Vergara/XIV

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XIV

Brincando entró Zoilo en la cuadra, y dijo al capitán: «Denos fusiles, jinojo, si los tiene, y si no los tiene, déjenos ir a quitárselos a esos danzantes». Fusiles había, los quince de los prisioneros fugados, y al punto dispuso Ibero armar a los dos bilbaínos. «A mí también -dijo D. Fernando-, y a mis dos escuderos, que no vamos a estar aquí con las manos cruzadas». Para todos hubo armas y cartuchos. «Calma, no atropellarse -repetía el valiente Ibero-. Aunque sean más de mil, no nos copan, y aún permitirá Dios que se dejen aquí los dientes. Cerrar todo bien, amontonando en el portalón del camino las piedras que mandé preparar esta noche, para que no puedan abrirlo. Cerrar también, dejándola sin parapetar, en disposición de ser abierta, la portalada del corralón de la noria, queda al campo por nuestra derecha... Ya saben los de la buena puntería que su puesto es arriba, en las ventanas del pajar que dominan el campo. Fuego sostenido, y mucho ojo, amigos...Ya saben los ligeros dónde han de situarse: en el corralón de la noria. Si en la entrada por el camino ponemos piedras, en la otra parte pondremos carne, para que esta carne me haga una salidita cuando yo lo ordene. Calma, y fijarse bien en lo que mando... Ahora todo el mundo a su puesto, y apagar luces: hagámonos los dormidos para que vengan confiados y se dejen abrasar como borregos».

-Yo me voy con los ligeros -dijo Zoilo-, si el capitán no me manda otra cosa.

-Y yo con los tiradores -añadió D. Fernando-, pues no es del todo mala mi puntería. Amigo Ibero, ponga usted en el mejor sitio a mi criado Urrea, que es gran cazador: al enemigo a quien este eche el ojo, pronto le verá usted patas arriba. Sabas, ¿tú qué tal tiras? Vente conmigo.

Antes de que D. Fernando y los suyos llegaran al ventanucho en que les colocó Ibero, ya empezaban los sitiadores a tirar coces a la puerta. Desde el pajar se les contestó con vivo fuego. Los ligeros, trepando a la noria, disparaban también sin abandonar el cuidado del portalón. Ibero recorría los puestos, y tan pronto estaba en el segundo corral animando a los chicos, como subía para cuidar de que el servicio de cartuchos se hiciera con prontitud. Sereno en medio del combate, a todos infundía su valor y confianza. Arreció el fuego desde fuera contra los huecos del pajar, y el capitán ordenó a los suyos que aprovechasen bien los tiros, afinando la puntería. Los estragos de la de Urrea se apreciaban fácilmente viendo cómo se clareaban los grupos enemigos y oyendo sus vociferaciones; D. Fernando afinaba también, y Sabas, que no se creía con bastantes ánimos para afrontar el tiroteo, fue destinado prudentemente al servicio auxiliar de los diestros cazadores. Con doble juego de fusiles, Sabas y un viejo de la partida cargaban mientras aquellos, el fusil en la cara, aseguraban con ojo certero la pieza.

Fiados en su número, los sitiadores, que ninguna ventaja adquirían con el ataque de fusilería, intentaron el asalto, trepando por la parte más accesible de la tapia. Ibero, que les había calado la intención, bajó presuroso, después de dar órdenes arriba para arreciar el fuego, abrasando a los asaltantes todo lo que se pudiera; y sin cuidarse de que diez o quince penetraran en el patio, dispuso la salida por la portalada del corral de la noria. Ello se hizo con rapidez y bravura. Como unos treinta hombres se lanzaron fuera, y la emprendieron a bayonetazos o a navaja limpia con los sitiadores, sorprendiéndoles y aterrorizándoles de tal modo en su impetuoso arranque, que con la sola pérdida de tres de los suyos escabecharon cuádruple número de los contrarios, y a los demás les impelieron a la fuga. Obedeciendo como máquinas la orden de Ibero, volviéronse adentro, después de causar el efecto que se proponían, y atrancaron la puerta con piedras y troncos y cuanto hubieron a mano. De los que habían saltado, algunos quedaron dentro sin vida, otros lograron salvarse, y a poco se oyó una voz ronca y frenética que gritaba: «Ibero, volveremos...». Levantado el sitio, los de arriba vieron al enemigo retirarse, llevándose sus heridos. Como a cien pasos, dispararon de nuevo en descarga cerrada; mas Ibero mandó que no se les contestase, gritando a los fugitivos: «Animales, gastad cartuchos, gastadlos, que yo reservo los míos para cuando volváis».

Gozosos celebraban su victoria, y Zoilo parecía demente, del júbilo que le embargaba, no vacilando en relatar él mismo sus hazañas con infantil orgullo. Sin la obligación de acatar al jefe, que había mandado a los ligeros volverse después de la primera embestida, él se habría traído la cabeza de un faccioso, a quien ya tenía cogido en excelente disposición para decapitarlo. Reconocido el campo, encontraron dos heridos graves, que recogieron, y tres muertos propios. Los enemigos eran catorce, que abandonaron sin cuidarse de darles sepultura. Descansando de la refriega, elogió Ibero la destreza inaudita de Urrea y la de D. Fernando. Iturbide se había portado bien entre los ligeros, y Zoilo, al decir de todos, con extraordinaria bizarría y temeridad. Pronto surgió en la mente del jefe de la columna el grave problema de la resolución que debía tomar. ¿Se fortificaban en aquella excelente posición, aguardando tranquilos las embestidas del faccioso, que de seguro no tardaría en recalar con mayor fuerza? La solidez del edificio y la bravura de su gente, reforzada con cinco números, de los cuales tres por lo menos eran de gran precio, le garantizaban una defensa gloriosa; pero si la situación se prolongaba, como era de temer, ¿de dónde sacaría municiones y víveres?

Dificultosa era la salida; pero con todos sus riesgos, les ofrecía menos probabilidades de una perdición segura. Marchando hacia Miranda, era menos probable el encuentro de una considerable fuerza facciosa; marchando hacia el Este, este peligro acrecía, mas lo compensaba la contingencia ventajosa de encontrar el grueso de la división de D. Martín. Encaminarse al Ebro para vadearlo y pasar a la Rioja le parecía desairado: era el recurso último; era imitar a las mujeres y a los pobres viejos aldeanos que huían de sus hogares. Oír quiso la opinión de Don Fernando, en quien reconocía un juicio claro y sereno de todas las cosas, y el caballero, que tan gallardamente había sabido conquistar su amistad, no titubeó en darle este terminante voto: «Yo que usted, iría en busca de la peor y de la mejor contingencia, que las dos se le ofrecen por el lado de Oriente: batirme a la desesperada con fuerzas superiores, o encontrar el amparo de la división de mi jefe. ¿Quién le dice a usted que D. Martín, sabedor o sospechoso del conflicto en que usted se halla, no viene en su socorro?». Esta última razón llevó tal luz a la mente de Ibero, que ya no hubo más dudas. «Nos vamos ahora mismo -dijo-, apartándonos del llano, y metiéndonos en las fragosidades de la sierra de Toloño. Por allí no nos buscarán. Salgamos sin ruido, en secciones, que no han de perderse de vista.

A la media hora ya estaban en marcha, confiados en su buena estrella, Ibero fortalecido por su fe ciega en el ideal de los libres, que creía obra de Dios. Aunque odiaba el fanatismo, era creyente y buen cristiano; y lejos de ver incompatibilidad entre la libertad y el dogma, teníalos por amigos excelentes, y por amparadores de la Causa, a todos los santos de la Corte celestial. Grandes fatigas y trabajos sufrieron en su larga caminata por la falda de la sierra, describiendo curvas extravagantes para huir de los puntos que suponían ocupados por destacamentos carlistas. El tiempo se les torció al segundo día, metiéndose en agua, encharcando la tierra, y convirtiendo en torrentes las cañadas que descendían de los montes; mas no conceptuaron por muy desfavorable el temporal, fuera de las molestias que ocasionaba, porque el continuo llover era como una cortina del cielo que les ocultaba en su marcha sigilosa, y la humedad del suelo, si a ellos les estorbaba, quizás en mayor grado entorpecería los pasos del enemigo. En cuatro días de marcha penosa no tuvieron ningún mal encuentro; al quinto toparon con una partida inferior en número, que batieron sin dificultad, y el peligro de que tras ella vendría mayor fuerza, lo sortearon escabulléndose en dirección contraria a la que habían seguido los derrotados.

Consumidos los escasos víveres que sacado habían de su fortaleza, empezaron a sufrir terribles hambres. Merodeaban en los abandonados plantíos; algunos cazaban; mas los conejos parecían huir también de la guerra, como su enemigo el hombre. Erizos y otras alimañas encontraron en la espesura del monte; en una aldehuela miserable, sólo habitada por cuatro mujeres y dos vejetes, entraron a saco, arramblando por todo lo que en aquellas pobres viviendas había, algunos panes, cecina y alubias. Dos cabras fueron después gran hallazgo, y mejor aún unas alforjas perdidas, con el tesoro de cuatro quesos y algunas cebollas. Con tales apuros iban viviendo, marchando de noche, ocultos y dispersos de día, hasta que, sabedores por sus avanzadas de que en una paridera próxima a Peciña descansaban veinte facciosos, cayeron sobre ellos de madrugada, y sorprendiéndoles dormidos, a unos mataron, dispersaron a otros, quitándoles todo lo que tenían. El único que entre ellos quedó prisionero, con un brazo roto, les dijo que D. Martín, después de dar un achuchón a los carlistas cerca de Avalos, se había corrido a Leza, internándose después en la Sonsierra. Arrimados a las asperezas del monte, siguieron su camino en busca de Zurbano; y por el afán de avanzar todo lo posible, anduvieron largo trecho en una noche tempestuosa, con horrísono tronar y golpes de granizo, viendo caer rayos y alumbrarse toda la tierra con siniestros resplandores. Pero sus templados corazones, insensibles al miedo, querían ampararse de los accidentes espantables de la Naturaleza, para recorrer mayor espacio, prefiriendo los senderos escabrosos e inaccesibles. Por último, más arriba de Leza, les deparó Dios una columna cristina de tropas regulares, perteneciente a la división del General Buerens. Estaban salvados.

Provistos de municiones, pues las pocas que llevaban se les habían inutilizado con la humedad; reparados sus míseros cuerpos con alimento sano, aunque no muy abundante, y adquirido informe verdadero de la situación de D. Martín, siguieron en su busca, y al caer de una plácida tarde le hallaron en un desfiladero por donde pasa el camino de herradura entre La Guardia y Pipaón. ¡Feliz encuentro, a los doce días de haber salido de Zambrana, realizando una prodigiosa marcha por país enemigo! Aunque el mérito de esta no se le ocultaba, Zurbano recibió a Ibero con una fuerte chillería, pues era su condición mostrar rigor y displicencia en todo asunto del servicio, sin duda por hacerse respetar y temer de sus subordinados. Según decía, si hubiera seguido Ibero puntualmente sus instrucciones, no alejándose de La Bastida más que lo preciso para picar la retaguardia a la partida del Zurdo, no le habrían pasado tantas desventuras. ¡De buena había escapado! En fin, a olvidar los desastres, y a repararlos sacudiendo al enemigo todo lo que se pudiera.

Era Martín Zurbano (a quien se le despegaba el Don postizo) un hombre tosco y desapacible, de rostro aclerigado, ceño adusto, boca fruncida, de regular estatura y lentitud parsimoniosa en sus movimientos. Usaba boina blanca y chaquetón forrado de pieles sin ninguna insignia; sable y pistolas al cinto. Hablaba incorrectamente y con acento duro, erizado de interjecciones, lenguaje del valor de aquel tiempo en la milicia montaraz. A pesar de estas asperezas, y quizás porque en ellas veía la perfecta imagen del Marte español, Ibero sentía por él amor y entusiasmo; y aunque sirviendo a sus órdenes quería imitarle en la rudeza de los modales y en las groseras voces, no siempre lograba el objeto, pues más que su proselitismo podían su nativa delicadeza y buena educación. El felicísimo encuentro con Don Martín no les proporcionó ningún descanso, pues lo mismo fue llegar y juntarse y recibir Ibero la peluca de su jefe, que se pusieron todos en marcha. No era muy satisfactoria la situación de los cinco caminantes agregados a la partida, pues Iturbide iba en estado febril, tendido en un carro; a Sabas le había salido un grano en el muslo; Zoilo tenía el pescuezo torcido de una fuerte tortícolis. Los mejor librados eran Calpena, que padecía extenuación nerviosa por la falta de sueño, y Urrea, que sólo se quejaba de ganas de comer no satisfechas.


La tremenda contrariedad de no poder comunicarse con su madre puso a D. Fernando en gran tristeza. Cogido en la trampa de un ejército en operaciones, tenía que permanecer entre las fuerzas cristinas, pues por una parte y otra el enemigo ocupaba montes, villas y lugares. Arriesgadísimo, por no decir imposible, era volver a Miranda con sus cuatro compañeros, o pasar el Ebro para refugiarse en Logroño, y no había más remedio que esperar el despejo de la situación y el término feliz o adverso de aquella campaña. Por todo el camino, en la marcha fatigosa, no cesaba de pensar que Dios no le había sido hasta entonces propicio en su expedición, quizás por haber emprendido esta sin lógica ni criterio, dejándose llevar de las corazonadas del insensato Zoilo, quizás de inexplicables querencias suyas, que él mismo no sabía definir. Y llegado a tal punto de confusión, como el que se pierde en un laberinto sin encontrar salida, no hacía más que interrogarse de este modo: «¿Y yo a dónde voy? ¿Por qué he venido aquí? ¿Volveré a ver a mi madre, a mi querido capellán, a mis entrañables amigos de Villarcayo? ¿Habrá dispuesto Dios que deje yo aquí mis pobres huesos? ¿Tendré que hacer el héroe por fuerza para llegar a serlo de verdad? ¿Es ley constante que las acciones muy estudiadas y previstas resultan siempre bien? ¿Es seguro que los actos de impremeditación y de temeridad, comúnmente tenidos por locuras o necedades, enderezan siempre al mal? ¿Qué caminos llevan a la vida, qué veredas llevan a la muerte? ¿Toda senda tenebrosa conduce al Infierno? ¿Toda senda iluminada y florida conduce al Cielo?... Si yo tuviese aquí a mi madre para que me ilustrara en estas dudas, mi tristeza no sería tan honda. Ya que no la tengo, traeré su pensamiento al mío, y con esta luz veré lo que solo no veo: la esperanza. Adelante, y sea lo que Dios quiera».