Vergara/XVI

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XVI

Contó luego Zoilo el caso inaudito de Iturbide, que habiéndose portado, el primer día de ataque al castillo, con toda la decencia militar de un buen bilbaíno, había ensuciado su reputación y su carrera pasándose a un batallón alavés. Creyó que los carlistas ganaban; se le aflojaron los calzones... Allá se fue... Siempre le había tirado el servilismo.

«El infeliz -dijo D. Fernando-, ha creído que por caminos de la facción volvería más pronto a Bilbao».

-Sabe Dios a dónde irá... ¡Otra! Ya me río de pensar que habrá visto a mi padrino Guergué, tal vez a mi padre, y les habrá dicho que estoy aquí, en el ejército de Espartero, y que soy capitán, y que...

-Y que eres mi amigo. No serán pocos motivos de confusión para tu padre.

-Pues hay más. ¡Si parece que esto lo hace Dios, conforme a mi querer, más fuerte que todas las cosas...! Pues la última vez que estuvimos juntos Pepe y yo, el jueves por la mañana, nos dieron la noticia de que usted había caído, en la segunda carga, con una herida mortal en la cabeza. ¡Jinojo, qué sentimiento! Pasa media hora, y viene Segundo Corral, y nos larga en seco la noticia: «El pobrecito D. Fernando acaba de expirar!». ¡Jesús!

-¿Lo creíste?

-Yo no. No creo en la muerte de los que, según mi querer, deben vivir.

-Pero Iturbide se tragó la bola, y a estas horas se lo habrá contado a D. Sabino, si es que anda todavía con ellos.

-¡Otra!, a mi padre le tiene usted ahora más contento que unas pascuas, dando gracias a Dios...

-¿Por mi muerte?

-Cabal... A no ser que crea que yo le maté a usted... Todo es creíble allá... Y en este caso, alegrándose, rezará mucho porque Dios me perdone.

-¡Y tú y yo tan amigos!

-¿Esto qué es?

-Romanticismo, Zoilo. La lógica de las cosas absurdas, la risa del dolor, la tristeza del placer...

-¿Y eso qué quiere decir?... ¿Poesía?

-Tal vez... Misterios de las almas. Tú dices que querer es poder. Yo digo que mereces ser dichoso y lo serás... Vaya, chico, a tu obligación, que es tarde. Separémonos. Hasta mañana.

Aquella noche, hecho un ovillo en su pesebre, sintiéndose febril, con honda ansiedad en su espíritu, agobiado el cuerpo por la debilidad, rebelde al sueño, el Sr. de Calpena con esta idea se atormentaba: «¡Si al fin dispondrá Dios que este loco se salga con la suya!». Efecto de la fatiga y de la pérdida de sangre, complicadas con añoranzas muy tristes, se le insubordinó el estómago, rechazando todo alimento, y los pícaros nervios se declararon en audaz anarquía. En Baroja habría tenido que quedarse, si no le llevaran en un carro, muy bien asistido por Urrea y Sabas, que dejó gustoso las armas por el servicio de su querido amo. Ibero y Zabala le acompañaban todo lo que podían, y Zoilo más de lo que debiera, descuidándose del servicio, sin miedo a las reprimendas de D. Martín. En tal estado, y siempre en seguimiento del Cuartel General, pasó el puerto de Población. Dos días de descanso en Eripán, donde le deparó Zabala un buen alojamiento, fueron el comienzo de la recuperación, que había de ser completa dos semanas más tarde en la histórica y por tantos títulos famosa ciudad de Viana.

Resolvió Espartero quitar al enemigo el único punto fortificado que aún conservaba en la región alavesa, la villa de Labraza, cabecera de la hermandad de su nombre en la cuadrilla de Vitoria, guarnecida de viejos muros y de robustas torres, de las cuales hizo el carlista punto de apoyo para remediar en lo posible la pérdida de Peñacerrada, y asegurar sus comunicaciones con Estella. Mientras se disponían los elementos necesarios para la expugnación de Labraza, pasó Espartero a Viana, donde estuvo dos días, y de allí a Logroño, ávido de un breve descanso en su casa. No le vio Calpena al partir; pero tuvo conocimiento de que el ilustre Caudillo no le olvidaba, por un recado amistoso que Zabala le transmitió, con estas palabras que de confusión le llenaron: «El General, además, te ruega que le esperes aquí, a su regreso de Logroño, pues tiene que hablarte». Por más que se devanaba los sesos, no acertaba D. Fernando en el descubrimiento del negocio que con él quería tratar el conde de Luchana. «¡Hablarme a mí! ¿De qué...?». Y en esta incertidumbre vivió una semana, aguardando la solución del acertijo, con el gozo de ver restablecida gradualmente su salud, pues las aguas y los alimentos de Viana hicieron entrar en razón a su estómago. A los pocos días de descanso y vida regalona en pueblo tan interesante, pudo montar a caballo y dar buenos paseos con sus amigos por el camino de Logroño, hasta llegar a los cerros donde se descubre el curso del Ebro caudaloso, la mole de la Redonda y el caserío y torres de la capital riojana.

Grata fue la resistencia del caballero en aquel pueblo de tanta nombradía en los anales de Navarra y de Castilla; disfrutó lo indecible examinando las señales y vestigios de nobleza en calles viejas y palacios desmantelados, en las antiquísimas iglesias de San Pedro y Santa María. Mucho había que leer en aquellas piedras. Los curas del arciprestazgo y los regidores de la ciudad franqueábanle códices y papeles interesantísimos, donde vio y gozó históricas hazañas, como la defensa que hizo el esforzado mosén Pierres de Peralta contra las tropas del Rey D. Enrique II, y los horrores de aquel memorable sitio en que las mujeres, así casadas como doncellas, manejaban las bombardas, trabucos, cortantes y otras diversas artillerías. Y fue tal el hambre que pasaron los vianeses, que viéronse obligados a comer caballos e otras fieras inusitadas, según reza un viejo pergamino. En la guerra de los Beaumonteses, que arrancó a Viana de la corona de Navarra para pasarla a la de Castilla, también había mucho digno de perpetuarse para ejemplo de los presentes. Vio D. Fernando el sepulcro de César Borja, duque de Valentinois, que allí murió, y los de otros ilustres varones de aquella tierra.

En estos entretenimientos le interrumpió Sabas, manifestándole que, pues las queridísimas niñas de Castro-Amézaga se hallaban refugiadas en Logroño, distante sólo dos leguas cortas, él iría, si su amo le daba permiso, a visitarlas por su propia cuenta, como Sabas de Pedro, y a enterarse de si estaban saludables y contentas. Pareciole a D. Fernando muy atinada la idea de su escudero, y le despachó al instante con la misión que se expresa, y la añadidura de un recado muy afectuoso de su parte. Pero ¡ay!, al día siguiente volvió Sabas cariacontecido con la triste novedad de que no había encontrado a las niñas, pues la señora Doña María Tirgo, después de una temporadita de residencia feliz en la capital de la Rioja, había logrado arrastrar a sus sobrinas hasta Cintruénigo, donde a la sazón pagaban a los Sres. de Idiáquez la visita que estos hicieron a La Guardia. ¡Ojo al Cristo!

Muy mal le supo el caballero esta desairada vuelta de Sabas; mas cuidó de disimular la nueva tristeza que a las suyas y a su nostalgia se añadía. Pasaba las noches entretenido con sus amigos, entre los cuales la fiera inusitada de Ibraim hacía el gasto de los chistes burdos y sainetescos. Rodaba el tiempo, y todo el afán de Fernando era que volviese pronto Espartero, que allí le había mandado esperar... ¿esperar qué? ¡Oh incertidumbre!... Para mayor aburrimiento, pasó el caudillo una noche por Viana sin detenerse mas que media hora, y Calpena recibió por el ayudante Serrano Bedoya nueva edición del recadito de marras: «Que no se mueva de aquí hasta que yo regrese, o le avise dónde debe ir a encontrarme».

-Pues, señor, la broma es ya más que pesada -decía Calpena, buscando medio de entretenerse con nuevos estudios de las antigüedades vianesas-. Cuanto más libre me creo y más empeño pongo en disponer de mi persona, más esclavo me encuentro. Mi sino es este, la esclavitud constante, el arrastrar cadenas... de rosas si se quiere; pero cadenas al fin. ¿Qué habrá en mí para que chicos y grandes me honren con sus afectos más vivos...? Siento no tener a mano al gran Zoilo, el filósofo del querer potente, para que me dé su opinión sobre esto.

En tanto que D. Baldomero iba contra Labraza, en Viana corrían voces de que la tal operación sería de las más sangrientas. Para sustituir a Guergué, que perdió su valimiento con el desastre de Peñacerrada, Don Carlos había nombrado general de su ejército del Norte a D. Rafael Maroto. Este, cogido el bastón, se metió en Estella, ocupándose en reorganizar los batallones y en proveerlos de lo necesario para una activa campaña. Desde allí mandó recadito a los de Labraza, encargándoles que se defendieran hasta morir, que él iría en su socorro, provocando a Espartero a singular batalla en aquellos campos. Todo anunciaba una brillantísima página histórica; alguien creía próximo el último acto y quizá la escena final del drama de la guerra. Pero así como los dramas suelen flaquear en su desenlace por inhabilidad del poeta que los compone, los lances guerreros también salen fallidos por torpeza o desidia de estos poetas de la espada. En resumidas cuentas: que el de Luchana apretó el asedio; que Labraza se defendió bien, hasta que no tuvo más remedio que rendirse, sin que de Estella viniese Maroto con todo aquel aparato de fuerzas que anunció. La esperada lucha decisiva quedose para mejor ocasión, y Espartero, que había ido con terribles ganas de romperse el bautismo de una vez y para siempre con su rival de hoy, ayer compañero de fatigas americanas, volvió grupas, un tanto descorazonado como militar, como político no descontento de la prudencia de Maroto y de su pereza en sostener el reto.

Llegó por fin la ocasión que tan vivamente deseaba Calpena, y viendo entrar a Don Baldomero en Viana al caer de la tarde de un caluroso día de Julio, no tuvo sosiego para esperar a que el General le llamase, y se fue a la casa de los Tidones, donde se alojaba, y solicitó audiencia, que al instante le fue concedida. Sentábase a la mesa D. Baldomero para cenar con el Arcipreste Don Alonso de Aimar, con el alguacil mayor o Merino, D. Lázaro Tidón, tres señoras de la familia de Tidón y Asúa, el General Van-Halen y otros; y convidado Fernando, aceptó gustoso la grata compañía. Hablando de la guerra, dijo el de Luchana con su franca llaneza: «No me la dio Maroto... Ya me había tragado yo que no vendría. Le conozco, es muy ladino, y no quiere comprometer el mando, que deseaba y que no le conviene soltar...». Sin saber cómo, la conversación recayó en cosas muy distintas de los sucesos militares, como la calidad de las judías verdes de Viana comparadas con las de Logroño. Sostenía el vencedor de Peñacerrada, conciliando la justicia con la galantería, que si al carnero de la merindad de Viana había que quitarle el sombrero, en judías de riñón y en pimientos morrones, donde estaba Logroño y su ribera, no había que mentar hortaliza. ¡Y para que se vean los misteriosos engranajes de la palabra humana! ¿Cómo pudo ser que del tratado de las alubias pasasen aquellos señores a la personalidad de César Borgia? Ello fue así, como también lo es que ninguno de los comensales, incluso el héroe, poseía nociones exactas de la vida y muerte de aquel afamado cardenal y guerrero, teniendo Calpena que desenvainar modestamente su corta erudición para ilustrar al esclarecido senado. No prestó gran atención Espartero a estas historias añejas, que otras más vivas le solicitaban, y aferrado a su idea, no cesaba de repetir: «Es muy ladino, muy ladino...».

No pasó mucho tiempo después de la cena sin que la expectación de D. Fernando quedase... a medio satisfacer, pues Espartero, al conferenciar con él en su despacho, no hizo más que mostrarle los bordes, digámoslo así, del asunto que tratar quería, reservándose el cuerpo del mismo. Con su consabida franqueza ruda, que en muchos casos le resultaba bien, le dijo: «¿Pero a qué tiene usted esa prisa por volverse a Medina? Un hombre como usted, de sus circunstancias, no puede estar cosido a las faldas de la mamá».

-Mi General, he conocido a mi madre hace poco tiempo.

-Ya, ya sé... vamos al caso. Usted vale mucho, yo sé lo que usted vale. No vengamos ahora con modestias ridículas. ¡Entre nosotros...! En fin, usted es hombre de grandísimo mérito. Lo sé, lo afirmo, y no hay que desmentirme, ¿estamos? Usted quiere que yo le regale el oído repitiéndole que es un modelo de caballerosidad, una inteligencia de primer orden, un joven ilustradísimo... Ea, lo digo yo y basta.

-Pues basta, mi General. ¿Y qué más?

-De sus modales y finura de trato, nada hay que decir, pues bien a la vista están...

-Cuando usted acabe de echarme incienso, respiraré.

-No es incienso, es justicia... Me habló Urdaneta y otros, otros amigos que le conocen a usted bien... Y para que el hombre resulte completo, también somos valientes, ¿eh? Me ha dicho Martín... Pero no trato yo ahora de valentías militares; estimo, sí, que sea usted hombre de corazón, de voluntad bien templada...

No exageraba D. Baldomero al manifestarse convencido de los méritos del joven, pues, en efecto, D. Beltrán le había ponderado, quizás con lujo de hipérbole, la inteligencia, cultura y dotes sociales del hijo extranjero de Pilar de Loaysa. Quizás estas cualidades eran agrandadas por el de Luchana en su viva imaginación, que ciertamente la tenía, como soldado de arranques, de momentos heroicos. «Bueno, señor mío -añadió poniendo punto final a los elogios-. Convencido de que usted vale y de que puede prestarme, a mí precisamente no, a la patria, a España, a la libertad, servicios grandes, no dudo en... Decláreme usted ante todo una adhesión incondicional a los principios que represento, digo, que representamos todos los leales, que representa la causa legítima de Isabel II, la causa de la libertad».

Confirmada por Calpena su profesión de fe política, el de Luchana prosiguió así: «No cuento con usted para cosas de milicia; le quiero para una comisión, misión mejor dicho, misión... que le comunicaré cuando estemos perfectamente de acuerdo en las cuestiones preliminares. Ea, Sr. D. Fernando, yo no le suelto ya. Si se aflige usted por la ausencia de su mamá, la traeremos a la Rioja...».

-Mi General, tenga la bondad de explicarme...

-No explico más, ¡caramba! Lo dicho, dicho. Le tengo a usted trincado por los cabezones. Escribiremos a la Condesa si es necesario... Yo me voy mañana a Logroño. No le diré que venga conmigo; pero váyase usted pasado mañana, cuando guste, y allí seguiremos hablando. Por hoy, ¿eh?, fijarse bien, como si no nos hubiéramos visto... Esto es reservado. Doy de barato que sobre las buenas cualidades que usted tiene domina la que de todas es maestra, la discreción, fijarse, la discreción. Y no digo más. Retírese usted ya... Buenas noches. Descansar. Hasta luego.

Y se fue el caballero a su hospedaje, sabiendo... que no sabía nada, sospechando, queriendo adivinar... Toda la noche estuvo viendo ante sí, en la obscuridad, los ojos de Espartero, negros, penetrantes, ojos de trastienda y picardía, y su rostro atezado, duro, que parecía de talla, labradito y con buches, el bigote triangular sobre el fino labio, la mosca, las patillas, demasiado ornamento de pelos cortos para una sola cara. La mirada del guerrero le decía más que sus palabras, y a fuerza de leer en aquella, creyó descifrar el pensamiento que estas no querían manifestar. «Una misión -se decía-. ¿Acaso...? ¿Qué entiendo yo de misiones y tratos y enredos...? ¿Qué quiere hacer de mí? ¿Un diplomático, un polizonte? Me ha escogido porque cree que la discreción está en mi naturaleza... como hijo del secreto que soy... el secreto mismo. No acepto. Me voy con mi madre».