se es responsable de sus propias desgracias, y lo conciencía de no merecerlas subleva y estalla, cuando no se posee la dosis de virtud no á todos concedida, siquiera se haya pasado la vida cuidando su conciencia para con Dios y su honor ante los hombres; y es un candor, que se paga caro, creer que aquí abajo ha de tenerse la consolación del aplauso, de la estima y aún de la recompensa. ¿Qué fuera del hombre si no tuviera fe?
Yolande no sólo se sentía resignada sino que se propuso resueltamente enmendarse y expiar sus faltas hasta lograr un consuelo relativo y la esperanza del perdón más allá de la tumba. Su dolor, su desengaño, el porvenir que la llevaba totalmente á la miseria, todo aparecia á su conciencia y á su imaginación sombrío, aterrador; pero la resignación bienhechora que de ella se había amparado, hacia que todo lo contemplara y que sobre todo reflexionara con su sano criterio.
Recordó con ternura el encanto de las miradas de su madre, las caricias á su niñez, sus desvelos, sus emociones y sus esperanzas tan tiernas y generosas
- y á esa ternura se mezclaba el remordimiento
de haber desechado la senda que el deber y la gratitud filial le señalaban. Ya casada, lo dolía, que ya que había alcanzado de su madre el sacrificio de establecerse en París, no haber observado esa vida que, sin excluir las relaciones, las alegrías y los goces sociales y aún brillantes propios do su caudal, y tomada con moderación. satisface y mantiene su encanto; que sin esas impaciencias irreflexivas y esas falaces satisfacciones de amor propio, habría encontrado en las relaciones de Mercedes una acogida en familias distinguidos que, halagando su amor propio, la habrían traido la estima y consideración de que su prima gozaba, con la que había sido ingrata y desdeñosa impertinente, conservándose honrado y digna á sus propios ojos.
Reflexionó en la vida, en el carácter, en los pocos escrúpulos de sus amigas y sabiendo los secretos de todos, lo recordaba con horror, y al anatematizar su conducta, se anatematizar á si misma, compadeciéndolas de su ceguedad y dando gracias al cielo de que, al castigarla le había hecho caer le venda fatal que haciéndola andar sobre roses, las llevaba al abismo, sintiendo clavarse su alma á regiones más puras, sin agitaciones ni deseos jamás saciados.
Esas reflexiones la llevaron poco á poco á esa blanda melancolía que dan las creencias, á ese deseo de reparar el mal por una expiación que fuese agradable al cielo, consolarse aquí abajo y confortarse al pensar en lo que hay en él para las almas que por una vida pura tienen su puesto en la morada celeste, y para las que he purificado el arrepentimiento, la penitencia, la oración y las penas que Dios impone antes de penetrar en ella.
Sintiendo amargamente lo impuro de su dolor, desdeñado el fastuoso movimiento, despreciando el dinero y resuelta á desaparecer de un círculo falso en que sus placeres ficticios, engañosos, la habían atado con una cadena de rosas, cuyas espinas le sacarían sangre al marchitarse un día, y preocupada solamente de alcanzar el perdón de su madre arriba y de su prima aquí, fué á inspirarse de rodillas en el sepulcro de su madre, qué ¡ay! ¡no había pensado visitar ni una sola vez!
Llegó á él temblando, como quien sintiéndose culpable, va á comparecer ante un juez, y ese juez era su madre; allí estaban sus cenizas prematuras por culpa de Yolande, y se echó á temblar aterrorizada, como si se fueran á abrir las puertas del sepulcro y saliese su madre para decirle: « ¿Por qué profanas el reposo a que me condenaste? » y no pudiendo resistir á la tortura de su alma, cayó exánime; al volver en si, lloró tanto, sufrió tanto, rogó tanto, que poco á poco fué volviendo la calma á su corazón como si la santa mana de su madre la tocase y oyese su cariñosa voz que le decía: «¡Te perdono!»
Oró con fe, y al levantarse dijo: «¡Inspírame, madre mía!»
Si en las cosas ordinarias de la vida, la idea de
que se cumple con el deber hace desdeñar el qué
dirán, cuando inspira la fe en Dios, el alma se remonta
y se cierne victoriosa sobre todo lo humano:
las grandezas, las riquezas, los honores, los placeres,
los esplendores, y sobre todo lo que embriaga y
deleita aquí abajo, sin pensar en que todo ha de
tener un fin, y que el apego á la vida no vale la pena
de atormentarse por obtener ó conservar sus goces,
¡cuando su término es sólo la verdad! Hay almas que parecen movidas por inspiración
divina y se apartan con fe de todo lo que es terrenal
y perecedero, para entregarse á Dios y esperar su
fin, pronunciando confiadas su santo nombre; otras
hay que llevan á ese camino dolores inmerecidos, y
otras que se los han atraído por el culpable olvido de
sus deberes hacia Dios y hacia la sociedad.
La pobre Yolande se encontraba en este caso, lo reconocía, y á medida que penetraba en su conciencia, sentía más y más la necesidad de la expiación, dejando á un lado todo amor propio y todo lo que sus amigas pudieran decir. Conociéndolas bien á todas, le parecía oír sus burlas, se desdén, sus chafalditas; sobre todo las de una pequeñita, especie de media porción, que mostraba siempre la punta de su lengua viperina, como la lanceta de su tocaya. Creía ver á la famosa Baronesa capitaneando al grupo, escuchada como un oráculo, que renegaba de su discípula, llamándola tímida, torpe, indigna de sus cuidados, y prediciendo acabaría en una mojigata. Reflexionaba en todo eso con sonrisa compasiva, pero no teniendo misión de volverlas al buen camino, se limitaba á esperar verse en el retiro de sus plegarias implorando de Dios les abriese los ojos, cesaran en el escándalo y se salvaran para siempre.
Cuando el alma llega á esos estremecimientos en que la reflexión cristiana, que trae la confesión del honor perdido, le vuelve la luz de la verdad olvidada con el terrible azote del remordimiento, no siente ni se enmienda á medias, y se entrega con todas sus fuerzas á la expiación, sin llamar sacrificios á lo que puede volverle la calma en espera de la eterna. Yolande sintió, pues, un desprecio profundo por las galas y los placeres del mundo que la habían perdido, y pudo contemplar en toda su plenitud, sus pasiones y miserias de que no había querido oír hablar siquiera, para no turbar sus vanidosas alegrías
El primer pensamiento, al empezar su expiación, fué para su madre, y recordando sus ruegos, fué á pasar unos días en el convento, en donde la soledad, el ejemplo de la virtud y las preces el día y la noche en la casa de Dios, darían desde luego testimonio de su sinceridad. Pero tenía también la idea de retirarse de París para siempre; y antes de ir al convento, vendió sus muebles en el Hotel des ventes, que es lo mismo quedar por veinte lo que ha costado ciento. Con eso y con lo que quedaba, pagadas sus deudas, reunió quinientos mil francos, que producían veinte mil de réditos, de los cuales cedió la mitad á su marido.
Yolande quería recomendarle para que le dieran una ocupación cualquiera, aun sin retribución, pues con los diez mil francos podía vivir sin carecer de lo necesario, porque temia esa vida ociosa, que podría llevarle á malas compañías y quizás á malas acciones. Pero él, sin tener el talento y la gracia de un joven poeta muy conocido, decía como éste: « Yo sucumbo, pero no trabajo.» Pasaba la vida ganduleando en los boulevares y en todos los sitios que ofrecían una distracción cualquiera, hasta seguir las músicas militares, y en las tarde iba al Club des panés[15] en donde se sientan los que habían tenido, como él, carruaje, y los que no lo han tenido nunca, á verlos pasar. Esto es más positivo y menos tantalesco que lo que aquel que decía á sus hijos, que si se conducían bien, los llevaría á tomar helados en el café Tortoni.
Dada esa primera satisfacción á su madre, Yolande
pensó en darla también á Mercedes; y á fuerza de
pensar en cómo lo haría, si había de preparar el
terreno ó presentarse de repente y echarse á sus pies,
que hacía más efecto que las frases de una carta, de
cuya sinceridad podría dudar, se decidió por lo que
tomó como inspiración de su madre, que era lo mismo
que su corazón sentía y anhelaba.
Sin dejarlo para mañana, y como si quisiera dar aún más alientos al vapor que la arrastraba, se presentó en el castillo de los Fleurance á punto de que estaba reunida la familia, formando uno de esos deliciosos cuadros que encantan la vista, revelan la felicidad y hacen gozar al propio corazón de figurarse lo que gozan les seres á quienes el cielo permite esa dicha, como recompensa de la virtud.
Sylvain tenía en sus rodillas al hijo mayor, al que distraia con cuentos en que siempre había una moraleja; Mercedes tenía también así á la hija segunda, que explicaba con gracia á su madre lo que significaban las estampas da un libro, y el otro niño andaba haciendo pinicos con su chichonera y un muñeco con cascabeles.
La conversación era siempre sobre lo ocurrido en ambos establecimientos, lo que había acontecido en el día y lo que había de hacerse al siguiente, las cosas de los niños, los comentarios de las noticias de los diarios de Paris, y ese cambio de ideas tan agradable en los que se aman y tienen los mismos sentimientos y la misma ilustración. Y como distracción, la lectura de los libros modernos que valían la pena -que no son mucho— y los que solían tomar de la rica biblioteca del castillo. Esa vida serena, feliz, pasaba sin echarse nada en cara de lo pasado ni temer que la conciencia se turbase en el porvenir de sus pensamientos y sus acciones. ;Ay! Cuando uno su ha visto envuelto en el torbellino mundano tantos y tantos años, si ha encontrado en él y querido y apreciado corazones tan bellos, inteligencias tan superiores, principios tan sublimes, y ser recibido con benévola acogida, apreciando su propia honradez y su caballerosidad, también ha tropezado con ignominias, injusticias, ingratitudes, escándalos, audacias, desengaños propios y extraños que lastiman el corazón, afligen las creencias, y agobiado por la experiencia y ya sin ilusiones, le dolería haber nacido si la fe no la alentara, y envidia á los que, como Svlvain y Mercedes, se retiran al campo, frecuentando lo menos, que pueden ese mundo engañador, y gozan en una atmósfera para de las delicias de la familia, del contento de aliviar el infortunio de sus semejantes, esperando con dulce serenidad el fin de, sus días!
Cuando el criado anunció Yolande, el asombro de ambos fué tan grande como si habiese caído un aerolito; pero ella no esperó A saber si la recibirían y siguió hasta la sala, echandose á los pies de Mercedes.
—¿Tú en mi cesa y á mis pies?
Yolande hizo ademán de besarlos.
—Levántate y di sentada lo que tienes que decir, le dijo con dignidad, ¿Qué significa esto?
Yolande se sentó, los ojos bajos, dejó correr dos lágrimas y trémula y confusa, le dijo:
—He pedido perdón a mi madre, y mi madre me ha perdonado, y ahora vengo á pedírtelo á ti. -Si crees que tu madre tu ha perdonado, felicito tu alma por ese perdón, pero no necesitas del mío.
-Si, porque también á ti te he ofendido.
-Habrá sido con el pensamiento, pues jamás he sábido nada, y aunque lo hubiera sabido, te habría perdonado al saberlo.
-Tú no sabes todas las desgracias que me he atraído por mi culpa. Aquí vengo como inspirada por mi madre, que era una santa, que tanto te quiso y á quien tanto amaste, y en su nombre te pido que me oigas; no se desoye á quien mueve el arrepentimiento, á quien se humilla ante la virtud, y pide ser oída como un deber y un consuelo. ¿Quieres permitirme te refiera mis culpas y mi castigo?
Sylvain y Mercedes se miraban atónitos, la miraban y ella no los miraba, siempre con los ojos bajos.
-Invocas el nombre do tu santa madre, y tu acento revela la sinceridad.
-Pues escuchadme, primos míos, jueces ante los cuales vengo á pedir me permitan el castigo que quiero imponerme en vuestra casa. Fui, desde que vine al mundo, el encanto, la gloria de mi buena madre, fui su desvelo, fui lo único que, después de la muerte de mi padre, la hacia amar la vida, derramado su alma en la mía, procurando dejar en ella aquella pureza que la llevó al ciclo, que yo deseché en un momento de aberración, cuyas consecuencias estoy pagando quizá menos de lo que merezco. La engañé, me creyó virtuosa, se miraba en mi cada día, creia leer en mi corazón la pureza de sus doctrinas que repetían mis labios engañosos, y bendecía al Señor por creerme tan buena como tenía la ilusión, en su amor entrañable, sublime, delirante hasta la idolatria, sin sospechar esa falsedad, que tenía su escusa en mi deseo de conservarla en esa beatitud propia de quien no pensaba sino en Dios y en su hija, el regalo y encanto más bello para su alma; pero el ciclo aplazó la recompensa de su amor á Dios y á su hija, haciéndola sufrir cruelmente para que fuera mayor su dicha eterna entre los bienaventurados que son sus elegidos! ¡Mi primer viaje á Paris me ofuscó, me embriagó, perdí la razón, todo sentido moral, olvidé sus consejos, no seguí su ejemplo, y mi aberración me llevó á no tener más preocupación que volver aquí para ser chic, mezclarme en esa elegancia que catrevi y me ha llevado hasta ser criminal! ¡Ah! ¡si yo te hubiese tomado como modelo, si hubiese seguido gozando de tu protección y aprovechando tu conocimiento de la sociedad, manteniéndome en aquella honrada en que me presentaste primero, y más tarde en la dignísima con quien emparentaste, mi ambición debió considerarse satisfecha, colmada, y en ambas no habría visto sino costumbres honradas, goces puros, el cuidado del honor y respeto social, y no caer en un centro cuyo corazón no abriga nada digno ni elevado, engolfado en los placeres, jamás satisfecha su vanidad, y coronando todo el vicio cuyo descaro aumenta la impunidad revestida de las galas de un brillo impuro que, por desgracia, no ofende á las que por nada faltarian á sus deberes y alientan por la acogida que hacen á las que obran de un modo que reprueba su conciencia!¡Ah!¡no saben esas buenas almas lo que eso contribuyó á perderme! Si muestraran esa indulgencia, esa acogida sólo con las que no hacen alarde de culpas de que sólo Dios es juez, ya se mirarian las otras de hacer público el escándalo!
Por ser eso que llaman chic, falté á mis deberes, olvidé al cielo y á mi esposo, sin la excusa de la pasión que ciega, sin la demencia que vuelve inconsciente, y cambié de objeto como de vestido, con impudencia y descaro, y luego, para mi vergüenza y castigo, el cielo me hizo querer, querer de veras esa vez, con todas las fuerzas del alma, á un ser indigno, que me subyugó hasta la esclavitud y después de haberme engañado con un amor que no sentía, se casó, llevándose mi dinero para las galas de su novia, y dejándome abandonada, arruinada, en ridículo, con mi deshonra y mis remordimientos; ¡todo por ser chic! Entonces vi claro, el alma adolorida, quebrado el corazón, recordé á mi pobre madre, una fuerza misteriosa me llevó á su sepulcro, allí me puse de hinojos, le pedí perdón, oyó mis ruegos, vió mi llanto, leyó en mi alma toda la verdad de mi arrepentimiento, oí su voz consoladora que me perdonaba, y sentí luego como si fuera su voluntad que viniera á bañar tus pies con mis lágrimas para alcanzar tu perdón y oírlo de tu boca como he creído oír el de mi santa madre del fondo de su sepulcro.
Aquí estalló en sollozos, y Sylvain y Mercedes, que la habían escuchado aterrados y conmovidos, porque veían su sinceridad, se levantaron para instarla á que se reposara, asegurándola tiernamente de su olvido, porque, en su generosidad, no quisieron llamarlo perdón.
-No, Yolande, jamás hemos tenido mal querencia por tí, no por esa virtud que nos atribuyes, sino
porque no está en nuestro carácter, y te certifico que más pena nos daba tu conducta que enojo tu desvío.
Compadecemos tu dolor, nos consuela tu arrepentimiento, y todo lo que nos pidas te lo concedemos de corazón. Es verdad, te ofuscó un brillo falaz, y habrías hecho mejor en no tener tanta impaciencia y si más reflexión, para haber visto colmado de un modo digno tu inocente deseo de penetrar en la sociedad y gozar de sus legítimas distracciones. Sin esas impaciencias que te llevaron al lado malsano y peligroso que ahora deploras, te habríamos presentado á las familias que por su posición, carácter y virtudes domésticas, habrían lisonjeado tu amor propio, á la vez que te habrían procurado lícitos placeres y saludables ejemplos. Habrías concluído por hacerte querer, por gozar en esa nítida atmósfera de esa satisfacción que da el ver obrar bien y obrar así uno mismo, habrías visto los peligros de la intimidad en el centro que ha sido tan funesto para tí bajo todos aspectos, y habrías visto que ese brillo superficial es de mala ley y no ha de confundirse con el sólido y puro de las familias que han conservado incólumes las tradiciones del honor, de la probidad, de los deberes religiosos, de las grandes maneras, y de esa benévola cortesia que distingue á la verdadera sociedad. Y si ella, por esa condescendencia vituperable, de que te quejas con razón, pero irremediable tal cual hoy está organizada la sociedad, acoge á las que son como las que te perdieron, cree que en el hogar doméstico practica las virtudes más acendradas con el respeto de sí misma. Es un mal irremediable, repito; las galas y los atavíos en los salones igualan á todos en la apariencia, y solo la conciencia difiere; y al retirarse las unas de elástica conciencia sin goces para el alma, las otras gozan de esa bienadanza que da á la suya el haber cumplido con Dios y con la sociedad!
–Tarde reconozco esas verdades, y viniendo de tí, son para mí un nuevo castigo. No tendrá paz mi alma, ni alivio mi corazón, primos mios, hasta que os diga lo que me trae aquí. Naturalmente, en mi situación lo que estaba indicado era el retiro del convento; pero esa soledad, esa paz, el ayuno, las plegarias, el cílicio, la disciplina, las vigilias, serian una dicha para mí, y yo no la merezco ya en este mundo.
El más horrible suplicio, la pena más dura será contemplar día por día vuestra virtud, pensar en que con vuestro ejemplo pude ser feliz y digna de Dios, de mi madre y de mí misma; y ese ejemplo será un tormento para mi alma, hará manar lágrimas de sangre á mi corazón y sufrir como el réprobo á quien permitieran ver la beatitud de los que entre los ángeles les reciben la recompensa de sus virtudes!
—No exageres, no hables de nosotros, piensa en tí, piensa en Dios, y dí con una gran pecadora: <<¡Qué dulce es para el alma el pensar que al arrancarse al mal y esforzarse á vivir en Dios, se prepara á dejar este mundo antes de estar obligada por la muerte inevitable!>>[16]
–Os pido, pues, y no me lo negaréis, el rincón más humilde de vuestra morada de bendición, para implorar de Dios el perdón de mis culpas, orar por mi santa madre, y ayudaros, como la última sierva, en las piadosas ocupaciones de esos establecimientos de caridad que tienen tan virtuosos y dignos protectores. Y al toque del alba, iré cada día descalza[17] á la casa de Dios, que no de otro modo ha de penetrar allí una gran pecadora arrepentida, á llorar sobre sus altares y purificar con su incienso la atmósfera malsana que pueda aun haber en torno mio; y, aunque indigna, uniré mi voz á la de los pechos honrados que eleven sus cánticos al trono del Altísimo, en donde mi madre renovará un perdón que sancione la bendición de Dios! Cuento también con vuestras preces, que una oración vuestra ha de alcanzar más del cielo que todas las mías, por humildes y sinceras que sean. Bien veo que me lo concedéis y á vuestros pies!...
–¡En mis brazos, prima mía!
- ↑ Don Ramón de Campoamor.
- ↑ Vocablo puesto de moda por los parisienses en estos últimos años, que significa la corrección, el buen gusto, lo supremo de la elegancia. Pronunciase chick, se ha adoptado en todos los países, y se le da una la laxitud que es un verda-
- ↑ Las familias que llevan este apellido se cuentan por centenares. Eso dió la idea hace años á un guasón de poner en un periódico que un Sr. Bonnet había muerto en una de las colonias francesas sin hacer testamento y dejando un caudal. Al día siguiente empezó un proceso en el Ministerio de la Marina de todos los Bonnets, que iban á pedir informes, á ver si encontraban alguno á que acogerse para reclamar el caudal: aquellos empleados, aburridos, al fin, los despechados con cajas destempladas.
- ↑ El autor oyó decir esto mismo á una santa madre que tenía dos hijos.
- ↑ Hace dos años esas grandes casas se dieron recíprocamente la lista de las damas que no pagan, comprometiéndose todos á no servirlas más. Un periódico se hizo de la lista, y empezó la publicación de A á C, pero un famoso costurero impidió que siguiera la publicación: así que sólo fueron conocidas del público las damas de aquí y del extranjero, cuyos nombres empiezan por esas letras, con gran gusto de las que seguían que pudieron respirar. Una viuda muy conocida acababa de casarse con un A, cuando el nombre de su primer marido fue W. debió casarse más tarde. ¡buena se armó!
- ↑ Los que componían el cuerpo de los cien continuos, que antiguamente servían en la casa del rey para la guardia de su persona y custodia del palacio.
- ↑ Los chics llevan ahora fraques de color. N. de A.
- ↑ Es curioso que ese vocablo flirt, que los anglo-americanos y los ingleses han puesto á la moda en toda Europa, tenga un origen francés, pues viene de fleaureter (floreo, requiebro, dicho amoroso); los romanos decían luqui rosus (decir rosas). Flirter es lo mismo que coquetear, neologismo cuya raíz coq, es gallo en francés.
- ↑ El marqués de Casa Laiglesia, embajador en Londres en su prologo i Las Dos Condesas, la novela anterior del autor.
- ↑ Histórico
- ↑ Esa misma pregunta hizo el autor en una ocasión una extranjera muy guapa y aristocrática que acabó en un <<café-concierto -- en donde cantaba cancionelas... muy mal, en verdad.
- ↑ L'Abbé Legros-Duval
- ↑ Histórico.
- ↑ Histórico.
- ↑ Panés es un vocablo inventado, que quiere decir arrancado, y asi se llama el sitio, a la entrada de la avenida del Bosque de Boloña, en que se sientan á ver pasar los carruajes.
- ↑ Mademoiselle de la Valliére.
- ↑ Histórico
dero abuso. Se aplica á las cosas y á las personas, sobre todo á una personalidad que es como modelo que todos admiran: los jóvenes han inventado coparchic.
El Diccionario de la Academia Francesa ni siquiera lo trae, pero el uso se lo impondrá en breve.
El erudito Littré dice, en su Diccionario, que era antes un vocablo de estilo familiar, significando abusos de procedimiento, finezas, sutilidades capciosas, discordia, tomando solamente la primera sílaba de chicane (embrollar un pleito). En términos de taller se dice que un pintor tiene ó entiende el chic cuando produce rápidamente y con facilidad cuadros de efecto. En lo figurado, tener chic es lenguaje muy familiar para hablar de un hombre listo que sabe como tomar las cosas. En otro sentido se dice de un elegante que tiene chic ó de una cosa elegante y bien presentada; «ese sombrero tiene chic», «ese traje tiene chic», etc. Añade que la etimología viene del alemán schick, aptitud, tener buen aire, etc.
Un inglés, Mr. Phillips, ataca en un libro reciente, á propósito del chic, «esa gran sociedad de convención, frívola de uno al otro extremo de la tierra, que no es en realidad sino la sociedad llamada elegante, especie de pensamiento confuso, alborotador y más ó menos dorado, que para muchas personas y en la crónica de ciertos periódicos representa la alta sociedad á los ojos del snobismo cosmopolita.»
Snob, es un nuevo vocablo inglés, que el novelista Thackeray define así: el hombre ó la mujer que pretenden ser más de lo que son, especialmente más ricos y más fashionables.