Vergara/XII

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XII

Trajo el siguiente día la novedad de que la expedición del Conde de Negri había entrado en tierra de Burgos, lo que puso en inquietud a Calpena, por si la guerra turbaba el sosiego de su madre en el apacible retiro de Medina. Mas O'Donnell le tranquilizó, asegurándole que las operaciones contra Negri eran hacia la parte de Belorado y límite de Soria. Desayunándose con su gente en una estancia baja, que sólo porque comían en ella tenía derecho al nombre de comedor, le dijo Iturbide: «A ese bruto de Zoilo hay que dejarle con sus manías, y no pretender meter una razón dentro de aquella cabeza, que es un sillar redondo, señor, un verdadero sillar que no tendría precio para rueda de molino... Ahora está con la tema de que el agradecer es carga muy pesada. Para mí no es carga, señor, sino más bien alas con que uno vuela.

-¿Y qué tal? ¿Ha comido?

-Todo el cordero que allí había, y otro tanto que le llevé yo después. Come que come, pues una vez en ello no sabe acabar, me decía: «Veré si con el alimento voy entrando en caja y me sale la gratitud. Es un compromiso, Pepe, deberle uno la libertad a ese Don Fernando... Nunca creí que yo pudiera ser esclavo de nadie, y ahora lo soy, pues para mayor pena, hasta nos da de comer. Tengo que ser su amigo, y él podrá despreciarme si quiere, y hacerme más infeliz de lo que soy».

Creyendo ver Fernando en la franqueza de Iturbide buena ocasión para adquirir los anhelados informes de la familia de Arratia, se le llevó de paseo, y no fue necesario ningún estímulo para que el bilbaíno siempre locuaz, en aquel caso agradecido, desembuchase cuanto sabía.

«Puedo asegurarle, señor, que Zoilo casó el mismo día o noche de Luchana, y que sin esperar a la entrada de Espartero se largó a Bermeo toda la familia con los recién casados... ¿Qué dice? ¿Que ya esto lo sabe? ¿Sabe también que Aura, por soplos de gentuza, se enteró de que usted vivía y de que fue a Bilbao, trastornándose con la noticia y poniéndose tan perdida de la cabeza que se escapó, y que más de un mes estuvieron sin poder encontrarla, y la dieron por muerta, y hasta le cantaron el funeral?».

-Lo del funeral no lo sabía. Sigue.

-¿Sabe que una vez encontrada, y conducida en coche a Bilbao, ha sufrido unos rarísimos cambios de humor, un quita y pon de razón y locura, pues semanas tenía de querer a su marido y hacerle fiestas, semanas de odiarle y recibirle con las uñas cuando a ella se acercaba?

-De ese tejemaneje de sinrazón y cordura no tenía noticia. Adelante.

-Todas las mujeres son de muy extraña condición; pero esa más que ninguna. ¿Sabe usted que Zoilo estaba dado a los demonios y no vivía y se tiraba de los pelos, y que no quedó médico en Bilbao que a la niña no visitara? ¿Sabe que Zoilo encontró una carta escrita por usted a Doña Aura, y llevada por Churi... y que cuando la leyó se puso más loco que su mujer, y quiso pegar a su padre y a su tío y a todo el género humano? Pues fue un paso terrible, del cual se enteró todo Bilbao. El motivo de venir Luchu a estas tierras fue como le voy a contar. Quería buscarle a usted y proponerle, por buena composición, que se hiciera otra vez el muerto, para que, con el convencimiento de que el D. Fernando no existía, entrase en razón Doña Aura y pudiese el matrimonio vivir en paz. Si usted a esta figuración de muerte se prestaba, de acuerdo con la familia, serían los dos amigos, Arratia y D. Fernando; si a la farsa saludable no se avenía, no quedaba más remedio que quitarse de en medio uno de los dos, desafiándose a muerte. Esta era su idea; pero la familia no quería verle en tales trapisondas y le estorbaba la salida. Muy terco es él, como usted sabe, y cuando se le mete una idea en la cabeza, antes muere que dejársela quitar. Su tío Valentín era el único en la familia que apoyaba el viaje de Zoilo a Castilla, para que recogiese a Churi y le llevase atado codo con codo. Esto y el aquel de acompañarme a mí, cuando mi padre me mandó a sacar a mi hermano del Provincial de Segovia, sirvieron de pretexto al amigo Arratia para ponerse en camino... Y sólo me falta decirle que más allá de Balmaseda nos encontramos a Eustaquio de la Pertusa, con quien habíamos hecho amistad en Bilbao, estimándole por su agudeza y buena conformidad. Juntos los tres, el Epístola nos sirvió de mucho para franquear los pasos ocupados por facciosos, pues con ellos hace buenas migas. Entre paréntesis, diré a usted que Pertusa reparte papeles impresos con la cantinela de Paz y fueros netos, que es la bandera que sacan ahora los que ya están hartos de guerra y de Pretendiente absoluto... Pues sigo: andando los tres, cada cual con su objeto, llegamos a Miranda, donde nos pasó lo que usted sabe; que, a mi cuenta, nuestra prisión y desgracia no tuvieron otro motivo que el haber venido con Pertusa, hombre muy travieso y fino, que se mete por el ojo de una aguja, por lo que le anda siempre buscando las vueltas la policía del General Espartero... Ya conoce el señor el milagro a que debió mi hermanillo la vida en el fusilamiento del 30 de Octubre, y la conmutación de su pena... De los cinco meses de martirio en la cárcel, nada tengo que decirle, pues anoche le conté cuánto padecimos hasta que se nos apareció el ángel en forma de D. Fernando, que nos dio la libertad y la vida. Bendito sea mil veces, y Dios le prospere y haga dichoso en premio de su grande caridad.

-Ignoraba yo -le dijo Calpena gozoso-, mucho de lo que me has contado, y con ello se disipan las dudas que me atormentaban. Ya empiezo a cobrar tu parte de deuda conmigo por la libertad que te di. Si quieres completar el pago, habla con ese bruto, persuádele a que sea explícito y franco conmigo, declarándome sin ningún rebozo todo lo que piense y cuantos propósitos respecto a mí le inspire su terquedad. Los tercos en ese grado me hacen gracia; digo mal, me cautivan, me entusiasman; creo que de los tercos indómitos es el reino de la tierra.

Toda aquella tarde estuvo Iturbide trasteando a su amigo y amansándole el genio, para lo cual, en vista del reparador apetito que se le había despertado, empleó argumentos de comida exquisita y de vinos superiores, y la cabeza de Luchu recobraba lentamente su facultad pensante, sin perder nada de su dureza de pedernal. Toda la mañana siguiente estuvo Calpena en la Comandancia recogiendo noticias de la guerra, sin desechar las que de política corrían, las unas verosímiles, absurdas las otras. Véase la muestra: se había descubierto una conspiración civil y militar para quitar la Regencia a Doña María Cristina y darla... ¿a quién, Señor?, al Infante D. Francisco de Paula. Por lo disparatado y extravagante, encontró este notición fácil acceso en la mayoría de las cabezas. Ello debía de ser, en opinión de muchos, un nuevo delirio masónico. Por otra parte, el moderantismo triunfante, o retroceso, desataba vientos de discordia. En casi toda la Península se había declarado el estado de sitio, sin más objeto que perseguir y encarcelar a los libres; la imprenta era toda mordazas; el Ministerio marchaba francamente por la senda del absolutismo, emulando al Príncipe rebelde en la estolidez de sus disposiciones tiránicas, y para colmo de locura, se arrastraba a los pies de Luis Felipe, pidiéndole una intervención humillante para terminar la guerra, sin obtener más que los desdenes de las Tullerías (así hablaban los que querían distinguirse por un fino lenguaje). Y en tanto, las dos hermanitas napolitanas habían reñido, y la Gobernadora, que hasta entonces fiara en la espada de Espartero como garantía de su causa, comenzaba a recelar del de Luchana, volviendo sus ojos a Ramón Narváez, como amparador más seguro y arriscado. Para darle la fuerza material de que carecía, se le mandó organizar un ejército llamado de reserva, con cifra de cuarenta mil hombres, y el aparente objeto de perseguir bandidos y facciosos en las provincias manchegas y andaluzas. De todo esto, que a Miranda llegaba desfigurado y con más bulto del que realmente tenía, sacaban los oficiales comidilla y distracción en la tediosa vida del campamento.

De vuelta Fernando en la casona que habitaba, hallose a Iturbide de gran parola con Arratia en el comedor, frente a un jarro de vino, y con el pasatiempo de una barajilla sebosa. Soltó Zoilo con desdén las cartas al ver a su libertador, y brindándole el asiento más próximo, se arrancó al instante con lo que tenía que decirle, ya muy pensado y medido desde por la mañana: «Señor, dice Pepe que sea yo franco con usted, y yo digo a Pepe que más claro he de ser que el agua, pues la claridad está en mi natural. Con lo que he comido se me ha vuelto a meter la razón en esta parte de la cabeza donde tiene su hueco, y con la razón y la claridad en mí, por muy bruto que yo sea, no puedo desconocer que al señor le debo la libertad y la vida, contra lo que yo deseaba. Pero ante lo que es, no valen suposiciones ni falsos quereres... Hasta hace poco tiempo era mi voluntad que usted se muriera, y créame que la noticia de su verídica muerte habría sido mi mayor alegría. Hoy, ya que no puedo desearle la muerte de verdad, sí quiero que lo sea de figuración, para que mi esposa se cure de su mal de recuerdo, y perdida la esperanza, se acaben en ella los arrechuchos lunáticos que son mi desesperación, mi rabia y la mayor desdicha que puede padecer un marido enamorado».

-Pero, hombre -le dijo Calpena con jovialidad-, ¿cómo quieres que yo me haga el muerto? Dile a tu mujer que no existo, a ver si te cree. Corres el peligro de que habiéndola engañado la primera vez, no te crea en la segunda... Pero, en fin, ¿cómo hemos de componer esa falsa opinión de mi muerte? Explícalo tú. 

-Pues, señor... o muriéndose de verdad... o fingiéndolo, como en una comedia que vi yo en Bilbao, en la cual uno, que no me acuerdo cómo se llamaba, salía en el ataúd, y en el propio panteón le metían, resultando que no estaba sino dormido por la virtud de un brebaje...

-¿Y esas paparruchas de comedia quieres tú que las llevemos a la vida real? La curación de tu mujer podría costarme cara, y no estoy yo en disposición de prestarme a esos fingimientos ridículos y peligrosos, después de lo que padecí con su deslealtad y tu atrevimiento, pues tú no ignorabas que Aura era mía, y con tu obstinación, ayudada de malas artes, la engañaste y la hiciste tuya. Ya no te la disputo: puedes estar tranquilo; pero no he de ayudarte a devolverle la razón, pues no fui yo quien se la quitó, sino tú.

-Señor -dijo Zoilo levantándose con movimientos difíciles, como quien sufre desazón y mal gobierno de todos los músculos de un lado-, si me riñe lo aguanto, porque es mi deber aguantarlo... Pero yo no callo nada de lo que siento, y con toda la verdad de mi corazón declaro que no hay más que dos caminos para mí: o que usted se muera o que yo me mate, pues así, créamelo, Zoilo Arratia no puede vivir.

-Yo he cumplido contigo un deber de conciencia, y nada más tengo que hacer. No quiero yo la vida para jugar con ella imitando lances de teatro, y mientras estés en mi compañía no he de consentir que te mates.

-Señor, si mi mujer no cura, yo no vivo.

-Tu mujer curará.

-¿Cuánto? Veinte médicos han dicho que no curará mientras sepa que vive el que me escucha.

-Pues hay otro médico que dirá lo contrario, si le consultas.

-¿Cuál? ¿Dónde está?

-Es el tiempo, bruto.

-¡El tiempo...! Eso dice mi padre. Claro, si viviéramos quinientos años, puede que para entonces...

-El tiempo corre y pasa, y, por tanto, cura, más pronto de lo que tú crees... ¿Qué dices, qué piensas?

-Señor -replicó Zoilo tras larga pausa, en la cual parecía querer horadar su frente con el dedo índice-, estoy pensando una cosa... Se me ha ocurrido una idea, una gran idea... ¿Quiere que se la diga? Pues pienso que para el caso nuestro, ya que usted no se muera, al menos, al menos... debía casarse. Todo es matar la esperanza.

-¡Casarme! ¿Y es esa la defunción fingida que me propones?... No te digo que no me case algún día... ¿Qué estás remusgando ahí? ¿Que ha de ser pronto? ¡Pues, hombre, no pretendes poco!... Todo se ha de arreglar a tu satisfacción.

-Siempre quiero las cosas con fuerza, con toda mi alma, y por eso lo que yo quiero es.

-También yo he querido con fuerza, y... nada.

-Porque no quiere como es debido... Porque usted duda, y sabe cosas que le hacen dudar más; porque usted no es un bruto del querer.

-Pues ahora quiero una cosa... Verdad que es fácil. Pero aunque fuera difícil se haría. Mañana nos vamos. ¡Oído! Que todo el mundo se prepare. Os llevaré a Vitoria, donde me has dicho que está tu padre.

Aseguró Iturbide que, por unos alaveses llegados aquella mañana, se sabía que el señor D. Sabino había salido de Vitoria en busca de su grande amigo el general carlista Guergué. Mandó D. Fernando a Sabas a la Comandancia para que se informase del paradero del tal cabecilla, pues el bien montado espionaje daba diariamente noticia de los movimientos del enemigo, y la respuesta no tardó en venir: Guergué estaba en Peñacerrada. Al pronto no se hizo cargo D. Fernando de la situación de esta villa, cuyo nombre hirió sus oídos como lugar conocido; pero Sabas le sacó de dudas diciendo: «Está entre La Guardia y el condado de Treviño».

-Pues por esa parte -dijo D. Fernando con nervioso susto, más bien desgana, que no pudo disimular- irán ustedes, yo no.

-¿Lo ve, lo ve? -gritó prontamente Zoilo gesticulando con ardor-. No sabe querer... ¡A La Guardia, señor!... Lo quiero con toda mi alma. Lo quiero, lo quiero, y como no vayamos todos allí, me estrello la cabeza contra la pared.

-Eres un bárbaro... ¿Y qué fundamento, dímelo, qué razón tienes para ese querer tan vivo?...

-¡A Peñacerrada y La Guardia!

-¿Crees que encontrarás a tu padre?... ¿Y si antes de dar con él dan con nosotros los carlistas, y nos prenden o nos matan?

-Usted teme, usted no sabe querer.

-Hombre, es que...

-El que quiere con fuerza no teme.

-Está bien. Pero supongamos...

-El que quiere con fuerza no supone nada: va derecho a su fin... A La Guardia, señor...

-¿Por qué ese empeño en que vayamos a La Guardia?

-Señor, porque allí está su novia.