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Tiembla debaxo de los pies la tierra,
de infinitos poetas oprimida,
que dan asalto a la sagrada sierra.
El fiero general de la atrevida
gente, que trae un cuerbo en su estandarte,
es Arbolanchez, muso por la vida.
Puestos estavan en la baxa parte
y en la cima del monte, frente a frente,
los campos de quien tiembla el mismo Marte,
cuando una, al parecer, discreta gente
del catolico vando, al enemigo
se pasó, como en numero de veinte.
Yo con los ojos su carrera sigo,
y, viendo el paradero de su intento,
con voz turbada al sacro Apolo digo:
«¿Qué prodigio es aqueste, qué portento,
o por mejor dezir, qué mal aguero,
que assi me corta el brio y el aliento?
»Aquel transfuga, que partio primero,
no solo por poeta le tenía,
pero tambien por bravo churrullero.
»Aquel ligero, que tras el corria,
en mil corrillos en Madrid le he visto
tiernamente hablar en la poesia.
»Aquel tercero que partio tan listo,
por satirico, necio, y por pesado,
se que de todos fue siempre mal quisto.
»No puedo imaginar cómo ha llevado
Mercurio estos poetas en su lista.»
«Yo fuy, respondio Apolo, el engañado,
»que, de su ingenio, la primera vista
indicios descubrio, que serian buenos
para facilitar esta conquista.»
«Señor, repliqué yo, crei que agenos
eran de las deidades los engaños,
digo, engañarse en poco mas ni menos.
»La prudencia que nace de los años,
y tiene por maestra a la esperiencia,
es la deidad que advierte destos daños.»
Apolo respondio: «Por mi conciencia,
que no te entiendo» (algo turbado y triste,
por ver de aquellos veinte la insolencia).
Tu, sardo militar Lofraso, fuiste
uno de aquellos barbaros corrientes
que del contrario el numero creciste.
Mas no por esta mengua los valientes
del esquadron catolico temieron,
poetas madrigados y excelentes;
antes tanto corage concibieron
contra los fugitivos corredores,
que riça en ellos y matança hizieron.
¡O falsos y malditos trobadores,
que passays plaça de poetas sabios,
siendo la hez de los que son peores!
Entre la lengua, paladar y labios,
anda contino vuestra poesia
haziendo a la virtud cien mil agravios.
Poetas de atrevida hipocresia,
esperad, que de vuestro acabamiento
ya se ha llegado el temeroso dia.
De las confusas vozes el concento
confuso por el aire resonava,
de espessas nubes condensando el viento.
Por la falda del monte gateava
una tropa poetica, aspirando
a la cumbre, que bien guardada estava.
Hazian hincapie de cuando en cuando,
y con ondas de estallo y con ballestas,
cuan libros enteros disparando.
No del plomo encendido las funestas
balas pudieran ser dañosas tanto,
ni al disparar pudieran ser mas prestas.
Un libro, mucho mas duro que un canto,
a Jusepe de Vargas dio en las sienes,
causandole terror, grima y espanto.
Gritó, y dixo a un Soneto: «Tu, que vienes
de satirica pluma disparado,
¿por qué el infame curso no detienes?»
Y qual perro con piedras irritado,
que dexa al que las tira, y va tras ellas,
qual si fueran la causa del pecado,
entre los dedos de sus manos bellas,
hizo pedaços al soneto altivo,
que amenazava al sol y a las estrellas.
Y dixole Cilenio: «¡O rayo vivo,
donde la justa indignacion se muestra
en un grado y valor superlativo,
»la espada toma en la temida diestra,
y arrojate valiente y temerario
por esta parte que el peligro adiestra.»
En esto, del tamaño de un Breviario,
volando un libro por el aire vino,
de prosa y verso, que arrojó el contrario.
De verso y prosa el puro desatino
nos dio a entender que de Arbolanches eran
las Avidas pesadas de contino.
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