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Viaje al interior de Tierra del Fuego/Capítulo VI

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CAPÍTULO VI


Salida de Río del Fuego. — La llanura sin árboles y el codo de Río del Fuego.—Un error de Nordenskjöld. — Los coruros. — El curso de Río del Fuego. — Los turbales y la mutilla. — Las Lagunas Suecas. — El Lago Ch'eépel. — El bosque de coibos.

La parte del territorio que se me había ordenado estudiar, es la limitada al Norte, por el paralelo 54"; al Oeste, por la linea divisoria de Chile y la Argentina; al Sur, por la costa Norte del Lago Fagnano y al Este, por el Océano. El Norte, había sido ya examinado por los ingenieros encargados de hacer las mensuras de los lotes que se prolongan por el Sur hasta las proximidades del Cabo y el Oeste, por la comisión demarcadora, que ha producido un buen mapa.

El interior, aún propiedad del Estado, permanecía relativamente poco conocido, pues los únicos trabajos á nuestro alcance que de él se ocupan, son los llevados á cabo por el eminente explorador Otto Nordenskjöld y aún de este, no se ha publicado la obra definitiva, sino breves reseñas muy generales y la parte correspondiente á la costa, aunque continuamente visitada por los mineros buscadores de oro, interrumpida con frecuencia por desembocaduras de ríos y arroyos, no tenía para mí, por el caracter de mi misión, un gran interés, por lo que hallé mayor conveniencia en internarme lo más que me fuera posible.

La estación era avanzada, salía de Río del Fuego con fecha 9 de Marzo—debido á la demora del vapor Chubut, de Buenos Aires á Punta Arenas y al largo viaje que hicimos en el vaporcito Elena—se esperaban ya las primeras nevadas, y como el Lago Fagnano se halla encerrado por montañas, corría el peligro de fracasar, al encontrarme detenido por las nieves. Debía pues, llegar á la pirámide puesta por la Comisión de límites sobre el Fagnano, con la mayor brevedad posible; así fué, que, contrariando mi deseo de contornear el terreno que debía explorar, me ví obligado á cortar camino, cruzándolo diagonalmente, de lo que hoy me alegro, pues de esta manera me ha sido posible verlo casi por completo.

El primer, día es siempre el más pesado. Los jinetes no acostumbrados á estar largo tiempo sobre el caballo, se cansan pronto, los aparejos no amoldados al animal descomponen la carga á cada momento y si los encargados de cuidarla—como sucedía—no son prácticos, el apren dizaje demora más la marcha.

La vega de Río del Fuego, se internaba en la misma dirección que descábamos seguir, por lo que el camino al principio, no ofrecía mayores dificultades, permitiéndonos adelantar camino al paso durante 40 minutos.

Pero bien pronto encontramos las primeras dificultades, casi las únicas de la mayor parte del viaje. El monte se cerraba limitando la vega y como era nuevo y bajo, mezclado de árboles que apenas teníau 0.10 ycentímetros de diámetro, nos vimos obligados á detenernos para buscar la salida y abrir paso á los cargueros.

Las muchas vueltas y las molestias indicadas, no nos permitieron adelantar, más de tres leguas.

Cuando el Sol se ponía, acampamos en las proximidades de un cerro, que con dirección Sudoeste, veíamos desde Río del Fuego.

Los árboles en todo el terreno recorrido, ocupan lo alto de las lomas y nunca las vegas. Esta característica distribución del monte, pude comprobar, más tarde que es propia y general de los montes fueguinos. Apenas uno que otro roble crecia en los terrenos bajos; allí sólo había herrosos pastos y el agua se estancaba entre las matas, formando un suelo pantanoso, en que los animales hundían sus patas. Siempre, en estas vegas, corrian chorrillos—como llaman los habitantes á los hilos de agua de poco ancho y escasa profundidad—que pasan entre los pastos, aplicando este nombre á corrientes bien distintas de los chorrillos del Norte de la Argentina.

Los chorrillos que vimos en las vegas, nacían y morían en ellas, sin tener comunicación con mayores corrientes de agua. El pasto verdeaba en sus orillas y el resto se presentaba de tinte amarillento.

Con frecuencia, encontramos en las ondonadas. troncos de árboles volteados por el viento ó los años, que han caído de las lomas. Ya descompuestos por el tiempo y las aguas, los caballos los rompian al pasar.

En algunos lugares hay extensas arboledas quemadas y que aún se conservan de pié. En sus troncos los líquenes han encontrado su medio y crecen, abundantes, presentando el cuadro, curioso aspecto, como si una pasajera nevada, hubiese dejado sus copos en las ramas.

Estos rastros de incendio, cuya explicación no encontraba, despertaban mi curiosidad. Habiendo interrogado al indio Pedro, me dijo que cuando algún indio moría, los parientes ó los miembros de su tribu hacían estos incendios. Después, tuve la oportunidad de ver la facilidad con que el fuego se propaga en ellos. Un fósforo prendido en la marcha, días después, cayó encendido entre el pasto. Dos días consecutivos duró el incendio y al volver, vimos que se había propagado y extendido por los pastos húmedos de la vega y quemado los árboles en más de cinco cuadras.

Las vegas, ocupadas por pastos altos, se nos ofrecían á la vista cruzadas en todas direcciones por rastros de guanacos y de indios.

Los de estos últimos, fáciles de distinguir por lo que son más anchos, se dirijian casi siempre hacia el Norte—la Misión Salesiana.

El lugar elegido para campamento, era excelente. Cuanto puede desear el viajero, lo teníamos reunido allí. El bosque daba su leña, la tropilla se refocilaba entre el hermoso pastizal de la vega y el agua fresca y clara, corría serpenteando con rumbo al Este.

Instalados en las carpas, cuyas sogas habían sido atadas á los robles, me acordaba de marchas terribles que en otros viajes hice por regiones áridas, en que el mayor problema, era encontrar agua, teniendo que pasar largas noches heladas, tratando en vano de recuperar el calor al abrigo de las hogueras hechas con pasto.

La loma en que estaba el campamento, como en general, todas, tenía su origen al Oeste, disminuyendo en dirección al mar, cuyo rumor nos llegaba por entre la vega, que, siguiendo al mismo rumbo, nos permitía ver el azul lejano de las aguas—¿Y si hubiésemos costeado la playa y entrado por la vega?—Creo que hasta con rodados hubiéramos podido llegar, pero, y la marcha al Sudoeste?

Antes de partir al siguiente dia, tomé la circunferencia de los robles, que me dieron un término medio de 0.15 y 0.20 centímetros de diámetro.

Eran algo mayores, pero inexplotables por su forma.

Antes de que el sol saliera, envié al indio Pedro en busca de camino y me trajo la noticia de que la vega se prolongaba por algunas leguas al Oeste y que suponía que si la recorriamos, podríamos dar la vuelta al cerro á cuyo pié estábamos acampados y cuyo bosque no permitía el paso de los cargueros, á no ser que abriéramos camino á machete.

Aún era la madrugada, cuando listas las cargas, montamos á caballo.

Ni el menor soplo de viento agitaba las hojas de los árboles. Tierra del Fuego parecía estar dormida.

Era profundo el silencio y la soledad, apenas perturbada por el ruido de las gramillas pisadas ó por el grito de algún gendarme que animaba á los animales rezagados.

Ibamos siempre al Oeste y las arboledas que costeábamos abrían el paso, aproximándose á uno y otro lado hasta los 30 metros y otras veces ensanchándola hasta los 300.

Algunos guanacos, nunca molestados allí por el jinete, se detenían en grupos de cinco ó seis. dejando que la caravana se aproximara, pero como si adivinaran, cuando ya iban á quedar á tiro de carabina, el macho reliuchaba ordenando la retirada y desaparecían entre los árboles.

A las dos horas de camino, la vega quedó circundada de árboles; me adelanté en busca de su salida y no había audado veinte metros, cuande tuve que sofrenar de pronto, ante el terreno, que bruscamente inclinado, bajaba al Oeste.

No había de ser la única vez que este suelo caprichoso debía sorprenderme. El terreno que seguíamos, había ido subiendo insensiblemente, disimulado por las lomas y los bosques que en todas direcciones se dilataban, y allí, dislocada completamente, me presentaba una pampa cuyos límites opuestos eran lomas también y más lejos, montañas azules. Mis compañeros cuando llegaron, quedaron admirados.

Los pastos, como un moaré, se revestían de un suave matiz amariIlento. En algunas lomas bajas, crecían montecillos de robles; una pequeña, muy pequeña laguna ocupaba el centro y viniendo del Sud—sudoeste, formando codo para correr directamente al naciente, pasaba el Río del Fuego, por el lado opuesto al en que estábamos.

Al llegar á este punto de la narración, creo oportuno hacer notar que el Río del Fuego no corre en la forma supuesta por Nordenskjöld, que en su mapa le ha dado el nombre de Río de la Candelaria—convirtiéndolo por su posición, como lo indica en el mapa, en afluente del Río Grande.

La pampa indicada en su mapa, está algo más al Sur y formada por las mismas causas que alejan las arboledas de las orillas de los ríos.

Formando un codo brusco, como puede verse en mi mapa, el bosque deja un vasto limpión que toma aspecto de pampa. El error del viajero es muy explicable, cuando se vé el itinerario que ha seguido y con el mapa suyo y el mío por delante, el lector podrá darse cuenta de que Nordenskjöld ha hecho una marcha en falso, alejándose del verdadero afluente del Río Grande en una dilatada curva de más de ocho leguas de incómodo camino y que al encontrar el Rio del Fuego, precisamente poco antes de que doblara hacia el mar, lo ha tomado por el de la Candelaria y así lo ha seguido. Una prueba más evidente aún, es la vuelta cerrada que ha dado antes de cruzarlo y en cuya marcha, si realmente hubiese sido afluente del Rio Grande, también lo habría tenido que cruzar y entonces no habría supuesto su curso con una línea de puntos.

Para cerciorarme mejor de esto, á nuestro regreso, lo seguimos por esta llanura, pudiendo comprobar que cae á una laguna de algo más de dos kilómetros, que á su vez desagua en el mar.

Sea el Candelaria, como el Sr. Nordenskjöld lo ha llamado, afluente del Río Grande si se quiere, el hecho es que lo que él ha dibujado, es Rio del Fuego y que este dobla al Este y desemboca en el océano.

La arboleda que cubre la falda que nos veíamos obligados á bajar, no presentó dificultades mayores, pero á poco de andar, una de las mulas se fué á un turbal que se formaba al pie y en él tuvimos que meternos para descargarla. Más adelante, el caballo del ingeniero Calcagnini sintió que la cincha se había corrido, lo que le fué tan molesto, que si el jinete no se apea á tiempo por las ancas, el buen animal lo hubiera hecho volar, como volaron monturas y alforjas, al empuje de sus corcovos y patadas.

Total, dos termómetros rotos.

Anoto este incidente que pudo tener mayores consecuencias, por la pérdida de los instrumentos.

Una vez al pié de la falda, cuya altura no llega á 80 metros, continuamos por la pampa que encontramos invadida por turbales y cuevas de coruros.

La cantidad de éstos era extraordinaria, como nunca la había visto ni imaginado. Al lado de un suelo fueguino ocupado por el terrible roedor, no son nada los campos de San Juan, Catamarca, Salta ó el Territorio de los Andes, donde lo llaman Tucu—tuco ú oculto. Cada 50 centímetros, asoma aquí la boca de una cueva, pronto están juntas, y si el curioso se asoma á una, no es difícil que encuentre cerca y antes de la salida dos ó tres bocas más.

Los animales al andar sobre aquel terreno tan poco resistente, se entierran en ellas á cada paso y la vegetación en todo el terreno ocupado por estos, es sumamente reducida.

Al principio creí que el coruro ocupaba las vegas únicamente. Después, cosa curiosa, lo encontré en los pantanos, en los turbales, en lo alto de las lomas y de los cerros y aún bajo los bosques, en fin, donde el terreno se presenta liviano ó fácil para su sempiterna cava. Pero si los pantanos están cubiertos de agua, el coruro se ve forzado á retirarse.

Allí entonces, los pastos crecen espléndidos.

Para que el ingeniero Rossi pudiera anotar la dirección de los cerros, hicimos campamento en esta llanura y el ingeniero Calcaguini aprovechó el tiempo, juntando plantas.

Pasada la noche y dispuestos á hacer una larga marcha, partimos á medio día, aproximándonos al Río del Fuego, que por la dirección que traía, nos fué ventajoso seguir.

En su curso, observé algo extraño, que no había visto nunca en_ llanuras semejantes á esta: lo caprichoso de sus vueltas. Los ríos de las montañas, bajan siguiendo siempre las curvas de las faldas, pero aquí, corriendo por un plano que no presenta obstáculos á primera vista, serían incomprensibles sus caprichos, si la constitución misma del suelo que recorre no lo explicara.

El terreno de la parte llana, está formado por aluviones que presentan puntos más resistentes que otros al trabajo de las aguas. Llegan estas, se detienen eu una faja más dura, buscan las aguas salida, la siguen por terreno más blando hasta encontrar otro banco y así otra vez tienen que doblar.

De esta manera, el Río del Fuego corre en línea recta, traza una larga curva, se inclina sobre un lado del valle que á ambos lados forma, ó bruscamente se dirige al otro, vuelve hacia atrás otra vez, corre en una dirección constante ó vuelve á serpentear y todo en curvas tan cerradas, que más de una vez me aproximé á mirarlo, creyendo que su corriente era nula, pero el río pasaba velozmente, ancho de cuatro y cinco metros, recojiendo los chorrillos que venían de las lomas, lavando sus orillas siu vejetación, en cuyos bordes, las matas de pasto pareceu asomadas, aguardando el momento en que el agua, llevándose la tierra, se las lleve á ellas también.

No habríamos remontado el río durante dos horas, cuando—ya á nuestra espalda la pampa—empezamos á ver las primeras cadenas del macizo que ocupa el interior del territorio.

¿Qué sierra sería aquella que de intenso azul perfilaba sus contornos empinados?

El mapa, en blanco casi todo y en el que á penas hay uno que otro río dibujado, y si hay cerros sin indicación alguna que pueda guiar al viajero, nos era de escasa utilidad. Entonces, sentí que empezaba á reconciliarme con aquellos que siempre, al verlos bautizando ríos y cerros á Troche y moche, habia considerado exhibicionistas. ¡Cuán necesario es el nombre, sobre todo, si la región es montañosa, y allí en Tierra del Fuego especialmente! Fitz Roy dejó cientos de nombres ingleses en los cabos, bahías y penínsulas. Dió nombre hasta á las piedras que hay bajo el agua. Otro tanto hicieron la expedición de La Romanche, Popper, Lista Bove y muchos más, facilitando así los reconocimientos posteriores y evitándose largas referencias en las descripciones locales. Sintiendo pues esta falta, resolvi dar nombre especialmente á los cerros, siempre que me viera obligado á ello.

Pero á poco andar, pude reconocer que la cadena extendida á nuestro Sudoeste, era la que Nordenskjöld llamó cerro Hedición. Aunque la escala de su mapa es reducida y debió ser Edición sin H, respeto el nombre porque el cerro está bien ubicado en él y se le reconoce fácilmente. Como Nordenskjöld, pues, lo llamaré en adelante, cerro Hedición.

Habíamos dejado, como decía, la pampa á nuestras espaldas, entrando á lo que bien puede llamarse el valle del Río del Fuego.

Las montañas que corren de Oeste á Este, se extienden hacia el mar, en suaves lomas que desaparecen en dirección á la playa, y el río buscando su nivel, corre por entre ellas, alejándose unas veces y otras alejándolas á ellas, de manera que por sus cambios continuos de curso, va haciéndolas desaparecer paulatinamente á la vez que forma ancho valle, variable entre los mil y mil quinientos metros.

Las gramillas, que predominan en todo el territorio, son más abundantes en las orillas de los ríos, formando bañados algunas veces, pero, bien entendido, invadidos por pastos aún más hermosos.

Fuera de estos bañados, el suelo está talado por los coruros, aunque la vegetación conserva su aspecto de vega, extendida hasta el bosque.que se aproxima hasta lo alto de las lomas. En las hondonadas, no hay árboles nunca: por ellas bajan los chorrillos y si el agua no encuentra salida no la hay, el desarrollo de los turbales es inevitable. Aprovechando el exceso de humedad los invaden los musgos y el Champon (Azorella) que en la cordillera, y especialmente en el Norte —llaman Fareta, preparando el terreno para que en aquella alfombra húmeda entre á desarrollarse la mutilla, verdadera plaga fueguina, que unida á las anteriores, imposibilita más aún el paso del agua. Comienza entonces la lucha de las especies, los musgos un momento vencidos, van á desaparecer bien pronto. pero otras nuevas semillas caen sobre los champones vencedores y otra vez vuelven á verdear entre ellos. La mutilla sigue extendiendo sus raíces y sus ramas por todas las grietas; las viejas raíces de las plantas muertas se descomponen con ellas y el agua baja en busca de la napa más cercana, nunca distante.

Bajo la superficie del turbal, hay pues, una capa formada por la red compacta de raíces en descomposición y la superficie vegetal, va asi aumentando la altura del suelo. Pero un coloso se desprende de la selva viva y cae tumbado, otro lo sigue; las plantas cambian de lugar y así, sin el cálido aliento de los trópicos, la tierra aquella removida por la continua cava del coruro, tiene su vida y sempiterno movimiento, bajo el soplo helado de los vientos australes.

Tal es la vida del turbal.

Más no es él tan sólo, el medio en que la mutilla se desarrolla; allí también en lo alto de los cerros y en las faldas, extiende sus ramas cargadas de hojas y de frutas. Son estas, tan abundantes, que hay veces en que parecen racimos de uvillas, agradables cuando están maduras y amargas cuando recién la fruta empieza á enrojecerse. Los indios y muchos que no lo son, gustan de ellas. El indio Pedro, como un vicioso, se tiraba del caballo en cuanto parábamos á descansar y buenos retos se llevó más de una vez por su afición á la mutilla.

En algunos pueblos de Alemania, las familias pobres, cosechan una fruta muy parecida á esta en el aspecto y sabor, con la que hacen dulce que vendeu á los viajeros. Dada la gran abundancia de esta, ella podría ser fuente para una pequeña industria.

Dejemos la mutilla y sigamos la marcha.

El monte apenas varía junto al río. Muy raros son los árboles que pasan de o.30 centímetros de diámetro. A las tres horas y media de camino á la derecha del valle, encontramos una capa gruesa de más de tres metros, constituída por planchas de areniscas terciarias de tinte amarillento, inclinada de Oeste á Este. Era la primera veta bajo el subsuelo y la misma que había ya observado en las barrancas del mar. Era también la primera que veíamos en el interior. Algún curso antiguo del río la dejó en descubierto.

Debido sin duda á la presencia de los árboles, no vimos ninguna otra en la región, pero más al Norte del territorio, anotamos con frecuencia la presencia de capas semejantes, especialmente hacia el interior.

Después de vadear un angosto chorrillo, afluente del Río del Fuego y anotado en el mapa, el valle se ensanchó hacia el Sudeste y el Sudoeste por ambos lados, ofreciéndonos una dilatada llauura, á cuyo fondo el panorama de las montañas, hecho de cadenas cubiertas de bosques en su primera línea, asomaba erguidos los picos eternamente nevados de la cadena, cuyos piés baña el Beagle por un lado y el Fagnano por el otro.

Como el Río se desviaba más al Sudoeste aún, lo seguimos costeando, libre de bosques al frente.

Pronto lo encajonó una loma alta de 40 metros, pero en nada variaba su aucho y su camino de víbora.

Era ya tiempo de hacer alto.

El cerro Hedición, que desde la entrada al valle del Río del Fuego nos había mostrado sus cimas, se nos presentaba ahora eu toda su longitud de Oeste á Este y otro igual, continuaba más al Este en la misma dirección.

Eran estos los primeros que pronto tendríamos que visitar.

El 12 de Marzo, amaneció nublado completamente. La niebla invadía el escenario, cerrándose totalmente á los cincuenta metros. Rossi necesitaba ver los cerros y como la marcha del día anterior había sido pesada y larga, resolvi que hiciéramos campamento allí, por todo el día, lo que Calcagnini aprovechó herborizando.

Nuestro primer intento en la salida del día 13, fué cruzar el río, pero, aunque angosto, tenía un metro de agua, y su fondo era fangoso en más de otro metro de profundidad.

Tuvimos, pues, que desistir y cambiando de dirección completamente al Este, costear el valle, en cuyo centro, veíamos una extensa laguna.

En la parte Norte de esta planicie, la vegetación herbácea es escasa, siempre por causa de los coruros, pero todo lo demás está cubierto de pasto, lo que unido á su piso fangoso aunque inclinado y á los chorrillos que á cada paso se encuentran, me hace suponer que casi totalmente la cubren las aguas de la época culminante de las lluvias. (1) Había dispersos en este valle, algunos granitos desprendidos de las montañas, correspondientes al período glacial. En todo el territorio se los observa á muchas leguas de las montañas y de tamaños que á veces alcanzan á los ocho metros de largo.

Son enormes.

Después de costear esta llanura, acampamos al pié de un cerrillo desnudo de árboles en el lado opuesto al rio del Fuego. Rossi y el indio Pedro, lo treparon inmediatamente para tender algunas visuales, mientras los demás, nos ocupabamos en instalar el campamento.

Terminada esta operación un momento después, llegué acompañado por el Dr. Lehmann Nitsche á la cima, en persecución de un guanaco, y cuál no sería mi admiración al encontrarme en presencia de un hermoso lago ancho de una legua por lo menos, que se dilataba del otro lado de la cadena á que nos habíamos aproximado y que, inmóvil en la tarde callada, reflejaba en sus aguas los últimos fulgores del sol que declinaba en el ocaso!

Aquel era un sueño de colores, al que daban intensas melancolías las penumbras de la hora, el profundo mutismo de la naturaleza, la soledad y la amplitud de las lineas que trazaban el contorno. Cuanto busca el arte en la armonía de la imágen y el color del detalle, palpitaba en ese escenario rico en impresiones infinitas de ensueño y de poesía. V allí, olvidados por completo del guanaco, nos quedamos tendidos en la cima, hasta que la noche desvaneció todo, confundiendo las sombrías masas de los bosques en el plateado reflejo del lago sereno.

Al bajar con el doctor que también volvía impresiouado por la magnificencia del lago, se nos unieron Rossi y el indio, este último no tan encantado de las bellezas de su tierra, como siempre sucede y además porque no entendía de estética, lo que es lógico.

Al otro día, descosos de contornearlo y saber qué lago sería aquel, cambiamos de campamento, instalándonos en sus orillas.

(1) En este punto de la marcha, no vimos más que una laguna. Más adelante, pudimos distinguir otras adyacentes. La que habíamos visto era la mayor de todas y por su posición con relación al cerro Hedición, reconocimos eu estas, las Laguuas Suecas, llamadas asi por Nordenskjöld.

Lago Ch'eépel y Cerro Herrera, al fondo.

Es el lago Ch'eépel, llamado Cheepelmej en algunos mapas, uno de los tres grandes lagos, que ocupan los senos de las principales cadenas de Tierra del Fuego, pertenecientes á la cordillera Carlos de Rumania, tres á cual más hermosos y pintorescos. Este, situado al Norte del Fagnano y Noroeste del Juin, es hoy el más pequeño, pero en el último período, que á mi me parece ser el terciario, acupaba también la llanura que acabábamos de costear, quedando dividido en dos, uno el actual y el otro la parte de la llanura próxima, cuyas aguas, encontrando salida por donde hoy mismo baja el Río del Fuego, dejaron desnuda esa parte invadida hoy por la vegetación.

Esta cuchilla, que redujo á la mitad el lago Ch'eépel, tiene hoy su centro en la montaña que lo cierra por el Norte y que era la misma que observábamos desde la entrada al valle del río.

En el primer día de campamento, dimos nombre á este cerro, denominándolo Escalada.

El cerro Escalada, que como antes he dicho, limita el lago Ch'eépel por el lado Norte, no nos permitía ver desde el punto en que estábamos, el otro extremo del lago, pues un peñasco que se divisaba en lontananza justamente á donde el perfil de la montaña terminaba en el nivel del agua, nos hacía abrigar la duda de que el lago, detrás de él, ó doblaba allí, ó tenía una angostura, ó lo que veíamos era la boca de un ancho río.Mientras Rossi, acompañado por dos gendarmes, lo trepaba para tomar su altura y determinar su posición, el Dr. Lhemann Nitsche y yo hicimos una excursión siguiendo la costa por el lado del cerro. Para ello, salimos de madrugada.

El agua de una limpidez cristalina, nos permitía ver el fondo pedregoso del lago hasta una distancia mayor de diez metros y algunas piedras, que asomaban á más de cien metros, nos mostraban claramente que el declive de su fondo era escaso. En conjunto, el lago no me producía el efecto de ser profundo, pues, por la orilla que costeábamos, si bien el cerro era bastante inclinado, al llegar á medio metro del nivel del agua, se quebraba bruscamente, formando la costa que seguíamos, y del otro lado ó sea por el Sur, las cuchillas que bajaban de los cordones centrales de los macizos ó iban á morir en las orillas ó cortadas á pique, uos dejaban ver que también había playa á sus piés. Sin embargo, en el centro, el fondo, formando canales, es de alguna profundidad.

Entre las piedras rodadas de la orilla, asoman á trechos, clivadas verticalmente, las rocas que constituyen el cerro y siguiendo las curvas de éste, el agua penetra formando continuas bahías abrigadas de 100 ymetros, en que viveu caiquenes (abutardas), patos y zancudas pequeñas.

El bosque llega hasta la misma playa y. formando una linea continua, se extienden por el límite de la tierra vegetal, matorrales de violetas amarillas cuyas hojas alcanzan un diámetro de 0.10 centímetros.

A las 4 p. m. llegamos recién, tras una marcha continua, á enfrentar el peñón que desde el Oeste veíamos. Situado equidistante de ambas orillas, ocupa el centro de una angostura que forma el lago, de 400 metros allí á lo más, y por su pequeñez y exposición á los vientos, está desnudo de vegetación. Otro peñón, más pequeño y bajo, se alza á poca dis tancia de este. Desde el punto á que á duras penas habíamos llegado, nos pareció que el lago se volvía á ensanchar continuando al pié del cerro, pero no siéndonos posible continuar por la hora y lo doloridos y lastimados que teníamos los piés, como que habíamos caminado todo el día sobre piedras generalmente quebradas, tuvimos que regresar á la noche, calculando que entre la ida y la vuelta, habíamos hecho más de seis leguas. Al siguiente día, regresó Rossi y confirmó nuestra observación, pues desde lo alto del cerro, había visto la otra parte del lago, igual á la que teníamos en frente, más una contigua extensión no menor, apenas separada por una muy angosta faja de tierra.

Volví á subir con el Doctor para recorrer el cerro y separándonos de la orilla, nos internamos en el monte de coibos, los primeros que veíamos. La maraña de las orillas y los muchos árboles pequeños que hay en ellas, habían sido causa de que este no me llamara la atención mayormente.

Los primeros anuncios del monte que trepa por las faldas, son árboles de pequeñas proporciones, formados por grupos de robles jóvenesde 0.10 y 0.15 centimetros de diámetro y que se distribuyen en manchones, dejando vegas entre si, pero ya en las faldas del cerro, los robles tienden á desaparecer, predominando el coibo. Son los coibos, verdaderos colosos de 14 á 20 metros de altura con circunferencias de 2.50, 2.60 y 3.15, habiendo dispersos, entre las distancias de 3 metros que ellos guardan, algunos jóvenes de 0.20, 0.25 y 0.30, ctms. de diámetro, que aunque delgados, no por ello son menos bajos, pues en la altura confunden su copa con los viejos.

El tronco es generalmente recto, siempre sin ramas bajas y formando copa en la altura, sin duda debido á que creciendo del lado Sur, se hilan en busca de la luz del sol. Esta tendencia á hilarse, es característica de los coibos, según pude verlo después en el lado Norte del cerro, donde igualmente abundan.

El suelo constituye allí un verdadero colchón de hojas secas, gajos y troncos en descomposición, y es extraordinaria, casi increíble, la cantidad de árboles seculares que hay tumbados en él.

Escasos helechos, abren sus frondas raquíticas y hay muy pocas gramillas. La flechilla ó amores secos es el vegetal predominante de la baja formación, pues el calafate tan frecuente, solo llega á las orillas del bosque.

Las barbas ó liquenes, que no perdonan árbol, invaden también á los coibos que asoman sus ramas cargadas, como si pendieran de ellas, numerosos cortinados.: La hermosa fisonomía de los bosques fueguinos, produce aquí sus primeras impresiones.

El más profundo silencio reina eu el bosque; la vegetación herbácea asoma á trechos, macilenta unas veces, otras de vibrantes verdores. Aquí, donde los árboles están con hojas, hay en su conjunto, con frecuencia, — evocaciones de las selvas tucumanas y allá, donde los árboles han caído, sin color, retorcidos y abiertos en largas grietas, se cree estar en las selvas del Norte de Europa. Pero en aquel cambio continuo, el bosque tiene sus pinceladas características. No es él, el hijo de las nieblas y del sol, como aquellas selvas de nuestros trópicos: no se ve allí la obra rápida ni la lucha que libra la vida bajo los lejanos montes de cébiles.

Todo se modela aquí, más lentamente, porque el frío lo envuelve y lo detiene, mientras todo allá... todo la precipita y la engrandece.

¡Cuántas veces, al ver que el árbol se afana en vano por sostenerse gigante, y que al fin cae para volverse tierra bien pronto, al ver este hacinamiento de troncos y de ramas en descomposición, he recordado los árboles seculares tumbados en las faldas del Aconquija y en cuyos brazos un mundo diminuto de musgos, líquenes, criptógamas y á veces hasta retoños. se animaban viviendo de sus jugos!

La selva vieja no recibe el menor soplo del viento. Es una selva muda.

Las raíces, asoman en algunas partes, sobre la delgada capa de humus, que solo tiene de 0.20 á 0.40 centímetros de espesor.

El sol indeciso, baja hasta el pié de los árboles y sus pálidos resplandores, parecen los primeros anuncios del invierno que llega...