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Vergara/XVII

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XVII

Dormido con la resolución de no aceptar, despertó con la contraria idea; que estas mudanzas suelen traer el sueño a nuestro espíritu; y ya no se ocupó más que en disponer su traslación a Logroño, buscando antes a Zoilo para saber si pensaba continuar en la columna, o solicitar licencia y volver al lado de su familia. Este era el anhelo de Fernando, y esto le dijo, al encontrarle de regreso de un reconocimiento practicado por Zurbano en el pueblo de Aras. Alegrándose de verle, expresó el bilbaíno que desde su regreso de Labraza, donde había cumplido como bueno, sentía que se le iba enfriando el entusiasmo militar. Harto de gloria y satisfecha su ambición, renacían en él las querencias de la familia. Dos días y dos noches llevaba ya con el pensamiento empapado en la memoria de su mujer, a quien dormido y despierto veía en su mente, anhelando verla con los ojos de la cara, para recrearse en su belleza y entregarle el alma y la vida. Si su mujer le quería, y se curaba de aquella maldita enfermedad de recordar a otro y esperarle, él sería más feliz que los ángeles del cielo, y ninguna falta le hacía la gloria militar; que esta, sabíalo Dios, la buscó por dar a su querer una compensación de aquellas amarguras y por llenar los vacíos de su corazón. No cesaba de pensar que su mujer le echaba de menos, que indagaba su paradero, que padecía por la ausencia de él soledad y tristeza... «Y de tal modo -proseguía- se me han clavado en el magín estas ideas, que ya no puedo menos de tenerlas por cosa cierta y fundada; que lo que yo pienso con gana, sucede, sí, señor, siempre sucede.

-También yo -dijo Calpena-, de algunos días acá, tengo la corazonada de que tu mujer se ha curado de esa locura de recordar lo muerto y esperar lo imposible. Sin ningún dato en que fundarme, lo siento, lo creo, y en ello me voy afirmando cada día más. Es para ti contrariedad grande el verte ya cogido en las redes de la Ordenanza y no disponer de tu persona para largarte a tu casa cuando te diere la gana.

Quedose Zoilo al oír esto muy pensativo, acariciándose la cabeza, sin que en esta brotase la idea que sin duda buscaba, y al fin, suspirando fuerte, se consoló de la obscuridad de su entendimiento con estas expresiones: «En fin, con un querer firme todo se arregla... Volveré a mi casa».

-Pero ándate con mucho tiento, chico, y no se te pase por las mientes la idea de la deserción, que podría salirte cara. No juegues con las leyes militares. ¿Gloria quisiste? Tus triunfos te obligan a la obediencia. ¿Quieres ir a tu casa, ver a tu mujer? Pues aquí me tienes a mí para proporcionarte esa satisfacción, a mí, que te saqué de la cárcel y que adquirí con mi conciencia el compromiso de devolverte a los tuyos sano y salvo. Prométeme no hacer ninguna locura, pues al ponerte a mi lado entraste para siempre en el terreno de la razón. ¿Estamos conformes?

-Conformes, mi General. Así le llamo porque usted manda. Y váyase, váyase pronto a Logroño, y si está allí su novia, como dicen, cásese con ella, antes hoy que mañana, aunque para ello tenga que robarla... Si hace falta un amigo de coraje, avise. A casarse, y así estaremos todos contentos.

-Ni mi novia está en Logroño, ni yo he de robarla, ni ese es el camino, Zoiluchu.

-¿Pues cuál es el camino, señor?...

-Esperar obedeciendo.

-Pues obedezco esperando, como soldado de filas.

No hablaron más, y con apretones de manos se despidieron, trasladándose D. Fernando con sus dos criados a Logroño, a donde llegó muy entrada la noche. Los oficiales de Gerona que iban con él encamináronle al parador del Camerano, en la calle del Mercado, no lejos de la Redonda, iglesia mayor del pueblo, y halló regular acomodo para sí y su gente; cenó y durmió tranquilo; y como no se le cocía el pan mientras celebrar no pudiera nueva conferencia con el héroe, al siguiente día, en cuanto llegó la hora oportuna para visitas, se personó en el palacio de Su Excelencia, una casona grande y severa, con fachada de sillería y ornamento barroco en balcones y ventanas. En la puerta se encontró a varios oficiales que conocía, y en el primer tramo de la escalera a su amigo Pepe Concha, quien muy contento de verle le introdujo en el billar, espaciosa sala del entresuelo. A la sazón el General despachaba con su secretario: era forzoso que Calpena esperase un rato, el cual resultó breve por la compañía de aquel simpático oficial, jefe de la escolta, y del ayudante Allende Salazar. A la media hora subió Fernando al primer piso, y Espartero le salió al encuentro muy afectuoso. Vestía de paisano, en traje muy ligero por causa del excesivo calor; y aún no habían concluido los saludos, cuando, volviéndose hacia una puerta entreabierta, gritó: «¡Jacinta, Jacinta!». Al conjuro de aquella voz, que era la voz del trueno en los campos de batalla, y que allí sonaba tan apacible, apareció una dama de excelsa hermosura, majestuosa en su familiar porte, sin el menor asomo de presunción en la sencillez casera con que vestía. Al saludo ceremonioso de Calpena contestaron los dos, marido y mujer, con esa confianza de buen gusto, propia de personas de viso que gustan de disimular su superioridad. La dama, más aún que su esposo, poseía un arte magistral para combinar la llaneza con lo que modernamente se llama distinción, la gracia con la autoridad. En pie los tres, Doña Jacinta (la etiqueta de la época obliga a conservarle el Doña) dijo festivamente al caballero: «¿Me acierta usted de quién es esta carta? -y al decirlo mostraba una que tenía en su mano muy dobladita-. A ver, a ver... ¿conoce la letra?».

-Es de mi madre -dijo Calpena mirando el papel que la Condesa de Luchana puso ante sus ojos.

-Ya hablaremos, ya hablaremos. Tengo que reñirle a usted... Así me lo encargan. Por cierto que es usted el hombre de la mala suerte en sus viajes. Ayer, ayer mismo pasaron por aquí las niñas de Castro, de vuelta de Cintruénigo... Pero siéntese, D. Fernando. Si tienen ustedes que hablar, me voy.

-No, no; tiempo hay -dijo el héroe sonriendo-. ¿Y qué me cuenta usted de ese desastre de Morella?

-¿De Morella? No sé una palabra.

-El pobrecito Oraa se ha visto precisado a levantar el sitio.

-¡Qué dolor! -exclamó la dama suspirando, ya sentados los tres-. Lo he sentido por todos: por la Reina, por el Gobierno, por los liberales, y principalmente por D. Marcelino... Es un hombre muy bueno, un militar que sabe su obligación, y le quiero de veras.

-Yo también -afirmó el de Luchana-. La empresa no era un grano de anís. ¡Sabe Dios los entorpecimientos con que habrá tenido que luchar el pobre Oraa, la falta de recursos!... Es la mía: el Gobierno quiere acabar la guerra, y nos tiene sin raciones, las tropas descalzas. Crea usted, Calpena, que esos malditos moderados nos llevarán al abismo, si no se les ataja... En fin, este mal paso de Morella, esta retirada ante Cabrera ensoberbecido... nos parte... ¡Qué contratiempo, qué desdicha! Por acá íbamos muy bien; ya usted lo ha visto.

-Crea usted, mi General -indicó Calpena-, que este inmenso litigio de la guerra civil no se ha de sentenciar en el Centro.

-Se sentenciará en el Norte, convenido... pero los sucesos de allá ayudan o entorpecen, y este resbalón del pobre D. Marcelino... Cuidado que yo le quiero... Este resbalón ha de traernos consecuencias funestas. ¡Qué lástima, Señor...!

-Pero, Baldomero -dijo la Condesa con esa familiar lisonja que tan bien cae en labios españoles cuando son de mujeres buenas y amantes-, tú no puedes estar en todas partes.

-¡Yo...! -exclamó el caudillo con modestia, que sin duda no sentía-. ¡Sabe Dios si me hubiera pasado lo mismo, o quizás algo peor!... La guerra es un azar, un compromiso, y por más que uno ponga de su parte todo lo que tiene dentro, siempre hay algo que no depende más que del Acaso, de...

-Y usted, mi General, ha sabido entenderse con el Acaso.

-¡Oh!, no crea usted... También me ha jugado algunas... Pero, la verdad, no hay queja...

-No tenemos queja -repitió Doña Jacinta-. Dios no nos abandona... ¡Ay, qué pena! No puedo apartar de mi pensamiento al pobre D. Marcelino... Pero, en fin, dejemos por ahora las cosas tristes... que a D. Fernando tengo yo que decírselas muy gratas, pero muy gratas.

-Todo lo que usted me diga, señora, me será siempre agradabilísimo.

-¿Está bien seguro de eso?... Bueno; luego hablaremos. Váyase usted preparando.

-Ya lo estoy.

-Y por ahora, dispénseme -dijo levantándose-. Tengo que hacer. No crea usted: todavía no he acabado de leer la carta...

En pie los dos, el visitante y la señora cambiaron frases de donosa cortesía:

-¡Vaya si hablaremos!... Esta noche hará usted penitencia con nosotros... No, no se admiten excusas. ¡Si usted lo desea!... Está usted rabiando porque le hable yo de cierta persona...

-No digo que no.

-Pues para su tranquilidad, le diré que ayer estuvieron aquí las niñas a despedirse. ¡Si viera usted qué guapa está Demetria!

-Lo creo.

-Y Gracia, no digamos...

-También lo creo.

-Pero no creerá que por el lado de Cintruénigo hay nubes...

-¿Y truenos?

-Truenos todavía no... Vaya, no más por ahora. A las siete, D. Fernando.

Solo con el Conde, manifestó verdadero ardor porque este acabara de dar solución al acertijo de Viana. «¿Pero qué prisa tiene usted? -le dijo Espartero sonriente-. ¡Si ahora le vamos a tener secuestrado aquí por mucho tiempo! Ya le dirá Jacinta esta noche su plan de traernos aquí a la Condesa...».

La entrada del General Ribero, al que siguió, con minutos de diferencia, la del brigadier Linaje, cortó la visita, y Calpena creyó discreto retirarse. Acudió al anochecer a la invitación para la cena, que fue gratísima, con asistencia del General Van-Halen, del coronel Zabala, del ayudante Gurrea y de la lindísima Vicenta Fernández de Luco, hermana de madre de la Condesa, y bastante más joven que esta. Doña Jacinta apenas pasaba de los treinta, y Vicenta no llegaba a los veintidós. Casó el 41 con Pepe Concha.

Llevó el peso de la conversación el brazo militar, comentando y discutiendo el desastre de Morella. No obstante disponer Oraa de veintitrés batallones, doce escuadrones y veinticinco piezas de artillería, y de contar con los expertos Generales de división Borso, San Miguel y Pardiñas, no pudo contrarrestar el empuje de Cabrera, amparado de las fragosidades y quebraduras de aquellos montes inaccesibles. Según Van-Halen, que conocía bien el Centro y la clase de guerra que allí se hacía, la culpa del descalabro del buen Oraa era del Gobierno, que en punible abandono tenía los servicios de administración, en atraso las pagas, descuidado el vestuario, así como el suministro de municiones. Debía Cabrera su renombre, más que a sus cualidades de astucia y arrojo, a la incuria de nuestros gobernantes, que no habían sabido poner en manos de los defensores de la Reina armas eficaces para combatirle. De sobremesa, mientras por un lado despotricaban los caudillos sobre este para ellos sabroso tema, por otro Doña Jacinta y su hermana platicaban con D. Fernando de la admirable resistencia de la niña mayor de Castro, en el asedio que nuevamente le ponían los Idiáquez con ayuda de su fuerte aliada Doña María de Tirgo. De buena tinta sabía la Condesa que, desesperados los sitiadores de la constancia de la señorita mayor, habían tratado de entenderse con la menor, creyendo encontrar en ella ambiciones de ceñir corona de marquesa. Pero la vivaracha niña quería imitar a su hermana en la vocación de quedarse para vestir imágenes. De todo ello resultaba que D. Fernando no tenía perdón de Dios si no cambiaba su actitud circunspecta por otra más decidida. Sin mostrarse el galán abiertamente contrario a estas ideas, pues la galantería se lo vedaba, halló medio de rebatirlas aceptándolas y de hacerlas suyas agregándoles cantidad de ingeniosos peros, todo con gran derroche de ingenio y picardía graciosa. Así entretuvieron la primer noche, retirándose Calpena muy agradecido a tanta bondad, y ligado ya por cordialísima simpatía a la familia del héroe.

Ningún día dejó de acudir al palacio de la plazoleta de San Agustín. No siempre pasaba al despacho de Espartero, que a menudo tenía visitas, o tareas urgentes con Linaje u otro secretario, a las cuales consagraba largas horas, fumando constantemente puros habanos de los mejores. En Doña Jacinta observó Calpena el prototipo de la dama casera, pues no había otra que la igualase en dirigir y conservar en orden perfecto su casa y servidumbre, sin olvidar por esto las obligaciones sociales. Inflexible para exigir a todos cumplimiento, era tan ordenancista en su hogar como D. Baldomero en los campos de batalla. Las comidas se anunciaban a toque de campana, y ¡ay del que dejara de acudir a su puesto! El General mismo no se desdeñaba de dar a conocer su miedo a las severidades de la digna esposa. Era muy sobrio en las comidas, y para él no había mayor suplicio que estar largo tiempo en la mesa. En días de convite o de extraordinario, se deshacía en impaciencia, anhelando que llegase pronto el momento del café y los puros. Ensalzaba las comidas breves; solía decir que debíamos buscar un medio de ingerir de golpe los alimentos en el estómago, como se carga un fusil.

Cuidábase Jacinta de poner coto a la excesiva largueza del héroe en socorrer pobres y dar auxilio a necesitados, pues aunque era caritativa, no gustaba del despilfarro, que aun por generosidad es cosa mala. Espartero fue hombre que no reclamó nunca del Gobierno las pagas atrasadas, ni se cuidó de que la Nación le reintegrara las sumas que anticipó de su bolsillo para dar de comer a los soldados, y así lo hizo más de una vez, porque era fuerte cosa pretender llevarles a la victoria con los estómagos vacíos. Los parientes pobres de Granátula y Almagro habían encontrado en el General una mina inagotable, y los desvalidos de Logroño no padecían hambre. Si le adoraban los soldados por valiente, pródigo de su sangre, no le querían menos los pedigüeños por el arrojo con que vaciaba sus bolsillos. Estos y su corazón estaban siempre abiertos al heroísmo y a la limosna.

Sin contrariarle abiertamente, procuraba Doña Jacinta reducir su magnanimidad a límites razonables; mas no alcanzaba en este terreno, la verdad sea dicha, tantas victorias como él combatiendo a los sectarios del retroceso. Gozaba la excelente señora la simpatía y admiración de todo el pueblo, por lo bien que sabía manifestar su superioridad social sin ofender a nadie, porque guardando las etiquetas era cariñosa y accesible. Adoraba el orden, creía en la eficacia de los puestos personales, y deseaba que cada cual ocupase el suyo y respetase los ajenos. Con los humildes sabía ser cariñosa, con los grandes un poquito encopetada, con todos afable y digna. Su amistad con Pilar de Loaysa databa de cuando esta se casó y Jacinta era una niña que aún vestía de corto. En Zaragoza se conocieron, ligándose con entrañable ternura, a la que siguió más tarde relación continua por correspondencia cariñosa. Juntáronse años adelante, por muy pocos días, en Pamplona, cuando Jacinta, soltera todavía galanteada por Espartero, estaba en todo el esplendor de su hermosura, y ya la Duquesa de Cardeña peinaba canas; después no se vieron más. El secreto de su amiga lo supo la condesa de Luchana por la revelación que a Espartero hizo D. Beltrán; y si antes de conocer a Fernando le estimó, conocido le miraba con afecto fraternal, como de hermana mayor; y cuando la informó Doña María Tirgo de que era hijo de un príncipe, le tuvo en mayor aprecio, y vio más claras sus altas dotes de inteligencia, nobleza y elegancia.