Vergara/XXVIII

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XXVIII

Recibió el General a D. Fernando familiarmente en una gran pieza donde tenía su lecho y una mesa de escribir. Habíase levantado poco antes, y aún estaba la cama revuelta. Junto a una de las ventanas veíanse, sobre derrengada mesilla, la navaja y trapos de barba, llenos de jabón, señal de que Su Excelencia acababa de afeitarse. En la cómoda cercana estaba el servicio de chocolate, el cangilón rebañado, migas de bollos y la servilleta sucia. Vestía D. Rafael levita vieja militar con el cuello desabrochado, dejando ver la camisa de dormir, pantalón azul y unas enormes pantuflas de abrigo que cuadruplicaban las dimensiones de sus pies. A poco de entrar Calpena, y despedido el asistente, se echó un capote por los hombros, y sentose a la mesa de despacho, donde tenía papeles a medio escribir, picadura esparcida y cigarrillos recién hechos. Sentados frente a frente, el emisario de Espartero expuso las condiciones de este, que oyó el carlista con atención y sonrisa marrullera, y al terminar se produjo un silencio que a Calpena le pareció larguísimo: el General, recogiendo aquí y allí la picadura, y aprovechándola minuciosamente, tardó en formular la respuesta, que había de ser solemne por tratarse en ella de los destinos de la infeliz España.

«Ya no estamos en la situación de hace dos meses -dijo al fin, mirando al mensajero en las pausas-. Entonces no tenía yo fuerza... me refiero a la fuerza moral... y ahora la tengo. Ya se habrá usted enterado de la justiciada que hice ayer. No había más remedio. Me importa poco que D. Carlos refunfuñe. Al fin me dará la razón, cuando yo consiga, y lo conseguiré, librarle del cautiverio en que le tienen cuatro clerigones y cuatro buscavidas. No descansaré hasta no hacer la limpia total... Pero vamos al caso: decía que ahora tengo fuerza, y procuraré mejorar todo lo posible, si hacemos la paz, la situación ulterior de ese Rey que tan ingrato es para mí. Puesto que todo puedo decirlo, y lo que a usted diga es como si lo hablara con el propio Baldomero, sepa que la Reina y su hijo D. Sebastián ven las cosas de un modo más razonable que D. Carlos...; naturalmente, poseen luces, criterio, que Dios no ha concedido a S. M... y hoy por hoy se contentarían con el reconocimiento de los derechos de D. Carlos, abdicando este en su hijo y en Isabel juntamente... ¿Conoce usted la historia de Inglaterra?».

-Un poco. El caso es como el de Guillermo y María.

-Justo: sólo que lo que allí hizo el Parlamento, aquí lo haría D. Carlos en nombre de Dios. Pues bien: sepa Espartero que en este punto no cedo ni un ápice, ¡porra!, pues así lo he concertado con la de Beira... Claro que el pobre D. Carlos es ajeno a todo; pero ¡qué ha de hacer el buen señor más que conformarse!

-Mi General, desde luego aseguro a usted que esa combinación no ha de aceptarla mi poderdante. De ella resultará una familia real gravosísima, con toda esa plaga de reyes padres y reyes madres... Y luego, ¿en qué condiciones ejercerían el Poder Real Isabel y Carlitos?

-Como los Reyes Católicos, mancomunadamente, firmando juntos, pues si en aquel matrimonio se casó Aragón con Castilla, en este se casan y conciertan dos ramas igualmente legítimas, para bien de la Nación y para establecer una paz duradera. Creo yo que esto es muy patriótico.

-Será muy patriótico; pero imposible en la práctica. Delo usted por rechazado.

-Muy pronto lo asegura -dijo Maroto dándole un cigarrillo que acababa de liar-. Si Espartero me acepta esto, admito yo sin más discusión lo referente al reconocimiento de grados tal como él lo propone... y hemos concluido... Fíjese usted en que tengo fuerza, y ahora no hemos de estar arma al brazo. Mis soldados anhelan batirse; yo también. Aquí faltaba unidad; yo acabo de hacerla, ¡porra!; y sin necesidad de que venga en mi ayuda ese loco de Cabrera, que para nada me hace falta, intentaré bajarle el tupé al amigo Espartero. Él vale mucho; hace tiempo le conozco... Pero nuestras discordias le han ensoberbecido; los laureles de Peñacerrada los debió a la ineptitud de Guergué y a lo desordenado que estaba aquel ejército. Batallones hubo allí enteramente a mi devoción; otros padecían la rabia apostólica. Yo he curado esa rabia, ¡porra!, y mi ejército es mío; todo él respira con mi aliento... De modo que... En fin, dígame usted algo.

-¿Sobre qué, mi General?

-Sobre estos propósitos míos de aplacarle un poco los humos a su amigo de usted, ¡porra!

-Pues mientras no se llegue a la paz, ninguna contingencia de la guerra podría causarme asombro, ni sobre ellas tengo por qué anticipar opiniones. Buen militar es usted, y del arrojo de sus soldados nada he de decir, pues reconocido está por todo el mundo. Podrá suceder que alcance usted una victoria con que se olvide el desastre de Peñacerrada; podrá suceder lo contrario... ¿Quién lo sabe? Si se me permite una opinión radical, diré que ya han demostrado unos y otros su valor; que España no desea mayores pruebas de pericia militar y de personal bravura. Hemos llegado a ese punto del duelo en que se impone la cesación de los golpes y el abrazo de los combatientes. Los jueces del terrible lance han visto maravillados la entereza heroica de los dos caballeros; estiman como de igual importancia las terribles heridas que uno y otro se han hecho; el juicio de Dios está cumplido, y la sentencia no puede ser otra que la conservación de las vidas de entrambos. No hay más remedio que envainar los aceros. La paz se impone. ¿Qué quiere usted?, ¿convertir a España en sepulcro de dos inmensos cadáveres? Pues España no quiere eso: anhela vivir, y el obstinarse en que muera, en que muramos todos, paréceme una terquedad salvaje... Formule usted de un modo más práctico el artículo referente a la familia real y a la situación de cada príncipe después del convenio, y la paz, tal creo yo, tardará lo que tardemos en concertar la entrevista final de Maroto y Espartero. Se ha de mirar antes por los fueros de España y de la humanidad que por los intereses de tanto y tanto príncipe, que con sus pretendidos derechos están desangrando a la raza, y nos la dejarán anémica.

-Pues si en los derechos de príncipes, ¡porra!, hay que quitar jierro, ¡porra!, empiecen ustedes por dar carpetazo a los de Isabel.

-Eso no puede ser.

-¡Ah!... ¿Con que no puede ser? Pues lo mismo digo yo de los de D. Carlos... Ya lo ve usted: volvemos al principio, y nos encontramos en Septiembre del 33, ante el cadáver de Fernando VII, que, entre paréntesis, era una mala persona.

-No divaguemos, mi General.

-No divaguemos. Conste que no puedo ceder en la combinación propuesta por mí. Reinarán Isabel y Carlos, o Carlos e Isabel, tanto monta, con iguales derechos, con iguales prerrogativas...

-Anticipo a usted que Espartero rechazará la combinación.

Pues antes que ceder en ello, cedería yo en lo del reconocimiento de grados, aunque se que daría un disgusto a muchos personajes de acá, que esperan las paces para saber la paga que han de cobrar...

-No divaguemos. Me voy descorazonado, temeroso de que el de Luchana me acuse de no haber sabido expresar su pensamiento. En nombre suyo rechazo la organización estrambótica y complicada del Poder Real, que sería lanzarnos a la mayor confusión y desconcierto. Piénselo usted, mi General, y aguardaré hasta mañana.

-Lo he pensado bien -dijo el Caudillo dando un puñetazo en la mesa-. No puedo yo, Rafael Maroto, tirar a los pies del caballo de Espartero los derechos de D. Carlos.

-Pues ya verá usted... ya verá, permítame que se lo diga, el pago que le dará D. Carlos por esa transacción a la inglesa, a la protestante. Todo lo que no sea reinar él solo, con poder absoluto, brutal, le parecerá el triunfo de la revolución y de la herejía...

-¡Ah, lo sé!... pero yo cumplo con mi conciencia, ¡porra!, y hay otras personas en la familia de S. M. que no se han puesto en esa actitud intransigente por no estar dominadas por un cleriguicio loco, ni por la cáfila de parásitos... En fin, no puedo ceder en esto. Si él no cede tampoco, sea lo que Dios quiera...

-¿De modo que es cosa cerrada? ¿Puedo retirarme?

-Cerrada es... pero no se vaya usted tan pronto. Quiero obsequiarle con una copita...

Levantose Maroto; de una próxima alacena sacó botella y copas, y al dejarlas en la mesa, requiriendo después su capote, que se le caía, dijo: «Ya sé que no pierde usted ripio, y que aprovecha estas embajadas para distraerse con alguna conquistilla... Cosa muy natural... Crea usted que no se mueve la hoja en el árbol en todo este país sin que yo lo sepa».

-Ya, ya veo que hay más polizontes que criminales, señal cierta de un estado moribundo. Pero si todo lo que su policía le cuenta es tan verdadero como mis conquistas, está usted muy mal servido, mi General.

-¿De veras? Por eso les digo yo: et sur tout, point de zéle, ¡porra!... Va usted a probar un vinito que me ha regalado nuestra excelsa Soberana.

-¿Cuál? Porque, según la cuenta de usted, el arreglo de Reinas nos ha de resultar muy parecido a las monteras de Sancho: una Reina para cada dedo.

-Ya veremos eso... Convinimos en no discutir más ese punto... Este vino me lo regaló la princesa de Beira, hoy Reina de Castilla.

-Pues si usted no me riñe, bebo a la salud de Isabel II.

-Yo también, que una cosa es la galantería y otra la convicción política.

En el momento en que el General bebía, le vio Calpena tan claro, como si todo su interior gráficamente en signos externos se mostrara. El mirar vivo del carlista y su rostro inteligente se iluminaron, si así puede decirse, con la bebida, y se le transparentó el alma. Recordó D. Fernando la frase que oyó a Espartero en Viana: «es muy ladino, muy ladino», y como tal se le manifestaba en la entrevista de Estella. Estrenando los puros de la caja traída por Echaide, y divagando los dos, entre humo, sobre asuntos familiares y sin importancia, formuló Calpena de este modo la situación psicológica de D. Rafael Maroto en aquel instante de la historia. «Ya te veo, ya te veo claro. Hace dos días te habrías entregado a Espartero sin condiciones. No tenías fuerza; ahora, por virtud del golpe de mano de ayer, la tienes y grande; te has crecido, te sientes capaz de imponerte a D. Carlos y de manejarle como a un títere. Naturalmente, ahora no te conformas con aceptar las condiciones de paz que el otro quiere poner, sino que aspiras a que él acepte las tuyas. El orgullo de tu éxito reciente te trastorna la cabeza; sueñas con obtener una victoria, que te pondría en condiciones excelentes para dictar luego los artículos del convenio de paz. Todo eso que propones referente a las ramas dinásticas y al modo de organizar el Poder Real, no es más que un expediente dilatorio. Conoces, como yo, lo disparatado de semejante idea; pero tu cálculo revela tu agudeza: mientras voy con tu mensaje y vuelvo con la negativa, te preparas, eliges una posición ventajosa, das una batalla, la ganas, destrozas el ejército de la Reina, y ya eres el hombre culminante, único, que tiene en su mano la clave de los destinos de la Nación. Eso piensas, ese es el ensueño forjado por tu travesura, por tu marrullería, que no le va en zaga a la de tu rival...».


De esta meditación le sacó bruscamente D. Rafael, diciéndole con picardía: «Caviloso estáis... No se devane los sesos por adivinarme, ¡porra!... Cuando vea usted a Espartero le dice que, aunque enemigos políticos, le quiero bien, y deseo darle un abrazo. Bueno. Hablemos de otra cosa. Ándese usted con cuidado con las mujeres navarras, que todo lo que tienen de bonitas lo tienen de fanáticas. Rara es la que no está afiliada en la policía, mejor dicho, en la masonería apostólica. Le venden a uno con toda la gracia del mundo».

-Descuide usted, mi General... ya he previsto ese peligro... Y si le parece, me retiraré ya.

-Hijo, sí: yo tengo que hacer. ¿Lleva usted bien aprendida la lección?

-Tan bien aprendida que no se me olvidará ni una coma... Y por último, mi General, tengo que abusar de su bondad pidiéndole un favor en asunto completamente extraño a estas embajadas.

-Venga pronto.

-Es cosa sencillísima.

-Aunque fuese oro molido. Venga... ¿De qué se trata? Ya... de poner en libertad a un prisionero. Y yo, si usted no se enfada, le pregunto: «¿quién es ella?».

-Aquí no hay ella... En fin, cuento con su benevolencia para una obra de caridad.

-Bien, hombre, bien; me gustan a mí los caballeros caritativos. Pero le advierto que yo lo he sido demasiado, y por ello no estoy donde me corresponde, ¡porra! Pero, en fin, venga.

Expuso D. Fernando su pretensión, a la que accedió gustoso el General, extendiendo de su puño y letra una orden a raja tabla, de esas que, en nuestro sistema de Gobierno, enteramente personal, tienen más fuerza que la ley. Diole el caballero las gracias; despidiéronse con vivos afectos, expresando los dos la esperanza de llegar en la próxima entrevista a una concordia lisonjera, y Calpena salió, si pesaroso por no haber obtenido ventaja en el asunto de interés político, contentísimo de su feliz éxito en el privado.

En la calle le esperaba Echaide, que le preguntó: «¿Tienes que volver...? ¿Acabatis...? ¿Nos vamos?».

-Todavía no: tengo que hacer algo aquí.

-¿Cosa de...?, vamos, por el aquel de la paz.

-Sí, hombre, por el aquel de las paces, de las benditas paces.