Vergara/XIII

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XIII

Festivo y locuaz estuvo Calpena el resto de la tarde, tirando de la lengua al bruto de Zoilo para gozar con sus extravagantes teorías del querer fuerte, y reunidos en el llamado comedor, bebieron y jugaron con discreta fraternidad amo y criados y amigos, guardando cada cual su puesto en las alegrías de aquella igualdad temporal. Como llegaran nuevas referencias del paradero de Guergué, dándole por internado en el Condado de Treviño, resurgieron las dudas acerca del punto adonde se dirigirían. Iturbide se mostraba temeroso, Zoilo aferrado a su violento querer, y al fin propuso Fernando que decidiera la suerte, comprometiéndose todos a la obediencia de lo que el misterio de la fatalidad les señalara. El arduo caso fue sometido al fallo de cara o cruz, encargándose Zoilo, como el más inocente de la cuadrilla, de arrojar al aire la moneda, previa designación de La Guardia por la figura y Treviño por la cruz. Salió esta, y nadie se atrevió a manifestar oposición a tan grave sentencia. Los medrosos y los arrojados ocupáronse con igual ardor en los preparativos para la caminata del siguiente día, que emprendida fue sin tropiezo al despuntar de la aurora, por el camino real de la Puebla.

Buenos caballos adquirió Fernando para los dos bilbaínos; pero Iturbide, que se había pasado la vida, primero en su oficio de fabricar poleas, después en el servicio militar de infantería, no era un prodigio en la equitación, y su impericia daba lugar a cada instante a lances muy graciosos. A Zoilo, regular jinete, no le permitía su debilidad mantenerse en la silla con todo el garbo que él deseara. No habían andado dos leguas, cuando encontraron un destacamento de tropas que salió de Miranda la noche anterior. El capitán que lo mandaba les dijo: «¿Pero están ustedes locos? ¿A dónde demonios van?». De los informes resultó que todo el Condado hervía de facciosos, que las comunicaciones con Vitoria estaban interrumpidas, que en Peñacerrada habían acumulado mucha fuerza, fortificando todas las alturas. Lo mejor que podían hacer los caminantes era volverse a Miranda, o tirar para Salinas, aunque por este punto también había peligro.

Pasados los primeros minutos de perplejidad, manifestáronse dos opiniones: en la boca de D. Fernando, valeroso y prudente, la de seguir el juicioso consejo del Capitán; en la de Zoilo, que era la temeridad irreflexiva, la de marchar hacia adelante, obedientes al oráculo de la moneda arrojada al aire. Seguramente prevalecería la voluntad del que era señor y amparo de todos, en quien el sentimiento del deber y la responsabilidad de las ajenas vidas se aunaban. Apartándose del camino, echaron pie a tierra para descansar y tomar alimento, al pie de unos álamos que ya se vestían de su hoja nueva, y eran como apacible tienda de sombra y frescura. Allí se repusieron, y no habían concluido de matar el hambre, cuando vieron venir una partida de aldeanos de ambos sexos, en borricos y a pie, como gente presurosa o fugitiva.

-Paisanos, ¿qué ocurre...? -les preguntó Sabas saliéndoles al encuentro-. ¿Hay olor de facciosos por esta parte?


-Olor no, sino peste de ellos -replicó un viejo ladino que montaba el burro delantero-. Somos de Berganzo, y de allí nos ha echado el asoluto, después de quemarnos el pueblo. Asolación mayor no se ha visto.

-¿Hacia la parte de Samaniego, ocurre algo?

-En Samaniego -chilló una mujer, que con dos niños en brazos montaba el segundo borrico-, no han dejado esos perros ni cántara de vino, ni doncella, ni nada.

-¿Qué sabéis de La Guardia?

-Que anoche, dende Toloño, se veían las llamas de la villa, ardiendo por los cuatro costados... En Peñacerrada han metido los carlinos sin fin de tropa, y han puesto cañones en el castillo, cañones en Larrea... No es mal hueso el que arman allí. Díganme, señores: ¿vendrá D. Espartero a roerlo? Porque si no viene, y pronto, ¡pobre Rioja alavesa!... Dios nos tenga de su mano. Ea, caballeros, que tenemos prisa para llegar a Miranda, pues de atrás no vendrá cosa buena. Hace un cuarto de hora, al rebasar de Berantevilla, oímos ruido de zalagarda... ¡Hala, que es tarde!... abran calle... Agur, y viva la Isabel...

Apenas se alejó, buscando el camino real, la medrosa caravana, miraron todos el rostro de D. Fernando, que, poniendo corto espacio entre la duda y la afirmación, resolvió de plano con firmeza y aplomo. «Amigos -dijo-, avancemos por el rastro de esa pobre gente, y tal vez hallaremos otros fugitivos a quienes podamos prestar socorro».

Con gallarda confianza respondieron los cuatro a tan airosa determinación, y Zoilo se lanzó delante, gritando: «¿Ve usted, señor, cómo sale lo que yo quería? Mi querer fuerte apuntó para La Guardia, y a La Guardia vamos. ¡Marchen! No puede pasarnos cosa mala». Media legua más allá encontraron nuevos grupos que confirmaban las alarmantes noticias del primero, con alguna variación, pues el pueblo que desde Toloño se había visto arder no era La Guardia, sino Páganos. Cada cual agregaba nuevos horrores dictados por el miedo. Halló Sabas gente conocida; le daba en la nariz el tufo de su tierra, oliendo a quemado, y el hombre no vivía; habría querido ir de un vuelo, y ver y apreciar la extensión del desastre. Las últimas noticias recogidas a media tarde eran que los absolutos habían pasado la sierra de Toloño; que casi todos los habitantes de La Guardia habían huido, pasando el Ebro por el vado de Cenicero, no sin peligro, pues también rondaban partidas por aquella parte; que Peñacerrada era un infierno de fortificaciones; que... en fin, que se acababa el mundo, y que nos encontraríamos todos en el valle de Josafat.

Sin perder sus bríos ante tales demostraciones de pánico, siguieron su marcha, y a la caída de la tarde, Sabas descubrió dos aldeanos de Samaniego, el uno pariente suyo, por quien tuvieron más claros informes de lo que vivamente les interesaba. Aterradas por el incendio de Páganos, escaparon de La Guardia todas las familias pudientes que no pertenecían a la opinión servil. Las niñas de Castro y Doña María Tirgo, formando caravana con las de Álava, no fueron de las últimas en la escapatoria; mas ignoraba el informante si corrían hacia el Ebro, pues algunos que tomaron aquella dirección habían regresado desde El Ciego, huyendo de una partida. Era lo más probable que hubieran tratado de escabullirse hacia San Vicente de la Sonsierra, para buscar el vado y pasar a Briones... Mientras más embarulladas y contradictorias eran las noticias que recibían, más se confirmaban los cinco expedicionarios en la resolución de ir adelante, movidos simultáneamente de un generoso impulso que no sabían definir. Era la voz del destino que aquella dirección les marcaba, impeliéndoles hacia un fin favorable o adverso, hacia el cual corrían como las mariposas hacia la luz.

Anduvieron hasta el anochecer en medio de una gran desolación. La tarde estaba serena, el cielo transparente y limpio, como un rostro que quisiera expresar la absoluta indiferencia de toda cosa humana... Hablaban poco; tan pronto iba Zoilo delante, tan pronto a retaguardia, canturriando entre dientes, erguido sobre el caballo, y olfateaba el horizonte, curado ya como por ensalmo de aquel torcedor doloroso de su cuerpo. A sus espaldas se puso el sol, y ellos, picando siempre hacia Levante, que con los reflejos del sol poniente se tiñó de resplandores opalinos, luego de un gris violáceo muy puro y uniforme en suave gradación. Sobre esta densa cortina se fue destacando un astro rojo: Marte. La noche entró tenebrosa, sin otra claridad que la de las estrellas. Víspera de luna nueva, el disco de la luna había precedido al sol en el ocaso. De pronto, al descender de una loma, vieron los jinetes frente a sí siniestra claridad rojiza que se difundía en el morado intenso del cielo. Era la cabellera de un incendio. Detenidos por un solo impulso, los cinco dijeron a una voz: «Un pueblo que arde». Conocedor del terreno, Sabas examinó con experta vista el horizonte. «No puedo calcular la distancia del fuego -dijo-; pero si está a dos leguas, no puede ser más que Berganzo; si está más lejos, será Peñacerrada».

Y D. Fernando: «Sea lo que fuere, adelante. El que tenga miedo, que se vuelva».

Nadie pronunció palabra, y Zoilo se puso nuevamente a vanguardia, alejándose buen trecho del grupo principal. El fuego parecía crecer: ráfagas de viento Sur desmelenaban el resplandor hacia el Norte. De pronto vieron los caminantes que Zoilo se detenía: picando para llegar pronto a donde él estaba, oyéronle decir: «Viene gente armada». Aguzaron todos el oído, imponiendo silencio; pero no percibieron ningún rumor; mas Zoilo insistía en que había sentido algazara de tropa. Afirmó que nadie le ganaba en fineza de tímpano, así como en alcance de vista, teniendo además la cualidad de ver en las tinieblas, como los gatos. Adelantose otra vez, y volvió asegurando que estaban próximos a un pueblo, que él veía paredes negras y una torre, y que oía run-run de gente. No supo Sabas determinar qué aldea o villorrio caía por aquellas soledades, y habló de una gran casa de labor o alquería del marquesado de Zambrana. Fuera lo que fuese, a los pocos pasos confirmaron todos lo anunciado por Arratia, pues ya se hallaban a medio tiro de fusil de unas tapias altísimas, y no tardaron en oír claramente voces humanas.

«La Santísima Virgen nos ampare -murmuró Iturbide-. Como esta es noche, hemos caído en una trampa facciosa».

Detuviéronse los cinco por cesación súbita, pavorosa, del impulso interno que hasta allí les había llevado. Transcurridos algunos segundos, que horas parecieron, dijo D. Fernando: «Si estamos cogidos, sepamos por quien; que no hay suplicio como la incertidumbre». Y aún no había concluido de decirlo, cuando una robusta voz estalló en la obscuridad, gritando: «¿Quién vive?». Y en el mismo instante se oyeron las voces: «¡Alto, alto!». A la repetición estentórea del ¿quién vive? respondió D. Fernando con toda la fuerza de sus pulmones: «¡España!». De las tinieblas surgieron varios hombres con los fusiles preparados. Su aspecto no era de tropas regulares, pues vestían con desiguales prendas y arreos, y llevaban gorra de piel los unos, los otros boina blanca o roja. Adelantose uno diciendo: «Alto, y se les reconocerá. ¡Viva Isabel II!». A este grito, que ponía fin a la ansiedad de aquel encuentro, los caminantes, gozosos, libres ya de su mortal sobresalto, respondieron con otro ¡viva!2 en que echaron toda el alma... Breve y satisfactorio fue el primer reconocimiento; pero les mandaron no dar un paso más hasta que llegase el capitán. Salió por fin este, repitiendo las preguntas de ordenanza; cumplidamente las satisfizo Calpena, que a su vez se permitió interrogar: «¿Qué fuerza es esta, mi capitán?

-Es la columna que mando yo, Santiago Ibero. Pertenecemos a la división de D. Martín Zurbano.

Y cuando esto decía, fue reconocido por Sabas, que prorrumpió en exclamaciones de gozo: «¡D. Santiago... Santiago Ibero!

-¿Eres de La Guardia?

-De Páganos, para servirle, y usted también. ¿Pero no conoce a Sabas de Pedro?

-¡Otra! ¿Eres tú...? Adelante, señores... ¿Traen comida? Apéense en este corralón. Entremos y hablemos y comamos...

El júbilo de los expedicionarios por verse entre amigos era tan grande, que no podían expresarlo sino con risas, gritos y exclamaciones patrióticas. Enterados de que la partida andaba mal de víveres, mandó D. Fernando a Urrea que franquease todo el repuesto que llevaban, y la alegría se hizo general. Entraron en un lagar desmantelado, al que seguían cuadras espaciosas, reconociendo Sabas la casa labrantía de Zambrana. Mientras acomodaba las bestias y les daba pienso, Urrea iba distribuyendo pan, queso y vino a la tropa en el corralón. Ibero y D. Fernando, antes de ponerse a comer, departieron largamente, diciendo el primero: «También a usted le reconozco. Es usted D. Fernando, el caballero que trajo de Oñate a las niñas de Castro, y que luego, herido en un pie, pasó una larga temporada en casa». Nombrada la familia, no se hartaba Calpena de pedir informes acerca de ella, y el otro los dio con mil amores. La Guardia no había caído en poder de los carlistas; pero se temía que la ocupasen por ser muy débil la guarnición. Las familias ricas habían salido, siendo de las primeras las niñas de Castro con Doña María Tirgo y las de Álava. Bien podía el informante dar fe de la feliz escapatoria, pues él con su gente habíales acompañado hasta el paso del Ebro, y pudo enterarse de que sin novedad llegaron a Fuenmayor. Doña María Tirgo, muerta de miedo, proponía que no parasen hasta Cintruénigo; pero Demetria opinaba que no debían pasar de Logroño, donde estarían bien seguras.

Era Santiago Ibero un mozo gallardísimo, franco, con toda el alma en los ojos y el corazón en los labios, cetrino, de mirada ardiente. Nacido en Páganos de una familia de labradores acomodados, su genio impetuoso, su ansia de gloria, más potentes que toda razón de conveniencia, habíanle lanzado a la campaña, antes que por querencia de la profesión militar, por su amor ardentísimo a las ideas representadas en la bandera de Isabel. Quería dar su sangre, su vida por la libertad y el progreso, en los cuales veía fuente inagotable de dichas para la Nación. Con tales beneficios, España saldría de su apocamiento y pobreza, mejorarían las costumbres, nos veríamos tan civilizados como los ingleses y tudescos, y seríamos fuertes, grandes, sabios y ricos. Odiaba el obscurantismo, y veía en la hipocresía farisaica de los partidarios de D. Carlos la causa de todos los males que nos afligen y del atraso en que vivimos. Al exterminio de esta secta nefanda quería consagrar su existencia, todas las energías de su alma honrada y valerosa. Habiendo visto en Martín Zurbano, a quien conoció en Logroño, la más feliz encarnación de aquellas ideas, y admirando en él, además, el coraje, la perseverancia, la militar pericia, se afilió con entusiasmo en su bandera. Con él peleaba, y con él moriría, si necesario fuese, por la santa causa de los libres, que era el porvenir glorioso de la Monarquía y de España.

A la media hora de charla, ya eran amigos Ibero y D. Fernando, y este tuvo conocimiento de la situación de la columna. Los carlistas se habían apoderado de Peñacerrada, que por su posición topográfica en terreno montuoso era una fortaleza natural. Fortificados también otros puntos de la sierra, ocupados pueblos importantes del Condado, quedaba interrumpida la comunicación de Vitoria con las líneas del Ebro. La situación era, pues, gravísima, y si no venía Espartero con fuerza grande a desatar el nudo, sabe Dios lo que sucedería. Según las noticias del capitán, D. Baldomero se preparaba, y en tanto había mandado al general Ribero a la parte de Nanclares, mientras D. Martín, en la Rioja alavesa, molestaba al enemigo todo lo que podía, quitándole raciones y amparando a los pueblos. Con este fin, ordenó a Ibero que con su columna limpiase de facciosos los caseríos de la sierra de Toloño, y en ello se vio el capitán muy comprometido, pues atacado por fuerzas superiores, había tenido que batirse a la desesperada. Intentaba retroceder hacia la Rioja alavesa, para reunirse con su jefe; mas no tenía seguridades de poder conseguirlo. Hallando a su paso en la tarde de aquel día la casa de labor de Zambrana, en ella se hizo fuerte, con el propósito de defenderse bien si alguna partida le atacaba. En caso de gran apuro, y si veía dificultades para retroceder hacia La Bastida, trataría de pasar el Ebro por el vado de Ircio.

En tanto que Ibero y D. Fernando se comunicaban sus planes y pensamientos, Iturbide y Zoilo no se apartaban de los de tropa, comiendo con ellos, contándoles peripecias del sitio de Bilbao, a cambio de las recientes hazañas de los zurbanistas, referidas, la verdad sea dicha, con disculpable uso de la hipérbole. Aquella tarde se habían peleado heroicamente con doble número de serviles, matándoles al jefe y cogiéndoles quince prisioneros. Luego tuvieron la desgracia de que en otro encuentro, en la misma tarde, perdieran ellos tres hombres, lo que no sintieron tanto como el que se les escaparan los quince cautivos cuando se disponían a fusilarles, en castigo de su amor al retroceso. Aquel segundo combate había quedado indeciso, sin grandes ventajas de una parte y otra, perdiendo el contrario dos burros cargados de cebada, y ellos los prisioneros, que fue un gran dolor. Si se les hubiera quitado de en medio en cuanto fueron cogidos, no se habrían ido riendo... Pero, en fin, como hay Providencia, no debía desesperarse de volver a cogerles.

A media noche, unos dormían en grupos tendidos en el suelo, otros hacían guardias en los ángulos exteriores del caserón, y los mejores escuchas de la partida aplicaban la oreja al suelo, en observación de los ruidos lejanos. Ibero y D. Fernando se tumbaron en el sitio que mejor les pareció de la anchurosa cuadra primera; pero el capitán no tenía sosiego, y de rato en rato se levantaba para dar vueltas por el corralón y asomarse a las bardas de este, sin poder desechar el presentimiento de que antes del amanecer le atacarían, con refuerzos, los que en la funcioncilla última de la tarde habían quedado a media paliza y con ganas de llevársela entera.

Durmiose en las alternativas de estos temores D. Fernando, teniendo junto a sí a Urrea y a Sabas, y aún era muy incierta la claridad del nuevo día, cuando le despertó un rumor vivo, compuesto de voces corajudas y guerreras. Los facciosos venían, se aproximaban... Silencio, calma, y prepararse todo el mundo.