Vida y pensamientos morales de Confucio/2
VIDA DE CONFUCIO.
Con-Fu-tsu, ú Con-futsée, que nosotros llamamos Confucio, nació 551 años antes de nuestra era, en un simple lugarillo del reyno de Lu; porque la China estába entonces dividida en varios reynos tributarios del Emperador. La soberanía de Lu forma hoy dia la provincia de Khang-tong, al sueste de Pekin.
El padre de Confucio instruído personalmente por las primeras magistraturas que habia exercido, descendia del penultimo Emperador de la dinastía de los Chang. A la edad de setenta años tuvo á su hijo Confucio, el qual le perdió á los tres. En este mismo tiempo vivia Solón; Thalés era muy anciano; Pitágoras florecia, y Sócrates iba á nacer.
Confucio se entregó enteramente al estúdio de los libros antiguos desde la edad de quince años: de ellos recogía con cuidado las máxîmas mas útiles para la conducta de la vida, y conformando á ellas sus costumbres, se preparaba, en una edad tan tierna, para ofrecerlas á los otros en lecciones.
Casaronle á los veinte años; pero repudió luego á su esposa, y no volvió á tener otra, aunque la Poligamia era permitida en la China. Tuvo un hijo llamado Pé-yu, el qual fué padre de Tsu-su, que comentó los libros de su abuelo, y los ilustró aun mas por su sabiduría, que por las dignidades á las quales fué elevado.
Confucio exerció la magistratura en varios reynados, buscando las dignidades, no tanto por las ventajas personales que le procuraban, quanto por trabajar en beneficio de los pueblos, y dar á su doctrina aquella autoridad que él mismo recibia de sus empleos. Pero al punto se separaba de ellos, si solo le procuraban vanos honores sin la satisfaccion de ser útil á los otros.
A los cincuenta y cinco años de su edad fué elevado al principal ministerio del reyno de Lu, su patria. Bien pudo la nacion conocer al instante que un sabio estaba á la cabeza del ministerio: las leyes se observaban, las costumbres se mejoraban, la concordia reynaba en las familias, la paz interior dulcificaba las penas del pueblo, y se habrian avergonzado si no hubieran reconocido que aquel imperio era el de la razon. Toda esta felicidad se esparcia sobre el reyno de Lu, y Confucio no habia mas que tres meses que tenia la direccion de los negocios.
Esta prosperidad fué mirada de un ojo zeloso por los Príncipes vecinos. Demasiado corrompidos estos para seguir el exemplo que se les presentaba, no supieron hacer otra cosa que temer á un estado, en el qual reynaban las buenas costumbres y las leyes. Habria sido un absurdo temerario el calumniar á Confucio; habria sido tambien lo mas odioso el haber conspirado contra su vida; pero encontraron un expediente mas criminal todavía, aunque dulce en la apariencia, y fué el de corromper al Soberano.
Un Príncipe, que por usurpacion llegó á ser Señor del reyno de Tsí, fingió buscar la amistad del Rey de Lu, y hacerselo afecto con sus presentes. Envióle cautivas jóvenes, cuyo talento hacía mas seductora su belleza: los acentos lisongeros de sus voces y sus danzas lascivas, excitaban a la concupiscencia, y la pérfida dulzura de sus miradas, el agrado peligroso de sus sonrisas, aseguraban una derrota, que sus cantos y sus gracias habian ya comenzado.
El Rey recibió con reconocimiento estos dones insidiosos, tanto mas expuesto á los golpes de su enemigo, quanto se hallaba sin desconfianza alguna. ¡Ah! ¿quién sabe temer á la vívora ponzoñosa, quando se oculta entre las rosas del placer? Atacado, pues, por todos sus sentidos, y deshecho antes de haber pensado en combatir, se arroja y sumerge en las delicias. Rodeado siempre de estas bellas enemigas, que lo encantan al mismo tiempo que lo pierden, no dexa á su Ministro acceso alguno á su persona. Confucio acostumbrado á dexar sus empleos si no puede hacer en ellos el bien, titubea esta vez. Sus intenciones fueron siempre hacer bien á su patria, y ésta es la que es preciso abandonar. Él desea, él espera, él combate: dexa en fin un estado, en donde la sabiduría que acaba de hacer nacer, se ve reemplazada por la molicie mas peligrosa.
Se aleja llorando sobre su desgraciado país; recorre los estados de Tsi, de Guei y de Tsu; pero los Soberanos de estos reynos reusan los servicios de aquel mismo sabio, cuya posesion envidiaron al Monarca de Lu. Reducido á las últimas extremidades de la miseria, va errante de un parage á otro, deshechado por todas partes, y freqüentemente amenazado de perder la vida. De este modo la virtud, desterrada y proscrita, sufria la suerte que debe ser el castigo del crimen.
Siempre igual en sí mismo, ya en la elevada fortuna, y ya en la humillacion, sufria con entereza el despego de los Grandes, los desprecios del pueblo, y las canciones y sátiras, de las quales llegó á ser el objeto. Como era superior á los hombres viles que osaban ultrajarle, apenas se apercibia de sus impotentes ataques, y no se dignaba, ni de ofenderse, ni quejarse de ellos.
Perseguido por los furiosos zelos de un mandarin, Xefe del Tribunal militar, vió ya levantada la cimitarra sobre su cabeza. La mayor parte de sus discípulos huyó; algunos otros, pálidos y temblando, se quedaron á su lado. "Si el cielo nos protege, les dixo con rostro sereno, ¿qué puede contra nosotros el aborrecimiento de un hombre poderoso?"
Murió á los setenta y tres años. "Los Reyes, decia, no observan lo que enseño: ninguno de ellos sigue mis principios, y así no me resta ya mas, que morir." Estas fueron las últimas palabras que pronunció. Su muerte fué viva, é intimamente sentida de sus discípulos, los quales llevaron por él un año de luto.
Confucio habia observado toda su vida una gravedad de costumbres, y un cierto porte que con su dulzura lo hacía amable. Poco le costaba el ser justo, siendo, como era, moderado y templado; porque la codicia es la que engendra la injusticia. Censor severo de sí mismo velaba continuamente sobre todos los afectos de su ánimo. Él despreciaba los honores y las riquezas, y parecia que todas sus acciones fuesen absorvidas por la de extender su doctrina. Y no era el amor de la gloria, sino el de la humanidad, el que le ataba á sus principios, y la modestia completaba todas sus virtudes.
Tuvo hasta tres mil discípulos, de los quales fueron elevados á la magistratura en diferentes estados los quinientos. Setenta y dos de entre ellos se señalaron y distinguieron de todos los otros, y se conservan con respeto sus nombres y apellidos, y la memoria de sus patrias.
Él los distribuía en quatro clases. Los de la primera aprendian á cultivar su entendimiento por la meditacion, y á formar sus corazones para la virtud: la segunda reunia la lógica á la retórica: la tercera la habia consagrado á la política; y en la quarta se exercitaban en escribir sobre la moral.
Confucio á menudo errante, desterrado, y que apenas habia encontrado en la vasta extension de la China un parage en que poder reposar su cabeza, recibió despues de su muerte los honores que jamás se hicieron á hombre alguno, á menos que la supersticion no le hubiera colocado entre los Dioses. Todos los sabios, todos los magistrados, todos los letrados se lisongeaban de ser discípulos de Confucio; y no obstante sus opiniones, todos pretenden seguir su verdadera doctrina. Las aulas erigidas en todos los pueblos tienen su nombre; y los mandarines de primera clase no osan pasar por delante de estos asilos de las ciencias, sin baxarse de sus Palanquines.
No es permitido el tomar el grado de Bachiller sin ir antes á rendir el debido homenage á este grande hombre en el Palacio que le ha sido consagrado, y tiene su nombre. Llámanle el gran Maestro, el Santo, y el Rey de las letras. Los soberanos Tártaros de la China no tienen en menor veneracion la memoria de Confucio, que los mismos nacionales.
Sin embargo, no debe creerse que estos le concedan honores divinos; pues hasta el levantarle estatuas está prohibido, temiendo que estos homenages que se le rinden no degeneren en un culto idólatra. Se le reverencia en las aulas, pero no en los templos: se prosternan delante de su nombre, grabado sobre tabletas; mas no le adoran.
Un diplóma del Emperador asegura á los Magistrados que se han distinguido por su integridad, el título de discípulos de Confucio, y este título de honor es una recompensa suficiente de sus servicios y de sus virtudes.
La posteridad de Confucio exîste todavía, y el Xefe de esta familia recibe los honores que no pueden darse ya al sabio que no exîste. Luego que los letrados llegan á doctorarse, le hacen los presentes que ellos quisieran ofrecer á su augusto ascendiente; el Emperador le recibe en su Corte con las mayores distinciones: goza él solo de la nobleza hereditaria, y lleva el titulo de Cung, que es la primera dignidad de la nobleza China.
"Yo reverencio á Confucio, decia el Emperador Yung, [1] (en uno de sus edictos): los Emperadores son los maestros de los pueblos, y él es el maestro de los Emperadores."
- ↑ Reynaba en el siglo XIV.