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Veinte días en Génova: 13

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Antes de pasar a Turín, nuevas y últimas correrías en Génova. -De sus palacios: pormenores sobre el palacio Balbi: sus galerías de pinturas y estatuas. -Impresiones primeras de las obras del Caracho, Van-Dick, Rafael, Rubens, el Españoleto, etc. -Efectos portentosos de la escultura. -Academia de bellas artes: la Hevé y el Napoleón de Canova. -Flores. -Jardín Doria. -La Biblioteca. -Nueva guía de Génova. -El día de Corpus. -San Lorenzo. -Usos peculiares de los italianos en la iglesia; menos graves que en América, excepto el Brasil. -Una tarde en San Ambrosio. -Devoción de los italianos. -Elocuencia del púlpito. -Los mendigos. -Descripción de la procesión de Corpus: ceremonial, concurrencia, aire de alegría profana de estas fiestas, y razón de este fenómeno.


Hasta aquí he detenido al lector con detalles relativos al foro de Génova exclusivamente. Debo ahora dárselos, según el plan que arriba me propuse, sobre el estado de la jurisprudencia en Turín, capital de los Estados sardos, y centro no menos importante que Génova, del movimiento jurídico en esta sección de la Italia. Para hablar de Turín después de haberlo hecho de Génova, es necesario ir de un país a otro; en este tránsito he tenido impresiones, y estas impresiones piden una narración. Pero antes de dejar a Génova, echemos algunas miradas generales a sus palacios y bellezas, a sus costumbres y ceremonias religiosas, a la índole y carácter de sus habitantes, a su comercio e industria: y después de verla dentro de sus murallas, veamosla por fuera, visitemos, por despedida, sus campiñas y alrededores.

Treinta palacios principales tiene la ciudad de Génova, sin comprender en esta denominación infinito número de casas diez veces más suntuosas que el palacio habitado por el Emperador del Brasil, en la América del Sud. Describir sus bellezas sería tan pesado, como lo fue para mí el examen de algunos de ellos, pues no tuve valor para visitar más de cuatro. Sin que falten de originalidad, casi todos se asemejan en el fondo, en todos ellos pinturas, estatuas, jardines, fuentes, arquitectura de los mismos maestros, del mismo género. El primero que visité fue el de Balbi Piovere, trabajado por los arquitectos Bartolomé Bianco y Antonio Cordari. Posee un magnífico pórtico y un patio no muy grande, formado por veinte columnas de mármol, de orden dórico, con otras diez y seis de orden jónico en el segundo piso, sobre el que se apoya un tercero en diez pequeñas columnas. La bóveda de la sala principal está pintada al fresco por Valerio Castello, y representa al tiempo. Por cierto que nada había conocido hasta entonces comparable a la gracia, riqueza y coquetería con que estaba amueblada la parte del palacio destinada a la habitación del príncipe y su familia. La parte opuesta destinada al recibimiento, entre mil preciosidades de arte y riqueza, contiene una soberbia galería de pinturas, donde por primera vez vi los trabajos del Ticiano, del Caracho, de Van Dick, Guido Reni, el Españoleto, Rubens, Rafael, Piola, etc. Si he de hablar con toda sinceridad, confesaré que al ver estas obras, no experimenté sensaciones proporcionadas a la fama de estos grandes nombres. Recuerdo, sin embargo, la impresión que en mí produjo un cuadro de Rafael, notable no tanto por su ejecución, cuanto por el designio, la mente, el pensamiento de esas cabezas divinas, de esas bocas emblema animado de benevolencia y candor, de esos ojos por donde reía la virtud con la inocencia y ternura celestiales que la distinguen. Tengo también en la memoria la cara de Cleopatra, pintada por Guido Reni. Cuando se han visto sus ojos, su nariz, el círculo de su frente, se halla racional que Roma hubiese experimentado conmociones por causa de su hermosura. Vi también por la primera vez en el mismo palacio, dos bustos romanos, curados de algunos accidentes y alteraciones ocasionados por los años. El soplo de Prometeo era lo único que les hacía falta para desplegar sus labios y lanzar miradas altaneras por esas facciones llenas de la verdad de la vida. En América no tenemos idea de los efectos que el arte es capaz de producir por medio del mármol. Los toscos y groseros trabajos de escultura que conocemos por acá, son incapaces de hacernos concebir cómo es que el mármol pueda imitar el humo, la transparencia del tisú, la flexibilidad de la seda, la vaporescencia de los más aéreos tejidos, con la perfección del pincel. ¿Qué extraño, es, pues, que imite ese baño de imponderable luz con que la vida envuelve el rostro del ente animado? Visitando la Academia de bellas artes, vasto local cuyas numerosas salas estaban pobladas de pinturas notables y copias maestras de estatuas célebres, griegas y romanas, me impresioné sobre todo de dos estatuas de Canova: el busto de Napoleón, y la de Hevé de cuerpo entero. Dos facciones de la cara de Napoleón habían sido desconocidas para mí antes de ver este busto, los ángulos laterales de la frente tan notablemente prominentes, y su parte más alta, desenvuelta al modo de los poetas y metafísicos famosos. La Hevé que me pareció más bella que le Venus de Medicis, admirablemente copiada en mármol, me hizo conocer la posibilidad de concebir una pasión verdadera por las formas expresadas con un pedazo de mármol. Esta figura de indecible expresión, se ofrece al entusiasmo de la primera impresión, como el complemento de la obra que Dios intentó hacer cuando concibió la belleza de la mujer; es la poesía, el ideal de la femenil hermosura. Canova es el poeta de la gracia, como Miguel Ángel lo es de la vehemencia y la fuerza, en los trabajos que de uno y otro observé en dicho establecimiento.

Las primeras flores de Italia que acerqué a mi olfato, fueron cortadas de uno de los jardines del Palacio Doria, por la mano de una mujer del pueblo en que puse en cambio algunas monedas de América; la permuta no pareció desagradar a la florista. Me parecieron fragantes y bellas, pero tal vez debo culpar a la parcialidad de mi órgano el que las hubiese hallado menos fragantes que a las flores de la patria. Era éste el más pequeño de los jardines del soberbio palacio. Sin embargo, en él había tres fuentes hermosas, está ornada la del medio de diferentes estatuas y un Neptuno sostenido por seis caballos, trabajado por Tadeo Carloni, que simboliza, según se dice, al príncipe Doria. Napoleón y Alejandro de Prusia, se han paseado en este jardín en que es tradición daba Andrés Doria a los embajadores los célebres convites servidos en vajillas de plata, que se renovaban tres veces durante la comida y se echaban al mar al fin de cada nuevo servicio.

De las bellezas inútiles, que a menudo chocan al viajero, mas antes que los establecimientos útiles, pasé a recorrer los de este último orden. Fue el primero de ellos la Biblioteca, que encontré numerosa, pero limitada en el plan que ha presidido a la recolección de los libros. Se nota al momento que tanto en ciencias morales, como en literatura y ciencia jurídica, falta todo lo que se encamina a promover los intereses de la libertad y el progreso. Sólo es accesible la primera sala, cuyos estantes están guardados por enrejados de alambres. El orden y modo de clasificación, es claro y metódico. El actual bibliotecario, hombre de vasto saber, es autor de una nueva guía de Génova, que aparecía por entregas, a la sazón en que yo visitaba la Italia; la pesada y abrumante erudición de esta obra la hace más propia para extraviar que para guiar al extranjero que se propone conocer a Génova. Sin embargo, ella era recibida con aplauso por el entusiasmo genovés; que el autor no descuidaba de excitar por fuertes dosis de lisonja.

Era el 15 de Junio, día del Corpus. La ocasión no podía ser más bella para adquirir una idea del colorido que ofrecen las fiestas religiosas de los genoveses. Desde por la mañana bien temprano, las calles estaban toldadas con paños de lona, para solemnizar el pasaje de la procesión, que tuvo que diferirse a causa de la lluvia sobrevenida al principiar la función. Como en todos los pueblos católicos, esta función es grande y suntuosa en Génova, que si no es mejor católica que nosotros, sabe a lo menos simular con más arte las creencias que la civilización impone a todo pueblo culto. Muchas iglesias estaban preparadas para recibir la visita del Santísimo Sacramento, que no descansa en altares puestos en la calle pública, como en nuestros países. La de la Catedral estaba magníficamente puesta. Lleva esta dignidad de metropolitana la iglesia de San Lorenzo, una de las más suntuosas y antiguas de Génova. Pocos años después del 259 de nuestra era, en que San Lorenzo sufrió el martirio en Roma, bajo el emperador Valeriano, se convirtió en iglesia el hospicio que había habitado, cuando venía de España para ir a Roma. Hay cronistas que negando esta tradición, sostienen que es a fines del undécimo siglo cuando la iglesia de San Lorenzo, se elevó, a expensas del público, al grado de esplendor en que hoy se ofrece. Fue consagrada por el Papa Pelayo II. Por la misma época, es decir, en 1088, esta iglesia recibió las cenizas de San Juan Bautista, que se habían transferido de la ciudad de Mirra, en la Lidia, y se arrancaron por los genoveses a los venecianos en las guerras de la edad media. La iglesia de San Lorenzo es un museo de preciosidades de escultura, arte arquitectónico y pintura. Piola, Carlone, Barocci, Tovarone, Castello, han iluminado con sus mágicos colores la bóveda y murallas de esta soberbia basílica.

Para la función de Corpus no estaba adornada esta iglesia según nuestra costumbre de sembrar de flores de trapo y oropel los altares. Conforme al uso seguido en Italia, estaban vestidos de damasco punzó, galoneado de oro, las columnas de mármol, las cornisas, púlpitos, balaustradas, todo el templo en fin, aparecía cubierto de púrpura de arriba abajo. Allí se encienden pocas luces; no hay ese lujo de cera y de iluminación que en nuestros países. Las vestiduras de los sacerdotes para el servicio de la misa son ricas, pero de modestos colores. Me sorprendí no poco al escuchar los acentos de un órgano muy común, en vez de una brillante orquesta que yo me había prometido escuchar; y me sorprendí mucho más todavía de que la ejecución del órgano, en el curso de la función, fuera la misma, mismísima ejecución florida y profana que estaba fastidiado de oír en los templos del Río de la Plata. Durante la misa se tocó muchos valses de Strauss. La concurrencia va menos dignamente puesta a la iglesia que en la América oriental, o mejor diré, que en el Plata, pues el Brasil es sin ejemplo en la informalidad e irreverencia de sus fiestas religiosas. En la capilla del Emperador, estando oyendo misa su majestad y consagrando un obispo, he visto a todo el auditorio volver su espalda al altar y al solio, por atender a un mal cantor que se hacía escuchar en el coro, y aplaudir con un bravo estrepitoso y general un trozo ejecutado con cierto brillo. Volviendo a las costumbres de los genoveses, los hombres asisten a las grandes solemnidades religiosas, de levita casi siempre de color, más o menos del modo como se presentan en las transacciones de la Bolsa. Las señoras de alta clase y fortuna van de color, de sombrero, sin oro ni perlas, ni los otros adornos brillantes de que abusan nuestras damas del Plata para presentarse en la iglesia. No se ve una sola que venga desprovista de su libro.

Las de segunda clase van tapadas con un largo chal de punto blanco, llamado pesotto, y el resto de su traje de colores vivos y despiertos. No he visto tres vestidos negros en la función del Corpus. Atascadas las naves de la Catedral de estas figuras blancas, ofrecen el aspecto de verdaderos rebaños de ovejas espirituales; se tomaría este uso como tradición del velo blanco de las antiguas vestales. Las señoras están sentadas o hincadas en sillas grotescas de junco, que se alquilan y pagan allí mismo, por dos o tres centésimos, a mujeres infelices, que hacen este tráfico. También lo pasan de pie las más elegantes; pero ninguna se hinca ni se sienta en el suelo. Algunas llevan abanico, pero tan malo y ordinario, como no lo llevaría una aldeana de nuestros países, donde el abanico es un mueble brillante, que sirve de ostentación, tanto como de utilidad, y suple a la palabra en las visitas de ceremonia, y es talismán de seducción, entre los dedos abrillantados de una bonita y blanca mano.

Pasé la tarde de ese mismo día en San Ambrosio, iglesia de los jesuitas, dividida en tres naves, formando cruz latina, incrustada toda de mármoles de colores variados, con siete cúpulas dignas de verdadera admiración, como lo es también la bóveda, que por la pompa y riqueza de sus pinturas y dorados, es emblema exacto del cielo. Sería no acabar el describir las preciosidades de esta iglesia, que muy justamente pasa por una de las más suntuosas y ricas de Génova. Aquel día estaba despejada de todo ornamento postizo. Había hermoso canto acompañado por un órgano colosal y otros instrumentos de viento. La música era de un género más vivo y alegre, que de ordinario se oye en América en fiestas de este orden. Es innegable que las formas exteriores del culto católico en Italia, ofrecen un colorido más alegre y despierto, por decirlo así, que las que hemos heredado de los españoles, sombrías más bien que graves, y austeras como el fondo de su carácter. Las elegantes de sombrero a la francesa, no estaban en aquella tarde en San Ambrosio; la iglesia blanqueaba con los velos de las vestales de segundo orden, entre las que pululaban las lindas caras bañadas de no sé qué devoción coqueta, de que no estaba exento ni el orador sagrado, en lo alto de su púlpito, cuyo gesto y acción se acercaban más al actor dramático, que al maestro de la divina cátedra. El púlpito genovés, evidentemente, no es superior al de nuestro país, si he de juzgarle por el orador cuya prédica escuché en aquella tarde, está lejos de poseer la simple e insinuante elocuencia del predicador cristiano. Todo en él me pareció afectación y artificio helado. ¿Cómo reprobar la insensibilidad del público hacia un orador que habla poseído de mayor insensibilidad que la de su auditorio? Reiterados y frecuentes eran, pues, los esfuerzos del predicador para atraerse las miradas atentas de los lindos ojos, que como a su pesar, se desviaban del espectáculo de su declamación, sin convicción ni vida, para contraerse a los portentos del arte más elocuente y religioso que lo era el inanimado predicador. Acabada la función y mientras el público desalojaba el templo, la voz de un mendigo gemía a las puertas, tan dulce como los ecos lamentosos de Bellini; sin embargo, yo notaba que los fieles genoveses desairaban con corazones de acero, aquella blanca mano abierta en nombre de la misericordia. No tardé en advertir que su colorido y encarnación de perfecta salud, desmentían victoriosamente la verdad de las palabras por las que se protestaba el más desgraciado del universo.

El domingo próximo, esto es, el 18 de Junio, se verificó la procesión de Corpus frustrada el 15. A las diez del día ha comenzado la función, que debe concluir a las 12 y media. Toda Génova está en la calle por donde la procesión debe hacer su tránsito. He aquí el pueblo menos creyente de la tierra tal vez, que abandona sus hogares, sus faenas, todo en fin, para asistir a una solemnidad religiosa. No todo el mundo es parte de la procesión, que es cinco veces menos numerosa que el público espectador y paseante. Este público, que ocupa una parte de las calles, las plazas y balcones, tiene el aire burlesco, risueño, mundano, y va vestido de color como a una fiesta cívica. Se ven ciertos balcones donde gentes notables toman sorbetes al tiempo que pasa la procesión. El público, actor o procesional, que es oficialmente devoto en este acto religioso, se compone de los conocidos ingredientes de frailes, clérigos, soldados, empleados civiles, niños, preceptores, abogados, etc. La porción no oficial es pequeña. El total se compondrá de más de cuatro mil personas. Puesta la procesión en movimiento, todo el mundo canta; pero como es imposible obtener unidad en la ejecución de esta orquesta que toma un trayecto de mil varas, se divide en coros de quince a veinte voces, que cantan en tono y movimientos separados y arbitrarios. Algunos, queriendo dar a conocer su fervor religioso, por la magnitud e intensidad desmedida de su voz, estremecen el aire con sus gritos. Cruces y pendones, llevando inscripciones diferentes, y colocados de distancia en distancia, son como los guías que encabezan las compañías de esta religiosa parada. Una mitad de la procesión está compuesta de clérigos y frailes. La variedad de trajes con que se presentan las distintas y numerosas órdenes religiosas, es uno de los rasgos más picantes de esta concurrencia. En esta fracción es donde descuellan las bellas cabezas, las fisonomías distinguidas, que no se ve en el resto de aquel mundo de fisonomías estúpidas, de cabezas deprimidas y mal formados cráneos. Cuando, en un acto como éste, presenta Génova su cabeza desnuda al examen del extranjero, no puede menos éste que advertir la pobreza y desproporción de cabezas y caras, que por lo general ofrece aquella población, como la mejor explicación quizás de su degradación mental. La procesión camina por un sendero algo estrecho, formado por gruesas y espesas hileras de mujeres del pueblo, que asisten de simples espectadoras. La mujer del pueblo, en Génova (por pueblo tomo lo que no es nobleza), es fea, desgraciada; tiene mala dentadura, boca sin armonía, y ásperas manos. Es muy casual que el ojo del viajero americano descubra una de esas fisonomías dulces y agraciadas, que son tan comunes en la población ínfima de la América meridional. En los pueblos católicos, la fuerza militar es un elemento, indispensable en las procesiones religiosas; las bayonetas son inseparables del guión y de las varas del palio, sin que se pueda explicar esta amalgama de cosas tan opuestas. Sin embargo, en Génova, es pequeña la división de soldados que concurre a la función de Corpus. No sucede lo mismo en cuanto a los agentes de policía, que, con un gran sombrero atravesado a la Napoleón, componen una tercera parte casi del cortejo procesional, de modo que la diferencia de nuestras respectivas procesiones en esta parte viene a consistir en la calidad del arma: en América se rinde homenaje a Dios con arma de fuego, y en Italia con arma blanca.

De los balcones del tránsito, se arrojan flores (pétalos de acacia amarilla), por las manos de niños y mujeres que hacen esto con el gozo loco y bullicioso que acompaña ordinariamente a los festejos del carnaval. Las clases ricas y nobles sin empleo, no asisten a la procesión, que es, si puedo expresarme así, casi exclusivamente plebeya, a excepción de los poderes eclesiástico y civil, en ninguna parte considerados como plebe. El escándalo no se deja ver jamás en actos de esta clase, pero tampoco la verdadera devoción. En Italia una función semejante es como cualquiera otra de orden civil entre nosotros; se desempeña sin emplear más calor que el ordinario, y se pasa a otra cosa con el espíritu sereno. No deja de hacer también las veces de esas grandes escenas de la vida colectiva y nacional, que falta a aquellas sociedades sin existencia política; y de que los pueblos no pueden eximirse. Si en Italia no hubiese fiestas religiosas, ¿qué fiestas tendría el pueblo?