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Vergara/XXIX

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XXIX

Profundamente dormido halló a D. Sabino en el parador, tumbado boca arriba, rígido, cruzadas las manos, el rostro ceñudo y cadavérico. Creyó por un instante que había pasado a mejor vida el infeliz; pero un suspiro y una voz gutural le convencieron de que vivía y soñaba. Un rato aguardó, por no turbar su descanso; pero al fin, obligado por la urgencia del asunto, determinose a despertarle, dándole fuertes sacudidas y voces. «No, no, Antonio Guergué -murmuraba con torpe voz el bilbaíno-. No te conozco ni te he visto en mi vida... Me estás comprometiendo... Yo no me meto en nada». Fijando los ojos en D. Fernando, le observó con asombro primero, con alegría después, viniendo por esta gradación a la realidad. Y estirando brazos y piernas en largo desperezo, dijo claramente: «¡Oh, tú!... señor... bien... Muchas gracias... Yo bueno... ¿y en casa?».

Díjole el caballero que era un hecho la liberación de su hijo, y que se levantara y fuera al hospital para sacarle; mas tan torpe de entendederas se hallaba el desdichado señor, que no se hizo cargo de la feliz nueva, o por demasiado feliz no le daba crédito. «No habrá paz, no volveremos a ver paz... -decía-. Moriremos todos... El amigo nos engaña, y el enemigo se disfraza de amigo para vendernos. Tú, marotista, ¿qué nos traes? La libertad de cultos, y el que cada uno piense lo que quiera, haciendo mangas y capirotes del dogma sacratísimo. Esto no lo podemos admitir los creyentes. Mi amigo, llame usted a otra puerta... Con libertad de la conciencia no queremos paz... ¿Qué paz ni qué porquería? Es una paz pringada... No, no. Lo primero es el dogma, después los fueros, y luego, arréglense los reyes y príncipes como gusten para ver quién calienta el Trono... ¿Cuál es mi Soberano? Dios... Dios mi Pretendiente y mi absoluto... Esto digo».

Y volviéndose del otro lado, cogió nueva postura para seguir durmiendo: su quebranto de huesos era enorme, su sueño atrasado de muchos días. No viendo la posibilidad de hacer comprender al desdichado bilbaíno lo perentorio del caso ni la solución tan fácilmente conseguida, decidió abandonarle a su descanso y proceder por sí mismo. Antes de dar paso alguno hubo de consultar con Echaide, el cual le aconsejó que no diese la cara en asuntos de presos liberados, ni presentase por sí mismo la orden del General. Convinieron en que Urrea desempeñaría muy bien la diligencia, y así se dispuso, personándose el guipuzcoano en el hospital, donde ninguna dificultad encontró; y al caer de la tarde, entre dos luces, viéronle entrar en el parador, trayendo a Zoilo del brazo, tan extenuado que daba dolor verle, lívido el rostro, la cabeza liada en un sucio pañuelo; flojo de piernas, trémulo de palabra; el pelo caído en algunas partes de su cráneo como si le arrancaran o se arrancara mechones; un brazo inválido, con magulladuras lastimosas; y en tan mísero estado de ropa, que las enjutas carnes se le veían por distintas claraboyas de la chaqueta y del pantalón.

Metiéronle en un cuarto alto que les proporcionó el posadero, y allí le rodearon Echaide y D. Fernando, a quien al punto y sin vacilar reconoció, diciéndole: «No se me despinta, no, el caballero, aunque se ponga en esa facha... Y no he de meterme en averiguar por qué viste como viste, que eso es cosa suya y no mía...».

-¿Tienes hambre, Zoilo?

-Estoy como cuando salí de la cárcel de Miranda, desganado de rabia, y enfermo de mala suerte. Ya me creí difunto, y cuando me sacó este buen hombre creí que me llevaban a enterrar.

-Dinos una cosa. ¿Cómo te dejaste coger prisionero? ¿No te valió en aquel caso tu querer fuerte?

-Es la primera vez que me ha fallado... Pero algún día había de ser... Tanto va el cántaro...

-Eso te decía yo, y no querías creerme. No hay que fiar tanto de la suerte y del arrojo... Aprenderás ahora, y vivirás dentro de la razón... ¿No me preguntas por tu familia?

Fijó Zoilo una mirada estúpida en D. Fernando, y tan sólo dijo: «¡Mi familia!... ¡Qué lejos se han quedado! ¿Cuántos años hace que no sé de ellos ni ellos de mí?... ¿Se han muerto?».

-Hombre, no: todos viven y están buenos. Sosiégate, descansa, y no te descuides en tomar alimento. ¿Qué quieres?

-Agua... No, no: vino.

-Aquí lo tienes. Entona ese cuerpo.

-Y mi padre, ¿vive también?

-Como tú y como yo.

-¿Mi mujer...?

Al decirlo se le llenaron de lágrimas los ojos, y se dio un fuerte puñetazo en la rodilla, cual si quisiera rompérsela.

-Tu mujer... tan famosa... esperándote... Recuerda los meses que han pasado desde que no te ha visto.

-Ya no se acordará de mí...

-¿Tú qué sabes? Dime otra cosa: ¿se te ha pasado la borrachera de la gloria militar?

-Sí, señor... Estuve loco... De tanto querer cosas grandes, parece que se me ha gastado el alma, y en estos días, ¿sabe usted lo que quería?: morirme.

-¿Y esperabas ver a tu mujer en el cielo?

-En el cielo, sí; ¿pues dónde había de verla si yo me moría...? Digo la verdad, señor: no me cabe en la cabeza que mi mujer esté en la tierra.

-Pues en la tierra está. Procura reponerte, y la verás pronto, y de ella no te separarás en lo que te reste de vida.

Rompió de nuevo en llanto, y Calpena, para curarle la aflicción, que parecía un achaque hereditario, le administró comida, un par de huevos, un pedazo de carne. No recibió con repugnancia la medicina el bruto de Luchu, y a la media hora de este tratamiento ya era otro. La locuacidad se despertó en él, y cuando su amigo le hablaba de Aura, el contento daba rosados tintes a su rostro demacrado, luz a sus ojos. Queriendo activar la reparación psicológica, ya que la física iba por buen camino, llevole D. Fernando a otros asuntos muy apartados del familiar y doméstico que tan hondamente le convenía. Pedido informe de las operaciones de Zurbano en el tiempo que no se habían visto, refirió Zoilo, no sin trabajo, en cláusulas entrecortadas, la campaña laboriosa en los montes de Bedaya, la arriesgada correría por Treviño y valle de Cuartango, la defensa gloriosa de Subijana, la acción indecisa, sangrienta cual ninguna, de Avechuco, en la que tuvo la desgracia de caer prisionero; agregó sus desdichas en el largo via crucis hasta Estella, donde le tuvieron trabajando más de un mes en las fortificaciones de Santo Domingo, con hambre y palos, hasta que, acometido de unas terribles calenturas, se vio luengos días entre la vida y la muerte. Concluido su relato, comió con más gana, y le mandaron acostarse. En los aposentos de abajo continuaba D. Sabino en su reparador sueño, empalmando una noche con otra.

En tanto, preparaban los arrieros su salida, señalada para el día siguiente; al amanecer subió D. Fernando al cuarto de Zoilo, y hallándole despierto, bastante aliviado de su postración, y con los espíritus en buena conformidad, no quiso dilatar el darle conocimiento de lo que creía más interesante. «Hola, Zoiluchu, parece que vamos bien. Con un par de días en tu casa, al lado de tu mujer, te pondrás como un roble. En tu familia, te lo aseguro, encontrarás una novedad, una estupenda novedad».

-¿Mala o buena? No me encoja el corazón más de lo que lo tengo.


-Hombre, no: si quiero ensanchártelo. Necesitas ahora querer más de lo que querías, amar más de lo que amabas.

-¿Más? Imposible. Si mi mujer está buena y no me recibe con despego, soy feliz.

-Está totalmente buena, curada para siempre con una medicina que le ha dado Dios. ¿No caes en ello, bárbaro? ¿A qué pones esa cara estúpida?... ¿No se te ha ocurrido que en los diez y seis meses que has faltado de tu casa, ya por tus borracheras de gloria, ya por el castigo que Dios ha dado a tu orgullo; no se te ha ocurrido, pedazo de alcornoque, que en tan largo tiempo podían ocurrir novedades en tu familia?

-Sí, señor... pensaba yo... lo vengo pensando desde que estábamos frente a Peñacerrada.

-¿Qué?

-Que mi mujer...

-Sí, hombre; tienes un hijo... Has vivido diez y seis meses soñando, y en tanto tu mujer, buena parroquiana de la naturaleza y de la realidad, ha sabido cumplir sus deberes de esposa. En Durango la tienes hecha una madraza...

-¡D. Fernando! -exclamó Zoilo cerrando los puños-. No gaste conmigo esas bromas. ¡Mire que...!

-¡Broma que tú seas padre! ¿Pues para qué te has casado, animal?

-Para eso.

-Justamente, para eso.

-Pues allí tienes, en Durango, a tu cara mitad loca con su hijo, digo, loca no, cuerda, enteramente cuerda y bien curada de sus arrechuchos, y esperándote, esperándote, hombre, para que seas feliz con ella y con el crío...

-¡D. Fernando, mire que...!

-La edad del chiquillo no la sé seguramente; sólo me consta que es rollizo, guapote, y como tú, querencioso de vivir. ¿Qué? ¿No lo crees? Pues en Estella está tu padre, que no me dejará mentir. ¿Tampoco crees que está aquí tu padre? ¿Y si te le presento antes de diez minutos? Aguárdame.

Salió D. Fernando, dejándole en tal confusión, que no sabía el hombre si tirarse al suelo, o coger el techo con las manos. No tardó en volver el caballero con D. Sabino, al cual agarraba por un brazo para tirar de él, ayudándole a vencer los empinados peldaños. Al entrar en el cuarto, el viejo Arratia decía: «¿Cómo cinco meses? Siete meses y seis días, si usted no manda otra cosa, pues nació mi nieto el 13 de Julio, día de San Anacleto, papa, y de San Salutario, mártir».

El encuentro de hijo y padre fue tan solemne y patético como si cada cual viese al otro resucitado. Se abrazaron, y D. Sabino inundó a Zoilo con el raudal de su llanto salido de madre. Al hijo le faltó poco para perder el conocimiento, de la fuerza de la emoción, y viendo confirmada la noticia de su paternidad y de la mental reparación de Aurora, entregose a una alegría delirante y como fantástica: primero se colgó de una viga del techo, al cual alcanzaba puesto de pie en la cama; hizo allí varias suertes acrobáticas de singular mérito, y después se lanzó a gran distancia, andando un trecho con las manos, las patas en el aire.

«Nada tengo que hacer aquí -dijo D. Fernando-, y me voy. Pueden descansar hijo y padre en este mesón el tiempo que les convenga».

-¡Descansar! -exclamó D. Sabino aleteando con los brazos, como si le contagiase el frenesí gimnástico de su hijo-. Nos iremos a escape, si el marotismo, que es ahora el amo, nos proporciona un salvoconducto.

Recibiendo de manos de Calpena el pasaporte en toda regla, hijo y padre se abrazaron de nuevo. D. Sabino, que creía en los milagros pasados, pero no en los presentes, amplió su fe milagrera, declarando prodigiosas y sobrehumanas las felicidades que llovían sobre él. Mayor fue su asombro, que hubo de traducirse en religioso entusiasmo, cuando el posadero le notificó que podía disponer de un mulo y un borrico, sin ningún estipendio, con la sola obligación de entregarlos en Durango en el punto que se les designaba. Dinero para el viaje también les fue suministrado, lo que les vino de perillas, pues Zoilo no tenía blanca, y la bolsa de D. Sabino había venido a una flaqueza casi equivalente al vacío. Prorrumpió el vizcaíno en exclamaciones bíblicas con solemne acento, que fue de gran edificación en la posada. «Señor, no hay lengua que entone tus alabanzas... Tu mano desciende a nuestro muladar, y henos aquí vestidos de luz... En tu misericordia con estos tristes, veo la señal de que envías la paz al mundo. Glorifiquemos a Jehová paternal, a Jehová pacífico... ¡Hosanna!... ¡Bendita sea tu paz, Señor, que ha de venir sin libertad de cultos ni libertad de la imprenta!... ¡hosanna!».

En la exaltación de su júbilo, llegó a creer Sabino que el misterioso arriero bienhechor no era persona de este mundo, sino un ángel tiznado, un ordinario celestial que traía encargos del cielo para repartir entre los mortales, preparando el reinado de la paz. Aparte hizo D. Fernando a Zoilo advertencias muy oportunas, dictadas por un prudente recelo. «Chico, no hagas la tontería de decir a tu padre quién soy».

-Comprendido... No debe saberlo... ¿De modo que el Sr. D. Fernando se ha muerto?

-O se ha casado, que es lo mismo.

-Bien, hombre, bien... Déme usted otro abrazo... ¡Qué gusto! ¿Y cuántos hijos tiene ya?

-¡Hombre, todavía...!

-Es verdad... Todavía es pronto. Pero tendrá muchos... como yo.

-Sí... muchísimos. Procura tú largar uno cada año... Vaya, adiós. Yo tengo prisa.

Y al partir, dejándoles en disposición de hacer lo propio, sintió la tristeza que acompaña al acto de enterrar un muerto querido. Sobre una parte principalísima de su existencia ponía la losa con epitafio harto breve: Aquí yace... Las letras borrosas, ilegibles, que decían y no decían un nombre, parecían sepultar más lo sepultado, y ponerlo más hondo, y hacerlo más muerto.